Las parteras de Egipto/2 – Nuestro Dios escucha y vuelve a atendernos
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/08/2014
¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro y olvidas nuestra opresión, nuestra miseria? Pues nuestra alma está hundida en el polvo, pegado a la tierra nuestro vientre. ¡Alzate! (Salmo 44)
La primera oración que encontramos en la Biblia es un grito, el clamor de un pueblo oprimido que se eleva hacia el cielo. Para poder experimentar la liberación, es necesario haber sentido antes el deseo de ser liberados y, después, ponerse a gritar, creyendo o esperando que allá arriba haya alguien dispuesto a recoger ese grito. En cambio, si no nos sentimos oprimidos por ningún faraón o si hemos perdido la esperanza de que alguien escuche nuestro grito, nos quedamos sin razones para gritar y no somos liberados.
Moisés comienza su vida pública matando a un hombre: “En aquellos días, cuando Moisés ya fue mayor, fue a visitar a sus hermanos, y comprobó sus penosos trabajos; vio también cómo un egipcio golpeaba a un hebreo, a uno de sus hermanos. Miró a uno y a otro lado, y no viendo a nadie, mató al egipcio y lo escondió en la arena.” (2,11-12). Moisés, el heraldo de la Ley del “no matarás”, se convierte en asesino. En este inicio de la historia de Moisés, misterioso y un poco desconcertante para nosotros, vuelve una de las leyes más profundas de la Biblia. Los patriarcas y los profetas bíblicos no son héroes ni modelos de virtud. Se nos muestran como mujeres y hombres enteros, tan humanos que incluyen en su repertorio incluso el gesto homicida de Caín. Sobre esta humanidad plena cae su inmensa vocación, que da comienzo y fin a sus grandes experiencias espirituales y siempre humanas. Sólo asumiendo su humanidad completa, podemos descubrir que sus historias de salvación son también las nuestras, como nuestras son sus esperanzas y liberaciones.
Tras aquel homicidio, Moisés siente miedo y huye de Egipto, como extranjero, llegando a la tierra de Madián (2,15). Los años que pasa Moisés con los madianitas, separado de su pueblo, son imagen del eclipse de Dios que también está viviendo Israel en Egipto. La opresión del pueblo, las parteras de Egipto, Moisés salvado de las aguas por las mujeres, son acontecimientos que se desenvuelven dentro de un horizonte de silencio de Dios, en una noche de la Alianza. Dios en Egipto calla, como si hubiera olvidado su Alianza. La promesa se ha oscurecido y el pueblo de la Alianza está oprimido y esclavizado en tierra extraña. Pero el pueblo oprimido consigue encontrar fuerzas para gritar y su grito pondrá fin a esta noche: “Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos, y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y los atendió” (2,24-25).
Antes de este grito, en la prehistoria y en la historia de Israel encontramos estelas, altares y sacrificios, que los patriarcas elevan al cielo en señal de agradecimiento. Pero para encontrar la primera oración de Israel tenemos que bajar a Egipto y llegar hasta los campos de trabajos forzados. Desde allí se eleva al cielo la primera oración de Israel, que es el grito colectivo de todo un pueblo esclavizado. Como Dios oyó en el desierto el llanto del hijo de Agar (Gen 21,17), también ahora escucha el llanto-oración de los oprimidos. Y responde. El Dios bíblico no es el dios de los filósofos: YWHW se conmueve, se olvida, se indigna, tiene oídos para escuchar el grito del oprimido; se acuerda, lo atiende.
En este grito que se eleva y encuentra escucha se esconde algo muy valioso. Si también Dios puede ‘olvidarse’ del pacto, y si los gritos del pueblo oprimido consiguen recordarle las promesas realizadas, eso quiere decir que gritar es muy importante. Es importante siempre, pero se hace esencial cuando se eclipsa un pacto y la persona que había establecido con nosotros una alianza nos abandona, cuando alguien con quien habíamos cruzado promesas nos deja. Si los gritos de dolor de los pobres acabaron con el silencio del cielo y después abrieron el mar, entonces también nosotros podemos y debemos gritar cuando quien está unido a nosotros por un pacto de reciprocidad nos olvida y nos deja esclavos en Egipto.
Si Dios se olvidó de su pacto y el grito del pobre se lo recordó, entonces Marcos puede y debe gritar cuando Juana, olvidando su pacto matrimonial, se va de casa para no volver. Podemos y debemos gritar cuando Francisco, con quien habíamos cultivado el sueño de construir una cooperativa con y para los pobres, decide seguir la ilusión de las ganancias fáciles y nos deja. Podemos y debemos gritar cuando aquellos a quienes hemos enviado al parlamento y a las instituciones públicas olvidan el pacto político por el Bien común y dejan morir a los pobres bajo la opresión de los emperadores de los juegos de azar o de las armas.
