Las parteras de Egipto

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Las parteras de Egipto/7 – Después de la última plaga, el ídolo se doblega y llega «el comienzo de los meses»

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 21/09/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Las plagas no igualaron la crueldad de la opresión de los egipcios sobre los hijos de Israel, que se alargó hasta el final de su permanencia en aquella tierra. Incluso el mismo día del Éxodo, Raquel, hija de Sutela, dio a luz un niño mientras trabajaba junto con su marido en la malta para los ladrillos. El recién nacido se escurrió por el vientre y se hundió en aquella papilla. Entonces apareció Gabriel, formó un ladrillo, introdujo al niño en él y lo llevó a lo alto del cielo”.

Louiz Ginzberg, Las leyendas de los judíos 

Las plagas de Egipto son la condición normal de todos los imperios idolátricos, también del nuestro. En estos regímenes el agua no apaga la sed de los seres vivos ni fecunda la tierra. Pudre y engendra ranas, mosquitos, tábanos… y los animales mueren. El sol no logra atravesar el denso polvo y todo está envuelto en tinieblas. 

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Los imperios de los ídolos no tienen descendencia, sus primogénitos se mueren, porque el ídolo es seductor pero estéril. Cuando los imperios demuestran su invencible naturaleza idolátrica, cuando no hay plaga que consiga convencer al faraón, cuando la única condición posible en la tierra del imperio es la esclavitud, el Éxodo nos dice que esto no es el fin para el pobre, aún queda una posibilidad. También en esta condición tremenda (¿qué puede haber más tremendo que la muerte de los niños?) existe un camino de salvación, que pasa por creer a los profetas y resistir hasta el final: «Todavía traeré una plaga más sobre Faraón y sobre Egipto; tras de lo cual os dejará marchar de aquí» (11,1).

En el desarrollo de las diez plagas, YHWH no es el único protagonista. También juegan un papel esencial Moisés y Aarón, quienes, a pesar del corazón obstinado del faraón, siguen pidiéndole la conversión. Si somos fieles a la lógica de fondo de la Biblia, debemos pensar que Moisés y Aarón se asombrarían con cada plaga. Sabían que el faraón era de duro corazón, pero no podían saber hasta dónde llegaría su obstinación. Su testaruda negativa a convertirse la descubren y redescubren mientras la van viendo, plaga tras plaga: «Así dice YHWH, el Dios de los hebreos: “¿Hasta cuándo te resistirás a humillarte ante mí?”» (10,3). Y tienen que asistir y resistir hasta la muerte de los niños, una muerte que hubieran deseado no ver. YHWH, el Dios de la vida, es el mismo que bendijo años antes a las parteras de Egipto, y en ellas bendijo a todos los niños hebreos, egipcios y a todos los niños del mundo. El grito de muerte de los primogénitos, que parece anular el llanto de vida de los recién nacidos, salvados por Dios y por las mujeres de las manos de otro faraón homicida, nos debe obligar a excavar más hasta encontrar una veta más profunda. Pero en la excavación no debemos perder el contacto con el terreno de la historia, con el recuerdo colectivo de unos acontecimientos climáticos extraordinarios ocurridos durante los últimos años de los hebreos en Egipto, o, tal vez, de una peste que asoló el país y se cebó en los niños (siempre es nuestra lectura la que transforma los hechos en señales). La memoria histórica del dolor por las diez plagas ha quedado siempre viva en la tradición bíblica (en la noche de pésaj, de la pascua, en las casas judías se echan en el cáliz diez gotas de vino; la no plenitud del cáliz es el lugar vivo de la memoria y lo que hace que la fiesta sea melancólica).

Estos difíciles, tremendos y estupendos capítulos del Éxodo hay que leerlos también como una gran lección sobre la idolatría (esta es la veta más profunda que estamos buscando). La Biblia no tiene ninguna piedad de este faraón, porque para salvarse a sí mismo y salvarnos a nosotros debe ser despiadada con los ídolos. La primera verdad de YHWH es que no es uno de tantos ídolos de los hombres. Israel siempre ha luchado contra los ídolos a su alrededor y en su interior, incluyendo a los ídolos que le fascinaron en Egipto. Poniendo al comienzo del Génesis a un Dios creador y a un hombre creado a su imagen, la Biblia ha tomado una opción radical y fundamental. Ha excavado un surco profundísimo e insuperable entre ella y la cultura idolátrica, en la que dios es creado a imagen de un hombre empobrecido de transcendencia. El ídolo es el anti-YHWH, pero también el anti-Adam, porque la cultura idolátrica niega antes que nada al hombre, que acaba como esclavo y productor de ladrillos, sometido por el ídolo que él mismo ha creado. Para creer en el ídolo no hace falta fe, porque está a la vista de todos en las plazas y mercados. La fe bíblica, por el contrario, implica confianza en una voz que no se ve pero se “oye”. Es entonces cuando el emperador bíblico se ve golpeado por las plagas y la gran liberación es sobre todo la salida de la idolatría. Los hijos que deben morir son los hijos de los ídolos y de sus imperios que han acompañado el desarrollo de nuestra historia y de la historia de la salvación.

Hoy vivimos una gran época idolátrica, probablemente la mayor de todas. Hemos reducido lo transcendente a pura manufactura, hemos llenado el “cielo” de cosas que no sacian nunca, porque no han sido producidas para saciar sino para aumentar nuestro hambre de ídolos hambrientos (los ídolos siempre tienen que comer, acaban devorando a sus adoradores, y nunca se sacian). El sistema histórico más cercano a la cultura idolátrica pura es el capitalismo financiero-consumista que hemos creado. Basta frecuentar sus lugares, hablar con sus grandes actores y asistir a sus liturgias para comprobarlo con enorme claridad. Es un sistema que sólo conoce y alimenta el culto de sí mismo, que sólo ve y reconoce un único fin: maximizar la producción de ladrillos para elevar pirámides-babel cada vez más altas. Los imperios idolátricos puros no duran mucho. Pronto pasará también la escena de este capitalismo devorador. Pero nuestras plagas todavía no han terminado, y con ellas sigue elevándose con fuerza el grito de los pueblos oprimidos.

Así pues, no debe sorprendernos que las dos primeras palabras de la Ley que se le entregará a Moisés en el Sinaí sean la fe en un Dios libertador de Egipto y la radical negación de los ídolos. Un dios que no libera es un ídolo (incluso dentro de nuestras religiones), y el Dios bíblico no es ídolo porque es liberador, porque libera al pueblo oprimido que grita desde los campos de trabajo. Si no somos liberados de ninguna esclavitud propia o ajena cuando encontramos a Dios, no experimentamos al Dios bíblico sino a un estúpido ídolo (una nota de todos los ídolos es su radical estupidez). Las experiencias religiosas en las que no hay esclavitud y liberación pueden ser reproducidas perfectamente por los magos de Egipto y por las legiones de nuestros nuevos magos con ánimo de lucro.

Después de la decima plaga, la más tremenda, el pueblo finalmente sale: «Llamó Faraón a Moisés y a Aarón, durante la noche, y les dijo: “Levantaos y salid de en medio de mi pueblo, vosotros y los israelitas, e id a dar culto a YHWH, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacadas, como dijisteis. Marchaos y bendecidme también a mí”» (12,31-32). Y una vez fuera de Egipto descubrimos que la fiesta que el pueblo quiere celebrar en el desierto es precisamente pésaj. El pueblo de Israel ya celebraba la fiesta de pésaj antes de Egipto, la pascua formaba parte de la cultura de las antiguas tribus nómadas, que ofrecían un cordero a Dios para que bendijera la trashumancia suya y de los rebaños. El faraón no permite que el pueblo celebre durante tres días esta antigua fiesta nómada, y YHWH transforma una fiesta de pastores en la gran fiesta de la liberación del pueblo y de todos los oprimidos por faraones idólatras. Así la fiesta, que ya era grande antes de Egipto, se convierte en la más grande después de la esclavitud. La nueva pascua se convierte en el «el comienzo de los meses» (12,2), porque es el comienzo del nuevo Israel. Es el origen de una nueva historia. Pero también es recapitulación de las primeras alianzas y de la promesa de YHWH. En aquella gran noche está Noé y en él toda la humanidad; pero también está Jacob, los patriarcas, sus hijos y las doce tribus, simbolizadas en los “huesos” de José: «Moisés tomó consigo los huesos de José, pues éste había hecho jurar solemnemente a los israelitas, diciendo: “Ciertamente Dios os visitará, y entonces llevaos de aquí mis huesos con vosotros.”» (13,19).

Las plagas y el mar que arrolla a los carros y a los caballos de los egipcios, son también imagen de un nuevo diluvio, donde las aguas del Nilo y las del Mar Rojo vuelven a convertirse en lugar de muerte. Pero también en esta ocasión, un hombre (Moisés) se salva y salva a otros del diluvio; además de su familia, se salvan una vez más los animales (Moisés no quiso partir sin el ganado: 10,26). El arco iris sigue brillando sobre el mundo.

Pero en aquella nueva pascua podemos intuir también a Jacob. Uno de los múltiples significados posibles de la antiquísima palabra pésaj es el verbo cojear (psh). Y para la Biblia decir cojear es decir Jacob, que se convirtió en Israel en el vado nocturno de un río (Yaboq), cuando en el combate con YHWH, éste le hirió en el nervio ciático, le dejó cojo y le cambió el nombre. El primer Israel nació de una lucha nocturna con Elohim en medio de las aguas, el nuevo Israel renace de una gran lucha nocturna, mientras el pueblo del primer Israel atraviesa las aguas de la esclavitud. De una primera herida individual vino una primera bendición, de una gran herida (las plagas) floreció una gran bendición (la liberación), y un día la herida más grande generará una bendición infinita. Jacob cojeó toda su vida, la esclavitud y las plagas siguieron acompañando a los hijos de Israel, el Resucitado lleva grabados los estigmas de la cruz. Toda herida transformada en bendición es siempre fecunda.

