Messaggero di S. Antonio

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No generaremos ningún modelo nuevo de desarrollo si no aprendemos a apreciar de nuevo la riqueza del poco.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 16/01/2020.

Por mucho que nuestra cultura - y tal vez todas las culturas - asocie sus valores positivos a alguna forma de riqueza (material, espiritual, moral, afectiva…), no debemos olvidar que, en realidad, también la pobreza tiene valores, virtudes e incluso cierta belleza.

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Occidente, y el capitalismo de manera particular, ha construido su civilización sobre la idea de que es mejor tener muchas cosas que pocas, y que, por consiguiente, la acumulación, la suma, de bienes es una parte esencial del bienestar. Oriente (pensemos en la sabiduría de Gandhi), durante mucho tiempo, ha pensado de otra manera: creía que la felicidad consistía en educar los deseos, en aprender el arte de disfrutar de lo que se tiene, sin cultivar la envidia ni la rabia por lo que no se posee.

Pero estos valores del «poco» no han sido los valores de la economía capitalista, y mucho menos de la post-capitalista, donde hemos pasado de la suma a la multiplicación, en una insaciabilidad que constituye el primer motor de nuestro modelo de desarrollo: nos sentimos insatisfechos, entonces pensamos que nuestro descontento se debe a que no tenemos lo suficiente, y  nos afanamos en aumentar la cantidad de cosas, en acumularlas, pero después nos damos cuenta de que los bienes anhelados no nos hacen felices, sin embargo pensamos que eso es debido a que aún no poseemos lo suficiente… Y el tiovivo sigue dando vueltas, y el PIB sigue creciendo, gracias a nuestra infelicidad y a nuestras ilusiones. Llevamos años jugando a este juego, pero hoy el analfabetismo espiritual nos impide reconocer la gran ilusión. El juego se nos presenta como la realidad, y nosotros nos lo creemos.

Me acuerdo mucho de mi abuela Marietta, que tuvo el don de vivir una larga vida, y yo el don de tenerla a mi lado de adulto. Era pobre, aunque no indigente de lo necesario para vivir. Era una campesina madre de siete hijas mujeres. Cuando iba de niño a las fiestas de su pueblo, veía que ella se ponía el vestido bueno, el de los días especiales. Recuerdo que siempre era el mismo. Lo usaba apenas unas horas (generalmente para la Misa y poco más) y luego lo guardaba celosamente cubierto con un plástico con naftalina. Pero esa elegancia suya, esa forma de vestir con una dignidad distinta, esa discreción natural, mezcla de timidez y orgullo por llevar puesto algo hermoso, especial y cuidadosamente guardado, no la he vuelto a ver en los muchos vestidos de sus hijas y nueras (aunque sean tan dignas y hermosas como ella). Es la elegancia del único vestido, que se parece mucho a la de los pájaros del cielo y supera a la de Salomón y sus mil ropajes, e incluso a la de la reina de Saba, que debe haber sido verdaderamente magnífica.

Sin embargo, sí que he visto muchas veces esa elegancia del único vestido en mis viajes a Brasil, a África y a Asia. Allí, conociendo a hombres y sobre todo mujeres pobres, he vuelto a ver el vestido de mi abuela y con él he vuelto a ver su espléndida dignidad. Saber valorar y guardar unas pocas cosas es parte de la riqueza de la pobreza. El hecho de guardarlos da valor e importancia a esos bienes.

Hay una felicidad característica en saber que una cosa que poseemos es única y especial. Sin embargo, la gran ilusión del capitalismo intenta convencernos de que no hay nada único, nada especial, sino que todo puede multiplicarse hasta el infinito: esta es su promesa de vida eterna, para las cosas y casi también para nosotros.

Si hubiéramos conservado los valores de las mujeres campesinas del siglo pasado, no habríamos depredado el planeta. No generaremos ningún modelo nuevo de desarrollo si no aprendemos a apreciar de nuevo la riqueza del poco.

Credits foto: @Giuliano Dinon / Archivio MSA

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La elegancia del único vestido

La elegancia del único vestido

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Cada joven es hijo de todos, no solo de sus padres. Cada niño que nace es un habitante de la tierra y por tanto prójimo (próximo). En base a esta ley natural y cristiana fundamos Europa. Siguiendo el ejemplo de Abraham y Sara.

