Miradas en tiempos de exilio

El árbol de la vida – Las “imprudencias” que nos salvan de Caín

por Luigino Bruni

pubblicato en Avvenire el 23/02/2014

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“He comparado sus antiguas palabras y mis viejas preguntas con los acontecimientos de la historia, la cultura y las tradiciones. En síntesis, he usado como clave de lectura mi fe judeo-cristiana y me afirmo en la convicción de que hoy esa es la única clave posible" (Sergio Quinzio).

En el principio no estaba Caín. Existía algo ‘bueno y bello’ que el sexto día, con el Adam, se convirtió en ‘muy bueno y muy bello’ (Génesis 1,31). Es la bendición que aletea sobre el mundo creado. El comienzo (bereshit), el principio de la tierra, de los seres vivientes y de los seres humanos es bondad y belleza. Una bondad y una belleza que expresan la vocación más profunda y auténtica de la tierra, de los seres vivos, del hombre y la mujer.

Nos dice también que la tierra está viva porque se encuentra dentro de una relación de amor y de reciprocidad. Que también están vivas las montañas, las rocas y los ríos, pues de otro modo los seres que llamamos vivos estarían rodeados de muerte, y la poca vida restante sería demasiado triste (como en efecto debe parecerles a aquellos que no saben reconocer esta vida). El primer capítulo del Génesis es un canto sublime a la vida y a la creación, que tiene como culmen el Adam, el ser humano. Todas estas criaturas son buenas, muy buenas, bellas y benditas porque han salido de un desbordamiento de amor.

Sin embargo, la realidad histórica de la humanidad de aquellos tiempos (siglos IV-V antes de Cristo), como la de los nuestros, era un espectáculo de luchas, homicidios y muerte. La primera grandeza de este texto es su capacidad, en mi opinión asombrosa, para no dar la primera palabra a esas relaciones humanas cotidianas que los escritores sagrados tenían a la vista. Por el contrario, tuvieron la fuerza y la inspiración necesarias para dar la primera palabra a la armonía, a la bondad, a la belleza, a la bendición de todas las criaturas incluida la más hermosa y buena: el Adam. Esta visión antropológica (y ontológica) positiva no aparece en los relatos de la creación del cercano oriente o de la India contemporáneos o anteriores al Génesis, en los que el mundo nacía de la violencia, la lucha entre dioses, la decadencia y la degeneración. La primera palabra del humanismo bíblico sobre el hombre es en cambio bondad-belleza (tov). El mal puede ser tremendo y loco, pero el bien es más profundo y fuerte que cualquier mal, por grande y devastador que sea.

Muchos de estos pasajes del Génesis fueron escritos durante el exilio babilónico, o mientras su dolorosa memoria estaba aún muy viva. Los exilios no terminan si no hay fe y esperanza en que el bien es más grande y profundo que los males del tiempo presente.

En aquella criatura buena y bella ya estaban Caín y Lamek, los hermanos que vendieron a José, los habitantes de Sodoma, el becerro de oro, los Benjaminitas de Gabaa. Y estábamos también nosotros con los campos de exterminio, los gulag, los genocidios, las matanzas de inocentes, los comerciantes de pobres y el juego de azar, las guerras de religión, el 11 de septiembre, los jóvenes muertos en Kiev y todos los males y exterminios que estamos haciendo y que con toda probabilidad seguiremos haciendo. Pero lo que había antes de todo eso era muy bello y muy bueno, “poco inferior a los ángeles” (Salmo 8). En el origen hay una bendición pronunciada para siempre y que todos nuestros pecados no pueden borrar. Lo muy bello y muy bueno también puede enfermar y degenerar, pero ninguna enfermedad del alma ni del cuerpo es tan fuerte como para anular esta belleza y esta bondad primordiales. Hace falta mucho dolor y también mucho agape para seguir creyendo en este bereshit, pero esta fe tenaz y testaruda es la única forma de salvarnos de esas enfermedades y no sucumbir ante el cinismo y el nihilismo que están siempre al acecho dentro de nuestras civilizaciones, sobre todo en tiempos de crisis y exilio.