No hay fiesta más grande que pésaj, la pascua. No hay liberación más grande que la liberación de los ídolos.

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Las parteras de Egipto/7 – Después de la última plaga, el ídolo se doblega y llega «el comienzo de los meses»

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 21/09/2014

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Louiz Ginzberg, Las leyendas de los judíos 

Las plagas de Egipto son la condición normal de todos los imperios idolátricos, también del nuestro. En estos regímenes el agua no apaga la sed de los seres vivos ni fecunda la tierra. Pudre y engendra ranas, mosquitos, tábanos… y los animales mueren. El sol no logra atravesar el denso polvo y todo está envuelto en tinieblas. 

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La liberación más grande

Las parteras de Egipto/7 – Después de la última plaga, el ídolo se doblega y llega «el comienzo de los meses» de Luigino Bruni publicado en Avvenire el 21/09/2014 Descarga el pdf “Las plagas no igualaron la crueldad de la opresión de los egipcios sobre los hijos de Israel, que se alargó hasta ...
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Las parteras de Egipto/6 – Ni siquiera los magos del faraón pueden mantener encadenados a los pobres

de Luigino Bruni

Publicado en  Avvenire el 14/09/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Hasta que no haya llegado la salvación, para nosotros hoy como para Israel en tiempos de Moisés, la espera de la salvación sólo puede ser un continuo y universal agravamiento de las tensiones y los sufrimientos. El anuncio de la salvación, rompiendo el equilibrio mundano, sólo hace que surjan brutales relaciones de fuerza.”

 (Sergio Quinzio, Un comentario a la Biblia).

Cada generación debería releer el Éxodo, para descubrir y mirar a la cara a sus propios faraones y a sus propias esclavitudes, para anhelar la liberación, reconocer las plagas de su tiempo, abandonar la tierra del imperio y marchar hacia nuevas tierras de fraternidad y justicia. Cuando los caminos de liberación son verdaderos, siempre llega el momento de las ‘plagas de Egipto’, grandes signos de los tiempos de las épocas imperiales que los faraones no logran interpretar porque tienen el ‘corazón’ petrificado.

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Entonces llaman a los ‘magos’, para que vaticinen oráculos tranquilizadores. El Éxodo dice, si sabemos y queremos escuchar bien, que cuando se demuestra que un imperio es inconvertible al bien (todos los son, pues de otro modo no serían imperios), la única salvación que se abre ante el pueblo oprimido es la fuga: abandonar la tierra de los trabajos forzados para marchar con decisión hacia otra tierra.

“Moisés dijo esto a los israelitas; pero ellos no escucharon a Moisés, consumidos por la dura servidumbre” (6,9). Después de la lealtad costosa y fraterna de los ‘escribas’, Moisés volvió a decir al pueblo la promesa de YHWH. Pero ellos no escucharon sus palabras porque los oídos de su alma estaban tapados por el excesivo dolor.

Hay un punto más allá del cual el sufrimiento es tan profundo y radical que impide escuchar a los profetas y sus promesas. Cuando los grandes sufrimientos de las personas y de las comunidades duran mucho tiempo, a los profetas, incluso a los más grandes, no se les escucha, porque el dolor excesivo crea una cortina invisible que ni siquiera la eficaz palabra del profeta logra agujerear.

Todas las generaciones han conocido estas formas de sordera desesperada y muchas veces han sabido luchar contra ellas y eliminarlas. También nuestro tiempo las conoce. Pero hoy a los muchos sufrimientos ensordecedores de los oprimidos se añaden las nuevas sorderas de las opulentas periferias espirituales y éticas, donde no se oye la voz de los profetas ni se inicia una liberación que es al menos tan necesaria como la de las periferias de la miseria.

El relato de las plagas de Egipto nos dice que existe un umbral en el dolor de los pueblos y de las personas. Cuando se supera este umbral, el único lenguaje creíble de la liberación son los hechos, porque consiguen llegar a profundidades mayores que las que alcanzan las heridas del dolor. Allí encuentran el origen de la promesa, la ven actuar dentro de su opresión. Las palabras de YHWH y de Moisés se convierten en historia, entran en las carnes de los pueblos, las hieren y las bendicen. Sólo esta palabra encarnada puede alcanzar la profundidad de ciertos dolores humanos. Sólo algunos hechos, algunas palabras encarnadas (en un gesto, en una última caricia, en mil noches pasadas durmiendo en una butaca del pasillo del hospital, en la puerta de casa abierta tras cien traiciones…) consiguen hablar a esos dolores donde las palabras ya no saben hablar, ni siquiera para perdonar y pedir perdón. También esto forma parte de la dignidad del sufrimiento humano, la única realidad que puede ser más fuerte que la palabra (para igualar esta dignidad de todos los dolores humanos, un día la palabra encarnada murió clavada en un madero). La primera luz que el pueblo inmerso en tinieblas comenzó a entrever fue una luz tenebrosa pero suficiente para distinguir en medio de esas tinieblas el alba de la resurrección. Dentro de la paradoja de las plagas de Egipto renació para los pobres la esperanza y la fe en la promesa. Y no es raro que también hoy nuestras esperanzas resuciten a partir de las plagas propias y ajenas, cuando conseguimos entrever en ellas, atravesándolas, la luz de la aurora. Y los oídos del alma se abren en un effetà colectivo y liberador.

Las plagas son el comienzo de la pascua, la premisa y el presupuesto de la travesía del mar. Hay una dinámica que domina el desarrollo de las plagas. Durante la acción de la calamidad, el faraón promete a Moisés que liberará al pueblo para que celebre a su Dios en el desierto. Moisés cree o espera que esa nueva plaga finalmente convierta al faraón, y le pide a YHWH que ponga fin a la plaga. Pero en cuanto la plaga termina, el faraón experimenta “un poco de alivio” (8,11), y se retracta de su promesa de liberación. El mensaje es claro: estos imperios y estos faraones son inconvertibles, sus promesas son charlatanería, porque su único interés es aumentar los ladrillos para construir las pirámides que celebren sus divinidades idolátricas.

En las primeras plagas (el agua del Nilo transformada en sangre y la invasión de las ranas) vuelven a aparecer los magos y los adivinos del faraón. Ya los habíamos encontrado en el ciclo de José en el Génesis (41,8). Egipto, en la memoria de Israel no es sólo el lugar de la esclavitud, es también la tierra fértil de la fraternidad recuperada. Estos magos reproducen los mismos hechos ‘prodigiosos’ de Moisés (“lo mismo hicieron con sus encantamientos los magos de Egipto”: 7,22; 8,3) para demostrar que las plagas se podían explicar sin invocar la acción del Dios de Israel. Pero en la tercera plaga, la de los mosquitos, “los magos intentaron con sus encantamientos hacer salir mosquitos, pero no pudieron” (8,14). Un comienzo de fracaso, que se convierte en total con la sexta plaga (las úlceras), cuando “ni los magos pudieron permanecer delante de Moisés a causa de las erupciones; pues los magos tenían las mismas erupciones que todos los egipcios” (9,11).

Cuando los imperios comienzan a vacilar, los dominadores llaman a magos, arúspices y adivinos. Les piden que confirmen que todo lo nuevo y doloroso que está ocurriendo en su reino no es nada verdaderamente preocupante y que todo puede explicarse utilizando la misma lógica del imperio. Durante años hemos asistido a una sucesión de adivinaciones y horóscopos de los magos de las finanzas y de la economía que nos querían (y quieren) convencer de que las ‘plagas’ que estábamos viviendo no eran una fuerte señal de la necesidad de conversión y cambio de la lógica profunda de nuestro imperio, sino únicamente oscilaciones naturales del ciclo económico, o errores y problemas internos del sistema que éste puede reabsorber ‘a largo plazo’. Llevamos décadas sufriendo las consecuencias del cambio climático, vemos cómo mueren hombres, ríos, animales, plantas e insectos, pero los magos del imperio siguen negando la evidencia y quieren demostrarnos que estos eventos son naturales y por lo tanto explicables con sus artes mágicas. Pero las plagas están aumentando, los imperios comienzan a ceder y las simulaciones de los adivinos ya no funcionan, porque la evidencia se muestra con una fuerza tal que desmiente incluso a los adivinos mejores y más sofisticados, y algunos comienzan a enfermar de las mismas enfermedades que intentaban negar.

Nuestro sistema económico, profundamente entrelazado con las vicisitudes medioambientales y climáticas, todavía se encuentra en el estadio de la ‘plaga de las ranas’, donde el faraón llama y paga opíparamente a sus magos para que le convenzan de que no está ocurriendo nada verdaderamente nuevo, nada de lo que haya que preocuparse de verdad. Pero hay señales de que quizás estemos entrando en la tercera plaga, porque el esfuerzo en simulaciones y persuasiones de los arúspices aumenta. Pero todos debemos esperar que, al revés de lo que le ocurrió al faraón, esta vez seamos capaces de convertirnos tras las primeras plagas sin esperar a la ‘muerte de los niños’ (la décima plaga) para liberar por fin a los pobres y salvar la tierra.

