Las parteras de Egipto/7 – Después de la última plaga, el ídolo se doblega y llega «el comienzo de los meses»
de Luigino Brunipublicado en Avvenire el 21/09/2014
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“Las plagas no igualaron la crueldad de la opresión de los egipcios sobre los hijos de Israel, que se alargó hasta el final de su permanencia en aquella tierra. Incluso el mismo día del Éxodo, Raquel, hija de Sutela, dio a luz un niño mientras trabajaba junto con su marido en la malta para los ladrillos. El recién nacido se escurrió por el vientre y se hundió en aquella papilla. Entonces apareció Gabriel, formó un ladrillo, introdujo al niño en él y lo llevó a lo alto del cielo”.
Louiz Ginzberg, Las leyendas de los judíos
Las plagas de Egipto son la condición normal de todos los imperios idolátricos, también del nuestro. En estos regímenes el agua no apaga la sed de los seres vivos ni fecunda la tierra. Pudre y engendra ranas, mosquitos, tábanos… y los animales mueren. El sol no logra atravesar el denso polvo y todo está envuelto en tinieblas.
Los imperios de los ídolos no tienen descendencia, sus primogénitos se mueren, porque el ídolo es seductor pero estéril. Cuando los imperios demuestran su invencible naturaleza idolátrica, cuando no hay plaga que consiga convencer al faraón, cuando la única condición posible en la tierra del imperio es la esclavitud, el Éxodo nos dice que esto no es el fin para el pobre, aún queda una posibilidad. También en esta condición tremenda (¿qué puede haber más tremendo que la muerte de los niños?) existe un camino de salvación, que pasa por creer a los profetas y resistir hasta el final: «Todavía traeré una plaga más sobre Faraón y sobre Egipto; tras de lo cual os dejará marchar de aquí» (11,1).
En el desarrollo de las diez plagas, YHWH no es el único protagonista. También juegan un papel esencial Moisés y Aarón, quienes, a pesar del corazón obstinado del faraón, siguen pidiéndole la conversión. Si somos fieles a la lógica de fondo de la Biblia, debemos pensar que Moisés y Aarón se asombrarían con cada plaga. Sabían que el faraón era de duro corazón, pero no podían saber hasta dónde llegaría su obstinación. Su testaruda negativa a convertirse la descubren y redescubren mientras la van viendo, plaga tras plaga: «Así dice YHWH, el Dios de los hebreos: “¿Hasta cuándo te resistirás a humillarte ante mí?”» (10,3). Y tienen que asistir y resistir hasta la muerte de los niños, una muerte que hubieran deseado no ver. YHWH, el Dios de la vida, es el mismo que bendijo años antes a las parteras de Egipto, y en ellas bendijo a todos los niños hebreos, egipcios y a todos los niños del mundo. El grito de muerte de los primogénitos, que parece anular el llanto de vida de los recién nacidos, salvados por Dios y por las mujeres de las manos de otro faraón homicida, nos debe obligar a excavar más hasta encontrar una veta más profunda. Pero en la excavación no debemos perder el contacto con el terreno de la historia, con el recuerdo colectivo de unos acontecimientos climáticos extraordinarios ocurridos durante los últimos años de los hebreos en Egipto, o, tal vez, de una peste que asoló el país y se cebó en los niños (siempre es nuestra lectura la que transforma los hechos en señales). La memoria histórica del dolor por las diez plagas ha quedado siempre viva en la tradición bíblica (en la noche de pésaj, de la pascua, en las casas judías se echan en el cáliz diez gotas de vino; la no plenitud del cáliz es el lugar vivo de la memoria y lo que hace que la fiesta sea melancólica).
Estos difíciles, tremendos y estupendos capítulos del Éxodo hay que leerlos también como una gran lección sobre la idolatría (esta es la veta más profunda que estamos buscando). La Biblia no tiene ninguna piedad de este faraón, porque para salvarse a sí mismo y salvarnos a nosotros debe ser despiadada con los ídolos. La primera verdad de YHWH es que no es uno de tantos ídolos de los hombres. Israel siempre ha luchado contra los ídolos a su alrededor y en su interior, incluyendo a los ídolos que le fascinaron en Egipto. Poniendo al comienzo del Génesis a un Dios creador y a un hombre creado a su imagen, la Biblia ha tomado una opción radical y fundamental. Ha excavado un surco profundísimo e insuperable entre ella y la cultura idolátrica, en la que dios es creado a imagen de un hombre empobrecido de transcendencia. El ídolo es el anti-YHWH, pero también el anti-Adam, porque la cultura idolátrica niega antes que nada al hombre, que acaba como esclavo y productor de ladrillos, sometido por el ídolo que él mismo ha creado. Para creer en el ídolo no hace falta fe, porque está a la vista de todos en las plazas y mercados. La fe bíblica, por el contrario, implica confianza en una voz que no se ve pero se “oye”. Es entonces cuando el emperador bíblico se ve golpeado por las plagas y la gran liberación es sobre todo la salida de la idolatría. Los hijos que deben morir son los hijos de los ídolos y de sus imperios que han acompañado el desarrollo de nuestra historia y de la historia de la salvación.
