Más grandes que la culpa/22 – Las caras que hay que re-conocer y la ignorancia providencial
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/06/2018
«Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin.»
J.L. Borges Emma Zunz
El nombre del otro es siempre una palabra plural y sinfónica. Para reconocer a una persona, primero debemos ver y acoger toda su multiplicidad. La primera herida que causamos a una víctima es la negación de al menos una cara de su personalidad. Vemos llegar del mar a Miriam con un velo en la cabeza y la llamamos “musulmana”. No vemos que tiene un novio, que es enfermera, vegetariana y pacifista, que le gusta la pintura y la poesía. De este modo empezamos a profanar su dignidad. No la conocemos porque no la reconocemos. Después, vemos a Juana, que lleva un velo distinto y la llamamos “monja”. No nos interesa que sea biblista y que antes de entrar en el convento haya sido profesora de historia, o que toca muy bien el piano y es presidenta de una ONG. Solo vemos a la monja, y no le dejamos que nos diga que también es mujer. Cada vez que reducimos a una persona a una sola dimensión, nos situamos en el comienzo de una historia de violencia.
«Un día, a eso del atardecer, David se levantó de la cama y se puso a pasear por la azotea de palacio, y desde la azotea vio a una mujer bañándose, una mujer muy bella» (2 Samuel 11,2). El comienzo de este fascinante relato, uno de los más tremendos de la Biblia, está dominado por las palabras muy bella. La mujer llama la atención del rey por su belleza, y esa dimensión se convierte para David en la única importante.
David, que probablemente ya conoce a la mujer, puesto que es esposa de uno de sus primeros oficiales, la divisa, la mira y no la reconoce: «David mandó a preguntar por la mujer, y le dijeron: “Es Betsabé, hija de Alián, esposa de Urías, el hitita"» (11,3). David decide consumir esa cosa tan bella. Su pecado – y los nuestros – no comienza cuando la gran belleza de la mujer llama su atención, ni tampoco cuando se siente visceralmente atraído por ella. Peca cuando decide mandar a sus criados que se la traigan. Entre la emoción de David y su decisión pasa un lapso de tiempo, suficiente para que esa acción sea una elección intencionada y por tanto responsable. No es un impulso. David decide ceder a la tentación. El problema moral de las tentaciones (gran palabra, hoy totalmente olvidada) no radica en su existencia, ni en el hecho de sentirlas en la carne y en el corazón. La responsabilidad ética comienza cuando decidimos qué hacer con el “material tentador” que encontramos dentro de nosotros. David decide comer el fruto prohibido y entonces es cuando peca.
El texto no dice nada acerca de la reacción de Betsabé al encontrarse delante de David. No sabemos si gritó, si sufrió violencia o si consintió. Es cierto que no faltan comentaristas que insinúan la complicidad de Betsabé por bañarse donde podía ser vista, pero culpabilizar a las víctimas y a las mujeres para hacerlas (co)responsables de su desventura es una antigua estrategia encaminada a absolver a los verdugos. David manda «que le traigan» a la mujer como se manda a buscar un bien de consumo para satisfacer una necesidad. Saber que Betsabé es una mujer casada no tiene consecuencia alguna en su comportamiento. Los verdaderos poderosos son así: transforman inmediatamente los deseos en acciones, porque no ven obstáculos entre el querer y el obtener. La verdadera tentación de los poderosos consiste en sentirse omnipotentes. Pero en ese delirio de omnipotencia comienza también su declive. Las cosas se complican cuando, después de estos hechos, entra en juego un “precio”: Betsabé manda decir a David «Estoy encinta» (11,5).
A diferencia de los automóviles y de los relojes, los seres humanos están vivos. Los poderosos pueden abusar de ellos y usarlos, como hacen muchas veces. Pero la vida es una cosa muy seria y tiene una libertad misteriosa e incontrolable. Los pecados tocan y hieren realidades vivas y por consiguiente muy frágiles y a la vez muy fuertes. A los poderosos, y muchas veces también a nosotros, cuando hacemos daño a alguien a quien no reconocemos y humillamos, a quien usamos como un producto de consumo, les gustaría que, una vez que el fuego de la concupiscencia ha consumido a sus víctimas, no quede ninguna huella de los deseos y actos equivocados. Pero la vida es más grande que los deseos de los poderosos o del mismo rey. La vida continúa, engendra frutos y sigue su curso natural. Esta fuerza de la vida es muchas veces la única defensa del pobre, que solo tiene su cuerpo y su estar vivo para hablar. Por eso, las únicas palabras que el texto pone en boca de Betsabé en esta escena tremenda es: «estoy encinta». Estas son las únicas palabras eficaces que ella consigue decir.
Los pobres dicen que están vivos con su cuerpo, con sus heridas; las mujeres, llevando niños en su vientre. La vida y el cuerpo conocen una misteriosa libertad que, a veces, logra obtener la obediencia incluso de los poderosos. El seno de Bestsabé hace que David tome conciencia de que esa cosa «bella» es una persona y por tanto está viva. La Biblia sabe que la gran tentación que experimentamos ante una vida que no obedece a nuestra voluntad de dominio consiste en darle muerte.