Este rico, complejo y variopinto relato de las plagas, contiene una gran enseñanza sobre la gestión de los conflictos, sobre todo de los conflictos entre un opresor, que se ha demostrado inequívoca e injustamente opresor, y unos oprimidos, inequívoca e injustamente oprimidos. Cuando la naturaleza y la lógica de estas dos partes en conflicto se manifiestan definitivamente, llega un momento en el que se deben interrumpir las negociaciones y sólo queda una posibilidad para vivir: la fuga. La única vida posible es la que está fuera de los campos de trabajo en esclavitud.

Con estos imperios opresores no se negocia. Si queremos salvarnos y salvar a otros debemos huir, porque quien intenta negociar y alcanzar compromisos un día se encuentra en la parte de los ‘capataces’ y se olvida de los pobres, de su grito y de la primera promesa. No conseguimos liberarnos de muchos emperadores porque, al no reconocerlos como son en realidad, entramos en negociaciones con su lógica, aceptamos las propinas y los patrocinios que nos ofrecen para que nos ocupemos de sus víctimas, pero no liberamos a nadie y terminamos por endurecer nuestras esclavitudes y las de todos.

Los imperios del pasado eran evidentes, destacaban imponentes en el horizonte de todos. Nuestros imperios son cada vez más invisibles y consiguen presentarse como reinos buenos y generosos que liberarán a los pobres. Buena parte de la libertad y de la justicia de nuestro tiempo pasa por nuestra capacidad espiritual y ética para ver a nuestros imperios y llamarlos por su nombre, reconocer las plagas y huir de ellos. Pero mientras resistimos, tratando de no morir, y esperamos la liberación, no olvidemos nunca que detrás de muchas sorderas espirituales y de la falta de liberación que vemos a nuestro alrededor, se pueden esconder grandes dolores, producidos por nuestros imperios visibles e invisibles. Reducir el sufrimiento de los pueblos, aflojar y romper las cadenas que les obligan a realizar trabajos forzados, puede hacer que muchos pobres escuchen finalmente a los profetas para emprender juntos el camino del mar.

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Las parteras de Egipto/6 – Ni siquiera los magos del faraón pueden mantener encadenados a los pobres

de Luigino Bruni

Publicado en  Avvenire el 14/09/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Hasta que no haya llegado la salvación, para nosotros hoy como para Israel en tiempos de Moisés, la espera de la salvación sólo puede ser un continuo y universal agravamiento de las tensiones y los sufrimientos. El anuncio de la salvación, rompiendo el equilibrio mundano, sólo hace que surjan brutales relaciones de fuerza.”

 (Sergio Quinzio, Un comentario a la Biblia).

Cada generación debería releer el Éxodo, para descubrir y mirar a la cara a sus propios faraones y a sus propias esclavitudes, para anhelar la liberación, reconocer las plagas de su tiempo, abandonar la tierra del imperio y marchar hacia nuevas tierras de fraternidad y justicia. Cuando los caminos de liberación son verdaderos, siempre llega el momento de las ‘plagas de Egipto’, grandes signos de los tiempos de las épocas imperiales que los faraones no logran interpretar porque tienen el ‘corazón’ petrificado.

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Las plagas de los imperios invisibles

Las parteras de Egipto/6 – Ni siquiera los magos del faraón pueden mantener encadenados a los pobres de Luigino Bruni Publicado en  Avvenire el 14/09/2014 Descarga el pdf “Hasta que no haya llegado la salvación, para nosotros hoy como para Israel en tiempos de Moisés, la espera de la salva...
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Las parteras de Egipto/5 - La lógica del castigo y la del trabajo codo con codo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 07/09/2014

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Logo Levatrici d EgittoSi de verdad sois los mensajeros del Señor, entonces él será juez entre nosotros y el faraón. … Vosotros sois responsables del hedor que extienden por doquier los cadáveres, usados como ladrillos, de los hebreos que no han producido la cantidad exigida. Somos como esa pobre oveja robada por el lobo: el pastor persigue al ladrón, lo aferra e intenta arrancar de sus fauces la desgraciada presa, que de este modo es despedazada por ambos.”

 (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos). 

La cultura del incentivo se está convirtiendo en la nueva ideología de nuestro tiempo, y está emigrando de las grandes empresas capitalistas a la sanidad, la cultura y la educación. La principal limitación y el mayor peligro de esta cultura del trabajo es una visión empobrecida del ser humano, pensado y descrito como un individuo que trabaja motivado únicamente por recompensas extrínsecas y monetarias; alguien de quien se puede obtener prácticamente cualquier cosa y en cualquier ámbito de la vida, si se le paga adecuadamente.

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Gracias a Dios, los hombres y las mujeres somos mucho más ricos y hermosos que esta caricatura. Podemos hacer cosas verdaderamente grandes, pero queremos mucho más que dinero, porque las ‘monedas’ más valiosas son las del reconocimiento, la estima y la gratitud. Cuando nos sentimos estimados y reconocidos, somos capaces de dar lo mejor de nosotros mismos. Siempre que se nos ‘vea’ y se nos agradezca. La cuestión central de la cultura del incentivo, la más grande y verdadera, es la de la libertad.

Son holgazanes”. Estas son las palabras con las que el rey de Egipto se dirigió a sus funcionarios después de su encuentro con Moisés y Aarón, cuando le pidieron, en nombre de YHWH, que liberara al pueblo para una celebración de tres días en el desierto: “Son unos perezosos, y por eso claman diciendo: ‘Vamos a ofrecer sacrificios a nuestro Dios’. Que se aumente el trabajo de estos hombres para que estén ocupados en él y no den oído a palabras mentirosas” (5,8-9). Es típico de los imperios considerar a los súbditos holgazanes y perezosos, y hacerles trabajar más para evitar que en los pasadizos del no-trabajo pueda insinuarse el ansia de libertad, el deseo de un Dios distinto al faraón. Para los emperadores, sus trabajadores-súbditos sólo trabajan cuando sienten en la espalda el aguijón de los ‘capataces’. Hoy en muchas regiones del mundo (no en todas) ya no hay emperadores, pero abundan los directivos que multiplican las tareas de los trabajadores y les obligan a esparcirse ‘por todo el país de Egipto’ (5,12) en búsqueda de la ‘paja’ que falta. El estrés y el malestar aumentan en los centros de trabajo, y la mentalidad de que en los campos no se trabaja lo suficiente y que los incentivos no están bien diseñados sigue siendo dominante. Los holgazanes existen, pero no son tantos como parece, porque hay una invencible y científicamente demostrada tendencia a sobrevalorar la holgazanería ajena y a infravalorar la propia.

Dentro de este episodio del Éxodo encontramos engarzada también la primera protesta de ‘directivos’ que aparece en la Biblia: la de los ‘escribas’. Es una de las protestas más hermosas e importantes de toda la Escritura, porque contiene mensajes valiosos para todos los responsables de empresas, instituciones y comunidades de ayer, hoy y mañana.

Los directivos de los campos de trabajo estaban divididos en dos categorías: los ‘capataces’ y los ‘escribas’. Sus distintas y opuestas reacciones ante la orden del faraón de endurecer las condiciones de trabajo del pueblo oprimido nos muestran dos culturas distintas y opuestas de la responsabilidad y de la dirección. Las nuevas condiciones de trabajo y de producción impuestas por el faraón (fabricar los mismos ladrillos que antes pero sin disponer de la paja) no podían ser cumplidas por unos trabajadores que ya estaban sometidos a condiciones extremas (1,14). En cambio, eso es lo que sucedió (5,14). Los capataces, que eran egipcios dependientes del faraón, al no alcanzarse los objetivos de producción, la tomaron con los escribas de los campos de trabajo, que eran hebreos, hermanos de los trabajadores: “A los escribas de los israelitas, que los capataces de Faraón habían puesto al frente de aquellos, se les castigó, diciéndoles: ‘Por qué no habéis hecho, ni ayer ni hoy, la misma cantidad de ladrillos que antes?’” (5,14). En cambio, los escribas no castigaron a su vez a los trabajadores de las fábricas. Como las parteras de Egipto, también estos responsables de los trabajadores eligieron, libre y costosamente, ponerse de parte del pueblo y de la verdad, y desobedecer las órdenes del faraón. Eligieron ser hermanos de los oprimidos, compartiendo su misma suerte. Así, en lugar de ensañarse con sus compañeros, fueron a protestar al faraón: “¿Por qué tratas así a tus siervos? No se da paja a tus siervos y sin embargo nos dicen: ‘haced ladrillos’” (5,15-16). Y, como sigue ocurriendo demasiadas veces, el faraón, ante la protesta leal de los escribas, lo único que hizo fue asociarlos a la haraganería de sus trabajadores: “Haraganes sois, grandes haraganes; por eso decís: ‘Vamos a ofrecer sacrificios a YHWH’. Pues id a trabajar” (5,17-18). En ese momento, “los escribas de los israelitas se vieron en grande aprieto” (5,19).

Este es muchas veces el ‘gran aprieto’ en el que se encuentran aquellos que, por ser leales con los débiles, incumplen las órdenes de los poderosos y se ven acusados también ellos de indignos y holgazanes. Ningún mediador, ningún directivo, es un buen responsable de equipo si no está dispuesto a arriesgarse a que le asocien con el vicio que los jefes atribuyen a las personas a las que defienden, a ser ‘castigado’ con ellos y como ellos. Fuera de esta lógica solidaria y responsable, sólo quedan los mercenarios, que, a diferencia del ‘buen pastor’, no dan la vida por sus ovejas y no comparten su misma suerte. Cargar sobre uno mismo los ‘castigos’ sin descargarlos sobre los que nos han sido confiados es, entre otras cosas, una gran y bella imagen de la vocación de toda paternidad verdadera, ya sea natural o espiritual.

