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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 02/10/2016
“Sí, es verdad: Sólo las piedras pueden vivir sin este impulso interior. Todo lo demás, todo lo que vive, no puede existir si no es bajo el signo de la Esperanza".
Susanna Tamaro, El tigre y el acróbata
El mutuo provecho es la regla de oro de la economía y de buena parte de la vida civil. La riqueza económica, ética y social de las naciones aumenta siempre que se generan nuevas relaciones, en las que unas personas satisfacen las necesidades de otras. Pero en nuestra vida existen ámbitos y momentos que sólo son buenos cuando no satisfacen nuestros gustos ni nuestras necesidades, pues cuando lo hacen es cierto que nos contentan, pero no nos hacen ningún bien ni nos dan felicidad. Es lo que ocurre, por ejemplo, en algunos momentos cruciales, cuando no decimos a otros las palabras que les gustaría oír o no les damos las cosas que nos piden, porque debemos darles cosas y decirles palabras incómodas, que no les dejan contentos. O cuando logramos mantenernos en la diferencia que existe entre lo que pedimos a los profetas no falsos y las palabras que ellos nos dan, dejándonos incómodos e insatisfechos, sin acudir al floreciente mercado de los falsos profetas, donde podemos encontrar exactamente todo lo que pedimos, pero nada más.
[fulltext] =>Al llegar al centro del libro de Isaías, observamos que el profeta sigue sin acostumbrarse a la falta de eficacia de la palabra que anuncia. El día de su vocación (capítulo 6), YHWH le advirtió de que los jefes del pueblo no le escucharían, pero él sigue sin resignarse frente a la impotencia de la palabra que anuncia. Para ser profeta largo tiempo hay que encontrar una explicación convincente a la falta de eficacia de la propia misión. Un profeta honesto debe buscar una interpretación al hecho de que mucha gente no cree aun cuando tiene delante la palabra, sin contentarse ni consolarse con la fe del resto creyente. Isaías es muy grande porque intenta la explicación más potente y radical: «Ha vertido sobre vosotros YHWH espíritu de sopor, ha pegado vuestros ojos y ha cubierto vuestras cabezas. Toda revelación será para vosotros como palabras de un libro sellado» (Isaías 29,10-11). Para Isaías, es Dios mismo quien cierra los oídos, tapa los ojos y endurece el corazón de los que no acogen su palabra. No hay una explicación más poderosa ni más sorprendente. Una explicación que tiene una lógica profunda y decisiva: si YHWH es quien ha sellado el libro de la profecía, el mismo YHWH podrá levantar el sello “aquel día” y salvar no sólo al resto fiel. Podrá salvar a todos, incluso a los que no han escuchado ni escuchan. El “resto” mantiene viva la promesa, la esperanza, la fe, la alianza. Pero hay un alma del humanismo bíblico que dice también otra cosa fundamental: la salvación, si es verdadera, no puede ser sólo para el resto; debe ser para todos. No hay felicidad plena mientras nos salvemos nosotros dentro de un mundo que se pierde, mientras bajo nuestro paraíso haya un infierno aún no vacío. Las felicidades más altas y verdaderas o son de todos o no son de nadie: «Aquel día los sordos oirán palabras de un libro, y desde la tiniebla y desde la oscuridad los ojos de los ciegos verán, los pobres volverán a alegrarse en YHWH, y los hombres más pobres en el Santo de Israel se regocijarán. Porque se habrán terminado los tiranos, se habrá acabado el hombre burlador» (29, 17-20).
El “resto”, así entendido, no es una élite, ni un club de predestinados, ni un oasis de salvados en un océano de perdición eterna. Sencillamente es sal y levadura, que sólo tienen sentido si se convierten en el pan de todos y para todos. El resto “vuelve a casa” como garantía del retorno de los que aún no han regresado. El resto que vuelve no es el que ya comparte la mesa del padre, sino el hijo que aún está comiendo las bellotas de los cerdos. La salvación universal es la vocación de la tierra, la espera en el regreso de todos los ausentes del banquete de los hijos. Hace falta mucho valor ético y teológico para hacer a Dios responsable de la falta de fe del mundo. Los profetas vienen y siguen viniendo, una y otra vez, para darnos este valor. La salvación siempre está lejos, porque demasiadas veces los “restos” se transforman en clubs privados de unos privilegiados que, en lugar de sentirse sal y levadura en la tierra de todos, se contraponen a la masa y muchas veces la maldicen. Ninguna levadura buena siente odio por la masa.
En esta “desnaturalización de los restos”, los falsos profetas juegan una vez más un papel decisivo. Son, más aún que los jefes, los verdaderos enemigos del pueblo y de la fe y, por consiguiente, de los verdaderos profetas. Isaías es despiadado con la falsa profecía, porque ésta se encuentra en la base de la idolatría más solapada: la que nace dentro del pueblo de la alianza. Los becerros de oro más peligrosos no son los que vienen de los cultos extranjeros de Baal, de Egipto o de Babilonia. Son los que el pueblo fabrica en sus fraguas, fundiendo el oro de las familias, de las esposas, de las hijas, de los regalos. Mientras los ídolos sigan estando separados del Dios distinto, invisible e indecible, mientras no sean más que estatuas muertas que adornan un templo que contiene la ausencia de YHWH (que no es un ídolo porque no está aprisionado en el templo que le hemos construido), siempre queda la esperanza de volver a casa, la oportunidad de que al menos alguien se dé cuenta de que los ídolos son estúpidos y haga con ellos una hoguera: «Profunda y ancha es la hoguera; hay paja y madera en abundancia» (30,33). La salvación abandona definitivamente la escena cuando al becerro de oro se le da el nombre de YHWH (Éxodo 32), es decir cuando el Dios verdadero de ayer se convierte en el ídolo de hoy. Estas transformaciones y estas manipulaciones son el principal oficio de los falsos profetas, productores de la peor idolatría: la que hace de YHWH un fetiche. Estos falsos profetas no son idólatras de ídolos: son idólatras de Dios.
Siguiendo con su crítica sistemática a la idolatría, en este capítulo Isaías nos dice una cosa nueva y decisiva. Es bien consciente de que va a decirnos una verdad primera y por consiguiente exclama: «Ahora ven, escríbelo en una tablilla, grábalo en un libro, y que dure hasta el último día, para testimonio hasta siempre» (30,8). Y a continuación profetiza: «Dicen a los profetas: “No nos hagáis profecías sinceras; habladnos cosas halagüeñas, contemplad ilusiones» (30,9-10).
Estos falsos “profetas de ilusiones” son los profetas aduladores. Son populares en todo tiempo, pero durante las crisis morales son multitud, cuando la “oferta” de falsa profecía responde perfectamente a la “demanda” de los jefes del pueblo. Los poderosos piden ilusiones y los falsos profetas producen y venden sólo ilusiones. Esta demanda de profecía ilusoria y aduladora siempre encuentra oferta. La ofrecen los que se autoproclaman profetas sólo para responder a esta demanda, como hacen las cooperativas y las empresas que nacen sólo para participar en algún concurso público. Pero también la ofrecen los que nacieron como profetas verdaderos y un día, seducidos por el poder, comenzaron a cambiar el contenido de su profecía para confeccionar palabras a medida del mandante. Se convirtieron así en profetas de palacio, cortesanos siempre dispuestos a producir horóscopos proféticos bajo pedido, a decir sólo las cosas que los jefes quieren escuchar, para obtener éxito y dinero.
La palabra aduladora es una de las más comunes bajo el sol. Todos la conocemos y muchos la usamos. Es mucho más fácil alinear nuestros sentimientos con los de nuestros compañeros, amigos y jefes si sólo les decimos las palabras que quieren oír, si confirmamos sus certezas y justificamos sus prácticas. En cambio, es mucho más difícil decir palabras incómodas pero verdaderas, descubrir mentiras y desenmascarar falsos consuelos. Es imposible que nos salvemos si estamos rodeados sólo por amigos y compañeros aduladores. Encontrar un amigo anti-adulador y honesto con nosotros es un tesoro inmenso, aunque nos haga daño y nos hiera.
Pero cuando los que usan palabras aduladoras son los profetas, las consecuencias son mucho más graves. Cuando los miembros de una comunidad carismática adulan a su fundador o a su responsable, cuando los artistas adulan a los poderosos, o cuando los poetas adulan a sus lectores, la vida espiritual y cívica se detiene y se debilita rápidamente. No es raro que surjan regímenes y totalitarismos de todo tipo. Los profetas, los carismas y los artistas sirven a su gente y al mundo cuando nos dicen palabras que no conocíamos, palabras que nos aman precisamente porque no son las que queríamos oír. La profecía, a diferencia de las empresas, no debe satisfacer las necesidades de los “consumidores”: nos ama dejándonos insatisfechos e incómodos. Los profetas se distinguen de los falsos profetas precisamente en que no nos dicen casi nunca las palabras que nos gustaría escuchar, pues tienen otras mucho más verdaderas y mejores que darnos. En cambio, cuando los que escuchan a los profetas se convierten en “clientes que siempre tienen la razón”, se realiza una de las perversiones éticas más peligrosas bajo el sol, que se encuentra en la base de muchas enfermedades comunitarias y sociales. Y YHWH vuelve a ser el becerro de oro.
La profecía aduladora está en la raíz de muchas transformaciones idolátricas. En lugar de seguir anunciando a un Dios distinto de nosotros, más alto y no manipulable (la oración es lo contrario de la manipulación), estos falsos profetas empequeñecen la verdad para hacerla coincidir con nuestra falsedad, que se convierte también en la suya. En lugar de servirnos indicándonos el “todavía no”, aplastan la realidad sobre lo que “ya” es o sobre lo que nos gustaría que fuera. En el mundo y en las religiones ha habido y hay muchos profetas, pero sobre todo hay innumerables legiones de este tipo de falsos profetas, que siempre cosechan un gran éxito, porque el éxito es su único objetivo. Y así ocurre demasiadas veces que el dios que se nos presenta es tan sólo un ídolo confeccionado para satisfacer los gustos de los consumidores en el mercado religioso. Y también ocurre que mucho ateísmo, demasiado, en lugar de ser la negación de Dios después de haberlo conocido, no es más que el descubrimiento y posterior rechazo de la estupidez de unos ídolos producidos por falsos profetas. Para tener la esperanza de encontrar o reencontrar a Dios, al menos al de la Biblia, simplemente debemos ponernos al lado de Isaías y desenmascarar con él a los falsos profetas aduladores que hay a nuestro alrededor y dentro de nosotros. Y después expulsarles del templo, para esperar, finalmente, que “aquel día” la salvación de todos pueda alcanzarles también a ellos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 25/09/2016
«Para nosotros la muerte es, al mismo tiempo, una experiencia límite y una experiencia del límite. Es un acontecimiento extraordinario que, precisamente por ser excepcional, nos pone ante nuestra radical finitud. … La situación de sobrevivir es la situación central del poder»
Elias Canetti, Poder y supervivencia
La promesa de la Biblia siempre ha sido difícil de entender y de aceptar, porque dista mucho de las promesas de los falsos profetas, de los ídolos y de las ideologías. Una promesa mil veces traicionada por el pueblo, los reyes y el templo, que se mantuvo en vida gracias a los profetas y a un pequeño “resto” que, en algunos momentos de la historia, llegó a ser minúsculo, como un pequeño retoño en un tronco talado que parecía muerto para siempre.
[fulltext] =>Ese “resto”, formado por personas pobres y humildes, es el único que entiende a los profetas, porque sigue creyendo en la difícil y antigua promesa. Cada vez que alguien mantiene viva la esperanza cuando los imperios extranjeros conquistan, destruyen y deportan; cada vez que alguien recuerda las antiguas oraciones mientras el templo se puebla de nuevos ídolos a la moda; cada vez que alguien grita invocando la causa del pobre; cada vez que alguien es clavado en una cruz y no maldice a sus torturadores ni a Dios… pasa a formar parte de aquel resto, se convierte sin saberlo en ciudadano de aquel reino, en sal y levadura de la tierra, de un país, de una empresa, de una comunidad. Todo grupo humano tiene su resto fiel, que puede salvarle y muchas veces lo hace.
Ese pequeño reino invisible siempre está en peligro de extinción. Si se mantiene con vida es, en buena medida, gracias a los profetas, que alimentan a este resto narrándole una y mil veces la antigua promesa. Al narrarla, la regeneran una y otra vez en su propia carne. Pronuncian palabras de futuro. Se ofrecen a sí mismos como garantía visible y concreta de la tierra prometida que todavía no se ve. Protegen al resto, como hace una leona con sus cachorros, de las seducciones siempre nuevas de los falsos profetas.
Hay señales que permiten reconocer las falsas promesas de los falsos profetas. Son las mismas desde hace tres milenios: colores demasiado brillantes, tierra sin sombras, alejamiento progresivo de los pobres, transformación del “templo” en un lugar de sacrificios y cultos destinados al consumo emotivo y cuasi-místico, relatos de visiones propias de borrachos. Isaías lo sabe muy bien: «Por el vino desatinan y por el licor divagan; sacerdotes y profetas desatinan por el licor, se ahogan en vino, divagan por causa del licor» (Isaías 28,7). Las primeras bebidas embriagadoras de la falsa profecía y de los falsos cultos son sus liturgias, tan rebosantes de palabras y gestos que no dejan al espíritu ningún resquicio por donde intentar entrar, y alejan a los fieles de la humilde fatiga de vivir para hacerles vagar borrachos por las calles. Isaías exclama, tal vez después de haber asistido a uno de estos ritos orgiásticos: «Todas las mesas están cubiertas de vómito, rebosantes de excrementos» (28,8).
Las religiones y las civilizaciones siempre han vivido y siguen viviendo en un perenne conflicto entre los que quieren aturdirnos distrayéndonos de los sufrimientos del presente con fáciles drogas pseudo-espirituales e ideológicas y los profetas-no-falsos que dedican su vida a mantenernos bien despiertos y vigilantes, anclados a esperanzas no vanas y por tanto difíciles, aunque casi nunca lo logran. Este tipo de conflicto muchas veces adquiere la forma de la burla y el escarnio: «¿A quién se instruirá en el conocimiento? ¿a quién se le hará entender lo que oye? A los recién destetados, a los retirados de los pechos» (28,9). Los opositores a Isaías afirman que no necesitan su revelación, que la consideran un conocimiento útil sólo para niños sin destetar. Y así le toman el pelo, se burlan de él, con una cancioncilla con la que las madres de Jerusalén (probablemente) enseñaban a los niños a hablar y/o a caminar: «Tzau-latzau, Tzau-latzau, Qau-Laqau, Qau-Laqau, Zeer-sham Zeer-sham» (28,10). A los falsos profetas, a los jefes del pueblo, siempre seducidos por las falsas y espectaculares profecías y por las múltiples formas de bacanales y ritos mistéricos, las palabras honestas del profeta les parecen demasiado simples y elementales, propias de críos. En lugar de intentar “hacerse como niños”, acusan a Isaías de infantilismo. Los profetas comparten esta suerte con los verdaderos innovadores en el arte, en la ciencia, en la cultura y en la espiritualidad, a quienes se intenta desacreditar antes que nada con el sarcasmo y la trivialización de sus tesis y experiencias, ridiculizándolas y presentándolas como demasiado elementales y propias de niños. ¡Como si a los adultos nos resultara fácil imitar a los niños! Nos pasamos toda la vida intentándolo y sólo lo conseguimos, algunas veces y siempre de modo imperfecto, al final.
Mientras nos quedamos con Isaías y con el sarcasmo de sus contemporáneos (y de los nuestros), llega otro admirable golpe profético. Nos vemos arrojados al centro de una de las más agudas descripciones del poder: «Hombres burlones, señores de este pueblo de Jerusalén, vosotros que decís: “Hemos celebrado alianza con la muerte y con el seol hemos hecho pacto; cuando pase el azote desbordado, no nos alcanzará, porque hemos puesto la mentira como refugio y el engaño como coraza”» (28-14-15).
Isaías se revela como un fino conocedor y descubridor de uno de los espíritus más potentes de la tierra: el espíritu del poder. Nuestro tiempo no quiere saber nada de este espíritu. Lo ha declarado de oficio un tema no actual ni útil para entender el nuevo capitalismo y las nuevas democracias.
Isaías nos está diciendo que en la base del poder de los “señores” del pueblo hay un acto religioso-idolátrico, un verdadero “pacto con la muerte”, donde el que busca el poder “vende su alma” a cambio de una especie de inmortalidad. No es necesario recordar a los dictadores que practicaron realmente ritos paganos y nigromancias para entender que todo poder intenta por naturaleza superar la condición de mortalidad, vencer a la muerte. Este delirio es intrínseco al poder. El poder, ya sea político, religioso, carismático…, genera en el poderoso la sensación, que pronto se convierte en certeza, de que no es como los demás vivientes («no nos alanzará»), de que por fin ha conquistado-adquirido la gran inmunidad sobre los males de la vida y por consiguiente también sobre la muerte, que es el mal mayor. Genera la sensación de ser como Dios. Es la antigua promesa de la serpiente, que nos seduce cada vez que vuelve. El gran mito del capítulo 3 del Génesis es también un discurso antropológico sobre el poder que, siempre y con carácter inmediato, es también un discurso religioso.
Cuando el poderoso entra en los lugares del poder, deja su ordinaria condición animal para asumir la del vaquero con respecto a sus vacas o la del cazador con respecto a sus presas: un ser superior e invulnerable, con una infinita capacidad-poder para generar vulnerabilidad en los demás. Nada separa e inmuniza tanto como el poder. Por eso, todo poder tiende por naturaleza a hacerse absoluto: un “solo hombre al mando”, pues el poder compartido es imperfecto e inestable. La inmortalidad que conquista el poderoso consiste en la supresión del horizonte de la muerte de la vida concreta, así como de cualquier horizonte más grande en el que pudiera haber un tribunal donde un día alguien pudiera pedirnos cuentas de nuestros actos. Cuando somos señores de otros, nos sentimos verdaderos dioses, aunque nuestro paraíso no sea más que una ciudad, una oficina o un convento.
