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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/11/2013
Está aumentando la pobreza “mala” y disminuyendo la “buena”. Nos estamos empobreciendo rápido y mal porque el deterioro de nuestros capitales civiles, educativos, relacionales, espirituales y públicos ha superado un punto crítico, desatando una reacción en cadena. Se trata de un declive capital. La pobreza que sabemos medir se manifiesta como una carestía de flujos (trabajo, renta), pero en realidad es la expresión de procesos “de capital” mucho más profundos y a largo plazo, que dependen poco de la crisis financiera del 2007-2008 o de la política alemana, que son nuestras habituales y ya empalagosas coartadas que eclipsan los verdaderos motivos de todas las cosas importantes que nos están ocurriendo.
[fulltext] =>Ya son muchos quienes denuncian que detrás de nuestra decadencia hay una carencia y un deterioro de capitales productivos, tecnológicos, medioambientales, estructurales e institucionales. Es completamente cierto. Pero no se dice que la crisis de estos capitales cruciales para el desarrollo económico es consecuencia, en su mayor parte, de haber consumido formas de capitales más fundamentales (morales, civiles, espirituales), que generaron economía, industria, civilización. La industria y antes las culturas agrícolas, marineras y artesanas de Europa, fueron generadas por todo un humanismo en un proceso que duró siglos, milenios.
Nuestra revolución económica y civil no surgió de la nada, sino que fue el florecimiento de un árbol secular, con raíces profundas y muy fecundas. No debemos olvidar que nuestras buenas clases empresariales fueron la evolución, de un modo nuevo y a más amplia escala, de decenas de millares de aparceros, campesinos y artesanos proto-empresarios. Como tampoco deberíamos olvidar otros elementos decisivos para nuestros “milagros” económicos y civiles: la enseñanza obligatoria, la emigración interior y un “consumo” enorme, casi infinito, de trabajo relacional y doméstico femenino no remunerado, que no entraba en los costes empresariales pero que ciertamente aumentaba los ingresos y los beneficios de las empresas. De vez en cuando deberíamos recordar que detrás de la “cuestión meridional”, que sigue abierta y a veces con rasgos trágicos (basta recordar los datos sobre el desempleo o el abandono escolar), hay decisiones políticas concretas relativas al tipo de capital en el que hay que invertir. Se pensó y se sigue pensado todavía hoy que eran cruciales los capitales industriales y financieros (la Cassa del Mezzogiorno), pero no hicimos lo suficiente para difundir en esas regiones las cooperativas o las cajas rurales. Llevar fábricas era sin duda una vía de civilización (aunque no residuos tóxicos, como se hizo después). Pero junto a esos capitales se debía haber realizado una gran acción política de desarrollo de la cultura y la praxis cooperativa, que hubiera permitido el desarrollo de capitales civiles. No creo que los sicilianos tengan una antropología distinta de los trentinos y que sean incapaces, por naturaleza cultural, de cooperar (o capaces únicamente de cooperaciones equivocadas). Siempre he pensado que mientras en los siglos XIX y XX los párrocos, políticos y sindicalistas del Trentino crearon cajas rurales, cooperativas y centrales cooperativas, sus colegas del Sur hacían otras cosas (con la complicidad de la política nacional), y sobre todo hacían que algunas de las grandes y luminosas figuras (como la de don Luigi Sturzo) se quedaran en estrellas claras de un alba que no llegó a convertirse en día.
Los flujos económicos nacen de los capitales morales y civiles, que después se convierten en capitales industriales y en trabajo, en renta y en riqueza. Intentemos imaginar cómo sería hoy Italia, y en cierto sentido toda la Europa del Sur, si en el siglo XX los grandes partidos, la política nacional y la misma Iglesia hubieran puesto su mayor empeño en Ia difusión capilar en el Sur del movimiento cooperativo en el consumo, en el crédito y en la agricultura, acompañado de programas escolares y de aprendizaje adecuados. En la historia sirven para poco los supuestos, pero sí que son útiles y mucho para el presente. Si nos recuperamos, la palanca de la recuperación estará apoyada en el Sur, donde yace mucha potencialidad, incluso económica, que no se ha expresado, demasiadas heridas civiles que esperan convertirse en bendiciones.
