La perfección engañosa

La perfección engañosa

Oikonomia/8 – Las pequeñas salvaciones mereci-das nos atraen más que una salvación grande y no merecida.

Original italiano publicado en Avvenire el 01/03/2020.

«Sucede a menudo que a Dios le agrada más la obra vil de un siervo que todos los ayunos y las obras de curas y frailes».

Martin Lutero, La cautividad babilónica.

La gestione dell’ideale e il commercio delle penitenze (oggi gli incentivi) sono importante parte dello spirito del capitalismo e della grande impresa. Anche così si è passati dall’ecclesiale "societas perfecta" alla "business community".

La gestión del ideal y el comercio de las penitencias (léase hoy incentivos) son una parte importante del espíritu del capitalismo y de la gran empresa. Hemos pasado de la “societas perfecta” eclesial a la “business community”.

Toda utopía de una sociedad perfecta produce una ciudad de hombres imperfectos que viven su imperfección como culpa. A continuación, esta se convierte en el primer instrumento de control y gestión de las conciencias y las vidas individuales y comunitarias. Existe una relación entre el ideal de perfección y el espíritu del capitalismo. También en este caso fue decisivo el papel del monacato, primero, y de la Reforma protestante, después. La idea de la vida cristiana como camino hacia la perfección comenzó a desarrollarse muy pronto y se convirtió en uno de los pilares del humanismo medieval, si bien ni la Biblia, ni la vida, ni la enseñanza de Jesús estaban centradas en la idea de la perfección. En los fundamentos de la tradición bíblica, hay personas que no pueden ser presentadas como modelos de perfección moral, ni siquiera de fe. Pensemos en Jacob-Israel, con sus engaños y mentiras, o en David, el rey más amado, que realizó el homicidio tal vez más vil de la Biblia, o en Salomón, el rey más sabio, que se corrompió. La historia de la salvación es una historia de imperfecciones morales, que YHWH tenazmente se empeña en orientar hacia una misteriosa salvación. 

Es equivocado considerar los evangelios como tratados de moral, o, tanto menos, como una ética de las virtudes. Las bienaventuranzas no son virtudes. En el mensaje de los evangelios y de Pablo, las obras y los ayunos no son los que salvan, ni la práctica de la Ley es la que justifica. En los evangelios se habla muy poco de perfección. El mensaje de Jesús no es una propuesta de perfección ética, sino un camino para mujeres y hombres liberados de los vanos ideales de perfección que solo producen neurosis e infelicidad. Ningún camino moral pondría en su culmen un patíbulo y un sepulcro vacío, ni siquiera las tradiciones medievales que representan a Jesús subiendo voluntariamente a la cruz. La ética del mérito, la otra cara de la medalla de toda ética de la perfección, es lo más distante que pueda existir del anuncio evangélico original. No somos amados por ser perfectos. Nada atrae tanto el corazón del Dios bíblico y cristiano como una imperfección sincera.

A pesar de todo esto, la ética greco-romana de la perfección tomó la delantera. Con el tema de la perfección ocurrió lo mismo que con la ética económica: la ética cristiana medieval asumió el ideal moral predominante en el Imperio romano. Una razón, entre otras, para ello es que a los seres humanos nos atrae mucho más construir una pequeña salvación merecida que aceptar una salvación más grande como regalo inmerecido. El ideal de la perfección tuvo un gran desarrollo dentro del monacato. Al terminar el tiempo de los mártires, la santidad se fue entendiendo cada vez más como perfección moral, y por tanto como lucha contra los vicios y como cultivo de las virtudes. Pero, como ocurre a menudo, el humanismo de la excelencia entendida como perfección se convirtió en una ética de la imperfección y de la gestión de las culpas. La imperfección es el dato empírico de la vida. Por eso, poner como ideal la perfección produce una cantidad infinita e interminable de sentimientos de culpa, que son los auténticos señores de cualquier ética de la perfección. Todo ideal de perfección genera errores y pecados, cada día más. El fruto de toda ley vivida como ideal ético es el pecado. Lo que más valor tiene en las éticas de la perfección no es el ideal, sino la distancia entre el ideal y la realidad, que tiene un valor infinito puesto que el ideal es infinito.