Hoy vivimos una gran época idolátrica, probablemente la mayor de todas. Hemos reducido lo transcendente a pura manufactura, hemos llenado el “cielo” de cosas que no sacian nunca, porque no han sido producidas para saciar sino para aumentar nuestro hambre de ídolos hambrientos (los ídolos siempre tienen que comer, acaban devorando a sus adoradores, y nunca se sacian). El sistema histórico más cercano a la cultura idolátrica pura es el capitalismo financiero-consumista que hemos creado. Basta frecuentar sus lugares, hablar con sus grandes actores y asistir a sus liturgias para comprobarlo con enorme claridad. Es un sistema que sólo conoce y alimenta el culto de sí mismo, que sólo ve y reconoce un único fin: maximizar la producción de ladrillos para elevar pirámides-babel cada vez más altas. Los imperios idolátricos puros no duran mucho. Pronto pasará también la escena de este capitalismo devorador. Pero nuestras plagas todavía no han terminado, y con ellas sigue elevándose con fuerza el grito de los pueblos oprimidos.
Así pues, no debe sorprendernos que las dos primeras palabras de la Ley que se le entregará a Moisés en el Sinaí sean la fe en un Dios libertador de Egipto y la radical negación de los ídolos. Un dios que no libera es un ídolo (incluso dentro de nuestras religiones), y el Dios bíblico no es ídolo porque es liberador, porque libera al pueblo oprimido que grita desde los campos de trabajo. Si no somos liberados de ninguna esclavitud propia o ajena cuando encontramos a Dios, no experimentamos al Dios bíblico sino a un estúpido ídolo (una nota de todos los ídolos es su radical estupidez). Las experiencias religiosas en las que no hay esclavitud y liberación pueden ser reproducidas perfectamente por los magos de Egipto y por las legiones de nuestros nuevos magos con ánimo de lucro.
Después de la decima plaga, la más tremenda, el pueblo finalmente sale: «Llamó Faraón a Moisés y a Aarón, durante la noche, y les dijo: “Levantaos y salid de en medio de mi pueblo, vosotros y los israelitas, e id a dar culto a YHWH, como habéis dicho. Tomad también vuestros rebaños y vuestras vacadas, como dijisteis. Marchaos y bendecidme también a mí”» (12,31-32). Y una vez fuera de Egipto descubrimos que la fiesta que el pueblo quiere celebrar en el desierto es precisamente pésaj. El pueblo de Israel ya celebraba la fiesta de pésaj antes de Egipto, la pascua formaba parte de la cultura de las antiguas tribus nómadas, que ofrecían un cordero a Dios para que bendijera la trashumancia suya y de los rebaños. El faraón no permite que el pueblo celebre durante tres días esta antigua fiesta nómada, y YHWH transforma una fiesta de pastores en la gran fiesta de la liberación del pueblo y de todos los oprimidos por faraones idólatras. Así la fiesta, que ya era grande antes de Egipto, se convierte en la más grande después de la esclavitud. La nueva pascua se convierte en el «el comienzo de los meses» (12,2), porque es el comienzo del nuevo Israel. Es el origen de una nueva historia. Pero también es recapitulación de las primeras alianzas y de la promesa de YHWH. En aquella gran noche está Noé y en él toda la humanidad; pero también está Jacob, los patriarcas, sus hijos y las doce tribus, simbolizadas en los “huesos” de José: «Moisés tomó consigo los huesos de José, pues éste había hecho jurar solemnemente a los israelitas, diciendo: “Ciertamente Dios os visitará, y entonces llevaos de aquí mis huesos con vosotros.”» (13,19).
Las plagas y el mar que arrolla a los carros y a los caballos de los egipcios, son también imagen de un nuevo diluvio, donde las aguas del Nilo y las del Mar Rojo vuelven a convertirse en lugar de muerte. Pero también en esta ocasión, un hombre (Moisés) se salva y salva a otros del diluvio; además de su familia, se salvan una vez más los animales (Moisés no quiso partir sin el ganado: 10,26). El arco iris sigue brillando sobre el mundo.
Pero en aquella nueva pascua podemos intuir también a Jacob. Uno de los múltiples significados posibles de la antiquísima palabra pésaj es el verbo cojear (psh). Y para la Biblia decir cojear es decir Jacob, que se convirtió en Israel en el vado nocturno de un río (Yaboq), cuando en el combate con YHWH, éste le hirió en el nervio ciático, le dejó cojo y le cambió el nombre. El primer Israel nació de una lucha nocturna con Elohim en medio de las aguas, el nuevo Israel renace de una gran lucha nocturna, mientras el pueblo del primer Israel atraviesa las aguas de la esclavitud. De una primera herida individual vino una primera bendición, de una gran herida (las plagas) floreció una gran bendición (la liberación), y un día la herida más grande generará una bendición infinita. Jacob cojeó toda su vida, la esclavitud y las plagas siguieron acompañando a los hijos de Israel, el Resucitado lleva grabados los estigmas de la cruz. Toda herida transformada en bendición es siempre fecunda.
No hay fiesta más grande que pésaj, la pascua. No hay liberación más grande que la liberación de los ídolos.
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