Y Cristo al pasar por Éboli encontró a la gente mágica del sur

Y Cristo al pasar por Éboli encontró a la gente mágica del sur

Economía narrativa/4 - La mirada de honor y respeto a la espiritualidad de los campesinos del sur en la novela y obra maestra del siglo XX

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 03/11/2024

“De la experiencia de destierro de otro antifascista, Levi, nació ‘Cristo se detuvo en Éboli’, que quiere ser y es la obra de un literato, a la que todos, sin embargo, le debemos algo más que una simple sugestión literaria”.

Ernesto de Martino, La tierra del remordimiento, 1961, p. 28

Con Cristo detenido en Éboli, Carlo Levi nos revela el alma del pueblo lucano y nos adentra en su religiosidad, quizá más cristiana de lo que Levi pensaba.

Cristo se detuvo en Éboli forma parte de la consciencia moral de la segunda mitad del siglo XX en Italia y Europa. Carlo Levi e Ignazio Silone nos mostraron un alma popular de la Italia sureña, campesina y pobre, mucho más compleja y rica de como la habían descrito los primeros historiadores modernos e ilustrados, para quienes los campesinos italianos eran simplemente ‘paganos’, parecidos, o idénticos, a los primeros habitantes pre-cristianos de la Magna Grecia; como si el cristianismo nunca hubiese pasado por aquellas zonas rurales del sur, que por la poca o inexistente cultura cristiana ya habían sido definidas por los jesuitas del siglo XVII como las ‘Indias de Italia’. Cristo no se detuvo solo en Éboli: nunca había salido de las murallas aurelianas de Roma, de los seminarios y de los tratados de teología.

Cristo se detuvo en Éboli está ambientado entre Grassano y Aliano (Gagliano, en el libro), dos comunas de la provincia de Matera. El tema religioso en relación con la magia es un elemento esencial de la novela: “el otro mundo de los campesinos, al que no se entra sin una clave mágica” (Cristo si è fermato ad Eboli, Einaudi, 1947, p. 20). Este verano estuve unos días entre esos dos pueblos, para respirar su espíritu, y entre lecturas y una peregrinación a pie a la Virgen de Viggiano, decidí escribir estos artículos sobre el Cristo de Carlo Levi. La presencia de Levi en esas tierras todavía está muy viva, revelándonos la capacidad de la literatura de cambiar la historia y la geografía de los lugares al desvelarnos su alma profunda. El mundo cambia todo los días mientras tratamos de contarlo.

El Cristo de Levi es muchas cosas. A primera vista es una novela autobiográfica, una suerte de diario antropológico y social escrito en Florencia entre 1943 y 1944, que cuenta el período del exilio lucano (1935-1936) del antifascista Carlo Levi, pintor, médico, activista político y escritor. La novela es también una denuncia contra las condiciones inhumanas de los habitantes y los niños de Matera que sufren malaria y desnutrición. Pero sus páginas más hermosas son otras. Son las descripciones de los sentimientos de los pobres, de sus muchos miedos, de las mezquindades morales de todos los fascismos y de todas las censuras, del sentido religioso y mágico de un mundo popular y campesino del que subsiste un verdadero y vivo reclamo. Pero el Cristo es sobre todo un libro escrito con una prosa maravillosa. Levi era un pintor, y pinta también cuando escribe; usa la pluma para dibujar paisajes y pequeños detalles, rostros de hombres, de mujeres, de niños, de pobres.

‘‘Cristo’ no es solamente la primera palabra de uno de los títulos más geniales en la historia de la literatura; es también uno de los protagonistas centrales en la novela, protagonista en su ausencia: “Nosotros no somos cristianos, dicen ellos - Cristo se detuvo en Éboli -. Cristiano quiere decir, en su lengua, hombre… Nosotros no somos cristianos, no somos hombres, no somos considerados hombres sino bestias, bestias de carga, y menos todavía que las bestias”. Y luego precisa: “Pero la frase tiene un sentido más profundo, que es, como siempre en todo lo simbólico, el literal: Cristo de verdad se detuvo en Éboli, donde la ruta y el tren dejan el mar y la costa de Salerno, para adentrarse en las desoladas tierras de Lucania. Cristo nunca llegó hasta acá” (pp. 9-10).