El poder promete inmortalidad no sólo porque vende la ilusión de una menor exposición a la vulnerabilidad y a la enfermedad, ni sólo porque ofrece la esperanza-ilusión de poder realizar gestas heroicas para lograr un recuerdo imperecedero. Promete mucho más, en su tierra prometida hay una miel más dulce. El poder promete alargar la sensación de inmortalidad que es típica de la juventud, cuando la muerte no está presente o sólo les afecta a otros. Por eso, poder y juventud son afines. Los poderosos buscan, celebran, consumen e idolatran la juventud. Los hombres que ya no son jóvenes intentan permanecer en el poder sobre todo para seguir siendo jóvenes (tal vez sólo por eso) y hacerse la ilusión de que no morirán. Pero no reconocen que se trata de una ilusión: casi toda la fuerza y la fragilidad del poder se encierra en esta gran ilusión que no se presenta como tal.
Un dato interesante y muy elocuente es que muchas culturas han usado la metáfora económica para expresar este perverso comercio entre poder y muerte, que desvela la naturaleza del dinero, su pretensión-promesa de poder comprarlo todo, incluso lo imposible. En esto radica la infinita atracción del dinero que, en lugar de reducirse, aumenta con su acumulación.
Pero para que semejante contrato pueda prometer un premio infinito, la otra parte puede y debe pedirlo todo: el alma y la vida entera. Ayer, hoy y siempre hay hombres que ofrecen en el altar del poder todos los afectos, todos los amores, todas las esperanzas, y también la dignidad. Pues no buscamos sólo los privilegios y los contenidos del poder: anhelamos la inmortalidad, queremos sobrevivir a la muerte.
Llegados a este punto, como ha ocurrido otras veces en los capítulos que hemos comentado hasta ahora, después de una gran página de denuncia y de crítica, Isaías elabora una obra maestra de su teología, engendrando sus palabras más hermosas. A la ilusión del poder inmortal de los señores del pueblo, Isaías responde dándonos la gran palabra de la piedra angular: «Así dice el señor YHWH: “He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental”» Y termina con una frase misteriosa que, en su misterio, nos hace arder de belleza: «Quien crea sabrá esperar» (28,16). Esta frase es la inscripción que Isaías coloca sobre la piedra angular de su edificio espiritual e ideal. La piedra angular, fundamento firme, duro y que lo sostiene todo, no puede ser sino el resto, el pequeño resto que cree, espera y mantiene en pie al mundo.
El poder, con sus ilusiones mortíferas, no es inmortal. El que no muere es el que es capaz de creer en la promesa verdadera y humilde, el que es grande porque es pequeño. Mientras seamos capaces de seguir esperando el cumplimento de la promesa, que sobrevive verdaderamente en los hijos, en los nietos, en los niños del “resto” del mañana, nosotros tampoco moriremos. Eso es lo único que podemos hacer para no morir. No hay otra inmortalidad buena bajo el sol. Quien crea, sabrá esperar.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 25/09/2016
«Para nosotros la muerte es, al mismo tiempo, una experiencia límite y una experiencia del límite. Es un acontecimiento extraordinario que, precisamente por ser excepcional, nos pone ante nuestra radical finitud. … La situación de sobrevivir es la situación central del poder»
Elias Canetti, Poder y supervivencia
La promesa de la Biblia siempre ha sido difícil de entender y de aceptar, porque dista mucho de las promesas de los falsos profetas, de los ídolos y de las ideologías. Una promesa mil veces traicionada por el pueblo, los reyes y el templo, que se mantuvo en vida gracias a los profetas y a un pequeño “resto” que, en algunos momentos de la historia, llegó a ser minúsculo, como un pequeño retoño en un tronco talado que parecía muerto para siempre.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (39 KB) el 18/09/2016
«No hay profecía que no sea apocalíptica, empezando por el libro de Isaías. Los oráculos de los profetas rebosan futuro, un futuro inseparablemente apocalíptico y mesiánico. Si la profecía aparece cuando el pueblo está en el fondo del abismo es porque no hay creación sin caos»
Sergio Quinzio, Comentario a la Biblia
Los profetas nunca son indulgentes con el dinero. Conocen bien su encanto y su capacidad de seducir el corazón del hombre. El dinero se presenta como un ídolo que promete satisfacer nuestra sed de seguridad y nuestra necesidad de salvación, pero, como todos los ídolos, pide todo a cambio. También Isaías, al final de sus oráculos sobre las naciones, antes de introducirnos en su apocalipsis-revelación, nos regala palabras admirables sobre el dinero. Describe la destrucción de Tiro, imagen de la potencia comercial fenicia, con la metáfora de la prostituta madura que vaga por las plazas en busca de nuevos clientes: «Toma el arpa, rodea la ciudad, ramera olvidada: tócala bien, canta más y mejor, para que seas recordada» (Isaías 23, 16).
[fulltext] =>El comercio es un intercambio mercenario, el beneficio una torpe ganancia. Pero también hay un camino de conversión para el dinero y sus comerciantes fenicios: «Será su mercadería y su ganancia consagrada a YHWH. No será atesorada ni almacenada, sino que para los que moren delante de YHWH será su mercadería, para comer y para vestirse decorosamente» (23,18). La ganancia acumulada es maldición; el dinero usado para “comer y vestirse decorosamente” está “consagrado al Señor”.
Dinero eran las treinta monedas de Judas, como dinero eran también las dos monedas que el samaritano usó para asociar al posadero a su proximidad. En el desierto, los hebreos usaron el oro que llevaron consigo al huir de Egipto para construir un tabernáculo para el arca pero también para forjar un becerro de oro. El mismo oro, las mismas manos, destinos opuestos. Nuestra civilización primero aprendió a distinguir los becerros dorados de los tabernáculos, después fundió los tabernáculos para plasmar nuevos ídolos, y finalmente decretó la “muerte de Dios” tras haberlo transformado en un inútil ídolo brillante cada vez más alejado de la Biblia y más parecido a los antiguos cultos de Baal.
Los profetas son un don inmenso porque llaman a los ídolos por su nombre y los distinguen del arca de la alianza, y porque saben estar firmes, sufriendo, delante de nuestras fraguas, donde siguen entrando los últimos tabernáculos y saliendo cantidades industriales de toros dorados.
Los capítulos del llamado “Apocalipsis de Isaías” (24-27) nos ayudan a entrar dentro de una nueva dimensión de la vocación profética y de toda vocación auténtica. Descubrimos que también Isaías tiene un “secreto” y una “revelación” (apocalipsis), un secreto que desvela su misión y su destino: «¡Es mi secreto, es mi secreto! ¡Ay de mí!» (Isaías 24,16).
Hoy no sabemos cuál era en realidad el significado de aquel secreto, debido a la degeneración del tiempo y (tal vez) de los copiadores y glosadores. Pero algo podemos y debemos intuir e intentar decir. Lo que sabemos es que el secreto de Isaías no tiene nada que ver con los secretos mistéricos de cierta apocalíptica (posterior a él), ni tampoco con los números y las letras misteriosas que siempre han poblado las religiones en los momentos de decadencia espiritual y que hoy experimentan un gran renacimiento. Podemos pensar que el secreto de Isaías es su vocación.
Es la conciencia de estar habitado por una voz que le hace ver realidades que le causan mucho dolor. «¡Ay de mí! Los traidores traicionan, consuman la traición porque son traidores. ¡Pánico, lazo y trampa contra ti morador de la tierra!» (24,16). Sus ojos de profeta le muestran el mundo como un gran espectáculo de traición y falsedad.
Isaías ve y siente que la traición es la condición originaria de los hombres bajo el sol. Todos traicionamos, al menos una vez. Traicionamos a los amigos porque no somos bastante generosos. Traicionamos a los hijos cuando los convertimos en nuestros ídolos y “penates” domésticos. Traicionamos al cónyuge al menos con el “corazón”. Traicionamos a los compañeros y a los responsables cuando dejamos el alma fuera de la oficina y entramos con el contrato de trabajo desnudo. Traicionamos a nuestros electores cuando nuestro interés privado usa palabras de bien común sólo para seducirles. Y sobre todo nos traicionamos a nosotros mismos cuando recibimos el don de reconocer la voz verdadera pero no la escuchamos. Todos traicionamos, casi siempre, al menos una vez.
Nuestro corazón hace que olvidemos las traiciones cometidas y recibidas. No podría soportar lo contrario, Pero los profetas las ven y sufren por nosotros. No pueden olvidarlas porque si lo hicieran dejarían de amarnos, nos quitarían la posibilidad de redimirlas. Siguen viendo nuestras devastaciones, infidelidades y traiciones. Pero siguen siendo “centinelas” y habitantes de la noche. Sus pupilas dilatadas les permiten ver mejor las siluetas de las sombras nocturnas y anunciar el alba que todavía no ha llegado. Ven el dolor, las equivocaciones y los pecados de su gente y saben que no pueden hacer nada o muy poco, demasiado poco.
Por eso gritan: “¡ay de mí!”, “¡pobre de mí!”. Los profetas han recibido más dones que los no profetas, pero si son fieles también sufren más. Ven más allá y de distinta manera, y por eso sufren más y de distinta manera. Ese “sufrimiento de la mirada impotente” forma parte esencial de la vocación de los profetas y de los carismas (que continúan la función profética en la historia). Es su pan de cada día, junto a las típicas y maravillosas alegrías, que son la otra cara de estas vocaciones. No se consuelan con la belleza que ven, porque el dolor por la falta de belleza, que también ven, es más fuerte. Sufren porque ven demasiado y pueden hacer demasiado poco. Sienten una potencia casi infinita en la mirada que se convierte en impotencia infinita para aliviar las penas del mundo. Permanece fiel a su vocación el profeta que aprende a habitar esta forma de sufrimiento, el que sabe mantenerse en esta impotencia sin decidir un día arrancarse los ojos del alma. Muchos profetas se pierden por el camino, o se convierten en falsos profetas (que no sufren porque no ven), porque no logran permanecer en este sufrimiento típico, que dura toda la vida y crece con los años. Si es difícil responder a una vocación de jóvenes, mantenerse fieles a ella de viejos es dificilísimo.
Para expresar esta dimensión de su “secreto”, el profeta usa la imagen de los dolores de parto de una mujer, que acaba sin la alegría del niño: «Como cuando la mujer encinta está próxima al parto sufre, y se queja en su trance, así éramos nosotros delante de ti, YHWH. Hemos concebido, tenemos dolores, pero damos a luz viento» (26, 17-18). Dar a luz viento, engendrar vanitas. Dolores de parto sin hijo: ¿qué puede superar este dolor? Isaías, un varón, para dar palabras a esta dimensión de su vocación sólo puede recurrir a la más íntima experiencia femenina. Para él es un misterio que al menos el don de profecía le permite intuir, asumiendo la carne de su palabra. Isaías sabe que «no ha traído la salvación a la tierra», que «no ha engendrado un pueblo nuevo», que la fuerza casi infinita de su palabra no ha logrado vencer la muerte («Los muertos no vivirán, las sombras no se levantarán»: 26,14). En ese momento su palabra se sublima y comienza el canto de la esperanza mesiánica; sale de su día y entra en aquel día: «Aquel día castigará YHWH con su espada dura, grande, fuerte, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa» (27,1).
Leviatán, el gran monstruo marino que devora y mata, será finalmente derrotado. La viña no será ya deshecha y abandonada (capítulo 5), sino que aquel día «se dirá: Viña deliciosa, cantadla. Yo, YHWH, soy su guardián. A su tiempo la regaré. Para que no se la castigue, de noche y de día la guardaré» (27,2). No sabemos – como no lo sabe Isaías ni ningún profeta – cuándo llegará “aquel día”. Pero podemos creer con él que llegará. Yo sé que no veré el alba de aquel día, sé que el “tú” que entonará el “canto de la viña resucitada” será un hijo, un nieto, un niño del mundo. Esta gratuidad constituye la naturaleza profunda de la esperanza. Pero cuando el pueblo, que estaba “todavía en tinieblas”, leía estas palabras de Isaías, anticipaba la salvación, bebía ya de sus fuentes. Este es el primer milagro de la palabra. Cuando hoy leemos y nos decimos unos a otros las palabras de la esperanza de mañana, dentro del exilio comienza el regreso y empezamos a realizar otros actos que mañana convertirán en carne las palabras que hoy nos permiten esperar. Así es como la impotencia de los ojos del profeta se transforma en una misteriosa y real potencia de la mirada convertida en palabra pronunciada y escrita. Los profetas son los guardianes del tiempo que transcurre entre nuestro-su día y aquel día que todavía no ha llegado. Ellos dan a luz viento para que nosotros podamos engendrar hijos.
Isaías sigue revelando su secreto y nos dice que aquel día sucederá también algo impensable, imposible: «Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo» (26,18-19). No hay impotencia mayor que la que experimentamos ante la muerte. Este sufrimiento impotente lo sentimos todos, pero los profetas lo sienten con más fuerza y siempre, no sólo cuando mueren sus hijos y sus amigos.
Por eso, seguramente en el alba del «primer día después del sábado» estaba también todo el dolor de los profetas por las muertes no resucitadas, el dolor de la humanidad ante las tumbas de las hijas y los hijos. La fe nos dice que fue el Padre quien resucitó al Hijo. Pero la vida y la misma fe nos sugieren que fue también el infinito dolor impotente de las madres y de los padres a lo largo de milenios quien resucitó a aquel Hijo especial y quien nos permite esperar en la resurrección de nuestros hijos y de nuestros amigos. En aquella noche estaba toda la Ley, estaban todos los profetas y estaba todo el dolor impotente de la tierra. Estaba y sigue estando.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/09/2016
«No olvidéis nunca que, hasta el día en que Dios se digne desvelar al hombre los secretos del futuro, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: confiar y esperar».
Alejandro Dumas, El conde de Montecristo
Para hablar, las palabras de la boca no siempre bastan. A veces ni siquiera sirven. También hablamos con las palabras del cuerpo, con los gestos que, muchas veces, son más fuertes, claros, universales y radicales que las palabras pronunciadas o escritas. Estas palabras distintas pueden ser anteriores a las de la boca. O posteriores, y explicar entonces lo que las palabras pronunciadas no alcanzan a decir. Algunas veces no tenemos a nuestra disposición otras palabras que las de las manos o las de la carne. O son las únicas que podemos entender. Las palabras de la lengua no son buenas ni bellas si no van precedidas, acompañadas y seguidas de las del cuerpo, porque las palabras desencarnadas no son palabras de vida.
[fulltext] =>«En aquel tiempo habló el Señor por medio de Isaías, hijo de Amós, en estos términos: “Ve y desata el sayal de tu cintura y quítate las sandalias de los pies”. Él lo hizo así y anduvo desnudo y descalzo» (Isaías 20, 1-2). Isaías recibió el mandato de hablar a su gente con el cuerpo desnudo y descalzo. Ejecutó la orden profética, pero su significado no se le reveló hasta pasado un tiempo: «Dijo YHWH: “Así como ha andado mi siervo Isaías desnudo y descalzo tres años como señal y presagio respecto a Egipto y Kus, así conducirá el rey de Asur a los cautivos de Egipto y a los deportados de Kus, mozos y viejos, desnudos, descalzos y nalgas al aire"» (20, 3-4).
Vamos introduciéndonos cada vez más en el corazón de la vocación de Isaías. Su desnudez (cuya historicidad no hay que excluir) nos desvela otra dimensión esencial de la profecía. En la vida de un profeta hay fases en las que entiende claramente que debe actuar, realizar una acción, pero sin entender su significado. Entiende con mucha claridad qué hacer («Dijo YHWH...»), pero no tiene ninguna certeza, a veces incluso ninguna idea, de por qué hacerlo. No comprende el sentido del gesto. Sentimos que tenemos que dejar un trabajo, terminar una relación, entrar en un convento o salir de él, pero no sabemos por qué lo estamos haciendo o, por lo menos, no estamos seguros de que el sentido que le damos a esa decisión y/o el que le dan los demás, sea el verdadero. Algunas veces el sentido se desvela muchos años después. Otras veces sólo al final de la vida. A veces puede que no se desvele nunca. Pero seguimos “caminando desnudos y descalzos” por la ciudad, hasta el final. Para los profetas caminar es más importante que entender el sentido del trayecto, porque el significado primero y más importante es el de la voz que nos invita a caminar. Cuando traicionamos la vocación es cuando dejamos de caminar desnudos y descalzos, no cuando dejamos de entender el porqué. No es tarea del signo interpretarse a sí mismo. El exégeta, si lo hay, debe ser otro. Los profetas son significantes que no conocen su propio significado. En esto se concentra casi toda la gratuidad-pobreza-obediencia-castidad de su vida: en no conocer el significado de lo que son ni de lo que hacen. Así pues, gracias a los profetas comprendemos con extrema claridad algo que vale para todos los seres vivos y ciertamente para los seres humanos: no somos dueños del sentido último de nuestros actos, de nuestra vida, de su dirección y de su significado. Somos un misterio para nosotros mismos. Algunas veces nos encontramos con un hermeneuta que nos explica alguno de nuestros actos y algún fragmento de nuestra historia y hacemos fiesta grande. Pero sabemos que no tenemos acceso a la interpretación de la partitura completa. Nuestras sinfonías bajo el sol, incluso las más majestuosas, maravillosas y heroicas, son siempre inacabadas.
Seguimos caminando en compañía de Isaías y mientras aún estamos embrujados y encantados por su gesto profético, pasamos la página y en el capítulo siguiente nos espera uno de los cánticos más hermosos de toda la Biblia: Shomer ¿ma-mi-láilah?: «Centinela: ¿cuánto falta para el día?».
«Así me ha dicho el Señor: “Ve y ponte como un vigía que otea y avisa, (…) presta atención, mucha atención. Y exclamó el vigía: “Sobre la atalaya, mi Señor, estoy firme a lo largo del día, y en mi puesto de guardia estoy firme noches enteras"» (21,6-8).
