El futuro no es un club

Bienes comunes - Léxico para una vida buena en sociedad/10

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 01/12/2013

logo avvenireLos bienes comunes son cada vez más escasos y decisivos, pero todavía siguen demasiado ausentes de la cultura y la praxis económica y política. La idea de los bienes comunes hizo su aparición en la economía en 1911 y, tras un largo paréntesis, regresó a finales del siglo pasado con Elinor Ostrom, que recibió el premio Nobel de economía en 2009. Aquel primer artículo ponía de manifiesto tres notas principales de los bienes comunes: era un estudio sobre el agua, desde una perspectiva histórica y escrito por una mujer, Katharine Coman.

El agua sigue estando hoy en el centro del debate sobre los bienes comunes. Prácticamente se ha convertido en su paradigma porque, entre otras cosas y a diferencia de lo que ocurre con los bienes económicos, no tiene sustitutos. Ya lo decía Lanny Bruce: “He inventado el agua en polvo, pero no se en qué diluirla”. Por otra parte, la perspectiva histórica es esencial, pues para entender cómo gestionar los bienes comunes, tenemos que preguntarnos cómo surgieron y cómo se han conservado a lo largo del tiempo.

Sin el recurso a la memoria, que no es la nostalgia ni el recuerdo sino un pasado al servicio del presente y del futuro, no se entiende ni el sustantivo (bienes) ni el adjetivo (comunes). Para gestionar bien estos bienes, hay que tener hijos y nietos, amar gratuitamente a los de los demás y ver con los ojos del alma a los que todavía no han nacido o han nacido en otros lugares. Cada niño es una forma especialísima de bien común y, como nos recuerda la cultura africana, para que pueda crecer y no morir, hace falta “todo el poblado”.

Para guardar un bosque, hay que cuidar y amar cada árbol, que lleva en sí toda la arboleda de hoy, de ayer y de mañana. La tercera característica es la dimensión femenina. Al principio y al final (por ahora) de la teoría de los bienes comunes encontramos dos mujeres. No es casualidad. Los bienes comunes son esencialmente relaciones, una relación entre personas mediada por los bienes. Si no se presta atención a la dimensión relacional de la vida y de la economía, una relación que atraviesa el tiempo y las generaciones, los bienes comunes primero dejan de verse, luego dejan de comprenderse y finalmente comienzan a destruirse. La mujer tiene por vocación el primado en la atención intrínseca a la relación y por ello a la transmisión de la vida. Su mirada y su carne unen unas generaciones con otras, hermanándolas. A la economía capitalista le cuesta mucho entender los bienes comunes porque en general no afronta los problemas desde una perspectiva histórica (ni geográfica), no ve relaciones sino individuos separados y toda ella se define dentro del registro masculino de la racionalidad. Así, la principal perspectiva económica sobre los bienes comunes (si no la única) es su destrucción, a partir del ya clásico texto de Hardin sobre la ‘tragedia de los bienes comunes’ de 1967. Un artículo muy citado pero raramente leído en toda su complejidad y polivalencia.

Si queremos comprender y salvar los bienes comunes y, sobre todo, crear otros nuevos, es esencial que veamos su dimensión relacional. Puesto que son bienes que creamos, usamos y conservamos juntos, sólo podemos decir que uno de ellos ‘es mío’ si lo hacemos en coro, transformando el ‘mío’ en ‘nuestro’ y en ‘de todos’, como los cinco panes y dos peces que alimentaron a la muchedumbre. Así pues, en la creación y en la gestión de los bienes comunes hay inscrita una norma de reciprocidad. Como nos ha mostrado el filósofo inglés Martin Hollis (Trust, 1998), la reciprocidad típica de los bienes comunes responde a la “lógica del bastante”. Cuando decido dar algo mío para hacer realidad lo ‘nuestro’, no pretendo garantías contractuales ni la seguridad de que todos mis conciudadanos harán lo mismo. Pero al mismo tiempo, necesito pensar y creer que ‘bastantes’ conciudadanos se comportarán como yo. Porque si creo que soy el único, o casi, que dona sangre o que paga los impuestos, la tentación de dejar de hacerlo sería muy fuerte. Y en efecto son muchos los que se comportan así. Muchos pero no todos. Si en una comunidad no existen personas capaces, por alguna razón, de superar esta lógica de reciprocidad (importante y necesaria), los bienes comunes no nacen ni se pueden mantener. Para poner en marcha una acción ecológica en la ciudad, dar vida a una forma de economía compartida, dejar de pagar a las mafias, salvar de la muerte un bosque o una asociación, trazar y señalizar un sendero de montaña, hace falta un grupo de ciudadanos, aunque sea pequeño, que se ponga a trabajar sin garantías de reciprocidad ni de éxito. En estos ciudadanos se da un tipo especial de lógica: la de “mejor hacerlo yo solo a que no lo haga nadie”. Saben que su acción de dar es arriesgada; muchos pueden burlarse por considerarla ingenua y otros, los oportunistas, pueden aprovecharse. Pero, puesto que les importa ese bien común y el Bien Común, prefieren ocuparse ellos solos de ese bien antes que verlo morir, esperando (sin pretensiones) que alguien imite su acción el día de mañana. Además, es crucial que alguno de estos ciudadanos tenga el don especial de curar los conflictos relacionales, porque cuando se usan juntos los bienes comunes, los conflictos son inevitables.