Ni siquiera después del fracaso de su protesta al faraón, los escribas fueron a desquitarse con los trabajadores. Siguieron ejerciendo su lealtad y se encararon directamente con Moisés y Aarón. Fueron a su encuentro con palabras fuertes: “¿Por qué nos habéis hecho odiosos a Faraón y a sus siervos y habéis puesto la espada en sus manos para matarnos?” (5,21).

Moisés se tomó muy en serio ese grito duro y leal de los escribas y vivió la primera crisis de su misión en Egipto. Pero sobre todo, tras esta escucha tuvo un nuevo encuentro con la voz que le había llamado. La lealtad, costosa y fraterna, de los encargados de la obra, produjo una nueva teofanía, un nuevo encuentro con su Dios, una nueva vocación: “Moisés se volvió a YHWH y dijo: ‘Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo? ¿Por qué me has enviado?” (5,22). Y Dios le habló, le llamó de nuevo: “‘Yo soy YHWH. … Os introduciré en la tierra que he jurado dar a Abraham, a Isaac y a Jacob, y os la daré en herencia. Yo, YHWH” (6,1-8).

No podemos saber hasta dónde puede llegar un acto de verdadera lealtad, ni qué puede suceder en nuestros ‘campos’ si desobedecemos las órdenes equivocadas de los faraones y permanecemos fieles a la verdad y a la dignidad de los que trabajan con nosotros. A veces esta fidelidad puede abrir de par en par el techo de nuestras oficinas y de nuestros pabellones para ver de nuevo en el cielo el arco iris de Noé. Esta lealtad es la que hace posible que entre los directivos y sus trabajadores se genere esa relación que algunos llaman fraternidad, que, cuando nace de esta lealtad silenciosa y costosa, carece de cualquier pátina moralista y retórica. Nos hacemos verdaderos hermanos y hermanas de los que trabajan a nuestro cargo cuando ponemos nuestras espaldas entre ellos y las órdenes equivocadas de los faraones.

Si aquellos escribas no hubieran llegado hasta el fondo en su proceso de protesta leal, si, por miedo o por respeto, se hubieran detenido tan sólo un paso antes de llegar hasta Moisés y de Aarón, el cielo no se habría abierto y YWHW no habría renovado su promesa. Muchos actos de verdadera lealtad no producen todos sus frutos porque no llegan hasta el final del proceso.El reto más difícil que tienen que superar quienes responden a una vocación y aceptan desempeñar una tarea de liberación, es seguir creyendo en la verdad de su vocación, de la tarea recibida, de la promesa y de la voz. Sobre todo cuando ven cómo aumenta el sufrimiento de aquellos a quienes deberían amar y liberar, cuando el pueblo al que deberían sacar de los trabajos forzados empeora sus condiciones y el dolor inocente aumenta. Estas pruebas son siempre muy dolorosas y aparecen sobre todo (aunque no exclusivamente) en las primeras fases del proceso de liberación. Sólo es posible salir de ellas y reemprender el camino si se repite de nuevo el primer milagro del monte Horeb, si volvemos a sentirnos llamados por nuestro nombre. Un milagro que puede ser un regalo de la lealtad del otro, de su amor o de su protesta, que muchas veces son la misma cosa.

En nuestras empresas y organizaciones siguen conviviendo los ‘capataces’ al lado de los ‘escribas’. Los directivos que ‘castigan’ a sus empleados, dispuestos a todo con tal de satisfacer cualquier petición de los jefes, al lado de los responsables que prefieren ser ‘castigados’ antes de dejar de ser leales a sus compañeros. Muchos empiezan de escribas y con el tiempo se transforman (tal vez debido a las decepciones o a la infelicidad) en capataces, pero no es raro que ocurra también el proceso inverso. Todos lo vemos cada día. Pero no olvidemos que si muchos trabajadores no mueren bajo el peso de imposibles producciones de ladrillos es porque en medio de nosotros hay muchos herederos de los leales escribas de Egipto, ciertamente más de los que somos capaces de reconocer a nuestro alrededor.

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Las parteras de Egipto/5 - La lógica del castigo y la del trabajo codo con codo

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 07/09/2014

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Logo Levatrici d EgittoSi de verdad sois los mensajeros del Señor, entonces él será juez entre nosotros y el faraón. … Vosotros sois responsables del hedor que extienden por doquier los cadáveres, usados como ladrillos, de los hebreos que no han producido la cantidad exigida. Somos como esa pobre oveja robada por el lobo: el pastor persigue al ladrón, lo aferra e intenta arrancar de sus fauces la desgraciada presa, que de este modo es despedazada por ambos.”

 (L. Ginzberg, Las leyendas de los judíos). 

La cultura del incentivo se está convirtiendo en la nueva ideología de nuestro tiempo, y está emigrando de las grandes empresas capitalistas a la sanidad, la cultura y la educación. La principal limitación y el mayor peligro de esta cultura del trabajo es una visión empobrecida del ser humano, pensado y descrito como un individuo que trabaja motivado únicamente por recompensas extrínsecas y monetarias; alguien de quien se puede obtener prácticamente cualquier cosa y en cualquier ámbito de la vida, si se le paga adecuadamente.

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La lealtad abre el cielo

Las parteras de Egipto/5 - La lógica del castigo y la del trabajo codo con codo por Luigino Bruni publicado en Avvenire el 07/09/2014 Descarga el pdf “Si de verdad sois los mensajeros del Señor, entonces él será juez entre nosotros y el faraón. … Vosotros sois responsables del hedor que ex...
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Las parteras de Egipto/4 - El cielo de Dios y de los hombres es siempre más alto que las pirámdies

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 31/08/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Durante toda mi vida, debo confersarlo, me han impulsado dos fuerzas que actúan juntas. La primera es la cólera, la imposibilidad de aceptar el mundo tal y como es. ... La otra fuerza es la luz. Aunque hoy hablaría más bien de transparencia. Podría decir que es la fe”

(Paolo Dall’Oglio, Cólera y luz).

  

Los imperios siempre han intentado usar el trabajo para apagar en el alma de los trabajadores sus sueños de libertad, gratuidad y fiesta. Precisamente por ser el principal amigo del hombre, el trabajo se presta con facilidad a ser manipulado y usado contra los trabajadores, convirtiéndolo en ‘fuego amigo’. Tener la posibilidad de trabajar ha sido y es una vía de liberación para muchas personas, y no tener la posibilidad de hacerlo sigue siendo una de las principales faltas de libertad y una violencia en masa de nuestro tiempo. Pero, junto al trabajo que libera y ennoblece, siempre ha existido un trabajo usado por los faraones como medio de opresión de los pobres. 

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El trabajo abre la Constitución de la República Italiana, pero también abría los campos de ‘trabajo’ nazis. Para entender y amar el trabajo debemos mantener juntas estas dos ‘entradas’. Hoy seguimos viviendo gracias al trabajo, y seguimos apagándonos sin desarrollarnos porque no podemos trabajar. Pero, casi sin darnos tiempo de morir humillados por el excesivo trabajo y por el trabajo equivocado, los nuevos faraones nos hacen trabajar todo el día y todos los días, sin permitirnos pensar, ni rezar, ni hacer fiesta. Y así nos devuelven a las fábricas de ladrillos de Egipto.

Moisés, después de escuchar la Voz en la zarza, baja del monte y tiene un encuentro misterioso. Como Jacob, que fue atacado por Dios en el Yabok mientras volvía con su familia a la tierra de los padres, a Moisés también le hace frente Dios en el viaje a Egipto con su mujer y su hijo. El mismo Dios que acaba de revelarle su nombre (YHWH), ahora se enfrenta y pelea con él: “Y sucedió que en el camino le salió al encuentro YHWH en el lugar donde pasaba la noche y quiso darle muerte” (4,24). El tema de Dios que confía una tarea al profeta y luego lucha con él, atraviesa toda la Biblia, hasta llegar al Hijo enviado para cumplir la tarea más grande, crucificado en un madero y abandonado por Elohim (Marcos 15,34). La voz que te llama y te señala el camino de la salvación se convierte en alguien que te detiene y lucha contigo en el camino abierto para tí. La vocación y la fe-confianza son un don; pero también son lucha, un combate que tiene lugar en el confín entre la vida y la muerte, que sólo conoce y ama aquel que ha escuchado una voz y la ha seguido de verdad. A diferencia del episodio del Yabok, que el Génesis describe con abundantes símbolos y detalles, aquí el texto no se entretiene en el combate entre Moisés y Dios, sino que únicamente describe las acciones de Seforá, la mujer de Moisés. Durante el ataque, Seforá circuncida al hijo y esa sangre del hijo queda misteriosamente unida a la salvación de Moisés (4,25-26). Después de las parteras de Egipto, de la madre y la hermana de Moisés y de la hija del faraón, Moisés es salvado de nuevo por la smujeres, por su especial vocación a la vida, humildes mediadoras entre la divinidad y nuestra carne.

Moisés sigue en solitario su camino hacia Egipto. Su pueblo cree de inmediato en las palabras de Aarón, la ‘boca’ de Moisés (4,27); todos “se postraron y adoraron” (4,30-31). Mucho más complicado y desastroso es el diálogo con el faraón: “Moisés y Aarón se presentaron a Faraón y le dijeron: ‘Así dice YHWH, el Dios de Israel: Deja salir a mi pueblo para que me celebre una fiesta en el desierto’. Respondió Faraón: ‘¿Quién es YHWH para que yo escuche su voz y deje salir a Israel? No conozco a YHWH y no dejaré salir a Israel” (5,1-3). El faraón manda llamar inmediatamente a los responsables de los trabajos de los hebreos y endurece sus condiciones de trabajo: “Ya no daréis como antes paja al pueblo para hacer ladrillos; que vayan ellos mismos a buscársela. Pero que hagan la misma cantidad de ladrillos que hacían antes, sin rebajarla” (5,7-8).

