Viaje al final de la noche

Introducción – El árbol de la vida/1

Introducción - El árbol  del a vida/1

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 16/02/2014

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“¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que en pleno día encendió una linterna y se puso a recorrer el mercado gritando sin cesar ‘busco a Dios, busco a Dios’? Como había allí muchos que no creían en Dios, su grito provocó una gran carcajada” (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra).

Hay momentos históricos en los que los pueblos advierten que lo viejo ha pasado, que un determinado ‘mundo’ se ha acabado, y sienten un apremiante deseo de que llegue lo nuevo. Nuestro tiempo es uno de esos momentos. Al menos en esta Europa que está atravesando una gran noche cultural, que antes o después pasará pero todavía no sabemos a qué precio ni con qué resultado.

Debemos emprender un ‘viaje al final de la noche’, que sólo puede empezar a partir de la esperanza colectiva en que esta noche desembocará en una nueva aurora. La soledad, la tristeza, la inmunidad recíproca y la indiferencia hacia los pobres no pueden ser las últimas palabras de lo humano, ni tampoco las de nuestra generación. No podemos ni queremos aceptarlo.

Ponerse en camino no consiste en esperar con pasividad la llegada del nuevo día, sino en moverse hacia Oriente para salir al encuentro del sol que se levanta y adelantar así su llegada. Caminar implica trabajo, también en el ámbito de la cultura y el pensamiento. Es un trabajo doloroso porque va en dirección contraria a la avalancha de ‘pensadores’ que están en nómina de aquellos que obtienen pingües y crecientes beneficios de la soledad, la tristeza y la inmunidad de hoy. Este capitalismo pasará porque en su última etapa no ha sido capaz (y nosotros con él) de orientar los deseos más fuertes de los seres humanos hacia los bienes (cosas buenas), contentándose con mercancías. Pero cuando se quita del horizonte todo lo que no está en venta, también los deseos descienden al nivel de las mercancías, y así acabamos por desear sólo lo que encontramos dentro de los mercados.

Decir Europa y Occidente es decir humanismo judeocristiano, en sus distintas declinaciones, florituras, contaminaciones, enfermedades y reacciones, pero sobre todo en sus copiosos y extraordinarios frutos de civilización. Este humanismo tiene unos códigos fundacionales concretos. Uno de ellos, el más profundo y fecundo, es el gran código bíblico que desde el Génesis hasta el Apocalipsis nos viene proporcionando durante milenios las palabras de la política, el amor, la muerte, la economía, la esperanza y la desventura. En una época en la que nuestras palabras están cansadas y ya no dicen nada porque están ‘gastadas’ y reducidas a un ‘soplo del viento’ (Qohelet), hay que ponerse en viaje en busca de Palabras más grandes que nosotros y que nuestra edad. Algunas de estas palabras de vida se encuentran en la literatura, en la poesía, en el arte y en los grandes mitos y narraciones populares que nos han salvado y siguen salvándonos durante las guerras y las carestías.

Pero hay otras Palabras, historias y narrativas más grandes y profundas. Son las contenidas en la Biblia, que han alimentado e inspirado a nuestra civilización. Cientos de generaciones las han leído y vivido una y otra vez, llenando de contenido las obras de arte más hermosas y de esperanza los sueños de niños y adultos en todos los exilios y esclavitudes. No hay historia de liberación más grande que el éxodo, ni herida más fértil que la de Jacob, ni bendición más desesperada que la de Isaac, ni carcajada más seria que la de Sara, ni contrato más injusto que el de Esaú, ni obediencia más salvadora que la de Noé, ni pecado mas vil que el de David contra Urías el hitita, ni desventura más radical que la de Job, ni llanto más fraterno que el de José, ni paradoja más grande que la de Abraham sobre el monte Moria, ni grito de parto más lacerante que el de la cruz, ni desobediencia más amante de la vida que la de las matronas de Egipto. Y si existen, decídmelo, porque yo no las he encontrado. Son muchas las razones que hacen grandes a estas narrativas y relatos. Una es su ambivalencia radical, que una vez aceptada y acogida permite evitar las dicotomías que son siempre la raíz primera de toda ideología. Estas historias nos dicen, por ejemplo, que la fraternidad siempre limita con el fratricidio, los dos caminos que se bifurcan y entrecruzan en la historia de las personas y de los pueblos. La Biblia nos invita a ponernos en las encrucijadas de estos dos caminos y a tomar conciencia de que ambos son siempre posibles y que nuestra responsabilidad está en hacer que las razones de la fraternidad prevalezcan sobre las del fratricidio.

