Más grandes que la culpa/21 – No hay retórica que valga: toda guerra es un fratricidio
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 10/06/2018
«Rabí Pinjas dijo: “Quien diga que las palabras de la Torá son una cosa y las palabras del mundo son otra debe ser mirado como un hombre que niega a Dios".»
Martin Buber Cuentos jasídicos
Cuando era niño, en mi pueblo, llamábamos cristiano (cristià en dialecto ascolano) a toda persona humana. Durante mucho tiempo pensé que “cristiano” era simplemente el nombre que se usaba para referirse a los seres humanos. Para mí esta palabra no tenía un significado religioso. Y la mayor parte de mi gente la usaba en el lenguaje corriente sin saber que había nacido de la religión. Cristianos eran los hombres, cristianas eran las mujeres.
Cuando un desconocido llamaba a la puerta, antes de que hablara, ya se sabía su nombre: era un cristiano – "è nu cristià", decía mi abuelo. Mucho más tarde aprendí que cristianos fue el nombre que recibieron en Antioquía los hombres y las mujeres que seguían a Jesús. Cristianos eran los buenos y cristianos los malos (“ese es un mal cristiano”); cristianos los sanos y cristianos los enfermos. Visto de este modo, también los moabitas y los arameos eran cristianos, como cristiano era el hijo de Jonatán "tullido de ambos pies". «Llega un pobre cristiano», habrían dicho nuestros abuelos si lo hubieran visto llegar renqueando por el camino de casa. Lo dijeron muchas veces durante las guerras. Tuvieron que pasar muchos siglos de historia, de amor y de dolor para que, en Europa, cristiano se convirtiese en sinónimo de hombre. Hoy lo hemos olvidado. Las guerras entre cristianos y los campos de concentración nos lo han hecho olvidar, a nosotros y a los demás. Pero si en las Antioquías de mañana a los cristianos se les llama hombres, será porque habrán aprendido de nuevo a reconocer a las víctimas que llegan a las ciudades y llaman a las puertas de las casas, y habrán sabido acogerlos como cristianos.
«El Señor dio a David la victoria en todas sus campañas» (2 Samuel 8,14). Cuando una nueva clase dirigente llega al poder suele desacreditar a la clase política derrotada, mediante una reconstrucción ideológica del pasado. Es una operación muy frecuente y muy sencilla para legitimarse éticamente. La Biblia conoce muy bien esta técnica retórica y la usa muchas veces, dada la importancia que para su humanismo tiene la lectura de la historia desde la perspectiva de Dios. El éxito militar y político de David es un ejemplo conocido y relevante de esta técnica narrativa. Son pasajes construidos por una mano muy hábil en el uso de materiales antiguos, con la finalidad de crear el “mito” político de David y de Israel. Es la apoteosis de la religión económico-retributiva, que interpreta el éxito como bendición divina y la derrota (ajena) como maldición. Hoy sabemos que la llegada de David al trono fue mucho más controvertida y ambivalente de lo que el autor de los libros de Samuel parece querer contar. David, en realidad, resultó vencedor al final de una dura y larga guerra civil contra Saúl y sus hijos. Muchos materiales, distintos y no alineados, fueron eliminados o alterados. Pero algunos sobrevivieron, con frecuencia a pesar del propio autor. Los grandes libros lo son porque han sabido resistir las manipulaciones y los narcisismos de sus autores. Pero en la Biblia, junto a la ideología de sus autores, gracias a Dios, estamos, y debemos estar, también nosotros.
Nosotros sabemos que los pueblos conquistados y convertidos en siervos y súbditos fueron pueblos libres que, a causa de David, perdieron su libertad. También podemos y debemos leer estas historias desde su perspectiva. Veían a David exactamente con los mismos ojos con los que, siglos después, verá Israel a los asirios y babilonios: potencias enemigas imperialistas, que matan hombres, mujeres y animales, destruyen la economía, los templos y la identidad nacional, y deportan al exilio. Pero a nosotros no nos sirve de justificación ni de perdón seguir leyendo esos hechos con la misma ideología del escritor de las victorias de David. Antes bien, debemos luchar con el autor bíblico, para ayudarle a liberarse de su ideología. Si lo intentamos, nos daremos cuenta de que esta lucha ya está presente en toda la Biblia. Incluso dentro de los libros de Samuel que, al principio, denuncian proféticamente los males y la corrupción de la monarquía fuertemente deseada por el pueblo (1 Samuel 8,13), y después ensalzan teológicamente la monarquía y a su héroe David. Para que la Biblia sea generativa y anti-ideológica, debemos ser capaces de hacer una lectura sinóptica del Cantar y de Job, de Qohélet y de Daniel, de Pablo y de Santiago. No obstante, podemos y debemos expresar nuestras preferencias éticas. En todo caso, una pregunta (al menos) sigue abierta: ¿por qué el redactor final de estos capítulos, escritos después de la conquista babilónica, la destrucción del templo y el exilio - cuando, gracias a los profetas, el pueblo ha aprendido a creer en un Dios verdadero y derrotado y ha aprendido que la verdad no coincide con el éxito - nos muestra una historia de David marcada por la ideología de la victoria y del poder militar como bendición? No es fácil responder a esta pregunta, que atraviesa buena parte de la Biblia. Intentaremos hacerlo poco a poco cuando hablemos de los fracasos de David y de su descendencia. Pero desde ahora podemos y debemos usar estos capítulos políticos e ideológicos para hacer un valioso ejercicio moral y espiritual. Leemos que «David derrotó a Moab: los hizo echarse en tierra y los midió a cordel; midió dos cuerdas de condenados a muerte, y dejó con vida a otra cuerda» (8,2). Y después, en la misma Biblia, leemos que Rut era una moabita, y que en la genealogía de Jesús de Nazaret está escrito: «Booz engendró a Obed de Rut, Obed engendró a Jesé. Jesé engendró al rey David (...) María engendró a Jesús» (Mt 1). Y después seguimos leyendo y descubrimos que «David mató veintidós mil arameos» (8,5), mientras volvemos con el corazón a la oración del arameo errante de Moisés, a Raquel y Lía, hijas de un arameo, al pueblo que hablaba en arameo, la lengua con la que fue pronunciado el Padre Nuestro. Y finalmente nos detenemos a honrar el luto por estos muertos y por las libertades perdidas a manos de David, a sentir en nuestras carnes el dolor porque el arameo ya no puede correr libremente.