Ponerse como centinela es la respuesta de Isaías al mandato de YHWH que dice: «Ve». Es posible “ir” siendo un signo mudo que recorre las ciudades, desnudo y descalzo, y también es posible “ir” poniéndose de guardia “a lo largo del día” y de la “noche entera”. Es posible “ir” vagando por la tierra y también quedándose de vigía sin abandonar el puesto. El centinela es el profeta. De entre todas las imágenes de la vocación profética y tal vez de toda vocación humana auténtica, la del centinela es la que más me gusta. El vigía ve carros, caballos, caballeros. Ve la caída de Babilonia. Pero inmediatamente después descubrimos que la tarea-misión de ese centinela es otra. El texto se eleva poéticamente de forma inesperada. El centinela cambia su misión ordinaria de avistar enemigos por la de dar voz a un misterioso y maravilloso diálogo: «Me gritan desde Seir: "Centinela, ¿cuánto falta para el día? Centinela, ¿qué hay de la noche? ". Dice el centinela: ¡La mañana se acerca, pero todavía es de noche! Si queréis preguntar, volveos y seguid preguntando» (21,11-12). Es un punto álgido de la poesía de Isaías, un vértice de la conciencia de la humanidad. Son versos más grandes que su autor, más grandes que el ya de por sí inmenso libro de Isaías. Son puro don de gratuidad, porque esas palabras no tienen función alguna en la lamentación por las ciudades ni tampoco en la teología de Isaías. No son necesarias para su discurso. Podían no haber existido. Son palabras difíciles de comprender en su contexto, por lo que cada generación y cada lector tienen que interpretarlas y reinterpretarlas sin poder aferrarlas. Estos versos sólo deberían comentarlos los grandes poetas, los verdaderos maestros espirituales, aquellos que han conocido las noches infinitas de las cárceles y los campos de concentración, o las noches de las largas enfermedades propias o ajenas: "¿Qué hay de la noche?". Pero todos podemos rezar con sus palabras, cantarlas y dejarnos cantar por ellas.
El poema nocturno del centinela es muchas cosas a la vez. Posiblemente el primer sentido que estaba en la mente de su autor se haya perdido para siempre. Es una oración de confianza y esperanza en el tiempo de la noche, de confianza y esperanza en Dios, en el amigo, en la paz, en el paraíso, en la justicia, en el amor que todavía no regresa cuando debería regresar. Es el canto de los que luchan por no perder la fe, de los que saben que el alba llegará aunque, inmersos en la oscuridad, no sepan cuándo. Es el llanto de las noches del alma, que no acaban nunca. Pero también es una revelación del misterio de la vocación profética y por consiguiente de los carismas de ayer y de hoy.
El profeta es el centinela de la noche. No es el hombre o la mujer de la luz. No es el habitante del mediodía. Sabe que la noche no durará siempre, que el alba llegará. Pero sobre todo sabe que no sabe cuándo y sabe que «todavía es de noche». Es habitante de la noche, como todos, y como todos ignora el tiempo de la aurora. No llama a la noche día, no enciende fuegos para apagar la oscuridad. La conoce. Es su tiempo. Y no da respuestas que no puede dar. El profeta no es un astrólogo, no sabe leer las estrellas, no es un adivino ni un vidente. No es esa su tarea. Él es “el que está firme” en su puesto de vigía nocturno. Y allí espera, confía, cree, no sabe, como todos, con todos. Pero dialoga con los que pasan, habla con los viandantes de la noche: «Si queréis preguntar, volveos y seguid preguntando». No puede dar respuestas, pero no se niega a escuchar las preguntas. No ahuyenta a los que preguntan por no tener respuestas que dar; es más, les invita a seguir preguntando, a volver, a regresar.
Profeta es el hombre y la mujer del dialogo nocturno, compañero y compañera del tiempo de las preguntas sin respuesta. Sólo puede responder con sus dos únicas certezas: que todavía es de noche y que el alba llegará. No es experto en los tiempos, no aventura previsiones acerca del momento de la aurora. La esperanza profética no niega la noche ni niega el alba. La fidelidad a su vocación radica en saber ser ignorante entre la noche y el alba, e invitar a los que pasan a hacer preguntas. Los profetas aman su tiempo dialogando con los que preguntan buscando respuestas, sin poder responder. Y mientras habitan esta noche dialogante, comienzan los primeros resplandores del día. No hay alba más hermosa que la que nos sorprende en compañía de profetas honestos.
La falsa profecía es la negación de la noche o la negación del alba. El profeta siempre tiene la tentación de transformarse en un adivino, en un hermeneuta del alba que todavía no ha llegado y muchos anhelan, olvidando la realidad concreta de la noche. Estos falsos profetas traicionan la verdad de la noche, porque, en lugar de ser solidarios con todos los ignorantes del tiempo, creen evitar la oscuridad ofreciendo la certeza del tiempo del día, como si conocer el momento del final de la noche pudiera borrar la realidad de la ausencia de la luz. Dialogan sobre un futuro abstracto y hacen que sus interrogantes pierdan la concreción de la noche. Eschaton sin historia, paraíso sin tierra, tiempo sin plaza, resurrección sin cruz. El profeta no es un vendedor de futuros desconocidos, no es un técnico del tiempo, sino un simple e ignorante habitante de la noche. Otros falsos profetas niegan el alba. Cuando anuncian honestamente que «todavía es de noche» y se olvidan de decir que «el día llegará». Esta es la tentación que sufren sobre todo los profetas honestos que, cuando la noche se alarga y se ven rodeados de vendedores de un falso futuro consolatorio, comienzan a pensar que la única posibilidad de ser solidarios y verdaderos con los que pasan es eliminar el final de la noche, eternizar la oscuridad, suprimir la espera, la esperanza y la fe. Pero entonces la historia pierde el eschaton, nos quedamos crucificados para siempre.
Los profetas que no son falsos saben habitar el tiempo que transcurre entre la noche y el alba, saben estar firmes en su propia ignorancia y en la de los paseantes nocturnos, fieles en su propio lugar de avistamiento. Y acompañan y llenan la noche hablando y volviendo a hablar, escuchando y volviendo a escuchar las preguntas de los que siguen interrogando: «Centinela, ¿cuánto falta para el día?».
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/09/2016
«No olvidéis nunca que, hasta el día en que Dios se digne desvelar al hombre los secretos del futuro, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: confiar y esperar».
Alejandro Dumas, El conde de Montecristo
Para hablar, las palabras de la boca no siempre bastan. A veces ni siquiera sirven. También hablamos con las palabras del cuerpo, con los gestos que, muchas veces, son más fuertes, claros, universales y radicales que las palabras pronunciadas o escritas. Estas palabras distintas pueden ser anteriores a las de la boca. O posteriores, y explicar entonces lo que las palabras pronunciadas no alcanzan a decir. Algunas veces no tenemos a nuestra disposición otras palabras que las de las manos o las de la carne. O son las únicas que podemos entender. Las palabras de la lengua no son buenas ni bellas si no van precedidas, acompañadas y seguidas de las del cuerpo, porque las palabras desencarnadas no son palabras de vida.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 04/09/2016
«El profeta no vela. Es más: su forma de quitar el velo requiere el uso de un lenguaje simbólico»
Guido Ceronetti, El libro del profeta Isaías
Saber rezar es un capital personal y cívico de gran valor. Es una capacidad fundamental de la persona humana. Es la primera oportunidad que se nos da cuando adquirimos conciencia de que estamos inmersos en el misterio de la vida. Es siempre un recurso moral muy valioso, que se convierte en esencial cuando tenemos que pasar largas noches de insomnio, destrucción o desierto. Los que aprendieron el arte de rezar – de los padres, de los abuelos o de un gran dolor – y han sabido conservarlo al llegar a la vida adulta, cuentan con un auténtico patrimonio, que da una rentabilidad muy alta y crece con el tiempo (si es importante saber rezar de niños, es crucial saber hacerlo también en la vejez, cuando la desaparecida inocencia de las primeras oraciones debe volver). Todos aquellos que han olvidado cómo se reza, los que están luchando para no olvidar la última oración que aprendieron de niños, los que nunca han sabido ni querido rezar pero un día sintieron el deseo de hacerlo, pueden volver a empezar a partir de Isaías.
[fulltext] =>«La campiña de Jesbón se ha marchitado; la viña de Sibmá, cuyas cepas llegaban hasta Yazer, se perdían por el desierto y alcanzaban el mar. Por eso voy a llorar como llora Yazer, por la viña de Sibmá. Te regaré con mis lágrimas, Jesbón y Elalé, porque sobre tu cosecha se ha extinguido el clamor de los segadores, y se retira del vergel alegría y alborozo, y en las viñas no se lanzan cantos de júbilo, ni gritos. Vino en los lagares no pisa el pisador: el clamor ha cesado» (Isaías 16,8-11). El ciclo de profecías y lamentaciones sobre las ciudades y naciones del libro de Isaías es también un sublime y trágico canto sobre el trabajo humano, sobre los oficios, sobre los campos habitados por el hombre en tiempos de ruina. Es una dolorosa poesía que llega hasta el trabajo, hermanando así a las personas con la naturaleza, al homo con el humus, al adam (hombre) con la adamah (tierra).
El profeta contrapone dos tipos de grito: los de dolor por la destrucción y los de alegría por el trabajo. Cuando en una comunidad se abate la desventura, los gritos del dolor de hoy apagan los gritos buenos de ayer, los de la vida vivida y compartida. Los cantos de luto sofocan los cantos de la siega, la cosecha y la vendimia. En la tierra hay gritos buenos y gritos malos, como también hay risas buenas, que dan vida, y risas horribles que matan. Las desventuras y las destrucciones son doblemente dolorosas, porque producen lágrimas de luto y coartan las de alegría.
Es estupendo que Isaías llore también por la destrucción de las viñas y el trabajo, aniquilados junto con las ciudades. Los ejércitos de los imperios no se limitaban a matar y a deportar personas, También destruían (y destruyen) las casas, quemaban los muros y arrasaban los campos, los lugares del trabajo y la economía, talaban los árboles. Porque ninguna ciudad está totalmente destruida si queda en pie un lugar de trabajo, un taller, una viña, un grano de uva. Por eso, para volver a vivir después de una destrucción, hay que volver a trabajar, y hacerlo juntos. Resucitar el trabajo y sus lugares es una forma de resurgir. A los hijos no podemos resucitarlos, pero sí nuestro trabajo. Y a partir de estas resurrecciones posibles podemos comenzar de nuevo a vivir. Para renacer después de una destrucción, hay que reconstruir. La primera forma de reconstrucción que tenemos a nuestro alcance es hacer que renazcan cosas de nuestras manos, co-crear de nuevo la tierra con nuestro trabajo. Y a lo mejor, mientras volvemos a pastorear el ganado, encontramos una zarza ardiente que nos revela otro nombre de Dios, o mientras volvemos a pescar escuchamos la voz de alguien que nos llama por nuestro nombre.
Así pues, Isaías nos enseña a llorar por la muerte de los hombres y las mujeres, y a llorar también por la muerte de sus trabajos, de sus casas y de su oikonomia. En el día de la destrucción de Egipto «gemirán los pescadores y se lamentarán todos los que echan anzuelo en el Nilo; y los que extienden la red sobre las aguas, languidecerán. Estarán de luto los que trabajan el lino, cardadoras y tejedores palidecerán. Estarán sus tejedores abatidos, todos los jornaleros desanimados» (19,8-10). Y en el de Etiopía «cortará los sarmientos con la podadera y los pámpanos viciosos arrancará y podará» (18,5). Pescadores, podadores, tejedores, cardadoras y jornaleros se lamentan, están decepcionados, descompuestos, palidecen, están de luto.
Lloramos por las vidas destrozadas, no hay consuelo para la muerte de los niños, pero lloramos también por las fábricas destruidas y por las escuelas derrumbadas. El luto de la ciudad es uno y alcanza a nuestras obras. Las cosas que amábamos y amamos sufren con nosotros, y nosotros con ellas. Isaías es un gran conocedor de la vida de las personas y por consiguiente del trabajo. Nos lo podemos imaginar merodeando por las campiñas alrededor de Jerusalén, observando y escuchando a los campesinos y jornaleros. El hecho de conocer la vida ordinaria de la gente, experimentar los tiempos y los modos de la poda, la acción de la podadera y de las redes, enriquece su poesía y su profecía.
Muchas veces nuestras reflexiones espirituales de hoy se detienen demasiado pronto y demasiado cerca, sin llegar a donde deberían llegar, porque están demasiado alejadas de las empresas, de los campos, de las obras, de los lugares de la vida corriente. La profecía cambia la tierra si emerge desde sus vísceras, si es el canto de la podadera y del lino. La metáfora y el símbolo, siempre presentes en los profetas, ganan fuerza a partir de las viñas verdaderas, con sus cepas y sarmientos, y de los oficios. Una viña puede ser imagen viva del pueblo y de la Iglesia. Pero para ello hemos de conocer al menos una de verdad, caminar entre sus hileras, sentir su olor, ver sus colores e incluso fatigarnos con la poda y la vendimia. Sólo las metáforas encarnadas consiguen incidir en nuestra carne. ¿Cuándo volveremos a escribir – y a leer – nuevos pasajes proféticos en los mercados, en los talleres, en las aulas, para incidir en la carne de nuestro tiempo?
La Biblia sabe que el trabajo es vida y la vida es trabajo. Sabe muy bien que el trabajo conlleva cansancio y, a veces, sufrimiento. Por lo general, el sufrimiento del trabajo es bueno y fecundo. Pero hay un sufrimiento que no es nunca bueno: el de no poder volver al trabajo porque el lugar ha desaparecido, se ha derrumbado o es inhabitable.
En la tierra hay pocas cosas más hermosas que la alegría que se experimenta mientras se trabaja, la alegría por el trabajo que realizamos juntos. En nuestro tiempo esta alegría colectiva está cayendo fuerte y rápidamente, sustituida por la satisfacción individual de los incentivos y las primas. Pero no ha llegado a desaparecer, todavía existe. La podemos encontrar en los campos, en las fábricas, en las oficinas, en los hospitales, en las escuelas. Podemos conocer una forma especial y valiosa de esta alegría cuando, después de haber experimentado el cansancio y el sufrimiento gestionando una emergencia grave o superando una crisis importante, después de haberlo dado todo, en un momento determinado, sin preaviso, se crea un clima distinto y entra aire fresco. Son momentos breves y raros, pero tienen la capacidad de compensar el tiempo del dolor y del cansancio y sublimarlo. Algunas veces esta alegría distinta llega al final de la crisis y marca el comienzo de una nueva fase. Otras veces los problemas no se resuelven, pero este aire nuevo es igualmente un bálsamo para el alma individual y colectiva.
Las generaciones pasadas sabían reconocer mejor que nosotros esta alegría típica y celebrarla. Con frecuencia eran las mujeres quienes reconocían las primeras señales: entonaban un estribillo y comenzaba la fiesta. Otras veces era una oración, un canto de resistencia o una historia la que desencadenaba esa otra dimensión del tiempo y del espacio. Entonces el trabajo ordinario se convertía en liturgia, se forjaban lazos comunitarios, se creaban amistades para siempre, se daba inicio al tiempo de la compañía y la fraternidad.
Podemos hacer mil cursos sobre bienestar laboral y contratar coaches y counselors. Pero si no aprendemos pronto a recrear las pre-condiciones espirituales y morales para que pueda darse el milagro de esos momentos “distintos”, el trabajo del siglo XXI será más pobre que el de los siglos anteriores, que era duro, durísimo, pero conocía esta belleza.
El llanto de Isaías por la destrucción de la región de Moab nos reserva otra sorpresa, delicada y maravillosa: «Por los panes de uvas de Quir Jaréset todos gimen abatidos» (16,7). Entre las páginas del rollo de Isaías, dentro de la Biblia, hay una palabra de la Palabra dedicada a una torta de uvas, un humilde producto típico de Moab. Isaías derrama sus lágrimas también por un plato local, por un pan exquisito, famoso en aquella región. Su lamento de luto abraza un producto alimenticio de aquella tierra destruida, un pan, fruto de las manos y de la sabiduría de aquella tierra. Ahí está también él, como sacramento eterno del antiguo sufrimiento de mujeres, hombres, niños y niñas de la tierra. Antes de convertirse en negocio y espectáculo televisivo, la comida es vida para las personas, compañera (cum-panis) de alegrías y dolores. La Biblia lo sabe y nos lo enseña, nos deja el rastro de un lugar destruido llorando por uno de sus “platos típicos”. Hay una espiritualidad de los lugares y por consiguiente también de los productos de esos lugares, de su cultura y de su cultivo.
Si Isaías es tan grande, es gracias, entre otras cosas, a estos detalles que permanecen escondidos y mudos durante siglos, hasta que la vida los ilumina y los explica. Si nos hubiéramos encontrado con el pan de uva de Quir Jaréset dos semanas antes, no se nos habría iluminado y no nos habría amado como nos ama hoy. La uva aplastada llevaba allí dos milenios y medio, esperándonos para darnos hoy, en nuestras destrucciones, un mensaje de esperanza, un mensaje que Isaías no podía conocer. Es nuestra historia la que nos lo ha revelado.
Nosotros seguimos necesitando a la Biblia y a los profetas. La Biblia y los profetas siguen necesitándonos a nosotros.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 04/09/2016
«El profeta no vela. Es más: su forma de quitar el velo requiere el uso de un lenguaje simbólico»
Guido Ceronetti, El libro del profeta Isaías
Saber rezar es un capital personal y cívico de gran valor. Es una capacidad fundamental de la persona humana. Es la primera oportunidad que se nos da cuando adquirimos conciencia de que estamos inmersos en el misterio de la vida. Es siempre un recurso moral muy valioso, que se convierte en esencial cuando tenemos que pasar largas noches de insomnio, destrucción o desierto. Los que aprendieron el arte de rezar – de los padres, de los abuelos o de un gran dolor – y han sabido conservarlo al llegar a la vida adulta, cuentan con un auténtico patrimonio, que da una rentabilidad muy alta y crece con el tiempo (si es importante saber rezar de niños, es crucial saber hacerlo también en la vejez, cuando la desaparecida inocencia de las primeras oraciones debe volver). Todos aquellos que han olvidado cómo se reza, los que están luchando para no olvidar la última oración que aprendieron de niños, los que nunca han sabido ni querido rezar pero un día sintieron el deseo de hacerlo, pueden volver a empezar a partir de Isaías.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 28/08/2016
«…Todavía estaba hablando Job, cuando llegó otro y le dijo: “Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor. De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes, que perecieron”. Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza y, postrado en tierra, dijo: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré”»
(Job 1, 18-21).
«De noche ha sido devastada. Ar Moab ha sido destruida. De noche ha sido saqueada, Quir Moab ha perecido. Sube la hija de Dibbon a los oteros llorando. Sobre el Nebo y sobre Medba Moab ulula. Todas las cabezas están rapadas, todas las barbas, raídas. En sus calles se han ceñido sayal, sobre sus azoteas y en sus plazas hacen luto y se deshacen en lágrimas, (…) dan gritos desgarrados. ¡Los gritos han rodeado sus fronteras!» (Isaías 15,1-8).