Para Levi, Cristo y su fe diferente no se encuentran en esas tierras, no se bajaron ahí; en su lugar estaba la magia, la brujería, los monachicchi (los espíritus traviesos de los niños muertos sin bautismo), los muertos: “Para el viejo, los huesos, los muertos, los animales y los diablos eran cosas familiares, todas relacionadas, como por otra parte aquí lo es para todos, en la simple vida de todos los días - El pueblo está hecho de los huesos de los muertos -, me decía en su oscura jerga, gorgoteante como el agua subterránea que sale de repente por entre las piedras” (p. 67). Había algunos santos y la Vírgen de Viggiano que para Levi, sin embargo, de cristiano tenían poco y nada: “La Vírgen de Viggiano era, aquí, la feroz, despiadada y oscura diosa arcaica de la tierra” (p. 113).

La visión que Levi nos da de los campesinos de la Basilicata es parecida, y diferente también, a la que Ernesto de Martino hizo emerger con sus estudios etno-antropológicos subre Lucania y el sur, emprendidos más o menos en los mismos años de Levi. Según de Martino, entre religión católica popular y magia hubo una contaminación mutua, aunque el elemento dominante siguiese siendo la magia, que era mucho más arraigada, popular y expandida que la fe cristiana, que llegó al sur desde afuera, desde arriba y hablando una lengua incomprensible. De Martino estaba convencido de que cierto elemento mágico era intrínseco al mismo catolicismo: “Del exorcismo extra-canónico de brujas y hechiceros se pasa a los exorcismos del misal (bendición del agua, de la sal, oración contra Satanás y otros espíritus malignos al final de la misa, etc.), del pontifical, del ritual romano…, de las medallas de San Benito y sobre todo a los exorcismos obsessis a demonio” (Sud e Magia, 1959, p. 120). Contrariamente a Levi, para De Martino, laico y comunista, algo de Cristo y del cristianismo había llegado más allá de Éboli, formando una parte, quizás no la más importante, de la religión mestiza de esa gente. En esos mismos años, don Giuseppe de Luca, uno de los intelectuales más grandes del siglo XX y un gran historiador de la piedad popular, va un poco más lejos que Levi al hablarnos de una fe del pueblo católico, ciertamente mestiza, pero también cristiana, aunque se trate de un cristianismo diferente al de los catecismos (Introduzione alla storia della pietà, 1951). Para De luca también la pietà del pueblo meridiano y campesino era un mestizaje de cristianismo y de otras cosas. Cristianismo mezclado, impuro, contaminado, pero siempre cristianismo, no menos verdadero que el de los teólogos de la Contrareforma.

En el mundo que describe Levi, no muy diferente al de mis abuelos, había espíritus, santos, muchos muertos, todo estaba envuelto en una atmósfera espiritual más negativa y aterradora que positiva y tranquilizadora; una presencia sobrenatural constante, compuesta de elementos arcaicos, mucha magia y algún injerto cristiano absorvido rápidamente por el antiguo humus animista. No lo podemos negar. La Europa cristiana, la Christianitas medieval y pre-moderna son fruto, de hecho, sobre todo de la imaginación de los teólogos y de los eclesiásticos que confundían la fe de las élites urbanas y de las casas aristocráticas con la de todo el pueblo cristiano. En realidad, en el campo y en las montañas, los pobres y los analfabetos vivieron en una espera del mesías muy similar a la del pueblo bíblico, que todavía continúa. Aún así, no obstante todo eso, Cristo atravesó Éboli, llegó a esas poblaciones campesinas y mágicas, que verdaderamente lo encontraron dentro de las oraciones latinas reescritas en dialecto, en las estatuas de los santos bañadas de lágrimas, en la prédica de los misioneros itinerantes, incluso en aquella prédica descabellada de Don Trajella para la víspera de Navidad. El cristianismo no fue la masa de la fe de nuestro pueblo, sino que un pequeño granito de su levadura la hizo crecer, y sigue creciendo.

