No existe precio por la salvación

No existe precio por la salvación

Si queremos acercar el espíritu moderno al mensaje de vida de Jesús, tenemos que ocuparnos de una purificación del lenguaje teológico, empezando por el económico y comercial.

di Luigino Bruni

publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 12/07/2024

El primero en usar la metáfora económica en el Nuevo Testamento fue San Pablo, que en la Primera Carta a los Corintios, utiliza incluso la palabra ‘‘precio’’: «fuisteis comprados por un alto precio» (7:23). Como Pablo es un gigante de la teología cristiana, a partir de entonces muchos teólogos pensaron que no se podía hablar de teología sin usar la metáfora del “precio de la salvación’’. Sin embargo, San Pablo en su carta utiliza también otras metáforas, entre ellas la deportiva (1Cor 9:24-26). Pero ningún teólogo del pasado o del presente ha pensado jamás que esa metáfora fuese necesaria para explicar la teología cristiana. En cambio, de la metáfora económica surgió una verdadera “economía de la salvación”, que justificaría la existencia de una especie de contrato con precios a pagar y a cobrar, y que vería a Jesús como un “divino mercante”, olvidando que las metáforas bíblicas son albas de discurso, puntos de partida. La otra mitad del razonamiento debe quedar no dicha: solo las metáforas parciales dejan un espacio libre entre el misterio de Dios y nuestras ideas teológicas sobre él.

Estoy convencido de que el uso del lenguaje económico por parte de la teología le ha hecho mal a la teología y a la economía. No ayudó a entender qué es la economía ni a entender tampoco el corazón del misterio cristiano, contruido enteramente sobre la gratuidad-charis. De hecho, el uso del lenguaje económico para explicar la fe cristiana abrió el camino a la teología de la prosperidad (y por tanto a la legitimación teológica de la meritocracia que está generando la culpabilización del pobre). Y también ha creado una exaltación del sacrificio, que se enraizó fuertemente en la cultura católica. En reacción a Lutero, que levantó una batalla campal contra la idea de la misa como sacrificio («la misa es lo contrario de un sacrificio»: Lutero, Obras Completas), el sacrificio se convirtió en un pilar de la teología católica, de su liturgia y de la piedad. La cruz de Cristo se convirtió en un elogio y una sacralización de nuestras cruces: «Las cruces vienen de Dios. Las cruces son necesarias porque Dios así lo estableció. Los verdaderos penitentes son crucificados» (D. Gaspero Olmi, Quaresimale per le monache, 1885). El ofrecimiento de nuestros dolores a Dios se convirtió así en la economía más próspera en los países latinos en la era de la Contrareforma – mientras en el Norte se desarrollaban comercios y empresas – alimentada por una proliferación de penitencias, sobre todo en los monaterios femeninos, donde el sufrimiento buscado como forma de amor a Cristo se convirtió en la moneda de un nuevo comercio entre tierra y purgatorio.

Pero si leemos tranquilos el Evangelio, nos surge rápido una pregunta: ¿cómo fuimos capaces de creer que el Dios-amor de Jesús era un “consumidor de dolores humanos”, que los primeros frutos que más le gustaban eran nuestros sufrimientos? Porque la Biblia nos había enseñado también que las divinidades que aman la sangre de los hijos se llaman ídolos. El Dios bíblico, el Dios de Jesús no es un ídolo, porque no quiere aumentar el dolor de sus hijos e hijas, sino reducirlo: «Misericordia quiero, y no sacrificio», nos repiten Oseas y Jesús. El Dios bíblico no ama el sacrificio, porque nos ama y hace de todo para sacarnos de las cruces. Sacrificio es una palabra ambivalente también en las relaciones humanas – es peligroso leer el amor como disposición a sacrificarse por el otro – y es todavía más peligroso cuando se usa para entender la relación entre nosotros y Dios. Si queremos acercar el espíritu moderno al mensaje de vida de Jesús, tenemos que ocuparnos de una purificación del lenguaje teológico, empezando por el económico y comercial.

Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA


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