[fulltext] =>Llegamos, en un momento trágico para nosotros, al ciclo de los oráculos y las lamentaciones de Isaías por las ciudades y las naciones devastadas de Babilonia, Asur, Moab, Damasco, Egipto y Etiopía. No hay un tiempo-kairós más apropiado que éste. Estos oráculos y lamentaciones son más grandes que su tiempo y que sus autores y por eso pueden darnos palabras grandes y extremas para llorar hoy por nuestras ciudades de Amatrice, Arquata y Accumuli, por nuestra Siria y por tantas ciudades y naciones donde las palabras del profeta siguen convirtiéndose en sangre y en carne, siguen encarnándose.
Las calles y las plazas destruidas y cubiertas de escombros son el mejor lugar para leer y meditar hoy la Biblia y los profetas. Sólo allí podremos entender sus palabras sin turbarnos ni escandalizarnos y acogerlas como don, como palabras verdaderas cuando las nuestras sólo quieren callar: «Machacarán a sus hijos, saquearán sus casas; aullarán las hienas en los palacios y los chacales en las casas» (13, 18,21-22). Los hechos históricos, las devastaciones de las que habla Isaías, nos quedan demasiado lejos; son inciertos, se han desvanecido y tal vez se hayan perdido para siempre, Pero su canto de lamentación y luto puede convertirse, se convierte, en un canto de luto por nuestras ciudades devastadas y por sus habitantes que ya no están.
Por una misteriosa ley de reciprocidad, las palabras bíblicas hacen que nuestras palabras sean más humanas, y nuestro dolor-amor mantiene vivas y fecundas las palabras bíblicas para que puedan decir cosas siempre nuevas. Esta ley es verdadera siempre, pero está latente hasta que un acontecimiento la activa, casi siempre en medio de un gran dolor. De repente entendemos, con la inteligencia de la carne, que necesitamos la Biblia para ser más humanos y que la Biblia nos necesita para seguir viva. Los evangelistas cambiaron el mundo, entre otras cosas, porque fueron capaces de dar palabras nuevas a la profecía del Emmanuel, al Jordán, al Mar Rojo, al desierto. A las palabras antiguas les hicieron decir cosas nuevas. Si cada generación de creyentes en esa misma palabra bíblica no encuentra palabras nuevas y vivas para volver a decir, aquí y ahora, los acontecimientos de Moab, Damasco, el desierto, el monte Tabor y el monte Moria, la Biblia no transforma nuestra historia ni nos salva. Es una ideología más. En el mejor de los casos, alimentará la liturgia o la meditación personal. Demasiado poco.
Los grandes dolores colectivos, cuando no nos hacen peores, pueden convertirse en parteras de nuevos evangelios. Después de esos momentos, el mundo comienza a hablar de otro modo. También las palabras bíblicas hablan más, tienen más verbos y más adjetivos. En esos días podemos entender mejor y de otro modo la tierra, la fe y al mismo Dios. Descubrir, por ejemplo, que en el mundo existen millones de personas que siguen entonando los cantos, escribiendo los libros y gritando las palabras de Job e Isaías, sin haber leído ni una sola línea de la Biblia. Y quedarnos sin aliento por la sorpresa. La Biblia sería demasiado pequeña si hablara sólo para los que la leen y la conocen, si amara sólo a los que la aman.
Basta una sola persona, que pase hoy por las ruinas de nuestras ciudades, recogiendo los gritos de las madres y de los padres, y vea en ellos a Job, a Agar, al Abandonado, para darle a la palabra bíblica la posibilidad de seguir amándonos y salvándonos a todos, también a los que no conocen ni aman esa palabra. Así la buena noticia se hace universal y no se queda en una pobre experiencia para consumo del reducido club de los elegidos. La palabra es sal, levadura de la tierra, aunque la tierra no lo sepa. Sin sermones, sin hablar de religión ni de Dios, sino simplemente dando un nombre distinto a los signos que encuentra, sobre todo al dolor mudo de los otros. Algo parecido, aunque no idéntico, ocurre con la poesía y con el arte, que, cuando son honestos, no hacen sino “dar nombres” nuevos a las cosas, para nombrar el dolor del mundo. La primera función-don de la palabra, tal vez la única, es nombrar las cosas, llamarlas, y llamándolas hacerlas resurgir.
Si así no hubiera sido, si la Biblia no hubiera asumido la vida más verdadera de los hombres y de las mujeres (nada hay más cierto en la tierra que nuestro dolor, sobre todo el dolor moral y espiritual), nadie habría podido escribir ni pensar un día que la palabra se había convertido en carne humana y que lo había hecho verdaderamente y para siempre, para todos. Si desconectamos el acontecimiento de la encarnación de la palabra de la humanidad que ha sufrido (sufre) y ha amado (ama) esperando palabras para llamar su propio dolor-amor, nos perdemos casi todo el significado histórico y salvífico de la revelación bíblica.
El Dios de la Biblia sufre con nosotros. Estaba allí, entre los escombros, escavando con las manos desnudas, junto a los bomberos, al lado de padres y madres, llorando en los funerales, preguntando con nosotros y como nosotros “por qué”, como hizo un día en la cruz y como sigue haciendo todos los días, siempre. Las preguntas que nacen de nuestro extremo dolor “obligan” a Dios a estar a la altura de la parte más alta de su creación, una parte tan alta y noble que asombra incluso a su creador. El Dios bíblico se sorprende al ver que un padre no muere delante el ataúd de su hija. Debe sorprenderse, porque su fuerza moral es de la misma naturaleza que la creó el mar, el sol, la luna y las estrellas. Y después nos da las gracias cuando abrazamos, consolamos y mezclamos nuestras lágrimas con las de nuestros amigos heridos, porque son abrazos que Él, en su omnipotencia, no puede dar si no es a través de nuestro cuerpo. Si no se asombrara asistiendo a estos actos de infinito amor-dolor, el Dios de universo no sería el que nos presenta la Biblia, sería menos humano que nosotros, En cambio, YHWH aprende de la historia, descubre que la lectura más bella para un funeral es esa página sagrada escrita por las lágrimas de los padres. Y de esas lágrimas aprende algo que no sabía, que no podía saber hasta que esa madre lo ha vivido.
Para creer en un Dios omnipotente y sumamente perfecto no hacía falta la revelación, bastaba el natural sentido religioso o idolátrico. La Biblia y después la encarnación nos han revelado otra idea de omnipotencia y de perfección. Nos han desvelado a otro Dios, que se sorprende y se conmueve al ver el regreso a casa de un hijo, que se indigna por nuestra maldad imprevista, que se asombra por la fidelidad extrema de Abraham y por la infidelidad extrema de Judas.
Muchos problemas de nuestra teología – y de nuestro ateísmo – dependen de la construcción de una idea abstracta de Dios, demasiado alejada de la Biblia y de las heridas de la historia. El Dios que conocemos en la Biblia siempre ha necesitado de la libre cooperación de los hombres, de los árboles (higuera) y de los animales (burro de Balaam). La omnipotencia que nos ha revelado necesita del “sí” de una joven mujer para poder hacerse niño. El dios abstractamente omnipotente de las filosofías, de algunas teologías y de algún catecismo, sólo produce un vano sentido de omnipotencia en sus creyentes y el ateísmo en aquellos que le piden cuentas por la hija de Jefté, por Ismael, por Dina, por Esaú, por los benjaminitas, por las dos Tamar, por Urías el hitita, por Abel, por Raquel que llora y no quiere ser consolada porque sus hijos ya no están, por la madre de los macabeos, por un crucificado que no desciende de la cruz y muere de verdad y por tanto sin la certeza de la resurrección.
Pero las distintas formas de gnosis siempre han intentado (e intentan) mostrarnos a un Cristo que fingía morir y que por consiguiente también fingía resucitar. Ese dios abstractamente omnipotente no puede sino implosionar ante todos los que no ven a sus hijos resucitar de la muerte, como les ocurrió a Jairo y a la viuda de Naím, ante todos los que no recuperan a su hermano de la tumba, como les ocurrió a Marta y a María, ante todos los crucificados que no llegan al “primer día después del sábado”.
El cristianismo se convierte en pleno humanismo, tal vez el mayor de todos, cuando sabe estar (stabat) dentro del sábado santo, sin saltar con demasiada rapidez del Gólgota al sepulcro vacío. Cuando olvidamos que después del viernes llega el sábado (no el domingo), ya no sabemos llamar a nuestros dolores ni a los dolores de los demás por su nombre, construimos domingos artificiales y transformamos la pasión en una ficción que no salva a nadie. El sábado es el día de la historia humana: el tiempo del hijo muerto, el tiempo de las mujeres que ungen el cuerpo de un crucificado, el tiempo de los abrazos. Sólo aquí podemos encontrar verdaderamente a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, ungir nuestras heridas y las suyas, llorar con nuestros compañeros de viaje, aprender la fraternidad del sábado santo. Y después, juntos, esperar la llegada de otro día: «Aquel día el Señor te liberará de tus penas y de tus angustias» (Isaías 14,3).
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 28/08/2016
«…Todavía estaba hablando Job, cuando llegó otro y le dijo: “Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor. De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes, que perecieron”. Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza y, postrado en tierra, dijo: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré”»
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«De noche ha sido devastada. Ar Moab ha sido destruida. De noche ha sido saqueada, Quir Moab ha perecido. Sube la hija de Dibbon a los oteros llorando. Sobre el Nebo y sobre Medba Moab ulula. Todas las cabezas están rapadas, todas las barbas, raídas. En sus calles se han ceñido sayal, sobre sus azoteas y en sus plazas hacen luto y se deshacen en lágrimas, (…) dan gritos desgarrados. ¡Los gritos han rodeado sus fronteras!» (Isaías 15,1-8).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (66 KB) el 21/08/2016
"Escucha: si todos deben sufrir para comprar con el sufrimiento la armonía eterna ¿qué tienen que ver aquí los niños? dímelo por favor."
Fiodor Dostoievski, Los hermanos Karamazov
La gratitud es una de las primeras reglas de la gramática social. Cuando se respeta y se practica, la alegría de vivir aumenta, los lazos se estrechan, las fábricas y las oficinas se humanizan y todos nos hacemos mejores. Pero en nuestro corazón humano no anida sólo un deseo profundo de recibir agradecimiento, de que se nos vea y se nos reconozca por lo que somos y por lo que hacemos. El deseo de agradecer también es muy profundo. Cuando no recibimos reconocimiento sufrimos mucho, pero no sufrimos menos, aunque sí de otra manera, cuando no tenemos a nadie a quien dar las gracias.
[fulltext] =>En eso, la gratitud se parece a la estima: no sólo deseamos que los demás nos estimen, también queremos poder estimar a las personas con las que vivimos. La existencia humana florece si a lo largo de los años va aumentando tanto la demanda como la oferta de gratitud (y de estima), hasta el último día, cuando cerremos los ojos pronunciando un último “gracias”, que será el más verdadero y el más hermoso de todos.
«Secará el Señor el golfo del mar de Egipto y agitará su mano contra el Río. Con la potencia de su soplo lo partirá en siete arroyos, y hará posible pasarlo en sandalias; habrá un camino para el resto de su pueblo que haya sobrevivido de Asur, como lo hubo para Israel, cuando subió del país de Egipto» (Isaías 11,15-16). Este versículo, con el que concluye el ciclo de la “paz mesiánica” de Isaías, nos revela una cosa muy importante de la relación entre memoria, promesa y futuro, que es típica de todo el humanismo bíblico.
Después del Emmanuel y del anuncio de la promesa de una paz cósmica más grande que la primera (capítulos 7-11), Isaías termina este gran ciclo con un memorial. Nos hace volver al acontecimiento fundacional de Israel, a Egipto, a la travesía del mar, al final de la esclavitud, al comienzo de la libertad, a Moisés. Aquella primera gran liberación se convierte en el punto de observación del presente y del futuro de su pueblo y de la humanidad. Vuelve atrás para seguir creyendo en el futuro. La salida de Egipto no pertenece al pasado. Es garantía de futuro. Si la liberación ha acontecido una vez, puede acontecer de nuevo. Y así será: ocurrirá de nuevo porque ya ocurrió.
La primera palabra del Decálogo es un memorial: «Yo soy YHWH, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Éxodo 20,2). Shemá Israel: escucha, y por consiguiente recuerda. «Mi padre era un arameo errante» (Dt 26,5). En la Biblia escuchar es recordar. Es una actividad, un ejercicio colectivo de la memoria. Es escuchar la voz del espíritu y escuchar la voz de los profetas, que tienen, por vocación, la misión de unir memoria y promesa. Es la misma misión de los carismas, que son la continuación de la profecía bíblica.
Esta es la visión bíblica de la historia. Nosotros la traicionamos cuando decidimos que sólo el presente es real y verdadero, que el pasado ha muerto para siempre y que el futuro es una apuesta en base a las previsiones de los analistas financieros o de los horóscopos. En cambio, la Biblia es el continuo y formidable ejercicio de una memoria viva cargada de futuro. Los profetas nos devuelven al pasado para que nos sorprendamos al encontrarnos con una promesa de futuro. Así, la memoria se convierte inmediatamente en una mirada hacia delante. Es la anti-nostalgia, porque no es el recuerdo de un pasado que ya no existe sino de un pasado que es deseo y esperanza.
Desde este punto de vista, las personas y las comunidades somos como las plantas. Vivimos de raíces y de luz de cielo, de memoria y de promesa. Las raíces necesitan agua, sales y sustancias químicas. A partir de ellas, la linfa en bruto llega a las hojas verdes, que la elaboran y después la devuelven nutriendo a toda la planta con sus raíces. Un árbol no puede crecer en altura y en extensión si no crecen y se desarrollan también sus raíces, si no se nutren con su alimento típico, que es distinto del de la copa.
También las raíces de nuestra historia personal y colectiva necesitan hechos y palabras específicas y diversas. No necesitan luz sino linfa refinada por las hojas. Si exponemos las raíces al sol para observarlas mejor, como algún científico poco avezado hace de vez en cuando, no entenderemos mucho de la vida de las raíces. Las raíces se entienden mejor en su ambiente oscuro, donde ven a su manera, sin ojos. Las raíces de nuestra identidad individual y comunitaria no se alimentan reinterpretando el pasado hoy sino iluminando el presente con un futuro verdadero.
Isaías (cap. 11) ya nos decía que el primer alimento de la raíz es el anuncio de una promesa aún más grande que la primera: lobos que pastan con corderos y niños amigos de las víboras. Todo eso es cierto siempre, pero lo es de un modo absoluto y decisivo para las comunidades creadas a partir de la fe en una promesa. Estas “plantas” son muy delicadas y sólo los jardineros hábiles son capaces de cuidarlas y evitar que mueran. No hay nada mejor que una gran promesa de futuro no vana para alimentar la memoria.
Cuando la planta sufre y comienza a marchitarse, la crisis puede depender de la falta de luz o del exceso de la misma, pero también de un terreno árido y empobrecido del que se alimentan las raíces. Si a la planta le falta agua, de nada sirve que la traslademos del salón a un balcón soleado, porque únicamente aceleraremos su muerte. Cuando las comunidades y los movimientos carismáticos e ideales comienzan a marchitarse, la enfermedad depende unas veces de la luz y otras del terreno. Muchas veces se marchitan por la falta de luz, por la falta de alguien (profetas) capaz de contar historias de futuro tan grandes, al menos, como las de los primeros padres; capaz de regar con nueva luz a las nuevas generaciones y de calentar el corazón destemplado de las primeras.
Pero también puede marchitar el exceso de luz, cuando, para dar entusiasmo al pueblo, se construyen falsas promesas usando luces de neón tras la puesta del sol, o se les alimenta con un doping místico y visionario, perdiendo contacto con los pobres y con las palabras sencillas de la vida y de la tierra. Esta luz artificial seca las hojas y pronto también las raíces. Pero también es posible marchitarse por una escasa o mala alimentación de las raíces; por un escaso o mal ejercicio de la memoria, de la identidad; por falta de agua, cuando la memoria y la identidad se olvidan y no se cultivan; o por demasiada agua, cuando la historia y la identidad se convierten en la primera y única preocupación,, haciendo que la planta entera muera por ahogamiento de las raíces.
Las grandes crisis llegan por la pérdida de raíces o de sol (o de ambas cosas). Mientras seamos capaces de mantener juntas las raíces y la luz, una hermosa historia de los orígenes con una historia aún más hermosa del destino, seguiremos vivos y creceremos. Además, entonces podremos comprender una cosa que está en el corazón de la profecía de Isaías.
Se dice que el libro de Isaías es el libro de la fe. Después de estos primeros capítulos, la primera palabra que nos llega, como la estrella de la mañana, es esperanza. La evolución de este rollo nos desvela también la lógica de la esperanza bíblica. Hoy nos cuesta entender esta esperanza, porque hemos perdido contacto con el espíritu bíblico y con su relación sapiencial con el tiempo. La esperanza bíblica es siempre una esperanza histórica, no pospuesta para el eskaton después de la historia. No debemos pensar que la paz universal del capítulo 11 de Isaías haga referencia a nuestro paraíso. Su único paraíso posible es el que seamos capaces construir en la tierra, que es el único lugar donde YHWH vive y actúa. Su eskaton es la vocación, el cumplimiento, la plenitud (pleroma) de la historia humana y de la tierra: su último día, no el día después.
Esta esperanza crece de generación en generación, pasa de padres a hijos. Como la fe. El hombre bíblico puede creer porque sus padres creyeron. Su fe es fe en YHWH y en la fe de los padres. Es tradición. Nuestros padres fundan la fe, pero nuestra esperanza funda la realización de la promesa en el día de los hijos. Nosotros estamos en el exilio, pero sabemos – esperamos, creemos – que nuestros hijos tendrán de nuevo una tierra. La esperanza sólo puede ser el nombre del hijo “un resto volverá - Sear Yasub” (Isaías, 7). Para la esperanza bíblica hace falta un pueblo, hace falta la fe de los padres y de las madres y hace falta esperar por los hijos y por las hijas. Cuando no existe esta altura y esta profundidad, acabamos confundiendo la esperanza con el optimismo o con las técnicas de “pensamiento positivo” que venden las escuelas de negocios.