Aunque tengamos que mirar la historia desde el punto de vista de Caín y sus hijos, la vida no morirá, ni nos apagaremos por dentro, mientras no olvidemos que antes de Caín está Adán. Y si Adán está antes también puede estar después, porque la oscuridad del octavo día no consigue oscurecer la luz matutina del sexto. Este es el principal mensaje y el gran acto de amor que nace del Génesis y de la Alianza. La esperanza no vana está en no dejarse convencer nunca de que el primer capítulo del Génesis es sólo un mito consolador, un paraíso perdido para siempre, humo teológico en los ojos del pueblo, fábula nocturna para niños o la primera serie de ficción.

Creer en esta primera palabra sobre el mundo y sobre el hombre implica no creer a las legiones de cínicos, a los amigos de Job, que nos quieren convencer de que la primera y la última palabra sobre el hombre es la de Caín. Sobre este pesimismo antropológico radical hemos construido contratos sociales y Leviatanes, derecho penal y tribunales, impuestos y recaudación, los bancos, el fondo monetario y la eutanasia para niños.

Una economía que partiera de la primacía de Adán sobre Caín y Lamek asumiría como fundamento la ética de las virtudes, que tiene su verdadera raíz en el primado del bien sobre el mal, en lugar de dejarse colonizar por la subespecie del utilitarismo que la gobierna. Después vería a los trabajadores antes que nada como personas capaces de bondad y belleza y diseñaría organizaciones donde pudieran crecer el don y la belleza y no solo el cinismo y el oportunismo que producen unas concepciones y teorías que no hacen otra cosa que multiplicar los hijos de Caín. Y utilizaríamos más premios (los instrumentos motivadores de Adán) y menos incentivos (que nacen de la antropología cainita). El hombre real es una mezcla de Caín y de Adán, pero el humanismo bíblico nos dice que Adán fue antes. Si la primera y la última palabra sobre nosotros fuera la de Caín, no habría perdón auténtico ni posibilidad de volver a empezar.

Aquellos que se toman en serio esta primera palabra sobre la humanidad, o la reciben como un don, van por la calle con otros ojos, con los ojos del alma. Ven que el mundo está lleno de cosas bellas y buenas. Las descubren cuando miran con asombro una puesta de sol, las estrellas o las montañas nevadas. Pero también descubren cosas muy buenas y muy bellas cuando miran a los compañeros, a los vecinos, al anciano moribundo, al enfermo terminal, a los que están deformes por el exceso de pobreza o por el exceso de riqueza, a la abuela que se ha hecho niña y juega de nuevo con muñecas, a Dimitri borracho y maloliente en el metro, a Lucía que no despierta del coma, a Caín que sigue golpeando. Ninguna selva amazónica ni ninguna cima alpina pueden alcanzar la belleza-bondad de María, vagabunda de la estación Termini.
Bastan pocas ‘miradas’ como estas parar hacernos resucitar cada mañana, para que nos levantemos de cualquier crisis. Si seguimos vivos es porque existen estas miradas. No hemos sido ‘destruidos’ porque en nuestra ciudad ha habido al menos una de ellas. Unos ojos que tal vez nos han mirado a nosotros sin que nos diéramos cuenta, empezando por la primera mirada de la mujer que nos acogió cuando llegamos a este mundo. Los carismas son sobre todo el don al mundo de esa mirada distinta que, al mirarnos y decir nuestro nombre, hace que nos convirtamos en lo que verdaderamente ya somos. Con su presencia salvan a Adán de la mano homicida de Caín.

Estas miradas mayéuticas han existido también en las empresas y en los mercados. Me las he encontrado muchas veces: en el empresario que ha vuelto a confiar en un trabajador después de una grave traición, en el trabajador que ha perdonado a un compañero después de un engaño, o en el abrazo que se dan dos socios tras años de profundas heridas recíprocas. Existen también en los tiempos de exilio y de crisis, cuando estos actos de imprudencia cuestan mucho pero también tienen mucho valor. Son miradas agapicamente imprudentes, nunca ingenuas y siempre verdaderas y salvadoras, capaces de producir el milagro cuando se cruzan con otras miradas con los mismos ojos. “Y vio que era muy bueno y muy bello”.

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