La reacción del faraón ante la petición de Moisés describe de forma poderosa en qué se convierte el trabajo bajo los imperios de ayer y de hoy. La primera respuesta del faraón se refiere directamente a Dios: “¿Quién es YHWH?”, como diciendo: ‘¿Alguien lo conoce?’ Toda opresión de los pueblos y de los trabajadores comienza por no admitir ningún otro dios más que el ‘faraón’, por no reconocer que existe un cielo más alto que el que tocan sus pirámides. En Egipto, el faraón era una divinidad, el único mediador entre lo divino y lo humano. Reconocer a YHWH y escuchar su petición hubiera significado para el faraón poner en discusión su naturaleza divina y admitir la existencia de otros mediadores (Moisés y Aarón). Los imperios no son ateos, son todos idólatras: no niegan a Dios, sencillamente convierten en dios a las personas, a las cosas (dinero, poder) o a las ideas, fabricando dioses a su imagen con los que se encuentran mucho más cómodos.

En este episodio hay otro pasaje especialmente significativo para el trabajo. Moisés y Aarón no le piden al faraón la liberación definitiva del pueblo. En el primer encuentro únicamente le piden permiso para “ir camino de tres días al desierto” (5,3), para ofrecer sacrificios a su Dios, para rezar y para hacer una fiesta. El faraón lo rechaza sin apelación, porque si les hubiera dejado salir de los campos de trabajo, incluso para un solo día de fiesta y de culto, con ello estaría reconociendo su naturaleza de pueblo y no ya de esclavos. Se puede rezar en todas partes, y las oraciones elevadas hacia el cielo desde los campos de reclusión son las más hermosas y las más auténticas. Pero salir de los campos de trabajo para ir a rezar y a hacer fiesta juntos, no es sólo una oración, es un acto político que algunas veces ha desencadenado la caída incluso de grandes imperios. Si el faraón hubiera permitido al pueblo hacer una celebración en el desierto, habría reconocido no sólo una religión distinta, sino el derecho a hacer fiesta, a la gratuidad y al no-trabajo, un derecho que sólo tienen los hombres libres y no los esclavos (por este recuerdo de la esclavitud en Egipto, entre otras cosas, la Ley de Israel extenderá el shabbat a todos los seres vivos). Al decir que no a la petición de YHWH, el faraón simplemente afirma que los hijos de Israel no son más que esclavos sometidos a trabajos forzados. El primer acto y el más natural con el que los emperadores nos dicen que no somos más que trabajadores forzosos es negarnos el tiempo para el no-trabajo, para el culto, para la gratuidad, para la fiesta. Los pueblos han comenzado su liberación rezando, cantando, haciendo fiesta juntos. A los emperadores las fiestas les dan más miedo que las manifestaciones, porque contienen la fuerza infinita de la gratuidad. Cuando perciben ‘aire de fiesta’ no hacen sino endurecer los trabajos forzados.

Cada vez que un empresario hace firmar por adelantado a una mujer su despido ‘voluntario’ en caso de maternidad, o cuando este capitalismo nos niega el descanso dominical y el tiempo para la fiesta, volvemos a la lógica del antiguo faraón y de todos los imperios. Cuando la empresa nos pide que trabajemos a todas horas y todos los días para alcanzar los objetivos, o cuando nos impone sus fiestas corporativas y nos niega las de todos, estas empresas se parecen mucho a la fábrica de ladrillos de Egipto; y nosotros volvemos a parecernos demasiado a los antiguos esclavos, aunque hayamos firmado libremente un contrato y estemos bien pagados.

En todos los imperios se muere por falta de trabajo, pero se muere también por el excesivo y mal trabajo, porque el trabajador-persona se apaga cuando se convierte sólo en trabajador. El trabajo sin el no-trabajo es el trabajo forzado del esclavo, porque es la libertad de poner un límite al trabajo la que genera esa diferencia antropológica entre nosotros y el mundo de las cosas, entre Marco y el ingeniero Bianchi, una diferencia esencial para dar dignidad a las cosas que producimos y salvar la excedencia espiritual de nuestra vida y de la de los demás. Es bueno no olvidarlo, precisamente en estos tiempos de grave crisis del trabajo. Hoy aprenderemos a trabajar y a crear trabajo si somos capaces de pedirles los atuales faraones tiempo para la gratuidad y para la fiesta, palabras que a ellos no les gustan porque son demasiado subversivas e inútiles para la producción de sus ladrillos.

La libertad de culto, de gratuidad, de fiesta, es la primera forma de excedencia antropológica y de dignidad ética de toda civilización, porque les dice a los faraones y a sus herederos de hoy: ‘Vosotros no sois dios para mí, para nosotros, y no lo sois para nadie, ni siquiera para vosotros mismos. Vuestras fiestas orientadas al beneficio no son suficientes, queremos otros altares donde celebrar nuestra libertad y nuestra liberación’.

Esos tres días de camino hacia un altar distinto hubieran sido los primeros pasos hacia la tierra prometida, el final de la esclavitud. El faraón no quería ni podía concederlos. Pero llegaron.

Los días de camino libre para celebrar y hacer fiesta juntos siguen estando presentes en nuestra historia, a pesar de los emperadores. Porque las altísimas pirámides no logran satisfacer nuestro deseo de cielo, que es siempre más alto.

 

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Las parteras de Egipto/4 - El cielo de Dios y de los hombres es siempre más alto que las pirámdies

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 31/08/2014

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Logo Levatrici d Egitto“Durante toda mi vida, debo confersarlo, me han impulsado dos fuerzas que actúan juntas. La primera es la cólera, la imposibilidad de aceptar el mundo tal y como es. ... La otra fuerza es la luz. Aunque hoy hablaría más bien de transparencia. Podría decir que es la fe”

(Paolo Dall’Oglio, Cólera y luz).

  

Los imperios siempre han intentado usar el trabajo para apagar en el alma de los trabajadores sus sueños de libertad, gratuidad y fiesta. Precisamente por ser el principal amigo del hombre, el trabajo se presta con facilidad a ser manipulado y usado contra los trabajadores, convirtiéndolo en ‘fuego amigo’. Tener la posibilidad de trabajar ha sido y es una vía de liberación para muchas personas, y no tener la posibilidad de hacerlo sigue siendo una de las principales faltas de libertad y una violencia en masa de nuestro tiempo. Pero, junto al trabajo que libera y ennoblece, siempre ha existido un trabajo usado por los faraones como medio de opresión de los pobres. 

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Donde comienza la verdadera libertad

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Las parteras de Egipto/3 – Moisés no es perfecto, pero sabe escuchar a Dios y reconocerse como hermano

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/08/2014

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Logo Levatrici d EgittoSigue, Señor, mandando profetas,
hombres seguros de Dios,
hombres de corazón ardiente.
Y tú habla desde sus zarzas
sobre los escombros de nuestras palabras,
en el desierto de los templos:
diles a los pobres
que mantengan la esperanza
.

Davide Maria Turoldo

El encuentro decisivo para la vida de Moisés ocurre durante un día normal de trabajo: “Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios” (3,1). Moisés es un hombre extranjero que trabaja para vivir. Como Jacob en casa de Labán y como tantos hombres de su tiempo y del nuestro. En ese trabajo humilde y por cuenta ajena es donde ocurre el acontecimiento que cambiará su historia y la nuestra.

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Las fábricas, las oficinas, las aulas, los campos y las casas pueden ser, y son, lugares donde se producen encuentros fundamentales para la vida, incluso teofanías. Las citas decisivas se dan en los lugares de la vida ordinaria, mientras trabajamos (también por eso es importante trabajar). Podemos participar en mil liturgias, hacer cien peregrinaciones y decenas de retiros espirituales, viviendo experiencias espléndidas. Pero los acontecimientos que verdaderamente nos cambian ocurren en la vida diaria, cuando, sin buscarla ni esperarla, una voz nos llama por nuestro nombre en los lugares humildes de la vida. Fregando los platos, corrigiendo deberes, conduciendo un autobús o pastoreando un rebaño cerca de las zarzas que arden en nuestras periferias.

 Toda la primera parte de la vida de Moisés está marcada por la normalidad. Las vocaciones bíblicas no son espectaculares, ni están ligadas a la extraordinariedad de los llamados ni a sus méritos (los amantes de la ‘meritocracia’ no encuentran aliados en la Biblia). Moisés no es elegido por ser bueno o por ser mejor que otros hombres. Como Noé, es llamado para construir un arca de salvación: “Dios le llamó de en medio de la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». Él respondió: «Heme aquí.». Le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»” (3,4-6).

Otro grito, esta vez de Dios, que Moisés sabe escuchar; una voz en la que cree, reconociéndola sin conocerla. Moisés no se ha educado con su gente. Ha crecido con los egipcios (de los que toma el nombre), ha vivido en un pueblo extranjero e idólatra. No ha escuchado las historias de los patriarcas en largas noches bajo la tienda. Los mismos nombres de Abraham, Isaac y Jacob no le dicen mucho, tal vez nada. Entonces ¿de quién es esa voz que le habla desde la zarza? ¿Cómo distinguirla de las voces de tantos pobladores de la tierra de Madián? A diferencia de los patriarcas, Moisés dialoga directamente con Dios, discute con él, le pregunta por su nombre (YWHW), le pide señales, es obstinado, y al final parte: “Ahora pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, os israelitas, de Egipto. Moisés le dice a Dios: «¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? … No van a creerme, ni escucharán mi voz” (3,9-11; 4,1). Dios entonces le da algunas señales (4,2-9), pero Moisés sigue sin estar convencido: “Por favor, Señor, yo no he sido nunca hombre de palabra fácil” (4,10). Ahora Moisés pone en discusión su capacidad para realizar la tarea. No sabe hablar, probablemente es tartamudo (“soy torpe de boca y de lengua”), y por ello le falta el principal instrumento de un profeta. Dios le convence diciéndole que el primer instrumento verdadero del profeta no es su boca, sino su persona. La voz se la prestará su hermano Aarón: “Tú hablarás y pondrás las palabras en su boca” (4,15). Y así “Moisés partió” (4,18).

