Las parteras de Egipto/3 – Moisés no es perfecto, pero sabe escuchar a Dios y reconocerse como hermano
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/08/2014
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Sigue, Señor, mandando profetas,
hombres seguros de Dios,
hombres de corazón ardiente.
Y tú habla desde sus zarzas
sobre los escombros de nuestras palabras,
en el desierto de los templos:
diles a los pobres
que mantengan la esperanza.
Davide Maria Turoldo
El encuentro decisivo para la vida de Moisés ocurre durante un día normal de trabajo: “Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios” (3,1). Moisés es un hombre extranjero que trabaja para vivir. Como Jacob en casa de Labán y como tantos hombres de su tiempo y del nuestro. En ese trabajo humilde y por cuenta ajena es donde ocurre el acontecimiento que cambiará su historia y la nuestra.
Las fábricas, las oficinas, las aulas, los campos y las casas pueden ser, y son, lugares donde se producen encuentros fundamentales para la vida, incluso teofanías. Las citas decisivas se dan en los lugares de la vida ordinaria, mientras trabajamos (también por eso es importante trabajar). Podemos participar en mil liturgias, hacer cien peregrinaciones y decenas de retiros espirituales, viviendo experiencias espléndidas. Pero los acontecimientos que verdaderamente nos cambian ocurren en la vida diaria, cuando, sin buscarla ni esperarla, una voz nos llama por nuestro nombre en los lugares humildes de la vida. Fregando los platos, corrigiendo deberes, conduciendo un autobús o pastoreando un rebaño cerca de las zarzas que arden en nuestras periferias.
Toda la primera parte de la vida de Moisés está marcada por la normalidad. Las vocaciones bíblicas no son espectaculares, ni están ligadas a la extraordinariedad de los llamados ni a sus méritos (los amantes de la ‘meritocracia’ no encuentran aliados en la Biblia). Moisés no es elegido por ser bueno o por ser mejor que otros hombres. Como Noé, es llamado para construir un arca de salvación: “Dios le llamó de en medio de la zarza, diciendo: «¡Moisés, Moisés!». Él respondió: «Heme aquí.». Le dijo: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»” (3,4-6).
Otro grito, esta vez de Dios, que Moisés sabe escuchar; una voz en la que cree, reconociéndola sin conocerla. Moisés no se ha educado con su gente. Ha crecido con los egipcios (de los que toma el nombre), ha vivido en un pueblo extranjero e idólatra. No ha escuchado las historias de los patriarcas en largas noches bajo la tienda. Los mismos nombres de Abraham, Isaac y Jacob no le dicen mucho, tal vez nada. Entonces ¿de quién es esa voz que le habla desde la zarza? ¿Cómo distinguirla de las voces de tantos pobladores de la tierra de Madián? A diferencia de los patriarcas, Moisés dialoga directamente con Dios, discute con él, le pregunta por su nombre (YWHW), le pide señales, es obstinado, y al final parte: “Ahora pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, os israelitas, de Egipto. Moisés le dice a Dios: «¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los israelitas? … No van a creerme, ni escucharán mi voz” (3,9-11; 4,1). Dios entonces le da algunas señales (4,2-9), pero Moisés sigue sin estar convencido: “Por favor, Señor, yo no he sido nunca hombre de palabra fácil” (4,10). Ahora Moisés pone en discusión su capacidad para realizar la tarea. No sabe hablar, probablemente es tartamudo (“soy torpe de boca y de lengua”), y por ello le falta el principal instrumento de un profeta. Dios le convence diciéndole que el primer instrumento verdadero del profeta no es su boca, sino su persona. La voz se la prestará su hermano Aarón: “Tú hablarás y pondrás las palabras en su boca” (4,15). Y así “Moisés partió” (4,18).
En este diálogo se nos desvela una dimensión esencial de toda vocación profética auténtica (toda vocación, si es auténtica, es también profética). No son los medios verbales ni las técnicas comunicativas las que dan contenido y fuerza a la profecía. Hay profetas que han salvado y siguen salvando a muchos sin saber hablar ni escribir, profetas que han hablado y escrito palabras de vida. La profecía es gratuidad, y su primera expresión es reconocer que la vocación recibida es un completo don y no hechura propia. Es excedencia y el llamado no es dueño de la voz. Las únicas palabras que el profeta necesita son: “Heme aquí”.
Hablar con elocuencia muchas veces es una característica de los falsos profetas, de los sofistas que usan talentos y técnicas para manipular personas y promesas. Címbalos que resuenan. La percepción subjetiva (y a veces objetiva) de nuestra incapacidad para desempeñar la tarea a la que se nos llama es la primera señal de autenticidad de una vocación. Dudar de la propia voz es esencial para creer en la verdad de la Voz que nos llama. Hay que recelar de aquellos que esperan ser enviados a salvar a otros porque se han formado para ello, porque han aprendido ‘el oficio de profeta’ y se sienten preparados para ejercerlo.