Todos estos grandes relatos son sobre todo el don gratuito de unas palabras que nosotros no tenemos, palabras donadas para rezar, pensar, sentir y amar. Cuando nos faltan historias y palabras grandes, tomamos prestadas las palabras de las tertulias y las series, y con esos ladrillos pequeños sólo conseguimos construir chabolas. En cambio, con los ladrillos de la esclavitud de Egipto se pueden construir caminos de liberación. La Biblia siempre ha inspirado a la literatura, al arte y a veces también al derecho y a la política. No es el caso de la economía moderna, que salvo raras excepciones (Genovesi, Wicksteed, Viner y pocos más), no se ha dejado inspirar por el libro de los libros. La vida económica estuvo demasiados siglos ‘bajo la tutela’ de los textos sagrados (en temas como el crédito, el interés, etc.) y en cuanto alcanzó la mayoría de edad, deseó y buscó su libertad, huyendo lejos. Pero hoy, unos cuantos siglos después, creo que es posible y necesario un nuevo diálogo en la libertad y en la reciprocidad. La Palabra bíblica tiene muchas palabras de vida que decirle a nuestra economía y por ello a nuestra vida. También cosas aún no dichas, porque hace demasiado tiempo que nadie le pide que hable. Pero, si es cierto que la lectura de la Biblia puede enriquecer a la economía, no es menos cierto que la formulación de nuevas preguntas ‘económicas’ puede hacer que los textos digan cosas nuevas. La historia humana siempre ha sido un diálogo entre nuevas preguntas y nuevas respuestas. Por un lado, la Palabra ha llevado a la humanidad hacia delante, pero por otro lado, aunque en un plano distinto, también la historia de los hombres ha permitido comprender significados siempre nuevos de las escrituras (aquí radica la enorme dignidad de la historia). Si la Biblia vuelve a hablar en las plazas, en las empresas y en los mercados, estos lugares de lo humano sacarán provecho; pero también el texto bíblico se verá enriquecido, pues podrá ofrecer nuevas respuestas que no había dado por falta de preguntas. Sin el alimento de las plazas y de los mercados, sin el humus de lo cotidiano y del esfuerzo del trabajo, el gran Libro no se convierte en el árbol de la vida.

Con estas premisas y con un fuerte sentido de la responsabilidad intelectual, ética y cívica, el domingo que viene comenzaré, con trepidación pero también con gran entusiasmo, el comentario de algunos libros bíblicos. El primero será el libro del Génesis, cuya riqueza hará que paseemos varias semanas por sus extraordinarias ‘historias’. Intentaré que los textos antiguos digan palabras económicas y cívicas contemporáneas dirigiéndoles preguntas. Pero las preguntas más interesantes y necesarias hoy serán las que los textos nos hagan a nosotros. Buena parte del desafío consistirá en no intentar actualizar esas antiguas páginas, sino en hacernos nosotros contemporáneos suyos. Las leeremos junto a milenios de historia, en compañía de muchos creyentes y no creyentes que han dialogado con la Biblia y enriqueciéndola a ella han enriquecido también el mundo. La Pasión según San Mateo es más luminosa después de Bach, Jacob es mejor después de Rembrandt, José es más hermoso después de Thomas Mann. Si así no fuera, la historia sería un inútil escenario de una representación teatral con un guión ya escrito, y aquellos lejanos libros ya no estarían vivos.

Si queremos salvarnos debemos imitar a las matronas de Egipto: desobedecer la orden homicida de los nuevos faraones y salvar a los niños. Así seguiremos teniendo una tierra.

 


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