Las parteras de Egipto/4 - El cielo de Dios y de los hombres es siempre más alto que las pirámdies
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 31/08/2014
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“Durante toda mi vida, debo confersarlo, me han impulsado dos fuerzas que actúan juntas. La primera es la cólera, la imposibilidad de aceptar el mundo tal y como es. ... La otra fuerza es la luz. Aunque hoy hablaría más bien de transparencia. Podría decir que es la fe”
(Paolo Dall’Oglio, Cólera y luz).
Los imperios siempre han intentado usar el trabajo para apagar en el alma de los trabajadores sus sueños de libertad, gratuidad y fiesta. Precisamente por ser el principal amigo del hombre, el trabajo se presta con facilidad a ser manipulado y usado contra los trabajadores, convirtiéndolo en ‘fuego amigo’. Tener la posibilidad de trabajar ha sido y es una vía de liberación para muchas personas, y no tener la posibilidad de hacerlo sigue siendo una de las principales faltas de libertad y una violencia en masa de nuestro tiempo. Pero, junto al trabajo que libera y ennoblece, siempre ha existido un trabajo usado por los faraones como medio de opresión de los pobres.
El trabajo abre la Constitución de la República Italiana, pero también abría los campos de ‘trabajo’ nazis. Para entender y amar el trabajo debemos mantener juntas estas dos ‘entradas’. Hoy seguimos viviendo gracias al trabajo, y seguimos apagándonos sin desarrollarnos porque no podemos trabajar. Pero, casi sin darnos tiempo de morir humillados por el excesivo trabajo y por el trabajo equivocado, los nuevos faraones nos hacen trabajar todo el día y todos los días, sin permitirnos pensar, ni rezar, ni hacer fiesta. Y así nos devuelven a las fábricas de ladrillos de Egipto.
Moisés, después de escuchar la Voz en la zarza, baja del monte y tiene un encuentro misterioso. Como Jacob, que fue atacado por Dios en el Yabok mientras volvía con su familia a la tierra de los padres, a Moisés también le hace frente Dios en el viaje a Egipto con su mujer y su hijo. El mismo Dios que acaba de revelarle su nombre (YHWH), ahora se enfrenta y pelea con él: “Y sucedió que en el camino le salió al encuentro YHWH en el lugar donde pasaba la noche y quiso darle muerte” (4,24). El tema de Dios que confía una tarea al profeta y luego lucha con él, atraviesa toda la Biblia, hasta llegar al Hijo enviado para cumplir la tarea más grande, crucificado en un madero y abandonado por Elohim (Marcos 15,34). La voz que te llama y te señala el camino de la salvación se convierte en alguien que te detiene y lucha contigo en el camino abierto para tí. La vocación y la fe-confianza son un don; pero también son lucha, un combate que tiene lugar en el confín entre la vida y la muerte, que sólo conoce y ama aquel que ha escuchado una voz y la ha seguido de verdad. A diferencia del episodio del Yabok, que el Génesis describe con abundantes símbolos y detalles, aquí el texto no se entretiene en el combate entre Moisés y Dios, sino que únicamente describe las acciones de Seforá, la mujer de Moisés. Durante el ataque, Seforá circuncida al hijo y esa sangre del hijo queda misteriosamente unida a la salvación de Moisés (4,25-26). Después de las parteras de Egipto, de la madre y la hermana de Moisés y de la hija del faraón, Moisés es salvado de nuevo por la smujeres, por su especial vocación a la vida, humildes mediadoras entre la divinidad y nuestra carne.
Moisés sigue en solitario su camino hacia Egipto. Su pueblo cree de inmediato en las palabras de Aarón, la ‘boca’ de Moisés (4,27); todos “se postraron y adoraron” (4,30-31). Mucho más complicado y desastroso es el diálogo con el faraón: “Moisés y Aarón se presentaron a Faraón y le dijeron: ‘Así dice YHWH, el Dios de Israel: Deja salir a mi pueblo para que me celebre una fiesta en el desierto’. Respondió Faraón: ‘¿Quién es YHWH para que yo escuche su voz y deje salir a Israel? No conozco a YHWH y no dejaré salir a Israel” (5,1-3). El faraón manda llamar inmediatamente a los responsables de los trabajos de los hebreos y endurece sus condiciones de trabajo: “Ya no daréis como antes paja al pueblo para hacer ladrillos; que vayan ellos mismos a buscársela. Pero que hagan la misma cantidad de ladrillos que hacían antes, sin rebajarla” (5,7-8).