De estas complicadas gestas de David también podemos aprender algo importante, que no estaba en la intención del autor, pero sí debe estar en la nuestra: todas las guerras de las que habla la Biblia son guerras fratricidas. Caín sigue actuando y, disfrazado de David, mata de nuevo a su hermano. La Biblia, leída desde esta perspectiva, nos dice que todas nuestras guerras - que en nuestros ateísmos seguimos leyendo como guerras sagradas y bendiciones divinas - son guerras fratricidas, porque todo homicidio es un fratricidio. David con su cuerda estaba midiendo el madero de la cruz. Él no podía saberlo, pero nosotros sí que lo sabemos, y por la misteriosa pero real reciprocidad de la Biblia debemos recordárselo y recordárnoslo. Recordar que cuando ocupamos un país y matamos hombres, mujeres, niños y animales, estamos matando a Benjamín y a José, a los hijos de Raquel la aramea, a los hijos de Rut la moabita y al hijo de María. Solo con estos sentimientos podemos hacer una lectura buena y responsable de las campañas de David.
«David preguntó: “¿No queda ya nadie de la familia de Saúl a quien yo pueda favorecer por amor de Dios?". Sibá [un criado de la casa de Saúl] le respondió: "Queda todavía un hijo de Jonatán, tullido de ambos pies"» (9, 1-3). David llega al culmen de su carrera política. Ha derrotado a todos sus enemigos, internos y externos, y reina en un imperio que va desde el Éufrates hasta el Nilo. Pero justamente en el culmen de su éxito comienzan a entreverse las señales de su declive. También para David valdrá la ley del “ocaso a mediodía".
La gestión de su sucesión es la señal que nos dice que la trayectoria de David comienza a cambiar de signo, asumiendo la forma de una parábola. El texto nos da algunos elementos sobre la relación entre el rey y el único superviviente de la casa de Saúl. Es un episodio muy hermoso y humano. No tenemos suficientes elementos para comprender bien los motivos que impulsan a David a informarse de la existencia del hijo de su amigo, muchos años después de la muerte de Jonatán (en esa época Meribaal tenía cinco años, ahora es un hombre adulto). Pero es llamativa la semejanza entre la pregunta de David por uno («a quien yo pueda favorecer por amor de Dios») y la pregunta que hace Herodes a los Reyes Magos sobre «rendir homenaje al rey recién nacido». El resto del relato nos sugiere al menos una ambivalencia en los motivos de David. Meribaal llegó a la corte, «cayó sobre su rostro, prosternándose, y David dijo: “¿Eres Meribaal?” El respondió: “Servidor””. David le dijo: “No temas, porque estoy decidido a favorecerte por amor a Jonatán, tu padre; te devolveré todas las tierras de tu abuelo, Saúl, y comerás siempre a mi mesa"» (9, 6-7).
Es una descripción muy concisa. Pero en todo caso es muy probable que David tuviera que manejar sentimientos contrapuestos. El antiguo pacto de amistad con Jonatán nos induciría a leer la devolución de las tierras de Saúl a su nieto como un acto de sincera generosidad y honra por el hijo de su gran amigo. Sin embargo, el temor de Meribaal, cuya familia habían exterminado David y sus hombres, y la respuesta que le da a David («¿Qué soy yo para que te fijes en un perro muerto como yo?»: 9,8), nos lleva a otras consideraciones que no están en consonancia con la nobleza en las palabras de David. Pero lo más difícil para sostener la no ambivalencia de David es cuando dice «comerás siempre a mi mesa». ¿Qué sentido tiene esta petición? La ambivalencia de David y de todo poder: querer ser fiel a los pactos con los amigos y al mismo tiempo tener bajo control a los potenciales enemigos en la sucesión al trono. Meribaal estará obligado a permanecer en la corte de David, en una jaula de oro, impedido y alejado de su único hijo: «Meribaal tenía un hijo pequeño, llamado Micá; (…) se trasladó a Jerusalén, porque comía siempre a la mesa del rey. Estaba impedido de ambos pies» (9,12-13).
David no sabía que los moabitas, los arameos, eran “cristianos”, como no sabía que también Meribaal, impedido de ambos pies, era “cristiano”. Pero nosotros sí lo sabemos, y debemos recordárselo a David, a quien “no le gustaban los ciegos ni los cojos”. A medida que vamos creciendo con la Biblia y gracias a ella, debemos devolverle sus personajes enriquecidos con nuestra dote de humanidad. Debemos bajar por la Biblia, llegar hasta Sara y reprenderla por cómo trata a Agar; indignarnos por la bendición que Jacob arranca a Esaú; detener la mano de Abraham antes de que aparezcan el ángel y el carnero; desesperarnos con Job y con Raquel porque “sus hijos ya no están”, y después enfadarnos con Dios porque no responde a Job con palabras a la altura de sus preguntas tremendas por humanísimas. Debemos seguir gritando “¿por qué?” con el Hijo en la cruz, y esperar dos mil años su respuesta.
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