Tal y como ha ocurrido muchas otras veces ante situaciones difíciles, David es genial buscando inmediatamente vías de escape. La primera es la más obvia y sencilla, muy común en historias parecidas: «Entonces David mandó esta orden a Joab: “Mándame a Urías, el hitita”. (...) David dijo a Urías: "Anda a casa a lavarte los pies [genitales]"». (11, 6-8). David intenta regularizar el embarazo de Betsabé con un encuentro conyugal ex-post. Pero un segundo imprevisto impide el encubrimiento: «Urías durmió a la puerta de palacio, no fue a su casa» (11,9). David insiste, e indaga acerca de los motivos que le llevan a no bajar a su casa: «Urías le respondió: "El arca, Israel y Judá viven en tiendas, (...) ¿y voy yo a ir a mi casa a banquetear y a acostarme con mi mujer? ¡Vive Dios, por tu vida, no haré tal cosa!"». (11,10-11).
La fidelidad de Urías a David se convierte en el principal problema del rey. La fidelidad genuina posee un mecanismo de autoprotección contra la manipulación. No podemos usar la fidelidad de las personas con las que vivimos para proteger las virtudes y también para esconder los pecados. En esto radica la diferencia entre la verdadera fidelidad y la falsa fidelidad aduladora. La verdadera fidelidad no tiene dos caras. Un verdadero amigo nunca encubrirá nuestras traiciones conyugales, y si lo hace ya estará empezando a traicionarnos, convirtiéndose en un “amigo” que protege nuestros vicios y no nuestras virtudes. En este episodio, Urías el hitita, un inmigrante de segunda generación (Urías es un nombre hebreo muy hermoso: “YHWH es mi luz”) que trabaja al servicio de un pueblo que no es el suyo, sale al encuentro de su triste destino por su fidelidad a un rey extranjero. Su acto de lealtad más elevado se convierte en la causa de su desleal muerte.
En efecto, viendo que el encubrimiento fracasa doblemente (11,13), «David escribe una carta a Joab y se la manda por medio de Urías. El texto de la carta dice: “Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera"» (11,14-15). Aquí la estrella de David se apaga, deja de brillar y la noche cae sobre Jerusalén. David es como Caín, que golpea a su hermano inocente y manso «en el campo». David, hijo de Abraham, mata a un descendiente de aquellos hititas que vendieron al patriarca la tierra donde sepultar a su esposa Sara (Génesis 23). Las guerras civiles y fratricidas continúan en la Biblia para recordarnos nuestros vanos intentos de encubrimiento.
Urías se dirige al campo de batalla llevando en sus manos el despacho de su ejecución. Resulta muy fuerte y trágico imaginar a este soldado, extranjero de origen y súbdito leal, ir al encuentro de su mortal destino, totalmente desconocedor del contenido de un mensaje escrito por la mano del destinatario de su fidelidad y abnegación. Es probable que Urías pensara que la carta contenía un elogio a la fidelidad mostrada al rey cuando en realidad contenía su condena. Es probable que la mirara una y otra vez con orgullo y emoción, imaginando su contenido en su corazón.
Muchas personas, todos los días, son portadoras de mensajes parecidos al de Urías y tampoco lo saben. Nos afanamos fielmente toda la vida en una empresa y un día la acción que vivimos como el culmen de nuestra lealtad produce nuestro despido, que se nos entrega en el sobre que pensábamos contendría nuestra promoción. Denunciamos públicamente una violencia mafiosa por lealtad para con nosotros mismos, con los hijos y con las instituciones, y en ese momento comienza nuestro calvario, en la soledad más profunda y vulnerable, escrito en el reverso de un premio al valor cívico. Decimos una verdad incómoda por ser leales a un amigo y en ese momento lo perdemos para siempre; su nota de agradecimiento se convierte en su carta de despedida. Dedicamos los mejores años de la vida a educar honradamente a un hijo y el día en que finalmente lo engendramos a la verdadera libertad, él la usa para perderse y extraviarse; leemos el Evangelio y lo esperamos durante años a la puerta de casa, pero el hijo no vuelve. Algunas de estas cartas no las abrimos nunca, y solo esta ignorancia providencial nos permite continuar el camino que conduce del palacio del rey al campo de batalla. Nosotros también miramos esas cartas con orgullo, nos emocionamos, y después seguimos caminando hacia nuestro destino, casi siempre ignorantes. Como Urías, combatimos nuestras últimas batallas con la misma lealtad de siempre, incluso con un entusiasmo mayor, alentados por la carta que hemos entregado.
La última fidelidad de Urías el hitita consiste en no abrir la carta, no quitar su sello, y combatir con orgullo la última batalla. No es bueno abrir todas las cartas que la vida pone en nuestras manos. Sobre todo las más decisivas no están destinadas a nosotros. Nosotros solo debemos entregarlas, aunque muchas de ellas hayan sido escritas y recibidas por alguien que no nos ama. La Biblia ha abierto la carta de Urías el hitita y ahora nos la lee para sostener el camino que recorremos nosotros con cartas cerradas en las manos. Y sobre todo para decirnos que existe al menos una carta escrita por alguien que nos quiere. Esa es la más importante. Esa carta somos nosotros mismos. Una carta viva que, al terminar el camino, depositaremos en buenas manos, sin haberla leído por el camino.
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