Luigino Bruni

Publicado en Messaggero di sant'Antonio el 11/07/2018

Figlidelmondo MSA luglio ridRecientemente he viajado a España (a Valencia) para conocer un centro de acogida de inmigrantes (Dorothy Day), donde algunos empresarios de Economía de Comunión están intentando crear puestos de trabajo para jóvenes inmigrantes procedentes sobre todo de África. Durante el diálogo espontáneo con una decena de estos jóvenes, que rondaban los 20 años de edad, una persona les preguntaba: «¿Cuáles son tus sueños?» «Ser mecánico, fontanero, modista…» respondían ellos. Escuchando sus palabras, en muchos momentos mezcladas con lágrimas (suyas y nuestras), he vuelto a entender que cada uno de estos jóvenes es hijo nuestro y no solo de sus padres. Cada hijo es también hijo mío. Cada niño que nace es un habitante de la tierra y por tanto prójimo (próximo). El próximo no es el vecino geográfico, religioso o étnico. Es una de las grandes enseñanzas de la parábola del Buen Samaritano.

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En base a esta ley natural y cristiana fundamos Europa, acogimos a los soldados ingleses y alemanes que llamaban, fugitivos y atemorizados, a las puertas de las casas de nuestros abuelos. Ellos llevaban un uniforme distinto al de los hijos que estaban en el frente, pero en cuanto les miraban a los ojos, húmedos y temerosos, entendían que antes que “extranjeros” eran muchachos, y por tanto hijos. Y les abrían las puertas, los escondían, arriesgando su vida, en las bodegas y en los establos, y compartían con ellos el poco pan que tenían. Aquellos muchachos acogidos en casa les hicieron menos seguros pero más humanos.

Esta es la Europa cristiana, estas son las raíces, recubiertas de lágrimas y de ágape, de nuestro gran continente. Hemos sido capaces de guerras fratricidas, de horrores infinitos en los lagers, pero también hemos sido capaces de reconocer a un hijo en un muchacho con un uniforme de distinto color. Las bendiciones civiles y económicas de la Europa de la posguerra fueron fruto también de esta gran capacidad de acogida, que nos permitió pensar en la Comunidad Europea, cuando en las montañas todavía se combatía la guerra civil. Las primeras cartas de la Constitución republicana y, después, de los tratados económicos europeos, fueron escritas por mujeres y hombres que supieron abrir una puerta y compartir el pan, convirtiéndose en compañeros (cum‐panis) de forasteros. Muchos de ellos eran analfabetos, pero supieron escribir estas maravillosas palabras con su carne, echando mano de su humanidad más profunda.

Hoy estamos conociendo otras guerras. No se combaten en nuestras montañas, sino más allá del mar, en otras montañas. Los jóvenes siguen llegando, atemorizados y fugitivos, y llaman a nuestras puertas. Pero la distancia del dolor y la pietas cristiana de nuestros abuelos y padres nos hace mucho más difícil abrir las puertas, que demasiadas veces dejamos cerradas, y justificamos esta cerrazón con nuevas‐antiguas ideologías.

Sin embargo, también hoy el límite entre la civilización y la barbarie se encuentra precisamente en las respuestas concretas que damos a los sueños de estos jóvenes. Podemos comportarnos como los cíclopes, que devoraban a sus invitados, o como los habitantes de Sodoma que violaban a sus huéspedes. Pero también podemos elegir comportarnos como los acogedores feacios, o como Abraham y Sara, que acogieron bajo su tienda del encinar de Mambré a los tres hombres que les anunciaron el nacimiento del hijo de la promesa cuando ambos eran ya ancianos. Tres forasteros acogidos les llevaron vida y un hijo. En la tierra prometida no hay puertas cerradas.

En el ADN de nuestro humanismo están tanto los cíclopes como los feacios, están los habitantes de Sodoma y Abraham. Cada generación debe realizar su elección y decidir de qué parte quiere estar: si quiere ver el color del uniforme o ver a los jóvenes‐hijos que lo llevan. Una cosa es cierta: la vida, los niños y el futuro solo están de parte de los feacios, de Sara y de Abraham. “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles” (Carta a los Hebreos 13,2)

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Luigino Bruni

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