El sueño de los trabajadores-monjes

El sueño de los trabajadores-monjes

Oikonomia/4 – En los monasterios supieron inventar otro tiempo, reconciliando la cabeza con las manos.

Original italiano publicado en Avvenire el 02/02/2020.

«El monacato realizó en sus cenobios una distribución temporal de la existencia de los monjes que probablemente no ha sido igualada por ninguna institución de la modernidad, ni siquiera por la fábrica taylorista».

G. Agamben, Homo sacer.

A las empresas modernas les gustaría imitar a los monasterios antiguos. Pero, gracias a Dios, aún no lo han logrado.

Una de las raíces de la economía de mercado se encuentra en el monacato. Abdicando de la lógica económica ordinaria, los monjes y las monjas dieron vida a experimentos evangélicos que contribuyeron a generar la economía europea. El monacato, por sí solo, no generó el capitalismo, pero este no habría nacido sin el monacato. Mucho antes de la Reforma protestante (Max Weber), el monacato constituyó el primer gran episodio de “heterogénesis de los fines” en la economía moderna. Fue un movimiento inmenso, sorprendente y maravilloso. Cambió Europa, la hizo más bella y rica, aumentó su biodiversidad cultural, espiritual, artística, forestal y eno-gastronómica, y después, casi por equivocación, inventó otra economía. Por eso, no nos debe sorprender que haya quienes sostengan (como, por ejemplo, Pierre Musso e Isabelle Jonveaux) que las grandes empresas modernas son la secularización de los antiguos monasterios. Es una tesis fuerte, que aquí criticaremos en parte, pero que constituye un buen punto de partida. Salvo muy pocas (y tardías) experiencias, como el Arsenal de Venecia y las catedrales o los talleres de los grandes artistas/artesanos, el mundo de la burguesía medieval no conocía la cooperación productiva amplia, estable y racional de comunidades enteras de hombres (o mujeres). En algunas regiones italianas y francesas había cientos de monasterios, y su duración media, durante la Edad Media, era de cinco siglos.

Algunos ven en la figura del abad un paradigma del liderazgo. En realidad, el “liderazgo” – palabra ambigua que me gusta poco – del abad estaba mediado, equilibrado y redimensionado por la regla. La regla era el verdadero “líder” del monasterio. Todos en el cenobio seguían la regla, incluido el abad, que era un modelo para los otros precisamente por su gran fidelidad a la regla común. El abad, a diferencia del fundador de una comunidad, era un seguidor, no un líder. La longevidad, la resiliencia y la sostenibilidad de los monasterios se debe precisamente a la despersonalización del liderazgo, del mismo modo que la fragilidad y la corta duración de las comunidades (y de las empresas) carismáticas se debe a la personalización del fundador, que muchas veces se convierte en hipóstasis del carisma de la comunidad. La imagen del carisma del monasterio no es el abad, aunque este sea San Benito o San Basilio, sino la regla. Hasta tal punto es así que muchos monasterios nacieron y siguen naciendo en torno solo a la regla, sin ninguna personalidad carismática. El liderazgo de la regla es lo más alejado que se pueda imaginar del gobierno de las grandes empresas de hoy, incluso de las que dicen inspirarse en la regla de San Benito. 

Hay otros aspectos del monacato, menos evidentes pero muy importantes, relacionados con la economía y la empresa. En primer lugar está el trabajo. La primera frase que nos viene a la mente cuando pensamos en el monacato es Ora et Labora. El monasterio, desde el principio, se presentaba como un taller (taller divinae artis). La misma vida del monje era vista como el aprendizaje de una ars, de un oficio, de una profesión. Así es como la presentaban algunos antiguos fundadores (Casiano).