La presencia indispensable de esta gratuidad arriesgada y vulnerable, sobre todo en estos ciudadanos ‘pioneros’, refleja bien la etimología del bien común. Común viene de cum-munus, donde ‘cum’ hace referencia a ‘juntos’ y 'munus' expresa a la vez don y obligación. En los bienes comunes son importantes los dones pero también las obligaciones con otros, con las generaciones futuras y también con las pasadas, que nos dejaron en custodia sus patrimonios (patres-munus). Pero también es obligación con uno mismo, como obediencia al reclamo tenaz de la interioridad y la conciencia.

Por todos estos motivos es difícil que el mercado capitalista pueda gestionar por sí solo los bienes comunes. Es muy triste, cuando no escandaloso, ver con silencio y resignación cómo los especuladores se están apropiando del agua, la tierra común, los bosques, las materias primas y el suelo público de nuestras ciudades. La búsqueda del máximo beneficio con bienes que no son suyos, sino de todos, se convierte en un impuesto implícito para los ciudadanos, un impuesto que no alimenta la caja común sino las de lejanos accionistas. ¿Cuándo establecerán nuestros Ayuntamientos una alianza con la sociedad y las empresas civiles para gestionar sin ánimo de lucro pero eficientemente el suelo, el agua, las zonas verdes y las calles? ¿Y cuándo tomarán conciencia los estados de que la mercantilización (mucho más que la privatización) de los bienes comunes (desde las autopistas hasta los transportes públicos) es un camino miope y carente de pensamiento económico y social profundo?

La sociedad de mercado capitalista, por el contario, sabe producir muy bien ‘bienes de club’, unos bienes que, a diferencia de los bienes comunes, son para uso exclusivo de sus propietarios o asociados. Los bienes de club (pensemos, por ejemplo, en los barrios privados) se crean y se gestionan manteniendo a raya y bien lejos a los excluidos, sobre todo a los pobres, y protegiéndose de ellos con derechos de propiedad, verjas y guardias privados. La regla fundamental de la ‘puerta abierta’ es la que impidió que las cooperativas se convirtieran en clubs. No olvidemos que en nuestra época una forma elevada de bien común es la creación de empresas verdaderas, donde unos pocos corren riesgos para crear trabajo y riqueza para muchos, y bienes para todos. Una enfermedad de nuestro tiempo, debida al dominio de las finanzas y su cultura, es la transformación de las empresas de bienes comunes en bienes de club. Una empresa bien-común es la que enriquece a sus propietarios junto a toda la comunidad, y que por tanto necesita de ’todo el poblado’ para no morir. En cambio, la empresa-club es la que nace y muere, causando muerte, únicamente por las ventajas especulativas de quienes la poseen. 

Seremos capaces de vivir juntos y de vivir bien, mientras sepamos ver, crear, amar y no destruir los bienes comunes, que son la precondición y el humus de los bienes privados. Pero tenemos una enorme necesidad de antiguos y nuevos ‘pioneros’, ciudadanos capaces por vocación de generar y custodiar los bienes comunes, el Bien Común, y marcar senderos de vida para todos. 

Los comentarios de Luigino Bruni publicados en Avvenire se encuentran en el menú Editoriales Avvenire  


Imprimir   Correo electrónico