Dentro de este horizonte de esperanza-fe es posible comprender también el sentido bíblico de la alabanza, el reconocimiento y el agradecimiento, que Isaías pone como corona de la primera parte de su libro. Él nos ha hablado de la viña, nos ha contado su vocación y su fracaso, nos ha dado la profecía del Emmanuel y de la joven mujer, nos ha prometido una nueva creación de paz. El último redactor de su rollo ha querido sellar estas profecías con una alabanza, con un agradecimiento. Mientras en el exilio creamos que “un resto volverá”, mientras esperemos por nuestros hijos, podemos alabar y agradecer ya. Los que tienen un hijo lo saben.
Todavía no podemos regresar, pero creemos-esperamos que lo haremos “aquel día”. Entonces es posible la gratitud – alabanza ya. Podemos y debemos agradecer ya hoy en vistas de aquel día. Y no se trata de una oración de súplica; sólo puede ser oración de acción de gracias. Porque la alabanza más hermosa y verdadera es la que se eleva en el exilio para agradecer por una liberación que no es para nosotros, porque es más grande que nosotros: «Dirás aquel día: “Yo te alabo, Señor (…) He aquí a Dios mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues el Señor es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación”. Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación» (12,1-3).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (66 KB) el 21/08/2016
"Escucha: si todos deben sufrir para comprar con el sufrimiento la armonía eterna ¿qué tienen que ver aquí los niños? dímelo por favor."
Fiodor Dostoievski, Los hermanos Karamazov
La gratitud es una de las primeras reglas de la gramática social. Cuando se respeta y se practica, la alegría de vivir aumenta, los lazos se estrechan, las fábricas y las oficinas se humanizan y todos nos hacemos mejores. Pero en nuestro corazón humano no anida sólo un deseo profundo de recibir agradecimiento, de que se nos vea y se nos reconozca por lo que somos y por lo que hacemos. El deseo de agradecer también es muy profundo. Cuando no recibimos reconocimiento sufrimos mucho, pero no sufrimos menos, aunque sí de otra manera, cuando no tenemos a nadie a quien dar las gracias.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 14/08/2016
«Este es el lenguaje de los profetas. Para ellos el futuro no está en ningún lugar, sino en devenir. Ellos nos hacen experimentar la historia como algo de lo que hemos sido partícipes. Este ya y este todavía, este ya no y este todavía no son los grandes volantes del reloj de la historia universal»
Franz Rosenzweig, La Biblia hebrea
Paradójicamente, la verdad de la profecía no se mide por la cercanía de las palabras del profeta a la realidad futura, sino por su distancia. Las falsas profecías son las que intentan prever la realidad, y así actualizan continuamente sus palabras para hacerlas coincidir con los hechos.
[fulltext] =>Es un oficio antiquísimo, que los arúspices, adivinos y guionistas siguen realizando muy bien. La falsa profecía genera esperanzas vanas con palabras que consuelan al pueblo, prometiéndole un futuro de color de rosa. Eso es lo único que saben hacer los falsos profetas. Los verdaderos profetas lo saben muy bien, pues nadie los conoce y los reconoce mejor que ellos. En cambio la profecía, sobre todo la que anuncia esperanza en tiempos de desventura, es un desafío, una provocación a la historia de hoy para que se convierta en lo que todavía no es. Es una lucha contra la realidad, una acción, un cimiento, una sacudida como la que el agricultor le da al árbol estéril para que vuelva a dar fruto. Es una oración, un salmo, un grito. En la biblia no son sólo los hombres y las mujeres quienes dirigen oraciones a Dios. Hay también una fuerte, constante y tenaz oración que Dios nos dirige a nosotros. Dios es el primer orante de la biblia. Con la voz de los profetas nos implora que volvamos a casa; nos suplica que nos convirtamos en lo que seremos pero aún no somos.
En el centro del capítulo 10 encontramos un gran tema de Isaías: el regreso y la salvación de un resto. “Un-resto-volverá” es el nombre que le dio a uno de sus hijos y es también el corazón de su visión de la salvación: «Un resto volverá, el resto de Jacob, al Dios poderoso. Que aunque sea tu pueblo, Israel, como la arena del mar, sólo un resto de él volverá» (Isaías 10,21-22).
Estas palabras fueron escritas, reescritas y corregidas durante algunos de los periodos más oscuros de la compleja historia del pueblo de Israel: la guerra, el exilio y la separación de la mayor parte de las tribus de los hijos de Jacob-Israel, que no regresaron a la patria después del exilio. Es una profecía que habla de regreso y de salvación en el tiempo del no-regreso y por consiguiente del no-cumplimiento de la promesa hecha a los padres.
A Abraham, después del monte Moria, JHWH le dijo: «Yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa» (Génesis 22,17). Muchas otras veces se lo repitió también a sus hijos. Isaías conoce esta gran promesa, que es el fundamento de su fe y de la fe de su pueblo. Cree y confía en esa palabra originaria, pero los hechos dicen lo contrario. El pueblo está disperso y perdido. Este es el primer sufrimiento moral del profeta: anunciar una palabra y vivir en un presente histórico que la niega. Su deber es permanecer dentro de esta tensión vital, tratando de salvar la palabra de la fuerza contraria de la evidencia histórica.
La teología del resto es un elemento fundamental de la “estrategia” de Isaías para salvar la promesa y la historia. No niega el presente con su evidencia contraria a la palabra, sino que salva la fe del comienzo a partir del final. Los hijos de Israel-Jacob no han sido tan numerosos como la arena del mar. La promesa del comienzo no se está realizando como la imaginaron los patriarcas ni como la conservaron y la contaron. Hay que partir de ese dato pero sin quedar aprisionados en él.
Las crisis más grandes y difíciles de las personas y de las comunidades que han creído en una palabra y en una promesa las generan hechos de hoy que contradicen la promesa de ayer. Los hijos disminuyen, los frutos que tenían que llegar no llegan, la realización del ideal está cada vez más lejos. La pérdida de la fe (en el ideal, en la voz que lo pronunció, en nosotros que la escuchamos, en otros que nos la explicaron cuando éramos jóvenes) es la solución más fácil en estas grandes crisis de la vida. Los profetas – cuando existen y cuando les escuchamos a ellos y no a los falsos profetas – mantienen viva la fe de ayer en la prueba de hoy y nos dan un relato distinto del mañana. Para salir de las crisis no basta reelaborar el pasado y reinterpretar la antigua promesa. Hay que empezar por contar una historia distinta del futuro, posible y convincente. Ninguna lectura nueva del comienzo es suficiente para reemprender el camino si no hay un buen relato del final.
Isaías nos da un método para contar el final, cuando nos dice y nos repite aquí y ahora: “sólo un resto volverá”. La primera promesa sólo se cumple en parte (“sólo un resto”), pero se cumple de verdad. No era un engaño ni una ilusión, simplemente era excedente. La primera promesa era demasiado grande para cumplirse, pero si hubiera sido menos grande Abraham no se habría puesto en camino y nosotros no habríamos pronunciado ningún “para siempre” (nuestra escasez de “para siempre” es también consecuencia de una carestía más fuerte de promesas grandes). Sólo la promesa de lo infinito y de lo imposible hace posible hoy la experiencia de lo finito. En toda vocación, en toda gran esperanza de juventud. Sólo un resto se salvará, pero se salvará de verdad. La promesa no ha sido vana.
Cuando la vida se desarrolla como un camino vocacional, como el seguimiento de una primera voz-promesa, llega un momento en que es necesario comprender, so pena de detenernos en el camino, que “sólo un resto se salvará”. La arena del mar, que se nos prometió el día del gran encuentro, tal vez no sea más que la arena de la playa que hay delante de casa, o la que cabe debajo de la sombrilla o incluso la que podemos aferrar en un puño. Nos pusimos en marcha buscando el cielo. Pensábamos que habíamos encontrado el paraíso en la tierra, que conocíamos a Dios y que nos habíamos hecho sus amigos. Pero pasan los años y nos encontramos rodeados de espesos nubarrones. No hemos encontrado el paraíso terrestre. No hemos logrado vivir la vida que esperábamos porque se ha revelado demasiado distinta de como la imaginamos, y cada vez sabemos menos quién es Dios.
Podemos salir de estas auténticas depresiones espirituales si un día nos damos cuenta de que el que se salva es un resto, de que la salvación no es más que aquella pequeña cosa que ha sobrevivido de la primera promesa: esa persona a la que salvamos de la trampa en la que había caído, ese trabajo bien hecho durante cuarenta años sin ser nuestra vocación, esa oración que hemos seguido recitando en los años del desierto sin entender las palabras que pronunciábamos.
La mayor parte de nuestra vida no ha sido como queríamos. Casi todas las palabras del primer encuentro, una a una, han dejado de hablarnos. Pero una palabra, una sola, ha seguido viviendo y ha crecido; hemos desempeñado bien una tarea, una sola, y seguimos haciéndolo con bondad y belleza. Así, un día sentimos con claridad que en ese humilde “puñado de arena” está toda la antigua promesa; que se ha salvado, que nos ha salvado a nosotros y que ha salvado al mundo entero. También los granos de arena que caben en una mano son innumerables. No podemos contarlos. Queríamos una salvación grande y poderosa y no la encontramos. Hasta que descubrimos que era pequeña y frágil, como un niño, y por eso no la reconocíamos.
Pero si un pequeño resto de la primera promesa permanece vivo y verdadero, puede echar un nuevo vástago. Este es el milagro de las plantas: pueden volver a florecer siempre que un pequeño resto del cuerpo siga vivo: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, un retoño de sus raíces brotará.» (11,1). El retoño es el florecimiento del resto. Es la posibilidad, la esperanza, de que el árbol que todavía no hemos visto, o ha sido talado, pueda ser tan real e incluso más bello que el soñado. La caída del árbol no era el fracaso de la promesa, sino sólo el final de lo que habíamos imaginado que era la promesa. Pero estas cosas, es decir, la diferencia entre el árbol del sueño y el árbol de la promesa, sólo nos las pueden desvelar los profetas, luchando contra los falsos profetas que quieren convencernos de que el árbol es uno solo, o de que su caída no ha sido más que una alucinación. No hay nada más doloroso para un profeta que seguir anunciando el árbol que todavía no existe cuando algunos ven un tronco talado y otros siguen viendo, como por encantamiento, árboles invisibles, pero nadie logra ver el retoño. La potencia, la verdad y la eficacia de la profecía – de aquel que un día la pronunció y de los que hoy la repiten y la reviven – está en el grito de su parto.
Para sentir en la carne la fuerza y el dolor-amor de estas profecías de Isaías, deberíamos pronunciarlas situándonos, al menos con el alma, en una ciudad de Sudán del Sur, en Libia o en Aleppo, en esa Siria tan presente en su libro. Y desde allí entonar de nuevo el gran canto del profeta. Rezar con sus palabras distintas. Pedirle a la historia que cambie. Implorar piedad a Caín, a la serpiente, a los osos y a los lobos que se están despedazando entre ellos y devorando a los niños. Sacudir nuestros árboles estériles.
Porque para poder volver a creer en una esperanza no vana en el tiempo del árbol caído, hace falta una promesa del final más grande que la del comienzo: «Vivirán juntos el lobo y el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán juntas, sus crías descansarán juntas, el león comerá paja como el buey. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño» (11,6-9).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 14/08/2016
«Este es el lenguaje de los profetas. Para ellos el futuro no está en ningún lugar, sino en devenir. Ellos nos hacen experimentar la historia como algo de lo que hemos sido partícipes. Este ya y este todavía, este ya no y este todavía no son los grandes volantes del reloj de la historia universal»
Franz Rosenzweig, La Biblia hebrea
Paradójicamente, la verdad de la profecía no se mide por la cercanía de las palabras del profeta a la realidad futura, sino por su distancia. Las falsas profecías son las que intentan prever la realidad, y así actualizan continuamente sus palabras para hacerlas coincidir con los hechos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (50 KB) el 07/08/2016
«Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.»
Jorge Luis Borges, El Aleph
El profeta no es sólo un liberador de hombres, mujeres, esclavos y pobres. Es también, quizá por encima de otras cosas, un liberador de Dios. Las religiones y las ideologías, por naturaleza, tienden a aprisionar a Dios en sus jaulas. Tratan de construir tiendas y templos en los que obligarle a entrar para después dejarle encerrado. Elaboran teologías y filosofías en las que Dios no puede dejar de obedecer las leyes preparadas para él, no puede sorprender a nadie.
[fulltext] =>Esas jaulas serían perfectas si no existiera la profecía. El primer don de los profetas consiste en ver esas prisiones de Dios y en pedir a gritos la liberación del Prisionero.
Pero la liberación profética no se realiza en el tiempo histórico del profeta. Su presente sólo puede ser el tiempo de la lucha; pero, sin embargo, crea la posibilidad de una historia distinta mañana. El profeta es como el viejo que planta en la tierra la semilla de una encina, sabiendo que el árbol no será para él.
Con el capítulo 9 termina lo que se conoce como “el memorial de Isaías” (6,1-9,6), es decir, el gran relato, probablemente autobiográfico, de la primera misión histórica del profeta y de su fracaso final. Isaías recibió la llamada a convertirse en profeta y a hablar con Ajaz, rey de Judá. El rey no le escuchó, no creyó en las señales, y el corazón de su pueblo se endureció cada vez más.
Esta primera fase de su vida de profeta, que duró quizá dos años, le marcó profundamente. Sus hijos se convirtieron en las coordenadas de su profecía. El primero fue el hijo de la esperanza: «un-resto-volverá» (Is 7,3). El segundo, el anuncio de la desventura: «YHWH me dijo: llámale “pronto-saqueo-rápido-botín”» (8,4). Ciertamente se trata de nombres simbólicos, que corresponden a episodios donde la historia y los hechos son inciertos y están difuminados, desenfocados. Pero no hasta tal punto que perdamos la concreción y la carnalidad de la historia profética. No entenderíamos a Isaías ni el humanismo bíblico si renunciáramos a ver hombres de carne y hueso dentro de sus relatos.
Nos perderíamos demasiado, casi todo, de los primeros capítulos del rollo de Isaías si lo convirtiéramos en una colección de discursos morales y visionarios, totalmente desconectado de las vicisitudes humanas e históricas de su autor. Sus hijos son mensajes y señales, pero antes que nada son niños, que llevan grabada para siempre en su nombre la profecía de su padre. En la Biblia el nombre es cosa seria.
Todas las vocaciones marcan nuestra carne personal y colectiva. No hay nada más carnal que seguir una vocación. Si los profetas pueden enseñar palabras-carne, es porque antes han sido marcados por la palabra en su carne más profunda. Toda llamada es personal, pero sus efectos van más allá de la persona. Alcanzan a los amigos, a la esposa, al esposo, a los hijos, a los compañeros de trabajo, a las novias que no han llegado a ser esposas. Todos ellos son “heridos” y “bendecidos” por la llamada. Este es uno de los motivos por los que las historias de los profetas comienzan con una genealogía: «Isaías, hijo de Amós», «Jeremías, hijo de Jilquías». La bendición de la vocación profética no va sólo hacia delante, hacia los hijos y descendientes. Misteriosamente tiene un valor retroactivo, va también hacia atrás, dando sentido y bendiciendo el pasado.
Muchas vocaciones de hijos han cambiado, redimiéndola, la historia de sus padres, madres y abuelos. Han sido la urdimbre que desvela el diseño de una trama hasta entonces incomprensible. El nacimiento de Jesús de Nazaret dio un sentido distinto a las dolorosas historias de Tamar y Betsabé. Cada hijo que nace da un sentido distinto a la historia de los padres, a sus encuentros y desencuentros, a sus alegrías y sufrimientos. Ese niño en concreto nos explica el dolor del primer noviazgo fallido, de los abandonos ocasionados y padecidos: nuestros y de nuestros abuelos.
Por eso, cada hijo es un mensaje escrito en muchas lenguas: las más sencillas todavía vivas, otras muertas y algunas aún no descifradas. Los profetas, con sus señales distintas, son como una “piedra Roseta” viva, que nos permite descifrar lenguas desconocidas, para poder comprender al fin historias, poesías e inscripciones funerarias.
Pero a diferencia del profeta, sus familiares y amigos no tienen un encuentro personal con la voz. No siempre. Casi nunca llega en sueños un ángel a decirles: «José, no temas» (Mateo 1,20). Pero muchas veces, casi siempre, los compañeros deben caminar junto a los profetas, seguirles en su misión, en sus dolores y a veces en su martirio, sin haberlo elegido. Siguen una voz que no oyen directamente, pero que misteriosamente les llama y les asocia a la vocación de otro a quien están unidos por otra vocación o destino. Muchas veces su historia está hecha de una mansedumbre y docilidad que les hace “heredar” la misma tierra que el profeta. Estas “vocaciones sin voz” son verdaderas vocaciones, auténticos mensajes: «Aquí estamos yo y los hijos que me ha dado el Señor, por señales y pruebas» (8,18). Una señal es el profeta, señales son sus hijos, señal es “la profetisa” (8,3).
Isaías cierra su primera misión con una solemne entrega a sus discípulos: «Cerraré el testimonio, sellaré la enseñanza en presencia de mis discípulos» (8,16). Por la arqueología antigua y por otros textos bíblicos sabemos que estos actos eran momentos oficiales, jurídicos, que se realizaban en presencia de testigos que, a veces, estampaban también su firma.
Los documentos especialmente importantes, los contratos o los testamentos se ataban con una cuerda y se sellaban para garantizar su autenticidad. Después se depositaban en una vasija de barro cocido y se entregaban a la persona que debía custodiarlos. Isaías ha realizado su misión. No le queda sino confiar su testimonio (torah) y su enseñanza a sus discípulos, con la misma actitud espiritual con la que se deja un testamento. Para decir que la palabra no escuchada sigue viva y representa una herencia, entrega a sus discípulos el testimonio-enseñanza.
Es la primera vez que aparece la comunidad de los discípulos de Isaías. Y lo hace para recibir la herencia de su palabra y de su fracaso. El primer deber de toda comunidad profética y carismática que recibe una herencia no es gestionar o administrar los éxitos del profeta/fundador, sino custodiar el testimonio de un fracaso. La primera de las muchas herencias de un profeta que hay que atar y sellar es la memoria de su fracaso histórico. En cambio, cuando lo que se “atan” son los éxitos y se olvidan los fracasos, las comunidades se pierden.