Moisés reconoce esa voz difícil como una voz buena, una voz de salvación. En ningún momento de su diálogo pone en discusión la verdad de la voz que le llama. Saber reconocer la voz buena que nos habla en los encuentros decisivos de la vida es una capacidad que poseemos, que forma parte del repertorio humano. Cuando llega, esa voz es inconfundible. Podemos no responder, podemos negarla si nos pide cosas incómodas, o podemos taparnos los oídos y el alma, pero siempre la reconocemos.
Este diálogo nos dice muchas cosas también acerca del Dios bíblico. Dios no es un soberano que imparte órdenes a sus súbditos. Es el Dios de la Alianza, que dialoga, convence, se enfada y argumenta. Es un logos. Y necesita el ‘sí’ de Moisés para actuar en la historia. Como en los tiempos del diluvio, necesita la respuesta de un hombre para salvar a su pueblo. Necesita hacerse amigo y compañero del hombre. Sin las grandes vocaciones bíblicas y sin las vocaciones que siguen llenando la tierra, Dios estaría demasiado lejos.
La gran vocación de Moisés nos dice que para liberarnos no basta con que encontremos las fuerzas y la fe para gritar nuestro dolor desde el fondo de nuestras esclavitudes. Tampoco basta con que este grito de dolor sea recogido en el Cielo (“He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor”: 3,7). Para salir de las esclavitudes profundas y colectivas es necesario que alguien responda “sí” a la vocación de liberar a otros.
Moisés es la imagen más grande de los llamados a liberar a otros de las esclavitudes, sin ser ellos mismos esclavos. Moisés no realiza trabajos forzados en Egipto, sino que es un trabajador emigrado y asalariado en la tierra de Madián. Pero es parte del pueblo oprimido, un hijo, un hermano. Se encuentra fuera de la ‘fosa’ donde han caído los demás y así puede liberarles. No es un esclavo pero sufre por la condición de esclavitud de ‘sus hermanos’, hasta tal punto que mata al egipcio que golpeó a uno de ellos.
No podemos liberar a nadie sin sentir antes en nuestra carne el dolor de su sufrimiento. Gandhi, Madre Teresa, Don Oreste y miles de otros ‘libertadores’ fueron capaces de responder un día “Heme aquí” a una llamada para liberar a otros, porque antes habían sufrido y sentido el dolor por las condiciones de esclavitud de su ‘pueblo’. Estaban fuera de la fosa pero sufrían por y con quienes estaban dentro, se sentían parte del mismo pueblo y experimentaban verdaderamente el mismo dolor.
Los faraones no serán los que nos liberen de los trabajos forzados. La liberación de los oprimidos viene de los oprimidos: del pueblo, de un hijo, de un ‘hermano’ natural o de quien se convierte en hermano por vocación (es posible hacerse hermano). No se libera a nadie sin sentir indignación, dolor de corazón y de alma por la suerte de los hermanos oprimidos por cualquier forma de ‘esclavitud’, sin vivir desterrados por huir de los faraones, sin correr el peligro de terminar ante los tribunales por denunciar a los poderosos (como muchas veces ocurre realmente). Algunas veces descubrimos que los ‘libertadores’ estaban en la nómina de los faraones. Los empresarios o los políticos que han liberado y liberan de verdad a los pobres de las trampas en las que se encuentran, son los que han sentido dolor espiritual y físico encontrando y abrazando a los habitantes de las periferias del mundo. Se han sentido solidarios con ellos, a veces se han convertido en sus hermanos, y cuando han oído con fuerza una voz han sido capaces de convertirse en otra cosa, de responder y de partir. Sin estos dolores, abrazos, escuchas y fraternidades, tal vez sea posible hacer un poco de filantropía o lanzar una campaña mediática. Pero las verdaderas liberaciones nacen de un grito, de una escucha, de un dolor y de un “Heme aquí”.
No vemos suficientes liberaciones porque no gritamos lo suficiente, o porque no conseguimos gritar en lugar de aquellos que ya no tienen fuerzas para gritar. Pero el mundo sufre sobre todo por la falta de personas que sepan sufrir por su pueblo oprimido, escuchar la voz buena, dejarse convertir y después responder. Sufrir por las injusticias que nos rodean es una alta forma de amor-agape, la premisa de toda liberación.
Hay muchas espinas que arden en las periferias de nuestros pastos. Llevan años, siglos, ardiendo y no se consumen. De ellas salen voces que nos llaman y que esperan nuestro ‘heme aquí’.
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