Así es como la confesión y la penitencia se convirtieron en instrumentos para dirigir personas eternamente imperfectas, que vivían como culpa la distancia entre su vida real y el ideal. Desde los monasterios, la ética “cristiana” de la perfección moral se extendió a toda Europa. Con la ascesis entendida como perfección creció también el recurso a la confesión privada y a las correspondientes penitencias, primero dentro y después fuera de los monasterios. Con el monacato, en Irlanda en particular, la confesión empezó a convertirse en un asunto privado entre el monje y el padre confesor. Con la privatización y la individualización de la confesión (que en los primeros siglos era púbica y comunitaria) comenzó también la privatización de las penitencias. Estas cada vez eran más detalladas y específicas. A cada culpa le correspondía una pena, con su consiguiente “tarifa”. De ahí el expresivo nombre de penitencia tarifada. En el “Penitencial de Colombano” se puede leer: «Si alguien ha pecado de pensamiento, es decir, si ha deseado matar, fornicar, robar, comer a escondidas, emborracharse o pegar a alguien, haga penitencia a pan y agua durante seis meses… Si alguien ha jurado en falso, haga siete años de penitencia».

Con el tiempo llegaron algunas innovaciones. Se introdujeron otras formas de penitencia, como las peregrinaciones, y se empezó a afirmar la dimensión objetiva de la penitencia, es decir con independencia del sujeto pecador. Las penitencias, que eran aditivas y acumulables, a menudo alcanzaban una dimensión (en calidad y cantidad) insostenible e imposible de soportar por una persona sola. A partir de ahí surgió la innovación decisiva: la penitencia podría ser cumplida por cualquier persona, y no solo por el pecador, ya que lo importante era la “satisfacción” de Dios. De este modo, el Dios cristiano se convirtió, sin su permiso, en acreedor infinito de unos hombres eternamente deudores por unas deudas morales inextinguibles y continuamente renegociadas. La primera bolsa de valores global y universal de la Edad Media fue la religión.

Así se fue consolidando la idea de que la pena podía intercambiarse, negociarse, comercializarse. La introducción del medio monetario favoreció mucho este fenómeno. La penitencia, dada su dimensión objetiva, podía fácilmente convertirse en mercancía, podía venderse y comprarse, ser objeto de compraventa. La penitencia se separó de la persona individual y de este modo nació el primer título derivado de la historia, ya que la penitencia podía renegociarse como un ente autónomo. Fulanito pecaba y Menganito hacía la peregrinación. El mercado de las penitencias experimentó un desarrollo aún mayor cuando la penitencia tarifada se extendió de los monjes a los laicos, invadiendo poco a poco toda la cristiandad medieval. A partir del siglo XII, el binomio perfección-penitencias generó también “listas de conmutación”, que permitían que un periodo breve de ayuno duro fuera equivalente, según precisos algoritmos, a otro ayuno más ligero pero más largo. La posterior invención de la indulgencia plenaria asociada a algunas peregrinaciones y al jubileo (fue fundamental el convocado por Bonifacio VIII en el año1300), junto con la extensión de la objetividad y transitividad de la penitencia a los muertos del purgatorio, crearon mercados cada vez más perfectos y abstractos. Consecuentemente, también aumentó la desigualdad entre ricos y pobres, puesto que quien más dinero poseía, más posibilidades tenía de quedar exento de penitencias gravosas.

