Más grandes que la culpa/29 – Para recordarnos siempre que cada hijo es hijo de todos
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/08/2018
«Ella está convencida de que en el Cielo se encontrará con tu madre, y también con tu otra abuela. Doña María Vicenta me aseguró que, si el Eterno Padre no te toma directamente bajo su protección, ellas tres elevarán tales protestas que el Paraíso se transformará en un verdadero infierno»
Ignacio Silone, La semilla bajo la nieve
Muchas de las patologías de las religiones judía y cristiana, así como de la civilización occidental que surgió a partir de ellas, son consecuencia directa del matrimonio entre fe y economía. La comprensión del pecado como deuda se encuentra en el origen y en el corazón del humanismo bíblico, determinando una visión mercantil de la religión y de la salvación. Cuando la lógica deuda-crédito se extiende de la tierra al cielo, toma cuerpo una organización tal vez más abstracta que nuestro capitalismo financiero.
En el cielo y en la tierra, los pecados sobreviven al pecador. La deuda queda registrada en el “balance” de una persona, de una comunidad y de Dios, mientras alguien no la extinga pagando el justo precio. A Dios se le incluye en estos comercios como garante en última instancia del valor legal de las “monedas” utilizadas y como parte principal de este mercado, cuya bolsa de valores es el templo. El primer acto, que originó una deuda en la parte ofendida, es “renegociado” y transformado en un nuevo contrato más complejo, en una especie de título derivado, que genera cadenas intemporales que se extienden y amplían a través del espacio y el tiempo. Hoy nuestro sistema económico ha eliminado la hipótesis de Dios, pero el dispositivo culpa-deuda sigue operando con total tranquilidad, ya sea porque no es comprendido ya sea porque se esconde detrás de palabras tan reputadas como “meritocracia” e “incentivo”. Es muy difícil liberarse de la idea económica de la fe cuando estamos cada vez más rodeados por la economía y sus dogmas. Deberíamos analizar seriamente el capitalismo desde el punto de vista teológico, para comprenderlo e intentar cambiarlo.
«En el reinado de David hubo hambre durante tres años consecutivos, y David consultó al Señor. El Señor respondió: “Saúl y su familia están todavía manchados de sangre por haber matado a los gabaonitas”» (2 Samuel 21,1). David se enfrenta a una larga carestía, provocada tal vez por una sequía de extraordinaria duración. Para nosotros las sequías y las calamidades naturales son simples sequías y calamidades. Para el hombre antiguo eran también mensajes divinos necesitados de decodificación. Si YHWH es el aliado de Israel, una carestía tan larga solo puede explicarse por la ira divina provocada por un grave pecado. Por eso, David va en peregrinación a un templo importante, donde “consulta al Señor” y recibe una respuesta: la causa de lo que está ocurriendo está en un delito anterior del rey Saúl contra la comunidad de los gabaonitas (una población cananea, amiga de Israel). No sabemos cuál fue el delito de sangre cometido por Saúl. Solo sabemos que David no duda del oráculo que recibe (quizá a través de un profeta). Convoca a los gabaonitas para establecer un pacto y les dice: «¿Qué puedo hacer por vosotros y cómo indemnizaros?... Los gabaonitas contestaron: Nosotros no queremos plata ni oro de Saúl y su familia» (21,3-4). Los gabaonitas fijan el precio y aclaran que no quieren ser resarcidos en dinero, aunque la Ley de Moisés así lo prevé (Éxodo 21,30). Esto representa una paradoja. La idea antigua de religión, que ha tomado de la economía el lenguaje simbólico para expresar las relaciones deuda-crédito entre los hombres y con Dios, no considera el dinero “de verdad” como una moneda adecuada para cancelar las deudas más importantes. Para ellas es necesaria la sangre.
Aquí encontramos una clave de lectura para penetrar en la naturaleza y en la vocación de la economía, si la leemos en relación con los sacrificios y la sangre. El desarrollo de las instituciones monetarias a lo largo de los siglos ha supuesto una gran alternativa para evitar recurrir al pago con sangre. Este antiguo relato de sangre y deudas, en su locura, nos sugiere también un mensaje de vida: el dinero es demasiado poco cuando se trata de la vida y la muerte. Cuando alguien golpea nuestra carne y/o la de las personas amadas, no hay suma de dinero capaz de restablecer verdaderamente la situación original. Necesitamos una lógica distinta, no monetaria y desligada del cálculo coste-beneficio, que se llama perdón y reconciliación. Solo dentro de estas reconciliaciones totales no monetarias, las reparaciones monetarias del daño y las penas judiciales desempeñan la función de intentar restablecer el equilibrio roto, aun sin lograrlo nunca del todo.
Al llegar a este punto, el texto adquiere un tono tremendamente trágico: «Entonces dijeron al rey: “Un hombre quiso exterminarnos, y pensó destruirnos (…) Que nos entreguen siete de sus hijos varones, y los colgaremos [empalaremos] en honor del Señor, en Gabaón, en la montaña del Señor”» (21,5-6). David acepta pagar este loco precio, sin negociar: «A Amoní y Meribaal, los dos hijos de Saúl y Rispá, hija de Ayá, y a los cinco hijos (…) de Merab, hija de Saúl, se los entregó a los gabaonitas, que los colgaron [empalaron] en el monte ante el Señor. Murieron los siete a la vez» (21,8-9).
