El árbol de la vida - La pérdida de la inocencia y el comienzo del tiempo de la ética
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/03/2014
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“El jazmín de la casa está completamente marchito debido a la lluvia y las tormentas de los últimos días. Sus blancas flores flotan aquí y allá en los oscuros y cenagosos charcos y sobre el tejado del garaje. Pero en algún lugar dentro de mí sigue floreciendo sin impedimentos, exuberante y tierno como siempre” (Etty Hillesum)
La sinfonía de la vida, con el ser humano y las relaciones de reciprocidad en su centro, se interrumpe bruscamente con la llegada primero del dolor y luego de la muerte. En el capítulo tres del Génesis y en los capítulos de nuestras vidas.
Los códigos simbólicos de la narración, ya de por sí abundantes, se tornan aquí aún más ricos y potentes. Algunos de ellos han sido tomados en préstamo de mitos más antiguos del Oriente Medio o están entrelazados con ellos. Muchos significados simbólicos se han perdido para siempre porque nos resultan demasiado “lejanos”, y otros los hemos añadido nosotros a lo largo de los siglos, cubriendo a veces con “estuco” ideológico los primitivos rasgos y colores del fresco original. Pero estos grandes textos nos siguen hablando “a la hora de la brisa” si nos situamos “desnudos”, como sus protagonistas, ante su esencialidad y nos dejamos interrogar: “Adam ¿dónde estás?".
El primer golpe de efecto es la aparición de la serpiente, que se dirige con palabras a la mujer. Hablan de los frutos del “árbol del conocimiento del bien y del mal”, los mismos que Elohim había prohibido comer al Adam: "No los debes comer, porque el día en que comas de ellos, morirás" (2,17). En realidad no se trata tanto de una prohibición como de una advertencia, una promesa: el ser humano no puede comer de esos frutos porque al hacerlo moriría. La serpiente refuta esa primera promesa y formula otra muy distinta: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Elohim, conocedores del bien y del mal” (3,4-5). La serpiente termina así su diálogo. Pero sus palabras son eficaces: la mujer se fía de la promesa de la serpiente, ve el árbol de otra forma, sus frutos le parecen buenos, bellos, apetecibles; come de ellos y se los ofrece al hombre. Los dos ven que no mueren, sus ojos se abren y perciben de forma distinta, con vergüenza, su desnudez. Así pues el primer dato del texto parece desmentir la promesa de Dios ("moriréis") y confirmar la de la serpiente ("se os abrirán los ojos").
Inmediatamente después, a la serpiente se la llama el “más inteligente” de los animales creados (3,1). Ella también formaba parte de esa creación bella y buena. Una inteligencia que el Adam conocía porque le había puesto nombre. No todo uso de la inteligencia es para la vida y para el bien. Estamos rodeados de gente que usa sus abundantes dones de inteligencia para destruir, evadir impuestos, seducir y explotar a los débiles, defraudar y mejorar las máquinas tragaperras y las minas antipersona. De esta inteligencia equivocada está llena la tierra. Existe la inteligencia buena de la vida, pero junto a ella está también la inteligencia de la serpiente. Esta otra inteligencia se manifiesta como un discurso, como un logos. La serpiente seduce y convence hablando, es decir usando de un modo distinto la palabra que creó el mundo, el hombre, la mujer y la serpiente. Es la fuerza de la palabra que, al igual que sabe crear, sabe destruir, si bien la Palabra que crea es más fuerte y profunda que la palabra que destruye.
La historia está llena de palabra creadoras pero también de palabras que con su fuerza desnuda destruyen vidas, reputaciones, empresas y matrimonios e inducen suicidios. Distinguir la inteligencia de la serpiente de la inteligencia buena de la vida es un arte fundamental y difícil. Pero para que florezca el árbol de nuestra vida debemos dotarnos de las condiciones sociales, éticas y espirituales necesarias para aprender y perfeccionar este arte. La historia de las personas y las instituciones está marcada por el encuentro decisivo con estas inteligencias tan dispares. Todos conocemos personas “muy buenas y muy bellas” que han perdido el hilo de oro de su vida únicamente porque no han sabido (o podido) reconocer la inteligencia de la serpiente. He visto empresarios perdidos no por falta de pedidos o de resultados, sino por haber confiado en una lógica distinta de la lógica de la vida, por no haber reconocido a la serpiente que se celaba tras la promesa de grandes ganancias y dinero fácil, o por haber seguido lógicas y sugerencias que han acabado por destruir la confianza buena en la que se apoyaban sus empresas y sus vidas.