La religión cristiana se había detenido en Éboli, o mucho antes, pero Cristo no: él había llegado a Basilicata y a Sicilia, se había mezclado y recubierto de muchas otras cosas para poder penetrar más dulcemente en la vida de la gente, y ahí se quedó. Ese mágico pueblo campesino encontró entonces de verdad a Cristo, un Cristo popular, dialectal, niño, disfrazado con ropas tradicionales y folclóricas; pero ahí estaba Cristo, en Gagliano, dentro del amor y sobre todo del dolor de los pobres, de los hombres y sobre todo de las mujeres, para las cuales los abrazos y los besos a las estatuas de los santos y la vírgen eran los pocos momentos de ternura y belleza en un mundo que era para ellas casi siempre de servitud. Mujeres analfabetas, un poco cristianas y un poco brujas, todas hermosas, algunas descritas magistralmente en el Cristo de Levi; mujeres del pueblo con la misma fe de los pastores del pesebre, la misma fe de las mujeres siro-fenicias y de la hemorroísa, la de Magdalena, la de Marta, la de María. Todas fes teológicamente imperfectas, populares, hechas de lágrimas, de carne y de cuerpos, pero verdaderas.

Carlo Levi no vio esta piedad cristiana en Lucania. No la vio porque no la buscó. No le interesaba. Por eso tenemos que leer a de Luca. Aunque Levi encontró otra cosa, no menos interesante. La joya del Cristo de Levi es la mirada del autor. Una mirada bondadosa que no critica nunca la vida de los campesinos a los que encuentra. Aún siendo hijo de otro mundo (el de la ciencia) y parte de otro universo religioso (era laico y de una familia judía adinerada de Turín), Levi no expresa ningún juicio de valor sobre las condiciones morales de sus protagonistas: registra sus pasiones, sus gestos, sus creencias, sus grandes y desesperados dolores, pero no los juzga nunca. No juzga a su sirvienta, Giulia, que tuvo 17 niños con otro tanto de hombres, ni los exorcismos de las otras ‘brujas’, ni tampoco a Don Trajella, el párroco confinado en Gagliano, alcohólico y avaro. Por el contrario, aquí y allá, llega incluso a expresar palabras positivas sobre esos métodos mágicos de ‘gestión’ de las enfermedades y los malestares de la vida, revelando incluso cierto escepticismo hacia la ciencia positivista de su época, que trataba todo el conocimiento popular como una superstición a eliminar: “La razón y la ciencia pueden asumir el mismo carácter mágico que la magia vulgar… Por eso yo respetaba los abracadabra, honoraba la antigüedad y la oscura y misteriosa simpleza, prefería ser un aliado y no un enemigo”. También porque, agregaba Levi, “la mayoría de las recetas bastarían para curar a los enfermos si, en lugar de seguirlas, se las colgaran al cuello con un hilo, como un abracadabra” (p. 215). Respeto y honor, entonces. No se entra al mundo campesino sin una ‘clave de magia’, por supuesto; pero no se entra en su misterio sin además ‘respetarlos y honrarlos’ – ayer y hoy.

Levi escribió páginas sobre los campesinos que todavía nos conmueven, porque los honró y los respetó, porque dejó su cómoda condición burguesa y se metió debajo de la mesa del rico epulón, en compañía de Lázaro. Y de ahí, desde lo bajo, vio panoramas diferentes. En este ejercicio ético y espiritual, lo ayudó su condición de exiliado, su pobreza política y civil le dio una auténtica fraternidad con la pobreza natural de los campesinos. Y de este encuentro entre personas diferentes, iguales en la desgracia, nació la obra maestra.


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