En este diálogo se nos desvela una dimensión esencial de toda vocación profética auténtica (toda vocación, si es auténtica, es también profética). No son los medios verbales ni las técnicas comunicativas las que dan contenido y fuerza a la profecía. Hay profetas que han salvado y siguen salvando a muchos sin saber hablar ni escribir, profetas que han hablado y escrito palabras de vida. La profecía es gratuidad, y su primera expresión es reconocer que la vocación recibida es un completo don y no hechura propia. Es excedencia y el llamado no es dueño de la voz. Las únicas palabras que el profeta necesita son: “Heme aquí”.

Hablar con elocuencia muchas veces es una característica de los falsos profetas, de los sofistas que usan talentos y técnicas para manipular personas y promesas. Címbalos que resuenan. La percepción subjetiva (y a veces objetiva) de nuestra incapacidad para desempeñar la tarea a la que se nos llama es la primera señal de autenticidad de una vocación. Dudar de la propia voz es esencial para creer en la verdad de la Voz que nos llama. Hay que recelar de aquellos que esperan ser enviados a salvar a otros porque se han formado para ello, porque han aprendido ‘el oficio de profeta’ y se sienten preparados para ejercerlo.

Moisés reconoce esa voz difícil como una voz buena, una voz de salvación. En ningún momento de su diálogo pone en discusión la verdad de la voz que le llama. Saber reconocer la voz buena que nos habla en los encuentros decisivos de la vida es una capacidad que poseemos, que forma parte del repertorio humano. Cuando llega, esa voz es inconfundible. Podemos no responder, podemos negarla si nos pide cosas incómodas, o podemos taparnos los oídos y el alma, pero siempre la reconocemos.

Este diálogo nos dice muchas cosas también acerca del Dios bíblico. Dios no es un soberano que imparte órdenes a sus súbditos. Es el Dios de la Alianza, que dialoga, convence, se enfada y argumenta. Es un logos. Y necesita el ‘’ de Moisés para actuar en la historia. Como en los tiempos del diluvio, necesita la respuesta de un hombre para salvar a su pueblo. Necesita hacerse amigo y compañero del hombre. Sin las grandes vocaciones bíblicas y sin las vocaciones que siguen llenando la tierra, Dios estaría demasiado lejos.

La gran vocación de Moisés nos dice que para liberarnos no basta con que encontremos las fuerzas y la fe para gritar nuestro dolor desde el fondo de nuestras esclavitudes. Tampoco basta con que este grito de dolor sea recogido en el Cielo (“He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor”: 3,7). Para salir de las esclavitudes profundas y colectivas es necesario que alguien responda “” a la vocación de liberar a otros.

Moisés es la imagen más grande de los llamados a liberar a otros de las esclavitudes, sin ser ellos mismos esclavos. Moisés no realiza trabajos forzados en Egipto, sino que es un trabajador emigrado y asalariado en la tierra de Madián. Pero es parte del pueblo oprimido, un hijo, un hermano. Se encuentra fuera de la ‘fosa’ donde han caído los demás y así puede liberarles. No es un esclavo pero sufre por la condición de esclavitud de ‘sus hermanos’, hasta tal punto que mata al egipcio que golpeó a uno de ellos.

No podemos liberar a nadie sin sentir antes en nuestra carne el dolor de su sufrimiento. Gandhi, Madre Teresa, Don Oreste y miles de otros ‘libertadores’ fueron capaces de responder un día “Heme aquí” a una llamada para liberar a otros, porque antes habían sufrido y sentido el dolor por las condiciones de esclavitud de su ‘pueblo’. Estaban fuera de la fosa pero sufrían por y con quienes estaban dentro, se sentían parte del mismo pueblo y experimentaban verdaderamente el mismo dolor.

Los faraones no serán los que nos liberen de los trabajos forzados. La liberación de los oprimidos viene de los oprimidos: del pueblo, de un hijo, de un ‘hermano’ natural o de quien se convierte en hermano por vocación (es posible hacerse hermano). No se libera a nadie sin sentir indignación, dolor de corazón y de alma por la suerte de los hermanos oprimidos por cualquier forma de ‘esclavitud’, sin vivir desterrados por huir de los faraones, sin correr el peligro de terminar ante los tribunales por denunciar a los poderosos (como muchas veces ocurre realmente). Algunas veces descubrimos que los ‘libertadores’ estaban en la nómina de los faraones. Los empresarios o los políticos que han liberado y liberan de verdad a los pobres de las trampas en las que se encuentran, son los que han sentido dolor espiritual y físico encontrando y abrazando a los habitantes de las periferias del mundo. Se han sentido solidarios con ellos, a veces se han convertido en sus hermanos, y cuando han oído con fuerza una voz han sido capaces de convertirse en otra cosa, de responder y de partir. Sin estos dolores, abrazos, escuchas y fraternidades, tal vez sea posible hacer un poco de filantropía o lanzar una campaña mediática. Pero las verdaderas liberaciones nacen de un grito, de una escucha, de un dolor y de un “Heme aquí”.

No vemos suficientes liberaciones porque no gritamos lo suficiente, o porque no conseguimos gritar en lugar de aquellos que ya no tienen fuerzas para gritar. Pero el mundo sufre sobre todo por la falta de personas que sepan sufrir por su pueblo oprimido, escuchar la voz buena, dejarse convertir y después responder. Sufrir por las injusticias que nos rodean es una alta forma de amor-agape, la premisa de toda liberación.

Hay muchas espinas que arden en las periferias de nuestros pastos. Llevan años, siglos, ardiendo y no se consumen. De ellas salen voces que nos llaman y que esperan nuestro ‘heme aquí’.

 

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Las parteras de Egipto/3 – Moisés no es perfecto, pero sabe escuchar a Dios y reconocerse como hermano

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 24/08/2014

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Logo Levatrici d EgittoSigue, Señor, mandando profetas,
hombres seguros de Dios,
hombres de corazón ardiente.
Y tú habla desde sus zarzas
sobre los escombros de nuestras palabras,
en el desierto de los templos:
diles a los pobres
que mantengan la esperanza
.

Davide Maria Turoldo

El encuentro decisivo para la vida de Moisés ocurre durante un día normal de trabajo: “Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios” (3,1). Moisés es un hombre extranjero que trabaja para vivir. Como Jacob en casa de Labán y como tantos hombres de su tiempo y del nuestro. En ese trabajo humilde y por cuenta ajena es donde ocurre el acontecimiento que cambiará su historia y la nuestra.

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Las liberaciones y las espinas

Las parteras de Egipto/3 – Moisés no es perfecto, pero sabe escuchar a Dios y reconocerse como hermano Luigino Bruni publicado en Avvenire el 24/08/2014 descarga el pdf   pdf pdf en castellano Sigue, Señor, mandando profetas, hombres seguros de Dios, hombres de cora...
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Las parteras de Egipto/2 – Nuestro Dios escucha y vuelve a atendernos

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/08/2014

Logo Levatrici d Egitto¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra opresión, nuestra miseria? Pues nuestra alma está hundida en el polvo, pegado a la tierra nuestro vientre. ¡Alzate! (Salmo 44)

La primera oración que encontramos en la Biblia es un grito, el clamor de un pueblo oprimido que se eleva hacia el cielo. Para poder experimentar la liberación, es necesario haber sentido antes el deseo de ser liberados y, después, ponerse a gritar, creyendo o esperando que allá arriba haya alguien dispuesto a recoger ese grito. En cambio, si no nos sentimos oprimidos por ningún faraón o si hemos perdido la esperanza de que alguien escuche nuestro grito, nos quedamos sin razones para gritar y no somos liberados.

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Moisés comienza su vida pública matando a un hombre: “En aquellos días, cuando Moisés ya fue mayor, fue a visitar a sus hermanos, y comprobó sus penosos trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus hermanos. Miró a uno y a otro lado, y no viendo a nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena.” (2,11-12). Moisés, el heraldo de la Ley del “no matarás”, se convierte en asesino. En este inicio de la historia de Moisés, misterioso y un poco desconcertante para nosotros, vuelve una de las leyes más profundas de la Biblia. Los patriarcas y los profetas bíblicos no son héroes ni modelos de virtud. Se nos muestran como mujeres y hombres enteros, tan humanos que incluyen en su repertorio incluso el gesto homicida de Caín. Sobre esta humanidad plena cae su inmensa vocación, que da comienzo y fin a sus grandes experiencias espirituales y siempre humanas. Sólo asumiendo su humanidad completa, podemos descubrir que sus historias de salvación son también las nuestras, como nuestras son sus esperanzas y liberaciones.