Antes de retirarse de la vida pública (por unos veinte años, tal vez) Isaías dirige otras palabras a sus discípulos: «Cuando os digan: “Consultad a los nigromantes y a los adivinos que bisbisean y murmuran fórmulas”, vosotros ateneos a la enseñanza y al testimonio.» (8,19-20). Durante las crisis sociales, morales y políticas, aumenta mucho la oferta de adivinos y magos, a menudo inducida por la demanda. A los profetas no se les escucha o se les mata. Y así naturalmente crece el mercado de la magia y la adivinación, junto a espiritualidades espectaculares de efectos especiales, “señales”, visiones y milagros. Isaías profetiza la inminente llegada de graves pruebas y sufrimientos para el pueblo, y siente la necesidad de ponerles en guardia de esta peligrosa enfermedad de los tiempos de crisis. Pero resulta muy significativo que el profeta dirija esta advertencia a sus discípulos, a su comunidad profética. Durante las crisis no abundan sólo los falsos profetas y los magos. También los auténticos profetas corren un fuerte peligro de transformarse en adivinos.
La profecía siempre es fidelidad costosa a una palabra que no es propia y que sólo asegura falta de éxito y persecuciones. En los momentos de cambio y de extravío colectivo, durante las carestías y las pruebas, los pueblos y sus jefes buscan y piden salvación. Las respuestas de los profetas no gustan, porque no indican los caminos amplios y veloces que el pueblo y sus jefes desearían, hechos de consuelos ilusorios que los profetas, por vocación, no pueden dar.
Los consuelos de los profetas son verdaderos porque no responden a los “gustos de los consumidores”. Los “clientes” de los profetas no siempre tienen la razón. Ante la dificultad de permanecer fieles al mensaje, puntualmente llega la gran tentación de ablandar el mensaje («es duro este lenguaje», Jn 6,60), para entrar en consonancia cognitiva con los oyentes. Pero así la profecía muere, transformándose poco a poco en producción de ilusiones y pseudo-consuelos, en «bisbiseo de fórmulas». Dejan de guardar “el testimonio y la enseñanza” y se convierten en vendedores de bienes de consumo emocional y en organizadores de espectáculos de entretenimiento de gran éxito. Pero el mismo Isaías nos advierte del destino de los que caen en estas trampas: «No habrá aurora para ellos» (8,20). El que se encuentra en la noche puede ver el alba. En cambio, si confundimos la noche con el día, acabaremos confundiendo el alba con el ocaso.
Las religiones de los adivinos combaten la verdadera oscuridad de la noche con fuegos de artificio y, aunque llegara el alba, no serían capaces de reconocerla, deslumbrados por los fuegos fatuos. Cuando los profetas se retiran y la crisis arrecia, la única cosa sabia que podemos hacer es aprender a resistir en la oscuridad, aprender su nuevo lenguaje, hacernos compañeros solidarios de los demás habitantes de la noche del mundo, que son muchos.
Las comunidades herederas de los profetas permanecen fieles a la enseñanza y al testimonio si se convierten en centinelas del final de la noche. Si esperan, aman y desean el alba, si ven sus primeras luces y anuncian a todos la buena noticia: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría (…) Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado» (9,1-5).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (50 KB) el 07/08/2016
«Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia.»
Jorge Luis Borges, El Aleph
El profeta no es sólo un liberador de hombres, mujeres, esclavos y pobres. Es también, quizá por encima de otras cosas, un liberador de Dios. Las religiones y las ideologías, por naturaleza, tienden a aprisionar a Dios en sus jaulas. Tratan de construir tiendas y templos en los que obligarle a entrar para después dejarle encerrado. Elaboran teologías y filosofías en las que Dios no puede dejar de obedecer las leyes preparadas para él, no puede sorprender a nadie.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (66 KB) el 31/07/2016
"Oh, Esarhadón, rey de países, ¡no temas! / Soy Istar de Arbela. / A tus enemigos los entregaré en tus manos. / Yo soy Istar de Arbela. / Yo iré delante de ti y detrás de ti. No temas."
Oráculo cuneiforme babilónico, siglo VII a.C.
Los profetas son hombres y mujeres que no triunfan. Su palabra y su existencia nos proporcionan un mapa ético y espiritual para orientarnos en la hora del fracaso. Nos recuerdan que nuestra condición ordinaria es la falta de éxito. Las conquistas que obtenemos son siempre demasiado pequeñas y pasajeras. Nosotros tendemos a consolarnos con las metas alcanzadas y a redimensionar las preguntas y los ideales para encajarlos dentro de los límites de nuestras posibilidades. Y así dejamos de crecer y de hacer que el mundo crezca.
[fulltext] =>Los profetas no. Ellos siguen anunciando una salvación más grande y justa que nosotros. Prefieren su propio fracaso, e incluso el de Dios, antes que domesticar la verdad de la palabra que deben anunciar. Si la tierra se alcanza, es que no era la tierra prometida. Ningún hijo realiza del todo nuestros sueños (¡ay de nosotros si los realizara!). Aún seguimos esperando la venida de aquel que nos prometió que un día volvería. Esta es la esperanza no vana que nos ofrecen los profetas, que no es vana precisamente porque es más grande que nuestros éxitos y los suyos.
El encuentro entre Isaías y Ajaz, rey de Judá, que se nos relata de forma espléndida, acontece cuando el reino del Norte (Israel o Efraím) y otros pequeños reinos cercanos están siendo conquistados por el imperio asirio. Jerusalén está amenazada. La situación es de guerra, de una gravísima crisis política. Isaías profetiza al rey que el intento de ocupación de sus enemigos fracasará («Eso no ocurrirá, no se realizará»: 7,7).
Le invita a creer. Y le tranquiliza: «No temas ni desmaye tu corazón» (7,4). «No temas…», otra espléndida expresión que nos lleva al corazón de Isaías y al corazón del Evangelio. En la economía de este relato es muy importante la “señal” (’ôt) que YHWH quiere que Ajaz le pida. Las señales que acompañan a la misión de los profetas son muy serias. No tienen nada que ver con las “señales” que las mujeres y los hombres religiosos siempre han pedido y siguen pidiendo, que son expresión de magia, de idolatría o, en el mejor de los casos, de una fe inmadura.
La señal es un elemento fundamental de la vocación y de la actividad del profeta. La profecía siempre es un hecho histórico, se realiza dentro de la vida ordinaria del pueblo. En medio de la crisis, las catástrofes, las alegrías, la política y la economía de su tiempo. Las señales dicen la profecía es concreta y usa también las palabras de los hechos, porque las palabras habladas no son suficientes.
Estas señales no son apuestas con Dios, ni técnicas para demostrar al público el talento profético, como, por el contrario, ocurre con los falsos profetas de todos los tiempos, con los que son como “Simón el Mago”. Los falsos profetas manipulan el sentimiento religioso de la gente porque su “Dios” es tan sólo un instrumento de trabajo, un medio para obtener ganancias y poder. Las señales de los profetas son todo lo contrario. A los verdaderos profetas no les gusta dar las señales que siempre les piden, porque saben que la gente acaba transformando al profeta en autor de las señales, lo que supone la muerte más común de los verdaderos profetas.
«El Señor volvió a hablar a Ajaz diciendo: “Pide para ti una señal"» (7,11). La señal profética es un acto de fe y por consiguiente una relación de confianza. No pedirla no es expresión de humildad ni de piedad, sino simple falta de fe. Ajaz, para justificar su rechazo, invoca la prohibición de “tentar a Dios" (Éxodo 17,2). Recurre a la misma palabra de YHWH para tratar de transformar la desconfianza en fe.
Esta es una actitud muy extendida, sobre todo en los momentos de prueba y crisis. Los jefes y los responsables de comunidades con frecuencia citan la ley, el evangelio o los estatutos para cubrir decisiones que sólo nacen de la desconfianza hacia una persona o hacia la comunidad misma, y así no tienen que asumir responsabilidades ni costes. Isaías inmediatamente se da cuenta de las verdaderas intenciones del rey y le reprende con las mejores palabras: «¿Os parece poco cansar a los hombres que cansáis [molestáis] también a mi Dios?» (7,13).
Como diciendo: tú no sólo me ofendes a mí (a “los hombres”) tratándome de falso profeta, sino que también reniegas de tu fe-confianza en la Alianza. Ajaz fue un mal rey: «No hizo lo recto a los ojos de YHWH». En particular, fue un rey idólatra e infanticida: «Ofreció sacrificios y quemó incienso en los altos (…) Quemó a sus hijos, según la abominable costumbre de los paganos» (2 Re 16,2-4). Un idólatra no podía escuchar las palabras del profeta.
Pero la profecía no se detiene ante nuestros pecados. Isaías responde al rechazo de Ajaz con una auténtica obra maestra, que aún hoy nos deja sin aliento: «El Señor mismo os dará una señal. He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Isaías 7,14). El niño, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, no es la señal de Ajaz: es la señal de Isaías. El fracaso de la profecía por el rechazo de un rey idólatra provoca una de las profecías más bellas de todos los tiempos. No es raro que nuestras palabras más hermosas sean las segundas, las que logramos pronunciar sobre el fracaso de las primeras. Ajaz no cree que su Dios vaya a salvarle y da comienzo al declive político de su reino, que culminará dos siglos más tarde con el exilio a Babilonia.
En este triálogo entre Isaías, Ajaz y YHWH, comienza a desvelarse la gramática de la palabra principal del libro de Isaías: la fe. La fe bíblica es antes que nada una palabra humana. Entenderla significa penetrar la vida humana y también, si queremos, saber quién es Dios. El primer significado de la palabra fe es confianza. Es creer en una palabra, que es siempre palabra de una persona, y después actuar en consecuencia. En el humanismo bíblico, la fe es la primera obra. Ajaz no creyó, y actuó. María creyó, y actuó.
En la Biblia también Dios cree: tiene confianza en los hombres, cree en nosotros, en ti y en mí. La Alianza es la gran categoría bíblica de la fe, donde no sólo nuestra respuesta de amor va precedida del amor de YHWH, sino que también nuestra fe viene después de la fe de Dios en nosotros. Cualquiera que haya tenido un hijo y lo haya amado de verdad entenderá esta dimensión de la fe-confianza. El primer amor para con un hijo es creer en él, darle confianza, una fe-confianza que dura toda la vida y lo regenera mil veces a la primera vida.
También la falta de fe es acción. Cuando no creemos en una palabra, en un proyecto, en una promesa, en un futuro, actuamos de forma que esa palabra, ese proyecto y esa promesa no se realicen. El cumplimiento de las señales de la fe depende de la libertad de aquel en quien ponemos nuestra confianza y por consiguiente siempre es incierto. Por eso las profecías de la no-fe se realizan con más frecuencia que las de la fe, porque se auto-cumplen: nuestra desconfianza actúa y produce el acontecimiento esperado. No siempre, pero sí muchas veces. El cadáver bajará por el río si hemos contribuido al asesinato río arriba.
Muchas comunidades, empresas, familias y trabajos terminan porque alguien, en un momento determinado, deja de creer en un futuro distinto y posible. Otras muchas no mueren y siguen viviendo porque alguien, en un momento determinado, cree y actúa. Porque al menos una persona cree. Una dimensión espléndida de esta fe se nos desvela en un detalle colocado en la apertura del capítulo: «El Señor dijo a Isaías: "Ea, sal con tu hijo Sear Yasub al encuentro de Ajaz"» (7,3). Isaías acude a la decisiva cita con un hijo. El nombre del niño significa "un-resto-volverá": un pequeño grupo del pueblo se salvará, alguien volverá del exilio. Seguiremos teniendo una historia de salvación que vivir y contar. No se ha acabado todo.
En la Biblia, el nombre que se elige para un hijo es siempre un mensaje. El primer mensaje que Isaías lleva a Ajaz es su propio hijo. Los profetas saben usar estas palabras encarnadas. Gracias a ello, un día pudimos intuir el misterio de una palabra-Hijo hecha niño. O como Jeremías, que, mientras Jerusalén es asediada y él está encarcelado por orden del rey por haber profetizado que la ciudad sería conquistada por Nabucodonosor, compra un trozo de tierra: «Cómprame el campo de Anatot» (Jeremías 32,7).
El profeta anuncia el exilio y mientras tanto compra un terreno, para decir con una señal que el exilio no será para siempre. Un resto volverá a casa. Mientras todos abandonan la empresa en crisis, uno se queda e invierte. Mientras todos salen de la comunidad, alguien se quedan, alguien vuelve a la casa vacía para reafirmar la fe en la primera promesa. Nada habla más claramente de futuro que un campo comprado en la patria en tiempo de exilio, o alguien que vuelve cuando todos escapan. Nada habla más claramente de futuro al alba de la crisis más grande, que un hijo que se llama “un-resto-volverá”, Este hijo-esperanza es el que acompaña a la profecía del niño-Emmanuel. Dos niños; un mismo mensaje de vida.
No sabemos quién era el Emmanuel de Isaías. Tal vez Ezequías, el rey fiel, hijo del infiel Ajaz y de la reina Abía. Tal vez, según el teólogo medieval Rashi, un tercer hijo de Isaías. Tal vez un hijo de una joven (’almâ), todavía virgen en el momento de la profecía, cercana a Isaías mientras profetizaba. Tal vez alguien diferente. Mateo, y muchos cristianos después de él, han visto ahí el anuncio de María de Nazaret y su hijo. La profecía bíblica sigue viva porque se ha revelado más grande que nuestras interpretaciones, incluso las más altas. Y seguirá viva mientras la dejemos abierta, plural, pobre y la amemos con gratuidad.
La joven ’almâ y el Emmanuel de Isaías son una mujer joven y un niño con nombre de confianza. Porque en las crisis, en todas las crisis, es posible esperar la salvación mientras una mujer dé a la luz un niño.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (66 KB) el 31/07/2016
"Oh, Esarhadón, rey de países, ¡no temas! / Soy Istar de Arbela. / A tus enemigos los entregaré en tus manos. / Yo soy Istar de Arbela. / Yo iré delante de ti y detrás de ti. No temas."
Oráculo cuneiforme babilónico, siglo VII a.C.
Los profetas son hombres y mujeres que no triunfan. Su palabra y su existencia nos proporcionan un mapa ético y espiritual para orientarnos en la hora del fracaso. Nos recuerdan que nuestra condición ordinaria es la falta de éxito. Las conquistas que obtenemos son siempre demasiado pequeñas y pasajeras. Nosotros tendemos a consolarnos con las metas alcanzadas y a redimensionar las preguntas y los ideales para encajarlos dentro de los límites de nuestras posibilidades. Y así dejamos de crecer y de hacer que el mundo crezca.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 24/07/2016
“Muchas veces Dios dándote te niega y negándote te da”
Ibn Atà, Antología de la mística árabe-persa
«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado (...) Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas (…) Y dije: “¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey YHWH Sebaot han visto mis ojos” ». (Is 6,1-7).
[fulltext] =>El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor. La vocación se produce en un lugar y un día concretos, que quedan escritos para siempre en el libro de la vida y en el corazón del profeta. «Aquí el Señor le habló a Francisco» nos dicen los guías cuando visitamos San Damián, en Asís. Aquí, hace exactamente 31 años, conocí a tu madre. Aquí, el 27 de agosto de 1981, escuché una voz que me lo pedía todo, creí en ella y lo di todo. Aquí, aquel día. No hay en el mundo nada más concreto que una vocación. Y después, cuando la voz deja de hablarnos, ese es muchas veces el lugar al que regresamos para llamar al espacio y al tiempo como testigos de que aquel encuentro no fue una simple ilusión. Esperando que aquel lugar, que todavía existe, “resucite” el tiempo que ya se ha ido. Muchas veces el espíritu se pone en peregrinación para pedir que ese lugar vuelva a hablar y reviva el tiempo del primer encuentro.
La vocación no es sólo, ni principalmente, cosa de la psique o del alma. En ella, hablan la tierra, el cielo, las iglesias, las fábricas, la oficina, la zarza. Las palabras del alma se quedan cortas para contar lo que acontece ese día. El hombre antiguo tenía un lenguaje más rico que el nuestro para describir la vida y por consiguiente para narrar las vicisitudes del espíritu. Sabía que en los grandes días de la vida, que son muy pocos si descontamos el nacimiento y la muerte, se realiza una misteriosa alianza entre toda la naturaleza. Todo nos habla, todo es un coro polifónico de voces diversas y acordes. Los hombres antiguos, los de la Biblia entre ellos, tenían otros recursos. En su universo no existía sólo la naturaleza, cuya vida sentían con más intensidad que nosotros en nuestro mundo desencantado. Su tierra estaba habitada por ángeles, serafines y querubines. Y sobre todo por Dios, que era muy real en la vida de la gente. No vivía por encima del sol, esperándonos allí después de la muerte. Se le advertía vivo en medio de su pueblo, y su gloria llenaba «la tierra entera» (6,3). Era tan real y no un ídolo precisamente porque no se le podía ver ni tocar.
La Biblia generó un humanismo capaz de realizar verdaderos milagros cívicos y morales, porque odiaba a los ídolos. Nosotros hoy no hemos producido una cultura atea, sino que, con mucha más superficialidad, hemos vuelto a un mundo rebosante de ídolos. Para negar a Dios es necesario tener un mínimo sentido de Dios. En caso contrario, seremos no creyentes pero de un dios reducido a la condición de ídolo. El ateísmo idolátrico es el gran fenómeno colectivo de nuestro tiempo, tan extenso al menos como la idolatría de masas. Los ateos del Dios bíblico siempre han sido muy pocos. Hoy, en nuestra parte del mundo, casi han desaparecido, porque al no conocerlo tampoco pueden negarlo.
También Isaías nos introduce en el misterio de su vocación. Siendo, como es, un gran poeta, usa todos los colores de su paleta simbólica para contarnos su día más importante. Como en todas las vocaciones bíblicas, su primera emoción no es la alegría sino el temor. Es consciente de que está viviendo una experiencia extraordinaria, viendo cosas nunca vistas ni oídas antes (ni después). Y se siente poco adecuado para ese encuentro. Dicho con su lenguaje, se siente «impuro». Cuando se viven momentos de luz, la alegría siempre acompaña de forma natural al miedo. Si el miedo fuera el único protagonista de los encuentros que marcan nuestra identidad, no formaríamos ninguna familia, no entraríamos en ningún convento, no crearíamos ninguna empresa.
