A la escucha de la vida/20 – Fieles al pueblo y a Dios, aun cuando parezca vencido.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/11/2016
«No soy contemporáneo mío, ningún poeta lo es. Soy contemporáneo vuestro, todo poeta lo es»
Giovanni Casoli, Todo es íntimo
Nahamú nahamú ‘ammí: «Consolad, consolad a mi pueblo» (Isaías 40,1). Con estas palabras comienza la segunda parte del libro de Isaías, obra de un autor de nombre desconocido que se reconoce como seguidor de la escuela del primer Isaías. La tradición bíblica quiso incluirla dentro del mismo rollo de Isaías, pero en realidad se debe a un autor distinto, que vivió casi dos siglos después del primer profeta “hijo de Amós”, si bien no es inferior a él en cuanto a fuerza profética y poética.
El segundo Isaías es un profeta del exilio. Actúa y habla durante la deportación a Babilonia, la experiencia más dramática de la historia antigua del pueblo hebreo. A nosotros nos resulta difícil comprender a los profetas y el cumplimiento de su vocación, porque estamos demasiado habituados a considerar el éxito como el indicador de una vida realizada. Nos cuesta mucho entender que sus palabras más bellas florecieran durante los grandes fracasos. La enorme prueba del exilio – la derrota militar, la destrucción del templo de Jerusalén, la deportación a una tierra extranjera – engendró páginas maravillosas, palabras sublimes sobre la esperanza y sobre la fe que nos siguen alimentando milenios después. Y sobre todo dio lugar a una revolución religiosa de enorme alcance.
La experiencia del exilio fue ciertamente un acontecimiento político y cívico, pero también teológico. Aquella gran desgracia le enseñó al pueblo hebreo, y después a toda la humanidad, que Dios puede estar vivo y ser verdadero aunque no tenga “morada fija”. Les obligó a responder a una nueva pregunta, radical y tremenda: ¿Cómo se puede seguir creyendo en el mismo Dios después del exilio? Para conservar la fe después de aquella gran batalla fue necesario el carisma de los profetas, de Jeremías, de Isaías, del segundo Isaías. Este profeta anónimo fue capaz de realizar una triple y extraordinaria operación: a) reconducir el cautiverio babilónico a la voluntad de YHWH, b) salvar así la verdad de Dios y de la promesa, c) prometer una nueva liberación digna de crédito. Si Dios quiere la derrota como castigo por la infidelidad, es que la liberación todavía es posible. Para realizar esta dificilísima operación, fueron esenciales los juicios del primer Isaías sobre la infidelidad del pueblo y de sus jefes, así como sus duras palabras sobre los falsos sacrificios en el templo. Las profecías de condena del primer Isaías se convirtieron en el material con el que el segundo Isaías construyó su profecía de salvación. La piedra descartada por el pueblo se convirtió en piedra angular de la nueva casa. Permitir que los profetas critiquen a la comunidad hoy, en el tiempo de la libertad y la alegría, posibilita que los profetas de mañana profeticen una salvación no vana en tiempos de esclavitud y de dolor. Taparles la boca, buscando su consenso, para que no critiquen el status quo, significa privarse de la única posibilidad de salvación en futuros exilios. Las críticas de los profetas que no son falsos son siempre una expresión elevada de ágape y de bien común. Pero no lo sabemos y seguimos haciéndoles callar. En cambio, los elogios aduladores de los falsos profetas son siempre un mal común. Pero no lo sabemos y seguimos escuchándoles, sobre todo durante las crisis.
El segundo Isaías transformó una gran desgracia en un gran mensaje de salvación, dando lugar a una nueva fe. El Dios derrotado por un pueblo de dioses distintos y espléndidos, podía seguir siendo el verdadero Dios aun habiéndose convertido en un Dios vencido. A partir de ahí emerge la conciencia de que la verdad no coincide con el poder ni con la fuerza, que el verdadero Dios no es el Dios que gana guerras, y que la derrota militar no tiene por qué suponer una derrota religiosa y espiritual. La verdadera espiritualidad puede esconderse dentro de un gran fracaso. El sufrimiento no es una maldición, sino que puede convertirse en un amplio camino de salvación: «Una voz clama: “En el desierto abrid camino a YHWH, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado. Lo escabroso será llano y lo abrupto planicie"» (40,3-5). Estas palabras sólo florecen en boca de los profetas, en tiempo de exilio.