Tras aquel homicidio, Moisés siente miedo y huye de Egipto, como extranjero, llegando a la tierra de Madián (2,15). Los años que pasa Moisés con los madianitas, separado de su pueblo, son imagen del eclipse de Dios que también está viviendo Israel en Egipto. La opresión del pueblo, las parteras de Egipto, Moisés salvado de las aguas por las mujeres, son acontecimientos que se desenvuelven dentro de un horizonte de silencio de Dios, en una noche de la Alianza. Dios en Egipto calla, como si hubiera olvidado su Alianza. La promesa se ha oscurecido y el pueblo de la Alianza está oprimido y esclavizado en tierra extraña. Pero el pueblo oprimido consigue encontrar fuerzas para gritar y su grito pondrá fin a esta noche: “Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos, y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y los atendió” (2,24-25).

Antes de este grito, en la prehistoria y en la historia de Israel encontramos estelas, altares y sacrificios, que los patriarcas elevan al cielo en señal de agradecimiento. Pero para encontrar la primera oración de Israel tenemos que bajar a Egipto y llegar hasta los campos de trabajos forzados. Desde allí se eleva al cielo la primera oración de Israel, que es el grito colectivo de todo un pueblo esclavizado. Como Dios oyó en el desierto el llanto del hijo de Agar (Gen 21,17), también ahora escucha el llanto-oración de los oprimidos. Y responde. El Dios bíblico no es el dios de los filósofos: YWHW se conmueve, se olvida, se indigna, tiene oídos para escuchar el grito del oprimido; se acuerda, lo atiende.

En este grito que se eleva y encuentra escucha se esconde algo muy valioso. Si también Dios puede ‘olvidarse’ del pacto, y si los gritos del pueblo oprimido consiguen recordarle las promesas realizadas, eso quiere decir que gritar es muy importante. Es importante siempre, pero se hace esencial cuando se eclipsa un pacto y la persona que había establecido con nosotros una alianza nos abandona, cuando alguien con quien habíamos cruzado promesas nos deja. Si los gritos de dolor de los pobres acabaron con el silencio del cielo y después abrieron el mar, entonces también nosotros podemos y debemos gritar cuando quien está unido a nosotros por un pacto de reciprocidad nos olvida y nos deja esclavos en Egipto.

Si Dios se olvidó de su pacto y el grito del pobre se lo recordó, entonces Marcos puede y debe gritar cuando Juana, olvidando su pacto matrimonial, se va de casa para no volver. Podemos y debemos gritar cuando Francisco, con quien habíamos cultivado el sueño de construir una cooperativa con y para los pobres, decide seguir la ilusión de las ganancias fáciles y nos deja. Podemos y debemos gritar cuando aquellos a quienes hemos enviado al parlamento y a las instituciones públicas olvidan el pacto político por el Bien común y dejan morir a los pobres bajo la opresión de los emperadores de los juegos de azar o de las armas.

Cuando una alianza se rompe y, sin culpa, terminamos haciendo trabajos forzados bajo los imperios, lo primero que debemos hacer es gritar, clamar. Estos gritos que suben hacia el que ha olvidado su alianza con nosotros, son el primer paso de una posible reconciliación, porque nos dicen a nosotros mismos y a los demás que somos conscientes de que nos encontramos injustamente en Egipto, que sufrimos y que queremos salir de esa esclavitud.

Pero gritar no siempre es fácil. La primera condición para poder gritar es creer que nuestro dolor puede llegar a aquel que nos ha abandonado, que nuestro llanto puede conmoverle y hacerle recordar el pacto y el deseo de continuar con la alianza. Gritamos cuando creemos que el otro puede escucharnos y puede volver a empezar. El pueblo hebreo gritó porque todavía creía en la Alianza y en la promesa, y creía que el cielo hacia el que gritaba no estaba vacío. En cambio, cuando se pierde la fe-esperanza en que todavía es posible volver a empezar, el grito se apaga en la garganta, se deja de gritar. El no-grito es la primera señal de que ha muerto dentro de nosotros la fe-esperanza en esa relación.

Personas, comunidades y pueblos enteros han aprendido a rezar gritando. Descubrimos que el cielo no está vacío cuando lo llamamos con fuerza, pidiendo, implorando, que nos escuche. Cuando parece que se han agotado todas las miradas laterales y frontales, de repente y con estupor descubrimos que falta una: la mirada que se eleva hacia el cielo, uniendo los ojos y la voz. Entonces comienza el tiempo de la oración verdadera.

Hay muchos pactos que mueren y no resucitan porque nadie quiere o consigue escuchar nuestro grito de dolor. Gritamos, clamamos, y nadie responde. De estos gritos no escuchados está llena la tierra. Pero hay otros pactos que no se recomponen porque no conseguimos gritar. No lo logramos debido a la falta de fe-confianza en ese pacto roto, al orgullo, o al excesivo dolor que nos quita el aliento. Al no haber grito, nadie escucha. El libertador no llega porque no hay grito de dolor. Así, nunca sabremos si al otro lado no habría alguien esperando únicamente escuchar nuestro grito para volver a empezar, alguien que tal vez siga esperando. No conseguiremos recomponer nuestros pactos rotos si no tenemos fe en que quien nos ha abandonado (o parece haberlo hecho) todavía puede escuchar nuestro grito, conmoverse y tal vez volver a empezar. No faltan quienes están seguros de que el otro no escuchará y no responderá, pero no por eso dejan de gritar; y no es raro que la fe-confianza vuelva tras este grito desesperado. Gritar puede ser un canto de amor, incluso cuando es una oración desesperada.

Los pobres siguen sufriendo. A veces consiguen gritar, a veces alguien recoge su grito, y llega la liberación. Pero para ser liberados y tener la experiencia de la liberación, es necesario ser pobres, sentir alguna forma de indigencia. Aunque pueda resultarles paradójico a quienes conocen sólo el lado del consumo y los placeres de la vida, la ausencia de gritos puede ser una grave forma de pobreza. Los ricos y los poderosos no gritan y así no pueden ser liberados; siguen siendo esclavos en su opulencia, y no viven la experiencia de la liberación, que es una de las más grandes y sublimes que conoce la tierra. La gran indigencia de nuestra sociedad es indigencia de liberación, porque las riquezas ficticias de las mercancías nos están convenciendo de que no necesitamos que nos liberen. Somos esclavos en otros trabajos forzados, pero las nuevas ideologías de los nuevos faraones consiguen que no sintamos la necesidad de la liberación. No hay esclavitud más grave que la de quien no advierte su propia condición de esclavo. Es una esclavitud peor que la de que aquellos que, sintiéndose oprimidos, dejan de gritar porque creen que nadie les va a escuchar ni les va a liberar (que son muchos en nuestras ciudades mudas). Hoy los ‘pueblos’ más pobres son los opulentos, que al no gritar no ven o no reconocen a Moisés, y no asisten al milagro de un mar que se abre hacia una tierra que ‘mana leche y miel’.

Los trabajos forzados y la falta forzada de trabajo siguen creciendo en el mundo, pero de nuestros campos de trabajo ya no se levantan gritos hacia el cielo. Sólo si sentimos la indigencia de la liberación volveremos a encontrar la fuerza para gritar juntos, veremos la llegada de nuevos Moisés y nos pondremos en camino para atravesar el mar.

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Las parteras de Egipto/2 – Nuestro Dios escucha y vuelve a atendernos

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/08/2014

Logo Levatrici d Egitto¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra opresión, nuestra miseria? Pues nuestra alma está hundida en el polvo, pegado a la tierra nuestro vientre. ¡Alzate! (Salmo 44)

La primera oración que encontramos en la Biblia es un grito, el clamor de un pueblo oprimido que se eleva hacia el cielo. Para poder experimentar la liberación, es necesario haber sentido antes el deseo de ser liberados y, después, ponerse a gritar, creyendo o esperando que allá arriba haya alguien dispuesto a recoger ese grito. En cambio, si no nos sentimos oprimidos por ningún faraón o si hemos perdido la esperanza de que alguien escuche nuestro grito, nos quedamos sin razones para gritar y no somos liberados.

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El grito que nos hace ricos

Las parteras de Egipto/2 – Nuestro Dios escucha y vuelve a atendernos Luigino Bruni publicado en Avvenire el 17/08/2014 ¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra opresión, nuestra miseria? Pues nuestra alma está hun...
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Este domingo comienza la reflexión de Luigino Bruni sobre el libro del Éxodo. Las parteras de Egipto/1 – De los imperios nos salva una mirada de mujer.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/08/2014

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Logo Levatrici d EgittoSiempre ha habido imperios. Y sigue habiéndolos. Pero hoy nos estamos acostumbrando a ellos y cada vez nos cuesta más reconocerlos. Pero si no los reconocemos, no podemos llamarlos por su nombre, ni sentirnos oprimidos, ni comenzar un camino de liberación. Sólo nos queda ‘soberanía’ como consumidores, cada vez más solitarios y tristes en nuestros sofás. Leer y meditar el libro del Éxodo es un gran ejercicio espiritual y ético, tal vez el mayor de todos, para tomar conciencia de los ‘faraones’ que nos oprimen y volver a sentir por dentro deseos de libertad; para oír el grito de opresión de los pobres y tratar de liberar al menos a algunos de ellos. Y para imitar a las matronas de Egipto, que aman a los hijos de todos.