Pero aquí Isaías nos cuenta un hecho concreto: su vocación de profeta. La vocación profética tiene algunas notas típicas: no es la única vocación de una persona, por lo general tampoco dura para siempre y no está siempre activa. Antes de recibir esta tarea concreta, Isaías ya se encontraba dentro de una historia de fe. Probablemente llevaba años actuando en el ambiente sacerdotal del templo de Jerusalén. Conocía, vivía y enseñaba la fe de Israel. Pero un día, en su camino existencial ocurrió un hecho nuevo, inesperado y especial: recibió una llamada específica a hacerse profeta. El profeta no nace, se hace. El profeta es un hombre o una mujer que, en la normalidad de su vida, algunas veces (no siempre) justa y buena, un día recibe una llamada a desempeñar una tarea. Sin haberlo imaginado, sin que hubiera entrado en sus planes, pues ninguna vocación profética entra en los planes de quien la recibe. Si así fuera, el profeta se convertiría en dueño de su propia tarea y sus palabras sólo serían fruto de su pobre voz.
La vocación profética no coincide con la vocación profesional, artística o familiar. Ni siquiera con la vocación religiosa. Muchos profetas ya estaban casados o eran monjes o monjas, cuando un día, un concreto y bendito día, tuvieron un encuentro especial y se convirtieron en lo que todavía no eran. Y después otro día, otro bendito día, acabaron su tarea y regresaron a casa, como todos.
Nadie es profeta para siempre. Los profetas saben que su profecía es tarea, don que les habita pero un día les dejará y tendrán que aprender de nuevo a vivir y a morir como todos. Sólo los falsos profetas lo son para siempre. Los profetas se pierden y traicionan su vocación cuando no entienden que ha llegado la hora de “volver a casa” o lo entienden demasiado tarde.
Una vocación profética es la mayor sorpresa que puede recibir un viviente bajo el sol. A diferencia de Isaías, muchos otros profetas no recibieron la vocación en un templo, ni “vieron” a «YHWH Sebaot» sentado en el trono ni a los serafines. Pero también ellos, en ese encuentro decisivo con la voz que les llamaba interiormente, recibieron una tarea inesperada y se sintieron inadecuados e impuros.
Si los profetas fueran los únicos capaces de llamar “Dios” a la voz que llama, la tierra sería un lugar infinitamente más pobre, feo, triste e invivible. Hay muchos hombres y mujeres que se engañan y engañan a otros siguiendo voces equivocadas, a las que algunas veces llaman también Dios. Pero también hay muchos otros que salvan y se salvan siguiendo voces verdaderas que no saben reconocer pero a las cuales saben responder: “Aquí estoy, envíame”.
Esa fue también la respuesta de Isaías. Ninguna profecía puede comenzar sin decir: “aquí estoy”. Toda vocación es alianza, pacto, boda. La tarea asignada no es suficiente, es necesario también el “aquí estoy”, la respuesta libre del que recibe la llamada. Muchas profecías no se cumplen porque los llamados no logran decir “aquí estoy” tras la llamada. Pero la humanidad sigue viviendo y esperando, porque todavía son muchos los que saben responder: “aquí estoy, envíame”, incluso intuyendo que esa llamada no es para su felicidad.
Misterioso y tremendo es el contenido de la tarea profética de Isaías, que, debido a una lectura “particular” de Mateo (13) y Juan (12), ha influido en una parte de la teología cristiana e incluso en un cierto antisemitismo: «Dios dijo: “ve y di a ese pueblo: Escuchad bien, pero no entendáis, ved bien, pero no comprendáis”. Engorda el corazón de este pueblo, hazle duro de oídos, y pégale los ojos, que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda con su corazón, ni se convierta para que se le cure. Yo dije: “¿Hasta cuándo, Señor?”» (Is 6,9-11).
La honradez y la verdad del profeta no están en el contenido de la profecía, sino en la fidelidad al mandato recibido, Es raro que a los profetas les guste el anuncio que por vocación deben realizar. No se les pide que amen las palabras que pronuncian. Sólo son servidores fieles de las palabras de Otro. Pero pueden y deben preguntar: “¿Hasta cuándo?” (6,11). ¿Hasta cuándo durará el endurecimiento del corazón, el dolor de mi pueblo? La viña ya está deteriorada y desmantelada (cap. 5), los corazones y los oídos ya están endurecidos, los ojos ya están cegados. En estos casos, tan corrientes, el profeta no convierte al pueblo (es decir a sus jefes) con sus palabras. Tan sólo obtiene la exasperación de los ojos, los oídos y el corazón, y su propia persecución.
Ese es el destino del profeta, siempre, pero sobre todo en tiempos de graves crisis. Cuando la viña ya se ha deteriorado y se ha vuelto salvaje, el sol y la lluvia hacen que sus malos frutos sean más abundantes. Isaías lo intuyó, tal vez, desde el primer día. O lo comprendió años después, cuando comenzó a escribir el relato de su vocación, primer testimonio de la falta de éxito de su misión. Así es como mueren los profetas y así es como fertilizan la tierra de los hijos de todos.
El capítulo de la vocación de Isaías concluye con una nota de esperanza: «Quedará una décima parte, pero volverá a ser devastada como la encina o el roble,en cuya tala queda un tocón: semilla santa será su tocón» (6,13). El tronco de una encina caída aún puede echar un retoño, si su primera semilla sigue viva. Los profetas conservan la semilla buena mientras anuncian la caída de los árboles.
Los pueblos y las comunidades siguen endureciendo su corazón, sin entender a los profetas y aplastando a los pobres. Pero los profetas siguen con su canto y preguntan “¿hasta cuándo?”. Ay de ellos, ay de nosotros, si dejaran de cantar.
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A los profetas no siempre les gustan las palabras que deben anunciar, y tienen que decir cosas que preferirían no decir. Cuando el pueblo ya está corrompido, su profecía no convierte sino que refuerza la corrupción. Pero el profeta es sobre todo guardián de la semilla buena, que siempre puede volver a germinar. 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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 24/07/2016
“Muchas veces Dios dándote te niega y negándote te da”
Ibn Atà, Antología de la mística árabe-persa
«El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado (...) Unos serafines se mantenían erguidos por encima de él; cada uno tenía seis alas (…) Y dije: “¡Ay de mí, estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey YHWH Sebaot han visto mis ojos” ». (Is 6,1-7).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (52 KB) el 17/07/2016
“Si Moisés, Jeremías o Jesús hubieran pensado que podríamos entender su mensaje como un discurso edificante para un lugar sagrado, o como una meditación para un tiempo sagrado o un espacio interior aislado del resto de la vida, se habrían sentido maravillados e indignados. Ni las palabras de Moisés, ni las de los profetas, ni las de Jesús estaban destinadas a la vertiente religiosa de la vida, porque esa vertiente no existía.”
Paolo De Benedetti, La muerte de Moisés y otros ejemplos
«Voy a cantar para mi amigo la canción de su amor por su viña. Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó, la despedregó y plantó cepas exquisitas. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó un lagar. Esperó que diese uvas buenas, pero dio uvas salvajes y amargas». (Isaías 5,1-2). Esta viña pervertida somos nosotros. Es nuestra humanidad, que no da los frutos que podría y debería dar. Han pasado más de dos milenios y medio desde que se escribieron estas palabras, pero el espectáculo de la viña rebelde, deteriorada y marchita sigue llenando el horizonte bajo el sol. Disponemos de todas las condiciones para generar uvas buenas y en cambio seguimos produciendo uvas salvajes. La misma mala uva de Caín, Lamek o Jezabel. En Sodoma, Daca, Niza o Estambul.
[fulltext] =>Un agricultor plantó una buena viña, en el mejor terreno, y la cultivó con esmero. La amaba y la cuidaba. Puso un centinela en el centro para protegerla de los ladrones. Seleccionó las mejores cepas de la zona. Hizo todo lo que pudo por su viña. Su único deseo era que creciera en esplendor y abundancia. Pero la viña no le obedeció y dio malos frutos; renegó del trabajo del viticultor y lo despreció.
El agricultor puede hacer su parte para que el campo produzca frutos buenos, pero la “viña” goza de una misteriosa libertad. Puede rebelarse y no seguir la ley de la vida. Sólo quienes hayan poseído y cultivado una viña podrán intuir la fuerza de este canto de Isaías. La vid necesita una relación simbiótica con el viticultor, quizá más que otras plantas. Las viñas no producen buen vino sin las manos, el trabajo y la atención continua del agricultor. Y pocos frutos como la uva proporcionan una alegría tan íntima a su cultivador. Cuando mi abuelo llegó a los 90 años y tuvo que dejar de ir al campo, decidió plantar unas cuantas hileras de viñedo delante de la puerta de casa. La viña es una de las imágenes más recurrentes y reveladoras de la Biblia, símbolo de la mujer, de la esposa. Toda la Biblia sube al altar junto con el vino.
La uva dañada y marchita era frecuente en la antigüedad. Parásitos, bacterias y hongos afectaban con frecuencia a los viñedos y a los granos de uva, y no era raro que se perdiera toda la cosecha. Todavía hoy el agricultor es el hombre de la espera: depende de la libre obediencia de la tierra, de las plantas y de los insectos. Aunque intente controlar con la técnica y la inteligencia la libertad de la naturaleza, si no es un mercenario, sabe que el fruto de la tierra es sobre todo don, y por consiguiente libre e incierto como todos los dones. La reciprocidad es la primera ley del agricultor.
Pero la alegoría que usa aquí Isaías es todavía más fuerte: las vides se han asilvestrado, las cepas se han desnaturalizado y han vuelto a la condición salvaje que tenían antes de que el hombre las domesticara y extrajera de ellas vino bueno. Transformar la vida de planta silvestre en viña capaz de dar vino fue un largo proceso, una gran conquista técnica y cultural.
En la antigüedad, una viña era un espectáculo de excelencia humana. Estaba en la frontera de la tecnología y la economía de aquel tiempo. Los que escuchaban a Isaías en el templo o en las plazas, no necesitaban mediación alguna, porque las viñas formaban parte de su vida. De este modo, todos podían y debían entender la profecía cuando el canto de la viña llega a un gran golpe de escena: «La viña es la casa de Israel» (5,7). Aquí Isaías abandona la alegoría para dirigirse a la política, a la economía, a la vida de la gente.
Los profetas no dejan las alegorías y las metáforas para ir a la religión. Si pensamos que las palabras de los profetas son religiosas, no entenderemos su fuerza ni su naturaleza. Hablan de la vida, de toda la vida y sólo de la vida. Las creencias comienzan a morir y a pervertirse cuando las aprisionamos dentro de un espacio religioso.
Sin el aire libre de las ciudades, ninguna fe nos libera. Los que necesitan un espacio sagrado, bien vallado y protegido, son los ídolos. No así la fe de los profetas, que llevó al pueblo de Israel, a pesar de sus rebeliones, a celebrar a su Dios en un templo vacío. Efectivamente, grande fue la sorpresa de Cneo Pompeyo cuando, después de dominar a los judíos, entró en el templo de Jerusalén: «No había imágenes de divinidad alguna, el lugar estaba vacío y el santuario tan secreto no escondía nada» (Tácito, Historias, V,9).
Los templos buenos y amigos del hombre son los que nos dicen que Dios no habita allí, porque su casa es el mundo y sólo allí hay que buscarlo y amarlo. Nuestros tabernáculos son faros que esperan a Aquel que todavía no ha vuelto. La voz maravillosa y única de los profetas nos repite con toda la fuerza y de todos modos: la viña es nuestro mundo (Mt 13,38). El ser humano es más grande que su dimensión religiosa, y la Iglesia puede ser un buen lugar para vivir y crecer si adquiere las dimensiones infinitas del Reino.
Mucha profecía, demasiada, no llega a hoy hasta aquellos que deberían escucharla, porque quienes ejercen por vocación esta función no logran rebasar el ámbito religioso. No saben, o no quieren, encontrar palabras completamente humanas para decir hoy las palabras de Isaías. Han olvidado que el lugar donde habla el profeta es la plaza, la fábrica, el parlamento. Sólo ahí sabe hablar. Todos los demás templos se le quedan pequeños y bajos. El profeta es “amigo de Dios” (5,1) y por consiguiente amigo del hombre. También es amigo del agricultor, que trabaja y espera la reciprocidad de la viña. No se pueden escribir cánticos eternos como estos sin amar a los protagonistas de sus historias. Las alegorías que explotan e instrumentalizan a sus protagonistas carecen de fuerza para convertir a nadie.Quiero pensar que si Isaías hablara hoy, usaría las palabras y el lenguaje de todos, No querría usar otro. Una mujer, que trabajó duramente toda su vida, consiguió con mucho sacrificio ahorrar un dinero, Se lo confió al banco de su pueblo. Invirtió donde le aconsejó la persona que conocía, porque se fió de ella. Pero un día se enteró de que sus ahorros se habían esfumado: los banqueros, en lugar de guardarlo, lo habían usado para especular y los ejecutivos para aumentar su sueldo. Un hombre tenía una pequeña fábrica. La había heredado de su padre y la cuidaba. Un día un funcionario público le pidió una comisión si quería seguir trabajando. El hombre sólo sabía hacer sillas y muebles de forma honrada, no podía ceder al chantaje. Una mañana su fábrica dejó de existir, un incendio se la llevó.
Tal vez Isaías contaría historias parecidas a estas, pero con mucha más fuerza y belleza. Alcanzaría a su auditorio en su vida cotidiana, en sus pasiones y en su indignación. Y después diría: “Ese banco es nuestro capitalismo, ese corruptor es nuestro sistema político, ese mundo es el que hemos construido traicionando las promesas y los pactos de nuestros padres”. La fuerza de la profecía está en saber pasar de la viña a Israel, del banco al capitalismo, del corruptor al sistema enfermo. Y después repetiría los mismos ayes, sin cambiar una coma: «Ay de los que juntáis casa con casa y anexionáis campo con campo, hasta ocupar todo el sitio y quedaros solos en la tierra. Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal, que absuelven al culpable por soborno y niegan al inocente su derecho» (5, 8,20,23).
El cántico de Isaías no nos dice cómo se introduce el mal dentro de una viña tan bien cuidada, no nos habla de la “tecnología” de la traición. Sólo nos dice que el mal llega en contra de la voluntad del agricultor. La suerte de la viña está inscrita en su historia: «Ahora voy a haceros saber lo que hago yo a mi viña: quitar su seto, y será quemada; desportillar su cerca, y será pisoteada» (5,5). Cualquier buen agricultor haría lo mismo. La viña se ha hecho salvaje. Ha desperdiciado el fruto del trabajo de domesticación del viticultor. ¿Qué sentido tendría conservar una prensa si no hay nada que vendimiar, o contratar un centinela, vallar, cavar, podar y regar una viña salvaje? No se trata de castigo y mucho menos de venganza. A Dios no le queda otra que sufrir mientras asiste al dolor causado por nuestras acciones equivocadas. Su primera misericordia es llorar con nosotros y por nosotros. El final de nuestras historias está en su comienzo: la viña vuelve a ser pasto, las finanzas despiadadas quiebran, los mejores empresarios cierran o huyen y el país se hunden su propia corrupción. Los profetas ven el mañana porque saben leer profundamente el pasado y el presente y allí entrevén las semillas que están a punto de madurar.
El primer viticultor que encontramos en la Biblia es Noé. Después de haber desempeñado su misión y salvado a los seres vivos del gran diluvio, plantó una viña e hizo vino (Génesis 9,20). En una tierra completamente marchita como la viña, fue suficiente la presencia de un único justo, un hombre que respondió a una llamada y construyó un arca de salvación. Una única vid, un solo racimo e incluso un solo grano bueno pueden salvar una viña asilvestrada. Nuestra viña también puede esperar: «Dios, vuélvete. Mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña» (Salmo 80).
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Luigino Bruni
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Paolo De Benedetti, La muerte de Moisés y otros ejemplos
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (81 KB) el 10/07/2016
“Segovia decía que el intérprete hace con la pieza musical lo mismo que Jesús cuando resucitó a Lázaro: devolverle la vida. Si no la hago revivir, la pieza sigue como muerta.”
Piero Bonaguri, La enseñanza de Segovia.
La experiencia religiosa auténtica es un don para todos, también para los que no tienen fe o tienen una fe distinta. Fuera de este don gratuito sólo hay barbarie, idolatría, auto-engaño, consumismo emotivo y búsqueda de poder y dinero. En este tiempo nuestro de profunda crisis de las religiones y las creencias, debemos volver a hablar bien del espíritu religioso, a decir de él palabras buenas, a ben-decirlo.
[fulltext] =>Sólo una buena espiritualidad puede curar las enfermedades y las perversiones de las religiones. Un mundo sin fe y sin religión sería un lugar infinitamente más pobre. Perderíamos muchas palabras para contamos las cosas más hermosas de nuestra vida. Palabras destiladas en ese alambique especial que se encuentra en la parte mejor del alma humana, que se activa cuando sentimos la necesidad de elevar la mirada para buscar el sentido profundo del mundo, de la vida y de la muerte, o al menos intentarlo. Nuestra cultura ya se ha encargado de borrar muchas de estas palabras, entre otras cosas porque las religiones, con sus instituciones y cultos, no están casi nunca a la altura de la parte mejor del hombre. Casi siempre acaban adueñándose de la vocación espiritual natural de la persona, prometiendo paraísos que no poseen, salvaciones baratas en las rebajas de final de temporada, promesas demasiado triviales para ser verdaderas. Muchas de nuestras palabras más bellas y grandes, recibidas como don de la fe, han sido menospreciadas y a veces incluso destruidas por las mismas religiones, por falta de generosidad, gratuidad y gracia, y por no escuchar a los profetas.
Este es el primer significado del universalismo en que, con sus contradicciones, se inspira el humanismo bíblico: «Sucederá en días futuros que el monte del Señor será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones y acudirán pueblos numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor ... para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos"». (Isaías 2,2-3). Subir al “monte del Señor” no para ser devotos de los dueños del templo, sino para conocer los “caminos y senderos” de la vida. Los profetas saben que las religiones se deshumanizan cuando comienzan a contar cuántas personas entran en sus templos, a convocar censos, a querer sólo la propia salvación en contra de la de los demás; cuando olvidan que la revelación (torah) es un bien el que sólo se puede disfrutar juntos y en concordia (2,4).