En el mundo antiguo los que trabajaban eran los esclavos: «Todos los artesanos ejercen un oficio vulgar: no hay sombra de nobleza en un taller» (Cicerón, De Officiis). En el monacato, también trabajaban los monjes, muchos de los cuales eran cultos, doctores en teología y en otras ciencias. Esto, por sí solo, debería bastar para entender lo que supuso la reunificación de las manos con la mente para la ética del trabajo. Cuando un campesino o un artesano analfabeto veía trabajar a los monjes, se daba cuenta de que hacían las mismas cosas que él e inmediatamente comprendía que su trabajo era importante y no era cosa propia de siervos y esclavos. La fe en la Encarnación enseñó a los monjes que tocar la materia no es algo impuro, propio de esclavos. La tierra, el polvo, la comida, son signo y sacramento de la misma vida. Solo quien ha usado las manos para producir pan y vino sabe qué es verdaderamente la Eucaristía, porque intuye que estos bienes que cambian en el altar por la acción eficaz de la palabra del sacerdote, son, desde otro punto de vista, verdadero, las mismas cosas buenas nacidas de la vid y del trabajo del hombre. Sin una nueva ética del trabajo y de la materia no habría surgido la economía de mercado, y esta nueva ética no habría existido sin los monjes.

En todo caso, no es fácil comprender dónde se encuentra verdaderamente la innovación que el monacato aportó con respecto al trabajo. En primer lugar, debemos renunciar a considerar la relación entre oración y trabajo como una división meramente práctica del tiempo de la vida. Los monjes debían gestionar la tensión entre dos palabras bíblicas: «orad siempre» (Lc 18,1) y «el que no trabaje, que tampoco coma» (2 Tess 3,10). Y la resolvieron de una forma absolutamente genial. El verdadero golpe de genio antropológico y espiritual del monacato consistió en entender y practicar la oración y el trabajo como dos momentos de la única liturgia de la regla. En los monasterios, el tiempo de trabajo no es un tiempo restado a la oración, ni la oración quita tiempo al trabajo. No se reza menos por trabajar, ni se trabaja menos por rezar. Para realizar esta especie de alquimia, los fundadores del monacato hicieron algo espectacular. Aun moviéndose dentro de una visión cuantitativa de las doce horae del tiempo, inventaron la piedra filosofal del tiempo-calidad. Mientras el horologium del officium marcaba severamente la cronología del día, otro reloj alargaba ese mismo tiempo hasta hacerlo coincidir con el infinito. Para entender la gestión racional del tiempo que se hacía en los monasterios, que parece anticipar muchos siglos la “división del trabajo” de Smith y la “división del conocimiento” de Hayek, hay que ponerla en relación con su visión cualitativa y litúrgica, que la humaniza y excede con mucho el ámbito de las bibliotecas y las granjas. En un pequeño lugar, rígidamente limitado y cercado por los muros de la abadía, con esta carestía de espacio, los monjes inventaron otro tiempo, aprendieron a no ocupar espacios para activar procesos (que siguen vivos). La liturgia de la regla añadió una dimensión al tiempo de vida, y de este modo la línea del tiempo se convirtió en una superficie.

Gracias a la visión litúrgica del tiempo y de la vida, una parte cuantitativa del tiempo del día puede convertirse, cualitativamente, en eternidad. Esta capacidad de crear otro tiempo, de agujerear el tiempo-cantidad y tocar el infinito, de llevarnos a pasear de nuevo, todos los días, por los jardines del Edén, es típica de la liturgia. La invención de este otro tiempo fue una gran innovación del monacato. Todos podemos repetir esta experiencia pasando unos días en un monasterio: vemos que el tiempo se hace más lento, más denso, y el ritmo de vida cambia. Aunque la vida de los monjes no duraba, por término medio, mucho más que la de las personas que vivían fuera del cenobio, en realidad en los monasterios se vivía y se vive un tiempo más largo y profundo. Esta especie de “vida eterna” terrena siempre ha resultado fascinante y ha atraído a muchas personas a los monasterios. Esta experiencia tan embriagadora es al mismo tiempo la gran tentación del monacato: cultivar el deseo de ser inmortales como Dios (la promesa de la serpiente). Si la regla coincide con la vida y la vida con la regla, es posible llegar a estar tan absortos en la liturgia como para dejar de sentir la vida, y viceversa. 