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Entre el Génesis y el Éxodo hay una continuidad directa: “Murió José, y todos sus hermanos, y toda aquella generación; pero los israelitas fueron fecundos y se multiplicaron; llegaron a ser muy numerosos y fuertes y llenaron el país. Se alzó en Egipto un nuevo rey, que nada sabía de José” (1,5-7). El Faraón vivía como una gran amenaza el crecimiento demográfico de los israelitas (1,10), junto con el miedo a que alguno de ellos pudiera desbancarle (1,22). Así pues, endureció las condiciones de los israelitas, es decir, de la heterogénea maraña de pueblos nómadas extranjeros que servían en Egipto, entre los cuales se encontraban también las tribus de Israel. “Les amargaron la vida con rudos trabajos de arcilla y ladrillos, con toda suerte de labores en el campo y toda clase de servidumbre que les imponían por crueldad” (1,14). Pero el faraón no se limitó a obligar a los hombres a realizar trabajos forzados. Intentó una solución más drástica, con la que se abre una de las más hermosas páginas de todas las Escrituras: “El rey de Egipto dio también orden a las parteras de las hebreas, una de las cuales se llamaba Sifrá y la otra Puá, diciéndoles: «Cuando asistáis a las hebreas, observad bien las dos piedras: si es niño, hacedle morir; si es niña dejadla con vida»” (1,15-16).

El oficio de partera era muy apreciado en Egipto y estaba muy desarrollado. En Sais había una escuela famosa en toda la antigüedad, y dos parteras, Neferica-Ra y más tarde Peseshet, han pasado a la historia como las dos primeras mujeres que ejercieron la medicina. La gente siempre ha considerado a las parteras como un ‘bien común’; son mujeres que unen su trabajo a los dolores de las madres, luchando siempre por la vida; son amadas por toda la comunidad, que recibe sus hijos de manos expertas y buenas (la “Señora Germana”, la última partera del pueblo en que nací, sigue siendo una estrella luminosa). El oficio de partera en la antigüedad era única y totalmente femenino, se ocupaba del final de la gestación, ese momento sagrado en el que las mujeres nos engendran y regeneran el mundo. En la cultura bíblica, el parto ocupaba un lugar central. Raquel, una de las figuras más bellas e importantes del Génesis, murió al dar a luz. Durante ese último parto es cuando aparece en la Biblia por primera vez la palabra partera: “Le dijo la partera: «¡Ánimo, que también este es hijo!»" (Gen 35,17). Aquella primera partera dijo, susurró, palabras buenas y de esperanza (a las madres parturientas no se les habla, se les susurra, se les acaricia, se les habla con las manos). Pero Benomí – Benjamín nació sobre la muerte de Raquel. Después volvemos a encontrarla durante el parto de Tamar, poniendo un ‘hilo escarlata’ en la mano del primer gemelo (38,28). Y finalmente, por última vez, las parteras de Egipto, porque después de las palabras infinitas de Sifrá y Puá ya estaba todo dicho.

Aquel pueblo nómada, de partos difíciles en tiendas móviles, quiso poner en el origen de su gran historia de liberación dos parteras de Egipto. De Sifrá (‘la bella’) y Puá (‘esplendor’, ‘luz’) no sabemos mucho. Es casi seguro que eran egipcias, tal vez las responsables de las parteras de los israelitas o de todo Egipto. Sabemos sus nombres, pero sobre todo sabemos que fueron las primeras objetoras de conciencia: “Las parteras temían a Dios y no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños” (1,17). El primer arte de la tierra es el de las parteras: ‘dejar con vida a los niños’, a nuestros niños y a los de los demás, a los niños de todos. Cuando este primer arte se eclipsa, la vida pierde el primer puesto y las civilizaciones se confunden, enferman y decaen. En ese ‘no’ al faraón y en ese ‘sí’ a la vida se conserva también una gran palabra para todo trabajo: la ley más profunda y verdadera de nuestras profesiones y de nuestros oficios no es la que emana de los muchos faraones dominados por el anhelo, antiguo y nuevo, de poder y omnipotencia. Sólo hay que respetar sus leyes sin están al servicio de la ley de la vida. Cuando olvidamos que la ‘ley de los faraones’ es siempre la segunda ley y no la primera, todos nosotros nos transformamos en súbditos de imperios, sin comenzar ninguna liberación para nosotros ni para los demás. Sifrá y Puá nos dicen que ‘no hay que matar a los niños’, ni a los niños egipcios ni a los niños hebreos. No hay que matarlos ni en Egipto ni en ningún otro lugar. Ni ayer, ni hoy ni nunca. Si queremos seguir siendo humanos. Y cada vez que lo hacemos, no ‘tememos a Dios’, no obedecemos a la vida y renegamos de la herencia de las parteras de Egipto.

En Sifrá y Puá, dos mujeres, dos parteras, dos seres humanos que se pusieron de parte de la vida, encontramos el eco del mito griego de Antígona (que desobedece al rey para obedecer la ley más profunda de la vida: sepultar a su hermano muerto en la batalla). En ellas reviven las mujeres del Génesis, las otras mujeres de la Biblia. En ellas se anuncia a María y a todas las mujeres que hoy siguen engendrándonos. En ellas reviven los carismas y el ‘perfil mariano’ de la tierra.

Todo el comienzo del libro del Éxodo se desenvuelve bajo el signo de las mujeres que salvan la vida. La madre de Moisés desobedeció la nueva orden del faraón de “echar al Nilo a todo niño que nazca” (1,22) y salvó al niño. Lo escondió y cuando no pudo “ocultarlo ya por más tiempo”, construyó una canastilla de papiro, puso dentro al niño y se lo confió a las aguas del Nilo (2,2-3). Otra mujer, la hija del faraón, encontró la canastilla en el río y, al ver que contenía “un niño de los hebreos”, “se compadeció de él” (2,5-7).

Toda la escena del encuentro de la canastilla a orillas del gran río está acompañada por la mirada de la hermana de Moisés: “La hermana del niño se apostó no lejos para ver lo que pasaba” (2,4). Es estupenda esta mirada de mujer-niña que acompaña, corriendo a lo largo de la orilla, el recorrido de la canastilla por el río. Una mirada buena de amor inocente que nos recuerda a la de Elohim cuando seguía el recorrido sobre las aguas de la barca-cesta que contenía a Noé el justo. No es casualidad que la palabra usada para la cesta de Moisés, “tevá", sea la misma que se usa para el arca de Noé. La hermana de Moisés habló con la hija del faraón y se ofreció para encontrarle una nodriza entre los hebreos. La hija del faraón aceptó el ofrecimiento y le dijo: “Toma este niño y críamelo que yo te pagaré” (2,9).

Otro trabajo de mujer que salva, el más íntimo (el intercambio de leche entre mujeres por la vida), al lado de otra palabra crucial: salario. En un tiempo de sufrimiento tanto para el trabajo como para el salario, cuando las leyes de los faraones no quieren que nazcan niños o quieren transformarlos en una mercancía, este comienzo del Éxodo debe hablarnos y sacudirnos con fuerza. El Faraón quería utilizar dos trabajos para eliminar a los hijos de Israel: el trabajo forzado de los ladrillos y el de las parteras. Pero ninguno de estos trabajos se alió con la muerte. Las parteras eligieron por vocación la vida, pero tampoco los trabajos forzados vencieron, porque “cuanto más les oprimían, tanto más crecían y se multiplicaban” (1,12). A pesar del faraón, el trabajo sigue siendo aliado de la vida, y no se deja usar fácilmente para finalidades de muerte. Los faraones siempre tienen la tentación de manipular nuestro trabajo, pero podemos salvarnos incluso en los peores trabajos. Trabajar es parte de la condición humana, y por eso tenemos la capacidad de hacernos amigos del trabajo, a pesar de los poderosos y de los imperios, convirtiendo el ‘trabajo-lobo’ en ‘hermano trabajo’. Hoy es más difícil salvarse de la ‘falta forzada de trabajo’.

El comienzo del Éxodo nos muestra una maravillosa alianza entre mujeres, cooperando por la vida más allá de las jerarquías sociales, los maridos y los padres opresores y oprimidos. Estas alianzas cruzadas entre mujeres han salvado muchas vidas durante las guerras y las dictaduras de los hombres, construyendo con sus manos ‘cestas’ de salvación. Alianzas que hoy seguimos viendo en nuestras ciudades y que permiten que nuestros hijos vivan y se hagan mayores. Los niños deben salvarse: es la ley de las parteras, de las mujeres, la primera ley de la tierra.

Dios favoreció a las parteras … Y por haber temido las parteras a Dios, les concedió numerosa prole” (1,20-21). Es la ‘numerosa prole’ de las parteras del mundo, de las personas que aman y guardan la vida, de las madres de las niñas y niños de todos.

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Este domingo comienza la reflexión de Luigino Bruni sobre el libro del Éxodo. Las parteras de Egipto/1 – De los imperios nos salva una mirada de mujer.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 10/08/2014

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Logo Levatrici d EgittoSiempre ha habido imperios. Y sigue habiéndolos. Pero hoy nos estamos acostumbrando a ellos y cada vez nos cuesta más reconocerlos. Pero si no los reconocemos, no podemos llamarlos por su nombre, ni sentirnos oprimidos, ni comenzar un camino de liberación. Sólo nos queda ‘soberanía’ como consumidores, cada vez más solitarios y tristes en nuestros sofás. Leer y meditar el libro del Éxodo es un gran ejercicio espiritual y ético, tal vez el mayor de todos, para tomar conciencia de los ‘faraones’ que nos oprimen y volver a sentir por dentro deseos de libertad; para oír el grito de opresión de los pobres y tratar de liberar al menos a algunos de ellos. Y para imitar a las matronas de Egipto, que aman a los hijos de todos.

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El amor que no cede ante el poder

Este domingo comienza la reflexión de Luigino Bruni sobre el libro del Éxodo. Las parteras de Egipto/1 – De los imperios nos salva una mirada de mujer. Luigino Bruni publicado en Avvenire el 10/08/2014 descarga el pdf   pdf pdf en español Siempre ha habido imperios....