A renacer se aprende/11 - Es necesario volver a vivir la cotidianidad con pasión para reapropiarse de las propias libertades e inclinaciones
Luigino Bruni
publicado en Città Nuova el 7/12/2024 – De la revista Città Nuova n° 7/2024
Deseo se volvió una palabra de esta época. Y se entiende, ya que es una palabra importante como la vida. Siempre lo es, pero de manera especial cuando el deseo se desarrolla al interior de una vocación y una comunidad espiritual, cuando se está ante personas que entregan su propia vida por grandes ideales. En estas experiencias, el primer don hecho por el que empieza un camino espiritual es el de los propios deseos. Decide libremente invertir todo en la nueva Promesa. No vive su resolución como un sacrificio ni mucho menos como una pérdida.
En la renuncia a los proyectos y deseos individuales solamente ve la posibilidad infinita de florecer de manera diferente en un nuevo Edén. Entonces, el nuevo deseo de hoy, que parece infinito, absorbe en sí todos los otros deseos de ayer, hasta un día convertirse en el único deseo que se quiere desear. Y así, el deseo de las comunidades sacrifica los deseos de sus miembros. Las otras historias y los otros relatos, los nuestros y los del mundo, pierden la atracción y el interés, dejamos de desearlos porque nos resultan demasiado chiquitos y banales. La biodiversidad de los sentimientos, de las palabras, de los deseos, de los intereses, de las historias, de la vida, se reduce dramáticamente, ya no nos interesan. Todos deseamos lo Mismo, y no queremos otra cosa. Se desean solamente las cosas que la nueva comunidad desea, y que nos dice que debemos desear. El deseo de la comunidad se vuelve el único deseo bueno, aconsejado y recomendado.
En este proceso de donación del deseo y los deseos, que puede durar décadas, se vive la impresión, al principio, de estar expandiendo nuestra libertad, y es así en general. Pero con el tiempo, paradójicamente, la libertad empieza a reducirse. Las comunidades humanas nacidas de ideales reciben de las personas el don de los deseos y los inmolan en el altar del deseo de la comunidad. El lugar de los deseos individuales sacrificados es ocupado por el único deseo colectivo. ¿Por qué pasa esto? Porque las instituciones carismáticas saben o intuyen que si los deseos de las personas se mantienen libres, acarrean el riesgo del fin de la comunidad, la cual solo puede vivir si es deseada al máximo por sus miembros y si es deseada del mismo modo y la misma forma. La instauración de reglas y estatutos muy detallados por escrito es a menudo la manifestación, inconsciente, de esta necesidad de controlar y de orientar los deseos de los miembros de hoy y de mañana. Y así es como se olvidan que para mantener vivas las cosas humanas no hay otra garantía que la libertad-sin-garantías.
Todo este proceso es decisivo en la transición generacional que sigue a la de los fundadores. Las crisis que se manifiestan en esta transición son, de hecho, expresiones de la crisis de los deseos donados y sacrificados por sus miembros. Los miembros de las comunidades entran en crisis porque ya no logran desear el Ideal de ayer, demasiado apegados a las personas físicas de los fundadores. Las personas acostumbradas a desear solo las cosas definidas como deseables por la comunidad se encuentran con el músculo del deseo atrofiado. Ya no desean nada y no saben ni vivir ni escribir historias deseables. De esto resulta una apatía colectiva de eros y de vida, que se encuentra sobre todo en las personas que eran las más generosas y más puras. Es el momento de la bronca, de la decepción, de las ganas de borrar y olvidar aquel gran y único deseo colectivo de ayer, que ahora es considerado como una ilusión y un engaño.
¿Qué hacer cuando se atraviesan estas etapas muy dolorosas y difíciles? Hay que evitar, mientras tanto, confundir la cura con la enfermedad, cosa que sucede cuando se invita a las personas apagadas y apáticas a desear nuevamente lo mismo de siempre, presentando la falta de deseos como culpa. En realidad serviría solamente revivir los deseos. ¿Cómo? Un buen camino estaría en el recomenzar (o empezar) a escuchar las historias cotidianas de las familias de nuestros amigos y colegas, sus historias comunes de trabajo, de esfuerzo, de amor; escuchar a los pobres no para ayudarlos sino porque nos interesan de verdad. Aprender de nuevo a desear nuestro trabajo, a acomodar la mesa, a cuidar una planta. Desear el aroma de las praderas, las luces de las estrellas, el color de ojos de quien nos habla, el perro que mueve la cola y nos juega. Dejar de pensar en las realidades que ayer deseábamos y que hoy ya no nos dicen nada, incluyendo las realidades religiosas y espirituales. Volver a la tierra, a la vida, a los amigos, a la naturaleza, al mar, al viento. Y reaprender el oficio de vivir. Desde ahí podrán renacer nuevos deseos, incluso colectivos. Deseos otra vez grandes, como los de las primeras épocas, solo que tal vez más adultos y purificados. A renacer se aprende.