Desde el “día” del encuentro con la serpiente, la inteligencia buena de la vida y la de la serpiente conviven juntas, entrelazadas en el corazón de cada persona, incluso de las mejores. El oficio de vivir se aprende en primer lugar aprendiendo a reconocer la presencia de esta inteligencia distinta dentro de nuestros razonamientos (es siempre una luz oscura que no engendra ni vida ni muerte) y sólo después en los razonamientos de los demás. Después estando muy atento para no cometer el error tan frecuente en los responsables de empresas o comunidades de considerar a algunos colaboradores como detentores siempre y en todas partes de la inteligencia de la serpiente (a los que no hay que escuchar sino excluir) y a otros como portadores siempre y en todas partes de la inteligencia buena y sabia. Por el contrario, la trama de esas dos inteligencias entrelazadas lo atraviesa todo y a todos. Pero no olvidemos que la inteligencia de la vida es más fuerte, verdadera, tenaz y al fin vencerá.
Pero hay otro golpe de efecto que parecería incluso dar la razón a algunas palabras de la serpiente: "He aquí que el Adam ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal " (3,22). El hombre y la mujer pierden para siempre la inocencia del Edén y el encanto de la primera creación. Pero el texto sugiere que paradójicamente ganan también algo importante, porque entran en la era de la ética (el conocimiento del bien y del mal) y de la responsabilidad: deben comenzar a responder de sus decisiones ("Adam, ¿dónde estás?", 3,9).
Entonces también es posible deducir de este relato del Génesis algo importante y tal vez sorprendente. Aunque estemos fuera del Edén podemos encontrar la totalidad, la armonía y la unidad del paraíso perdido viviendo con amor-dolor los lugares humanos fundamentales: "tantas serán tus fatigas cuantos sean tus embarazos", "hacia tu marido irá tu apetencia y él te querrá dominar " (3,16), "con el sudor de tu rostro comerás el pan”, “hasta que vuelvas al suelo pues de él fuiste tomado " (3,17-19). Del primer Edén “salimos” para siempre, pero el Adam no ha muerto. Elohim le ha dado una segunda oportunidad: la historia. Entonces la vocación de la humanidad ya no puede consistir en volver hacia atrás al primer Edén que ya no existe, tal vez buscando la pureza y la inocencia huyendo de los lugares más humanos del dolor: los hijos, las relaciones entre iguales, el trabajo y la muerte. Podemos buscar y encontrar la armonía del primer jardín amando, con la buena inteligencia de la vida, los espléndidos y dolorosos lugares humanos. Si así no fuera, la historia sería un engaño y el mundo una condena. En cambio, la historia es el camino a casa, donde cada uno se lleva consigo “en dote” el patrimonio de dolor-amor construido a lo largo del camino. Esta es la primera gran dignidad del amor humano, de la familia, del trabajo y también de la vuelta del Adam a la adamah. Tratar de reducir el dolor en el mundo se convierte entonces en un deber moral de toda persona y de la humanidad en su conjunto.
Podemos salvarnos teniendo hijos (y haciendo que crezcan), enamorándonos, respetándonos en la reciprocidad, trabajando y volviendo a aprender en cada generación a morir (la nuestra todavía debe aprenderlo). Nos salvamos todos los días con el esfuerzo-amor del sufrimiento: el de los hijos, el del trabajo y el del último gran sufrimiento. Estas son las vías que tenemos para vislumbrar una nueva tierra-jardín, nuevas Evas y nuevos Adanes, cada día a la hora de la brisa.
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