La reacción del faraón ante la petición de Moisés describe de forma poderosa en qué se convierte el trabajo bajo los imperios de ayer y de hoy. La primera respuesta del faraón se refiere directamente a Dios: “¿Quién es YHWH?”, como diciendo: ‘¿Alguien lo conoce?’ Toda opresión de los pueblos y de los trabajadores comienza por no admitir ningún otro dios más que el ‘faraón’, por no reconocer que existe un cielo más alto que el que tocan sus pirámides. En Egipto, el faraón era una divinidad, el único mediador entre lo divino y lo humano. Reconocer a YHWH y escuchar su petición hubiera significado para el faraón poner en discusión su naturaleza divina y admitir la existencia de otros mediadores (Moisés y Aarón). Los imperios no son ateos, son todos idólatras: no niegan a Dios, sencillamente convierten en dios a las personas, a las cosas (dinero, poder) o a las ideas, fabricando dioses a su imagen con los que se encuentran mucho más cómodos.
En este episodio hay otro pasaje especialmente significativo para el trabajo. Moisés y Aarón no le piden al faraón la liberación definitiva del pueblo. En el primer encuentro únicamente le piden permiso para “ir camino de tres días al desierto” (5,3), para ofrecer sacrificios a su Dios, para rezar y para hacer una fiesta. El faraón lo rechaza sin apelación, porque si les hubiera dejado salir de los campos de trabajo, incluso para un solo día de fiesta y de culto, con ello estaría reconociendo su naturaleza de pueblo y no ya de esclavos. Se puede rezar en todas partes, y las oraciones elevadas hacia el cielo desde los campos de reclusión son las más hermosas y las más auténticas. Pero salir de los campos de trabajo para ir a rezar y a hacer fiesta juntos, no es sólo una oración, es un acto político que algunas veces ha desencadenado la caída incluso de grandes imperios. Si el faraón hubiera permitido al pueblo hacer una celebración en el desierto, habría reconocido no sólo una religión distinta, sino el derecho a hacer fiesta, a la gratuidad y al no-trabajo, un derecho que sólo tienen los hombres libres y no los esclavos (por este recuerdo de la esclavitud en Egipto, entre otras cosas, la Ley de Israel extenderá el shabbat a todos los seres vivos). Al decir que no a la petición de YHWH, el faraón simplemente afirma que los hijos de Israel no son más que esclavos sometidos a trabajos forzados. El primer acto y el más natural con el que los emperadores nos dicen que no somos más que trabajadores forzosos es negarnos el tiempo para el no-trabajo, para el culto, para la gratuidad, para la fiesta. Los pueblos han comenzado su liberación rezando, cantando, haciendo fiesta juntos. A los emperadores las fiestas les dan más miedo que las manifestaciones, porque contienen la fuerza infinita de la gratuidad. Cuando perciben ‘aire de fiesta’ no hacen sino endurecer los trabajos forzados.
Cada vez que un empresario hace firmar por adelantado a una mujer su despido ‘voluntario’ en caso de maternidad, o cuando este capitalismo nos niega el descanso dominical y el tiempo para la fiesta, volvemos a la lógica del antiguo faraón y de todos los imperios. Cuando la empresa nos pide que trabajemos a todas horas y todos los días para alcanzar los objetivos, o cuando nos impone sus fiestas corporativas y nos niega las de todos, estas empresas se parecen mucho a la fábrica de ladrillos de Egipto; y nosotros volvemos a parecernos demasiado a los antiguos esclavos, aunque hayamos firmado libremente un contrato y estemos bien pagados.
En todos los imperios se muere por falta de trabajo, pero se muere también por el excesivo y mal trabajo, porque el trabajador-persona se apaga cuando se convierte sólo en trabajador. El trabajo sin el no-trabajo es el trabajo forzado del esclavo, porque es la libertad de poner un límite al trabajo la que genera esa diferencia antropológica entre nosotros y el mundo de las cosas, entre Marco y el ingeniero Bianchi, una diferencia esencial para dar dignidad a las cosas que producimos y salvar la excedencia espiritual de nuestra vida y de la de los demás. Es bueno no olvidarlo, precisamente en estos tiempos de grave crisis del trabajo. Hoy aprenderemos a trabajar y a crear trabajo si somos capaces de pedirles los atuales faraones tiempo para la gratuidad y para la fiesta, palabras que a ellos no les gustan porque son demasiado subversivas e inútiles para la producción de sus ladrillos.
La libertad de culto, de gratuidad, de fiesta, es la primera forma de excedencia antropológica y de dignidad ética de toda civilización, porque les dice a los faraones y a sus herederos de hoy: ‘Vosotros no sois dios para mí, para nosotros, y no lo sois para nadie, ni siquiera para vosotros mismos. Vuestras fiestas orientadas al beneficio no son suficientes, queremos otros altares donde celebrar nuestra libertad y nuestra liberación’.
Esos tres días de camino hacia un altar distinto hubieran sido los primeros pasos hacia la tierra prometida, el final de la esclavitud. El faraón no quería ni podía concederlos. Pero llegaron.
Los días de camino libre para celebrar y hacer fiesta juntos siguen estando presentes en nuestra historia, a pesar de los emperadores. Porque las altísimas pirámides no logran satisfacer nuestro deseo de cielo, que es siempre más alto.
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