Cuando una alianza se rompe y, sin culpa, terminamos haciendo trabajos forzados bajo los imperios, lo primero que debemos hacer es gritar, clamar. Estos gritos que suben hacia el que ha olvidado su alianza con nosotros, son el primer paso de una posible reconciliación, porque nos dicen a nosotros mismos y a los demás que somos conscientes de que nos encontramos injustamente en Egipto, que sufrimos y que queremos salir de esa esclavitud.
Pero gritar no siempre es fácil. La primera condición para poder gritar es creer que nuestro dolor puede llegar a aquel que nos ha abandonado, que nuestro llanto puede conmoverle y hacerle recordar el pacto y el deseo de continuar con la alianza. Gritamos cuando creemos que el otro puede escucharnos y puede volver a empezar. El pueblo hebreo gritó porque todavía creía en la Alianza y en la promesa, y creía que el cielo hacia el que gritaba no estaba vacío. En cambio, cuando se pierde la fe-esperanza en que todavía es posible volver a empezar, el grito se apaga en la garganta, se deja de gritar. El no-grito es la primera señal de que ha muerto dentro de nosotros la fe-esperanza en esa relación.
Personas, comunidades y pueblos enteros han aprendido a rezar gritando. Descubrimos que el cielo no está vacío cuando lo llamamos con fuerza, pidiendo, implorando, que nos escuche. Cuando parece que se han agotado todas las miradas laterales y frontales, de repente y con estupor descubrimos que falta una: la mirada que se eleva hacia el cielo, uniendo los ojos y la voz. Entonces comienza el tiempo de la oración verdadera.
Hay muchos pactos que mueren y no resucitan porque nadie quiere o consigue escuchar nuestro grito de dolor. Gritamos, clamamos, y nadie responde. De estos gritos no escuchados está llena la tierra. Pero hay otros pactos que no se recomponen porque no conseguimos gritar. No lo logramos debido a la falta de fe-confianza en ese pacto roto, al orgullo, o al excesivo dolor que nos quita el aliento. Al no haber grito, nadie escucha. El libertador no llega porque no hay grito de dolor. Así, nunca sabremos si al otro lado no habría alguien esperando únicamente escuchar nuestro grito para volver a empezar, alguien que tal vez siga esperando. No conseguiremos recomponer nuestros pactos rotos si no tenemos fe en que quien nos ha abandonado (o parece haberlo hecho) todavía puede escuchar nuestro grito, conmoverse y tal vez volver a empezar. No faltan quienes están seguros de que el otro no escuchará y no responderá, pero no por eso dejan de gritar; y no es raro que la fe-confianza vuelva tras este grito desesperado. Gritar puede ser un canto de amor, incluso cuando es una oración desesperada.
Los pobres siguen sufriendo. A veces consiguen gritar, a veces alguien recoge su grito, y llega la liberación. Pero para ser liberados y tener la experiencia de la liberación, es necesario ser pobres, sentir alguna forma de indigencia. Aunque pueda resultarles paradójico a quienes conocen sólo el lado del consumo y los placeres de la vida, la ausencia de gritos puede ser una grave forma de pobreza. Los ricos y los poderosos no gritan y así no pueden ser liberados; siguen siendo esclavos en su opulencia, y no viven la experiencia de la liberación, que es una de las más grandes y sublimes que conoce la tierra. La gran indigencia de nuestra sociedad es indigencia de liberación, porque las riquezas ficticias de las mercancías nos están convenciendo de que no necesitamos que nos liberen. Somos esclavos en otros trabajos forzados, pero las nuevas ideologías de los nuevos faraones consiguen que no sintamos la necesidad de la liberación. No hay esclavitud más grave que la de quien no advierte su propia condición de esclavo. Es una esclavitud peor que la de que aquellos que, sintiéndose oprimidos, dejan de gritar porque creen que nadie les va a escuchar ni les va a liberar (que son muchos en nuestras ciudades mudas). Hoy los ‘pueblos’ más pobres son los opulentos, que al no gritar no ven o no reconocen a Moisés, y no asisten al milagro de un mar que se abre hacia una tierra que ‘mana leche y miel’.
Los trabajos forzados y la falta forzada de trabajo siguen creciendo en el mundo, pero de nuestros campos de trabajo ya no se levantan gritos hacia el cielo. Sólo si sentimos la indigencia de la liberación volveremos a encontrar la fuerza para gritar juntos, veremos la llegada de nuevos Moisés y nos pondremos en camino para atravesar el mar.
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