Así llegamos a Lutero y al comienzo de la Reforma, cuando la economía de la salvación y la economía del dinero ya estaban profundamente entrelazadas. Desde este punto de vista, es cierto que ya se había desarrollado un primer “espíritu del capitalismo” en el mundo medieval, pero no se debió tanto a los comerciantes de telas y a los bancos de las ciudades italianas del siglo XIV, como a los primeros monjes penitentes y a los mercados de penitencias y méritos de muchos siglos antes. Si en la modernidad fuimos capaces de crear, en Europa, el mayor experimento mercantil de la historia humana, fue porque los cristianos llevaban siglos acostumbrados a razonar en términos de precios, deudas y créditos en las esferas más íntimas de la vida, de la muerte y de Dios. El “salto de especie” de la religión a la economía fue fácil y rápido. Pero aquí surge una pregunta necesaria, que es la misma que nos planteábamos cuando los calvinistas veían la riqueza como señal de elección: y el Evangelio, ¿dónde está? Es difícil encontrarlo. Debemos decir que las penitencias tarifadas fueron otro efecto no intencionado del cristianismo en la esfera económica, esta vez enteramente católico, que poco o nada tenía que ver con el Evangelio.

Es más. Lutero y los reformadores, junto con la abolición de las órdenes religiosas – con el fin de que la ascesis y la vocación dejaran de ser privilegios de una élite de religiosos y se convirtieran en vida ordinaria para todos, sobre todo en el trabajo – abolieron también la confesión y la gestión de las penitencias, expresión directa de la idea (para ellos pelagiana) de que la salvación estaba unida a las obras. Hasta aquí la historia es bien conocida. Sin embargo, hay otro efecto colateral mucho menos conocido. La ascesis y la perfección “mala” expulsadas de los monasterios encontraron su lugar bueno en el trabajo. De este modo, la economía se convirtió en el ámbito donde más se desarrolló el ideal ético de la perfección, en el humanismo protestante. Si la visión ascética de la vida como vocación no servía para ganar méritos ante Dios, la ascesis, el ideal de perfección y la vocación encontraron su sentido en la economía. Al igual que de la crítica protestante a los méritos en la religión nació, siglos después, la meritocracia en el capitalismo protestante, de la crítica al ideal de perfección de los monasterios nació, siglos después, la economía moderna como reino de la perfección.

La Political Economy anglosajona y la gran empresa capitalista comparten el culto a la perfección. Toda la ciencia económica se ha construido sobre la idea de perfección – competencia perfecta, racionalidad perfecta, información perfecta – y esta ha interpretado toda desviación de la perfección como un fracaso (failure) del mercado y de la racionalidad. Hoy, cuando la teoría económica se está reconciliando con la categoría del límite, la gran empresa sigue cultivando la utopía de la organización racional y eficiente. El nombre de la perfección moral del capitalismo es eficiencia. La societas perfecta de la Iglesia pasó a ser la business community. La batalla teológica contra la salvación entendida como perfección moral dio lugar al capitalismo como lugar profano de la perfección buena, donde las penitencias tarifadas y los libros penitenciales fueron sustituidos por las descripciones de los puestos de trabajo y los planes de incentivos. El “perfectismo” (Antonio Rosmini) es una de las grandes patologías de la gran empresa, que interpreta como fracaso toda distancia entre el ideal y la realidad, y produce en los trabajadores los mismos sentimientos de culpa de los penitentes medievales.

De hecho, el mecanismo es el mismo: el límite vivido como culpa que debe ser expiada mediante penitencias concretas. Los incentivos son estas nuevas penitencias, codificadas y objetivadas en nuevos manuales para confesores. Aunque los incentivos no se presenten explícitamente como penitencias, sino como premios, en realidad son expresión de la misma antropología que considera el límite humano como “pecado” y ve la distancia entre el ideal y la realidad como fracaso y culpa de unos “perdedores” incapaces de alcanzar los estándares. Del mismo modo que el monje medieval, abandonado a su vida natural, estaba destinado al fracaso y las penitencias le permitían tener la esperanza de reducir la distancia, los incentivos orientan las acciones naturales e imperfectas de los trabajadores hacia los objetivos ideales fijados por la dirección. 

El Evangelio es una buena noticia porque es liberación de nuestros ideales abstractos para encontrar a los otros y a Dios en la belleza perfecta de una vida imperfecta. Hemos necesitado siglos para entenderlo. Hoy lo hemos olvidado, y las empresas intentan sacar partido de nuestro deseo del paraíso, que buscamos casi siempre en los lugares equivocados.


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