Gracias a esta visión litúrgica de la regla, el trabajo y la oración pueden tener la misma dignidad y no estar en conflicto. Aquí no hace falta espiritualizar el trabajo rezando salmos y rosarios mientras se trabaja. No es necesario, ni se exige: el trabajo es una actividad con el mismo valor que la oración, porque es parte de la misma liturgia y por tanto de la misma vida. Ambos están dentro de la misma regla. Esto quiere decir que el trabajo tiene valor en cuanto trabajo; un valor intrínseco, aunque sea instrumental a la vida. Esta es la paradójica laicidad de los monjes. El monacato ha entrado y entra en crisis cuando se consideran las manos que recogen el grano y el vino menos dignas y espirituales que las de quien dice Misa, como ocurrió en Cluny, cuando alguien pensó que las horas pasadas diciendo Misa podían sustituir a las de la viña. Pero también ha entrado y entra en crisis cuando se quiere espiritualizar el trabajo, recomendando a los monjes salmodiar mientras trabajan, meditar la Biblia mientras vendimian. Estos reduccionismos empequeñecen la profecía del monacato, acortan el tiempo, limitan sus horizontes, encierran la jornada dentro de sus 24 horas. La razón es que si rezo mientras trabajo con la forma de la oración, estoy restando tiempo a mi jornada. La profecía del monacato consistía y consiste en trabajar sin más, en el tiempo y en la forma del trabajo, y rezar sin más, en el tiempo y en la forma de la oración. De este modo cada momento sirve y regenera al otro, y juntos componen un gran canto a la laicidad de la vida, donde lo sagrado no devora lo profano, porque también lo profano es liturgia, y la liturgia no es otra cosa que vida. En los monasterios se vence la muerte, cuando, con los pies bien asentados en el barro de los campos, se roza el cielo con un dedo manchado por el trabajo.

Esta dimensión cualitativa del tiempo es la que falta en las empresas modernas de fichas, minutajes y bonus, a las que les gustaría controlar el tiempo con horologi cada vez más sofisticados, pero que no conocen la otra dimensión del tiempo, que, cuando existe, libera al trabajador de los incentivos y de los controles. Esta dimensión cualitativa no está presente porque pondría en crisis la estructura entera de las empresas, que funciona mientras sea posible medir el tiempo y utilizarlo para incentivar y medir los méritos. 

Pero hay otra cosa más. Si, por una parte, las grandes empresas modernas se están alejando del humanismo de los monasterios, por otra parte, sin saberlo, se están acercando mucho. A diferencia de las fábricas tayloristas del siglo XX, que tenían bastante con nuestras manos, las empresas del siglo XXI sueñan cada vez más con tener trabajadores-monjes. A los ejecutivos les gustaría tener trabajadores con vocación, que se adhirieran libremente a la misión de la empresa, sin estar guiados por un incentivo externo (demasiado débil) sino por un impulso interior; que no conocieran la distinción entre tiempo libre y trabajo, donde el trabajo coincidiera con la vida. En definitiva, quieren tener monjes que no trabajen por el salario ni por el beneficio, sino por una fidelidad íntima, que en una visión litúrgica de la vida no dejan de trabajar ni siquiera cuando duermen, porque hasta el sueño es officium. Quieren que sus trabajadores sean como los monjes descritos por Agustín: «Que nadie trabaje para sí mismo, sino que todos vuestros trabajos tiendan al bien común, y con mayor compromiso y ferviente presteza que si cada uno lo hiciera para sí» (Regula, 31). Pero la promesa de las empresas, a diferencia de la de los monasterios, es demasiado pequeña. Para tener trabajadores-monjes haría falta el paraíso, otro tiempo y otros incentivos. Las empresas no los tienen, pero están haciendo todo lo posible para convencernos de lo contrario. Conocer y meditar la gran tradición monástica podría ser el único antídoto verdadero para las falsas y seductoras promesas de paraíso.


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