El pacto absurdo se cierra. El daño de sangre es convenientemente pagado con más sangre. Pero nosotros no podemos dejar de preguntar a la Biblia: ¿Cómo ha podido David aceptar un comercio tan infame? ¿Cómo ha podido creer que YHWH necesita sangre para aplacarse y reconciliarse con el pueblo? Podríamos decir que, en realidad, David se mueve en un plano principalmente político: entrega a los siete saulitas para reconciliarse con los gabaonitas y eliminar a los últimos supervivientes de la casa rival de Saúl. Esta es una respuesta posible pero parcial, porque en la Biblia es muy difícil, cuando no imposible, aislar el componente político del religioso. El sacrificio de las víctimas se produce en un lugar sagrado, el templo de YHWH en Gabaón, usando hombres como “ofrendas a YHWH” en un contexto sacrificial. Así pues, el deudor principal es Dios.
Este pacto de sangre nos revela una dimensión importante de la fe de Israel en los albores de la monarquía. David, el rey según el corazón de Dios, el cantor de salmos espléndidos, el amigo sincero de Jonatán, tan querido por la Biblia, con toda probabilidad creía verdaderamente poder aplacar y satisfacer a YHWH, el Dios distinto de la Alianza, con sangre humana. Pero la noticia más triste es que, a pesar de que han pasado más de tres mil años desde aquella ofrenda depravada, a pesar del cristianismo y de San Pablo, nosotros seguimos creyendo en el mismo Dios que David y los gabaonitas cada vez – desgraciadamente son muchas – que, más o menos conscientemente, interpretamos la sangre de Cristo en la cruz como el precio pagado al Padre por nuestros pecados. O cuando ofrecemos nuestro dolor e incluso nuestra propia vida como sacrificio, pensando que allá arriba alguien lo espera y nuestra ofrenda-sacrificio le agrada, creyendo que la medida de nuestra autenticidad es la “sangre” y el dolor que le “damos”.
Pero también en este relato tremendo nos topamos de repente con el esplendor de una epifanía con una idea distinta de la fe, la vida y la religión. La Biblia es inmensa, entre otras cosas, por esta continua auto-subversión. Se trata del gesto de Rispá, una mujer que, sin hablar, nos deja uno de los discursos más fuertes, dramáticos y espirituales de toda la literatura religiosa, iluminando de este modo este sacrificio arcaico con una luz de paraíso: «Rispá, hija de Ayá, agarró un saco, lo extendió sobre la peña y desde el comienzo de la siega hasta que llegaron las lluvias estuvo allí espantando día y noche a las aves y a las fieras» (21,10).
Este versículo (21,10) del segundo libro de Samuel debería entrar en todas las antologías de la excelencia moral de los seres humanos, las madres y las mujeres. Ya conocemos a Rispá (3,7). Era la concubina de Saúl, “tomada” por el general Abner sin pedirle permiso para lanzar un mensaje político al rey. Ahora David le “toma” dos hijos para su ofrenda reparadora, de nuevo sin pedirle permiso (nunca lo habría obtenido). Ella toma su saco para el luto y, en lugar de vestirse con él, lo extiende y lo transforma en una tienda. Ahí vela, día y noche, los cuerpos sin vida. Permanece bajo esas cruces durante días, semanas o tal vez meses. Sola, como una estela de carne viva, como una centinela que está, con el profeta, firme en su puesto de vigía sobre las murallas (Isaías 21). Para decirnos otras palabras de YHWH sin hablar. Para profetizar el Gólgota y para gritar en su sábado santo que, si hay un Dios verdadero, no puede y no debe agradarle la sangre de los hombres, porque sería menos humano que ella, que nosotros. Las palabras mudas, como estas de Rispá, le dan a toda la Biblia el sabor y la fragancia de la palabra de Dios. Sin el gesto de esta madre y sin los pocos gestos parecidos presentes en la Biblia, todo el pan de la palabra sería ácimo e insípido. El gesto de Rispá nos permite decir “Palabra de Dios” al final de la lectura de estos capítulos tremendos, sin avergonzarnos de los hombres, de la Biblia y de su Dios.
Podemos imaginarnos a Rispá estrechando los cuerpos, empapándolos en lágrimas, besándolos, secando las heridas con sus cabellos, gritando contra los hombres y quizá contra el cielo que han querido la ofrenda de esos hijos. Las madres, de Rispá a María, siempre han sabido que ningún cielo habitado puede aceptar la sangre de hijos crucificados. Después la vemos alejando a las bestias y a los buitres de los cuerpos de sus hijos y también de los cuerpos de los hijos de Merab. Rispá vela a las siete víctimas, vela a sus hijos y a los que no son suyos, para recordarnos para siempre que cada hijo es hijo de todos. Un día, el cristianismo nos reveló un amor distinto, el agape, capaz de ir más allá de los lazos de sangre, amistad y deseo para alejar a los buitres y a las fieras de los cuerpos de todos los hijos. Pudo hacerlo porque lo había aprendido del amor de las madres y de las mujeres, que era el que más se le parecía.
El cielo volvió a llover sobre la explanada del templo de Gabaón, mojó la tierra y los cuerpos crucificados. Pero la lluvia salvadora no fue la respuesta al sacrificio de David. Eran las lágrimas de Dios derramadas en respuesta a las de Rispá y las de las madres de otros crucificados. Solo un Dios que llora con nosotros por la muerte y el dolor de nuestros hijos puede estar a la altura religiosa de Rispá y de sus hermanas.
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