El gran reto y la gran tentación del exilio fueron de tipo religioso. Estar cautivos en el corazón de un imperio imponente, entre altísimas estatuas sacadas en espectaculares procesiones a lo largo de sus amplísimas avenidas, se convirtió en un constante y perenne interrogarse acerca de la verdad de la fe de los Padres. Durante siglos habían creído en la primera promesa, habían aprendido a distinguir a su Dios de los ídolos y de otros dioses, habían creído que su Elohim era distinto – su nombre era impronunciable, no se dejaba representar y era imposible verle ni tocarle – porque era el Dios fiel y verdadero, creador del cielo y de la tierra de todos, también de la tierra y el cielo de los que veneraban a otros dioses. Pensaron que YHWH les protegería de los enemigos, que no entregaría al pueblo en manos enemigas, que su templo sería indestructible. Creyeron que el paso del mar era la liberación definitiva y que ya nunca más serían esclavos. Nadie podía pensar que el verdadero Dios volvería a llevarles a la esclavitud, que la promesa sería en vano, que el templo dejaría de existir. Nadie, salvo los profetas, que vienen al mundo para desvelarnos la salvación dentro del fracaso, la ruina dentro del éxito, la esperanza dentro de la desesperación. Vienen a enseñarnos la fidelidad a un Dios vencido y derrotado. Aquel medio siglo de exilio – del que volvió tan sólo un “resto”, como había profetizado el primer Isaías – fue el lugar y el tiempo indicados para aprender una nueva fe más espiritual. Para descubrir una nueva promesa. Para superar una idea de Dios unida al éxito militar y político. Para liberar a Dios de nuestras peleas terrenales y, con él, liberarnos a nosotros mismos de un Dios demasiado pequeño. El texto narra la vocación del segundo Isaías. Se trata de un relato menos variopinto y espectacular que el de Isaías, Jeremías o Moisés. Sin zarzas ardientes ni serafines. Es un diálogo descarnado, sobrio, pero uno de los más hermosos de toda la Biblia: «Una voz dice: “¡Grita!” Y digo: “¿Qué he de gritar?” Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor del campo. La flor se marchita, se seca la hierba, en cuanto le da el soplo de YHWH» (40,6-7). Y el pueblo responde: «Sí, hierba es el pueblo».
Gracias al oscuro trasfondo del exilio, aquí podemos ver la vocación en su maravillosa pureza, reducida a lo esencial. La vocación es una voz que te dice: “¡tienes que gritar!” El grito vocacional profético no consiste sencillamente en hablar. Es más fuerte y radical; es un hablar “en voz alta”, una voz que no puede callar y debe llegar a todos, una voz irrefrenable. A este mandato, el segundo Isaías no responde con un inmediato “heme aquí”. Antes bien, responde con una pregunta: “¿Qué he de gritar?” Como diciendo: “¿Qué hay que gritar, profetizar o predicar (Lutero) en este tiempo de exilio? ¿Qué es lo que tengo que gritar? ¿Que somos como la hierba de los prados que pisa el ejército babilonio a su paso? ¿Debo gritar que somos efímeros como todos los hombres, que somos conquistados y apresados como cualquier otro? ¿Debo decir bien alto que tú, el Dios nuestro, a quien considerábamos invencible, te has mostrado como los dioses de los demás pueblos, conquistados y barridos por dioses más poderosos? ¿Debo gritar que nos equivocamos, que la promesa era falsa, que la alianza era más débil que un tratado de vasallaje con cualquier imperio? Estas son las verdaderas pruebas de los profetas durante todos los exilios.
Pero en esa misma pregunta y en las palabras que la siguen, tomadas de los salmos, también podemos ver una dimensión muy valiosa de la vocación profética en tiempos de gran prueba. En ese diálogo intuimos que el profeta presta su voz a los sentimientos más profundos y verdaderos de su gente, que está desmoralizada, postrada, desilusionada, y quiere dejarse ir, rendirse, ante los que proclaman “lo vuestro no era más que un sueño, que ahora se ha terminado”. Podemos reconocer las mismas pruebas en todos los exilios de aquellos que siguen una voz. El antiguo profeta sin nombre lo sabe. Y así, al comienzo de su misión, cuando se presenta ante su comunidad como profeta exiliado, intenta llegar al meollo del alma de su gente. Lleva ante la voz que le llama a convertirse en profeta todo el dolor de su pueblo exiliado y golpeado en el corazón de su fe y de su identidad. No teme expresar las mismas dudas y el mismo desánimo. Y su vocación se hace colectiva, eclesial. Encuentra al pueblo en el abismo moral y espiritual en el que ha caído. Y el pueblo le responde: ”Sí, hierba es el pueblo. Somos como la hierba”. La traducción no ayuda a captar toda la belleza y la importancia de este diálogo, pero del texto original se desprende que en aquel exilio pudo ocurrir algo especial. El coro se convierte en protagonista de la tragedia, como en Edipo, como en Antígona, como en Job.
Para que una vocación profética pueda dar todos sus frutos típicos y esenciales, es necesario que los profetas no teman hacer preguntas a la voz que les llama, llevar a su diálogo vocacional las heridas más profundas del pueblo y tocarlas para curarlas. En cambio, casi siempre, los profetas, también los que son verdaderos y honestos, se detienen demasiado pronto antes de atravesar los dolores profundos de su gente. En ese caso, la profecía es epidérmica, cosmética, sólo dice palabras pequeñas, no logra gritar, no salva a nadie. Si falta el sí del pueblo, la profecía no convence, no es esponsal, no se encarna, la esperanza es demasiado fácil como para ser creíble. Para que en tiempos de prueba el grito de los profetas sea también el grito del pueblo, es necesario que los profetas sean capaces de “descender a los infiernos”, encontrarse allí con sus muertos y hacerlos resucitar. Así es como los profetas consuelan a su pueblo. No conocen otro consuelo verdadero. Nahamú nahamú ‘ammí: «Consolad, consolad a mi pueblo».
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