Dentro de este abrazo universal de la tierra, que no excluye a nadie, en esta mirada amplia y benevolente, nos llega una de las sorpresas más hermosas que están engarzadas en el libro de Isaías. Como un arco iris en un cielo todavía oscuro, nos topamos con una joya luminosa de la literatura humana: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará la espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Isaías 2,4). Aquí deberíamos limitarnos a callar o sencillamente rezar. Isaías vive en un mundo muy distinto, donde las herramientas de trabajo se transforman en armas de guerra («Forjad espadas de vuestros azadones y lanzas de vuestras podaderas»: Joel 4,10). Pero un día tiene una intuición distinta y la escribe. Escribe lo que no ve, y lo hace para que nosotros podamos leerlo hoy. El profeta es una voz que ve también los deseos profundos, la vocación aún no expresada por la humanidad. Y, cuando la pronuncia, nos la entrega para que también nosotros podamos convertirnos en lo que aún no somos. La persona que decidió poner estas palabras de Isaías en el muro que se encuentra delante del edificio de la ONU, en Nueva York, tuvo una inspiración espléndida.
Las palabras de los profetas son grandes porque son in-finitas, in-completas. Están siempre delante de nosotros, como una llamada constante a hacer todo lo posible para que se conviertan un poco más en historia, en carne.
En el mundo que Isaías tiene ante sí, la corrupción de los jefes del pueblo, con sus cultos idolátricos y el abandono del pobre, produce carestías y desventuras para todos. Como hoy. Del país desaparece «todo sustento y apoyo, todo sustento de pan y todo sustento de agua; el valiente y el guerrero, el juez y el profeta, el augur y el anciano, el jefe de escuadra y el favorito, el consejero, el sabio hechicero y el hábil encantador» (3,1-3). Desparecen los adivinos y los malos consejeros, pero sobre todo desaparecen los sabios y los profetas. En el mejor de los casos, quedan únicamente bandas de jóvenes incapaces: «Les daré mozos por jefes y mozalbetes les dominarán» (3,4). Cuando los pueblos se desvían y pierden el hilo de la sabiduría que ha dado lugar (casi siempre con gran dolor y demasiada sangre) a pactos, constituciones, comportamiento ético y buenas leyes, caen en trampas de pobreza muy profundas y acaban entrando en círculos viciosos y perversos. El primer fruto de no escuchar a los profetas y a las personas honradas es la carestía y la crisis y, después, la expulsión de los propios profetas y sabios.
Los mejores hombres y mujeres ya no se sienten atraídos por el bello oficio de la política y así dejan libre el camino a los que buscan el poder sólo por intereses personales o partidistas. Y el círculo perverso se cierra, la trampa se hace perfecta. En los casos más graves, como los que describe Isaías, la crisis es tan profunda y generalizada que incluso los delincuentes se mantienen lejos de las funciones de gobierno, puesto que ya no queda nada que depredar y repartir más que la “ruina”: «Agarrará uno a su hermano, al de su mismo apellido, diciendo: “Tú tienes túnica, sé nuestro príncipe, toma a tu cargo esta ruina.” Pero el otro exclamará aquel día: “No seré vuestro médico; en mi casa no hay pan ni túnica: no me pongáis como príncipe del pueblo"» (3,6-7). Sólo quedan los chacales: «Vosotros habéis incendiado la viña, el despojo del pobre tenéis en vuestras casas» (3,14).
En ese momento, cuando la esperanza ciudadana muere, al profeta sólo le queda su canto, su oración de lamento sobre el pueblo: «Pueblo mío, tus regidores te desvían y confunden tus caminos» (3,12). El pueblo se convierte en "mi pueblo". De Dios y de Isaías. Esta también es tarea para el profeta: saber llorar por la ruina de su pueblo, de las comunidades, de las personas; por nuestra ruina, por la tuya y por la mía. Cuando ni a Dios se le escucha, cuando sus palabras invitando al arrepentimiento y la conversión son desatendidas y ultrajadas, al profeta le queda un último recurso: puede llorar por su pueblo.
Puede entonar su canto de lamentación, mezclar sus lágrimas con las de los oprimidos. Algunas veces, en la historia, alguien milagrosamente recoge el llanto y el grito de los profetas, más que sus palabras. No hay palabra más potente que un grito; el Gólgota nos lo recordará para siempre. Ocurre cuando, después de las guerras y las grandes locuras colectivas, unas pocas mujeres y unos pocos hombres, a veces uno solo, en ese llanto-lamentación-grito, sienten una vocación. Y se ponen a reconstruir ciudades, comunidades, empresas, países enteros. Cuando lo hacen, a su lado está Isaías, aunque no lo sepan. La solidaridad de las lágrimas es una forma altísima de amor. Es típica de los profetas, pero también la viven los artistas, los poetas, los cineastas, los músicos, los escritores y muchas mujeres y hombres que siguen acompañando la ruina de otros sólo con sus lágrimas, después de haber agotado todos los demás recursos. Mucha poesía y literatura humana, también la que ha quedado escondida en diarios y en cartas, es un constante y profundo ejercicio de solidaridad del llanto y el lamento. Un gran don del verdadero arte es ver a las víctimas de la historia, reales o creadas por su genio (y por consiguiente igualmente reales), para después acercarse a ellas y hacerse su compañero de camino y de lágrimas. “Viendo” a Cosette y a Jean Valjean, a Renzo y Lucia, Victor Hugo y Alessandro Manzoni nos han hecho ver más y mejor a los miserables de la tierra. La creación de sus personajes nos ha dado nuevas palabras para entender a las víctimas que están a nuestro alrededor y dentro de nosotros, y amarlas más.
Esta mirada generativa de los grandes artistas, cuando es honesta y nace del dolor (por eso es tan rara), no ama menos al mundo que la de las personas que se ponen a su servicio cada mañana cuidando de familiares, amigos y pacientes. Son amores distintos, todos ellos valiosos y esenciales para hacer más cercana la realización de las palabras de los profetas, o al menos su posibilidad. Por eso los profetas tienen una inmensa necesidad de nosotros. Son eternos indigentes de nuestras manos y de nuestro corazón, de la pluma y el alma de los artistas. Entre las palabras más verdaderas de la tierra existe una especie de amistad. Todas son santas y todas son profanas. No tendríamos instrumentos morales para entender de verdad las palabras de los profetas, de Job o de Jesús, si no fuera por los profetas y los artistas que, con sus carismas, han ensanchado el repertorio del alma del mundo, haciéndonos capaces de oír ultrasonidos y de ampliar el espectro de los colores visibles por el ojo de nuestra alma.
Mañana, dentro de cien o mil años, los seres humanos podrán entender mejor las antiguas palabras bíblicas gracias a los nuevos artistas y filósofos, a las mujeres y a los hombres espirituales, que seguirán regalando palabras, sonidos y colores. Los sonidos y los colores de los profetas sólo se apagarán cuando el último hombre deje de poner voz a sus palabras. Pero la Biblia siempre podrá renacer el día en que alguien reconozca su propia zarza ardiente en la de Moisés, lea su nombre en el de Adán, o descubra que es Noé cuando en el diluvio de su tiempo comience a construir un arca de salvación. Y comenzará a contar esta historia a alguien que la quiera escuchar.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (81 KB) el 10/07/2016
“Segovia decía que el intérprete hace con la pieza musical lo mismo que Jesús cuando resucitó a Lázaro: devolverle la vida. Si no la hago revivir, la pieza sigue como muerta.”
Piero Bonaguri, La enseñanza de Segovia.
La experiencia religiosa auténtica es un don para todos, también para los que no tienen fe o tienen una fe distinta. Fuera de este don gratuito sólo hay barbarie, idolatría, auto-engaño, consumismo emotivo y búsqueda de poder y dinero. En este tiempo nuestro de profunda crisis de las religiones y las creencias, debemos volver a hablar bien del espíritu religioso, a decir de él palabras buenas, a ben-decirlo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (65 KB) el 03/07/2016
"¡No habitéis conventos de piedra
para que no tengáis un corazón de granito!
Y vosotros, hombres, no convirtáis
vuestras manos en garras.
Volved, monjes, libres,
sin alforja,
los pies desnudos sobre el asfalto.
Que vuestro monasterio
sea el mundo.
Como en un tiempo
lo fue Europa."David Maria Turoldo, O sensi miei… Poesías 1948-1988
La primera estrategia de los poderosos para ignorar las razones de los pobres ha sido siempre pensar y decir que son culpables, atribuirles la culpa de su pobreza. Isaías condena al pueblo y a sus élites, pero no a los pobres. En una cultura que consideraba culpable al pobre, los profetas (junto con Job) dicen exactamente lo contrario: el dolor de los pobres es consecuencia de las culpas de los jefes, de la idolatría y de la falsa religión de los reyes y sacerdotes. Los pobres no son culpables; son víctimas de la injusticia de un pueblo infiel.
[fulltext] =>Para comprender la fuerza revolucionaria de la crítica despiadada y radical de Isaías, debemos tener presente que el profeta actuaba y vivía en el templo de Jerusalén. Los sacerdotes, que celebraban los sacrificios condenados por el profeta, eran sus conciudadanos más cercanos, personas con las que se relacionaba a diario. Mientras Isaías los criticaba, los sacrificios continuaban y los pobres seguían sin ser socorridos. El destino del profeta es anunciar la estupidez de las ofrendas de toros y corderos, mientras su sangre escurre bajo sus pies. Si el dolor por la propia falta de éxito, o la preocupación por ofender a sus oyentes, hubieran puesto freno a la palabra de Isaías y de los demás profetas, hoy no tendríamos palabras grandes para seguir diciendo la inutilidad de ciertos “sacrificios” nuestros ni para denunciar las idolatrías de las religiones y de los ateísmos de nuestro tiempo. Los profetas nos aman porque, por vocación, no hacen concesiones a nuestras auto-ilusiones consolatorias. Los ídolos son aduladores y buscan aduladores, pero los profetas nunca.
A medida que avanzamos en la lectura de Isaías, vamos descubriendo la gran riqueza antropológica y teológica que se esconde tras la crítica radical a los sacrificios con la que comenzaba el libro. Las ofrendas en el templo y su comercio son un camino equivocado. El camino recto es otro, el de la justicia y la acción a favor de los pobres: «Buscad la justicia, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (1,16-17). La condición de posibilidad de una vida religiosa auténtica es actuar a favor de los oprimidos, huérfanos, viudas y forasteros. El primer criterio para la justicia y también el primer criterio para la vida religiosa es la situación del pobre dentro de nuestras comunidades de fe: «¿Cómo es que la ciudad fiel se ha convertido en ramera? (…) Todos aman el soborno y van tras los regalos. No hacen justicia al huérfano y el pleito de la viuda no llega hasta ellos» (1,21-23). Para Isaías la búsqueda de la justicia y por ende la situación de los pobres, es antes que nada una cuestión teológica, no asistencial. Hay muchas formas de amar a los pobres, al menos tantas como pobres y rostros de la pobreza. Sin embargo, hay experiencias religiosas que se olvidan de los pobres hasta tal punto de que dejan de verlos e incluso llegan a creer que han desaparecido de nuestras ciudades opulentas. Esas experiencias religiosas son idolátricas de hecho. Cuando la voz del Dios bíblico nos encuentra de verdad, nos llama a dejar nuestra tierra por otros lugares, a salir de nuestro “ya” por un “todavía no”, a abandonar nuestras seguridades para ocuparnos de otras cosas y de otras personas. Por eso, ser solícitos con los pobres es una condición necesaria para la fe. Es el primer “todavía no” hacia el que vamos, la señal de que no reducimos a Dios a un bien de consumo. También es posible ser idólatras junto a los pobres, pero lo que es seguro es que sin los pobres no se sigue al Dios bíblico.
Por este motivo, en el discurso de Isaías el pecado contra los pobres viene antes que la condena de la idolatría: las religiones y las comunidades espirituales sin pobres ya son idolátricas. Por mucho que frecuenten los templos, rezando, cantando y alabando, las personas y las comunidades que han perdido el contacto con los pobres y han dejado de abrazarles, de invitarles a sus casas y de hacer todo lo posible para cambiar las leyes y mejorar su condición, ya están dentro de un culto idolátrico aunque no lo sepan. El único camino que nos aleja de los ídolos es el que recorremos junto a los pobres. El Dios bíblico está allí y sólo allí podemos esperar encontrarle. En los templos que le construimos se encuentra estrecho e incómodo. Allí permanece poco tiempo y a su pesar, porque le gustan las periferias y el aire libre.
Por eso, en los primeros capítulos de Isaías el tema de los sacrificios está entremezclado en repetidas ocasiones con el de los pobres y los ídolos: «Sí, has rechazado a tu pueblo, a la casa de Jacob, porque estaban llenos de magos orientales y adivinos, como los filisteos (…). Su tierra está llena de plata y oro, no tienen límite sus tesoros; su tierra está llena de caballos, no tienen límite sus carros. Su tierra está llena de ídolos; adoran la obra de sus manos, lo que hicieron sus dedos» (2, 6-8).
Idolatría, magia, adivinación, búsqueda de la riqueza y abandono de los pobres son otras tantas caras de un mismo prisma pseudo-religioso. También hoy, como ayer, muchos creyentes que llenan los templos se olvidan de los pobres y a la salida van a leer el horóscopo en el periódico o a comprar un rasca-y-gana. Isaías nos dice, con sencillez y sin medias tintas, que estas prácticas religiosas son cultos idolátricos. Adorar cosas, celebrar ritos a la fertilidad (1,29), buscar oro y no ocuparse de los pobres, no son sino expresiones distintas de una misma prostitución religiosa y social.
La idolatría no es ajena a la religión. Es su principal enfermedad autoinmune, generada por la propia religión cuando pierde contacto con la profecía. Isaías añade dos elementos a la crítica bíblica a la idolatría. Son dos elementos fundamentales para toda fe y para toda idolatría: por una parte, el ídolo se introduce también dentro de los templos de la religión (con los sacrificios) y, por otra, nos aleja de los pobres. Las idolatrías siempre han pululado en las religiones, sobre todo en los momentos de crisis religiosa. Dado que es difícil entender y decir las antiguas palabras de la fe bíblica, en lugar de releer a los profetas se buscan oráculos y adivinos, dentro y fuera de los templos, que prometan una salvación más sencilla. Pero hoy como ayer, los “marcadores idolátricos” son siempre los mismos: abundancia de cultos y distanciamiento del grito del pobre, una huída en busca de emociones y consuelos baratos. Las idolatrías son experiencias de consumo; construimos la obra de nuestras manos con la esperanza de que satisfaga nuestras necesidades. Si hay tantos ídolos y son tan populares, es porque responden puntualmente a los gustos de los consumidores.
El primer regalo que nos ha hecho la Biblia, y sobre todo los profetas, a lo largo de milenios, ha sido el de protegernos contra la producción de ídolos, que es la experiencia “religiosa” más corriente bajo el sol. Cuando pronunciamos la palabra “Dios”, lo más frecuente es que el eco nos devuelva nuestra propia voz reflejada en las obras de nuestras manos. La Biblia es un mapa que nos guía por regiones espirituales y humanas donde es posible (aunque nunca seguro) que nuestra voz orante y nuestro grito sean recogidos por Alguien distinto de nosotros mismos, distinto de nuestras obras y de nuestros amigos.
La Biblia y los profetas saben muy bien, porque lo han aprendido en el dolor de la fidelidad a la verdad de la palabra, que los hombres son constructores naturales de ídolos a los que, de vez en cuando y de buena fe, llaman también YHWH, Jesús o Alá. Lo saben muy bien y por eso nos lo siguen repitiendo de muchas maneas, aun a sabiendas de que no nos gusta oírlo y ni siquiera vamos a entenderlo. Estamos demasiado acostumbrados a nuestros ritos idolátricos consolatorios. La Biblia y los profetas nos ayudan pero no porque nos digan quién es el verdadero Dios y de qué está hecho (la Biblia es también un gran silencio y una gran ausencia de Dios) sino porque nos dicen sobre todo lo que Dios no es. Nos enseñan a reconocer los ídolos que hay a nuestro alrededor y en nuestro interior. La Biblia es un gran ejercicio de anti-idolatría, porque el Dios bíblico no ha hecho del hombre un ídolo. El hombre ha sido creado a “imagen de Elohim” pero no se ha convertido en ídolo de Dios. Es obra de sus manos, pero no ídolo. Podría haberlo sido, dada su belleza, pues fue hecho poco “inferior a los Elohim” (Salmo 8). El Dios bíblico está tan enamorado del hombre que hasta sueña en ser como él. Pero lo mantiene separado y distinto, sin hacer un ídolo de él. Esta decisión tiene un precio muy alto: para que no se convierta en ídolo de Dios, al Adam se le da la libertad de evolucionar, de cambiar, de pecar e incluso de negar a Dios y renegar de él, de transformarlo en un becerro de oro, e incluso de clavarlo en una cruz. Un precio altísimo y un valor infinito. ¿Cuándo nos daremos verdaderamente cuenta de ello?
La inmensa dignidad del hombre hace que los peligros más profundos para la fe aniden precisamente en el corazón de las religiones, no fuera de ellas. La verdadera vida espiritual comenzará el día, bendito día, que nos demos cuenta de que nos hemos pasado la vida hablando con nosotros mismos o con un ídolo, mientras estábamos convencidos de que hablábamos con Dios. Ese día puede empezar una nueva vida, en medio de un gran silencio y un gran vacío, donde descubramos con agradecimiento a los profetas, nos convirtamos en sus compañeros de viaje y aprendemos otra fe no idolátrica.
Nosotros seguimos produciendo ídolos y llamándoles Dios. Los profetas nos siguen repitiendo lo mismo. Así es como nos aman.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (65 KB) el 03/07/2016
"¡No habitéis conventos de piedra
para que no tengáis un corazón de granito!
Y vosotros, hombres, no convirtáis
vuestras manos en garras.
Volved, monjes, libres,
sin alforja,
los pies desnudos sobre el asfalto.
Que vuestro monasterio
sea el mundo.
Como en un tiempo
lo fue Europa."David Maria Turoldo, O sensi miei… Poesías 1948-1988
La primera estrategia de los poderosos para ignorar las razones de los pobres ha sido siempre pensar y decir que son culpables, atribuirles la culpa de su pobreza. Isaías condena al pueblo y a sus élites, pero no a los pobres. En una cultura que consideraba culpable al pobre, los profetas (junto con Job) dicen exactamente lo contrario: el dolor de los pobres es consecuencia de las culpas de los jefes, de la idolatría y de la falsa religión de los reyes y sacerdotes. Los pobres no son culpables; son víctimas de la injusticia de un pueblo infiel.
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