Hay otra forma decisiva de capital que se está deteriorando rápidamente. La economía de mercado del siglo XX estuvo generada por un gran patrimonio espiritual y ético hecho de millones de mujeres y hombres educados y acostumbrados al sufrimiento, al esfuerzo del trabajo, a las carestías de la vida y de la historia, y a las guerras; personas capaces de fortaleza y de resiliencia frente a las heridas buenas y malas. Una inmensa energía espiritual y civil que creció y maduró a lo largo de los siglos en un terreno fecundado por la piedad cristiana, la fe sencilla pero auténtica del pueblo y también por las ideologías, que muchas veces fueron capaces de ofrecer un horizonte más grande que la aspereza de lo cotidiano. Este “espíritu” popular estaba también dentro de nuestro capitalismo bueno. El capital espiritual de las personas y por tanto de las familias, las comunidades, las escuelas y las empresas, fue siempre la primera forma de riqueza de las naciones. Una persona o un pueblo pueden seguir viviendo sin implosionar durante las crisis, mientras cuenten con un capital espiritual del que alimentarse. No morirán mientras sepan ir a buscar en la noche dentro de su propia alma y la del mundo, algo o alguien a quien agarrarse para recomenzar. No es posible dar vida a una empresa, encontrar los recursos morales para aventurarse por un camino lleno de riesgos para uno mismo y para los demás, convivir con las incertidumbres, adversidades y desventuras de las que está hecha la vida empresarial, sin capitales espirituales personales y comunitarios. ¿Qué capitales espirituales, antiguos y nuevos, estamos dando y creando en las nuevas generaciones? ¿Estamos dotando a los jóvenes y a todos nosotros de recursos espirituales para las etapas cruciales de la existencia? Cuando miramos hacia dentro ¿encontramos algo que nos haga levantar la mirada? Si no encontramos una nueva-antigua fundación espiritual del Occidente, la depresión será la peste del siglo XXI. Los signos de fragilidad de la generación actual de jóvenes-adultos dice mucho, solo que deberíamos escuchar más.
Así pues, es una exigencia primaria del bien común conseguir dar vida a una nueva era de alfabetización espiritual de las masas, con todos los medios (incluida la web) y en todos los lugares (incluidos los mercados, las plazas, las empresas). La demanda de este “bien”, todavía en buena parte latente y en potencia, es inmensa. Pero hay que saber reconocerla precisamente en el vacío de espiritualidad que (parece) dominar nuestra era. Hacer como aquel fabricante de zapatos que ante el informe desconsolado del agente enviado a un país lejano (“aquí van todos descalzos”), exclamó: “Se nos abre un mercado enorme". Estamos en un momento decisivo, de cambio de era: si la demanda de bienes espirituales no encuentra una nueva “oferta” en las grandes y milenarias tradiciones religiosas que cuentan con patrimonios fecundos capaces de producir nuevos bienes espirituales y expresarlos hoy con nuevos lenguajes vitales y comprensibles, será el mercado quien ofrecerá y venderá espiritualidad, transformándola en mercancía (ya está sucediendo, no hay más que ver la proliferación de canallas sectarios que buscan el lucro). Y el remedio será peor que la enfermedad.
Debemos invertir en capitales espirituales y morales y hacer un mantenimiento extraordinario de lo que nos queda. Lo sabía bien nuestro Antonio Genovesi, cuyo mensaje civil de esperanza para Italia y para Europa será celebrado el próximo 14 de noviembre en el Instituto Lombardo: "Hay canales de comunicación físicos y morales. Los caminos firmes, fáciles y seguros; los ríos y hondonadas que cruzar; las máquinas tractoras… son los primeros. Pero hacen falta canales morales. Si el más hermoso, firme y amplio camino, como la vía Appia o la vía Valeria, está infectado por el MIEDO, la ESCLAVITUD, la RABIA, la INJUSTICIA, la PENITENCIA y la MISERIA, por él no veréis ni siquiera a las fieras".
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Léxico para la vida buena en sociedad/6
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/11/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/10/2013
La pobreza es una dimensión esencial de la condición humana, muy importante para la vida de todos. Un error grave de nuestra civilización es considerar la pobreza como un problema típico de algunas categorías sociales o pueblos. Nos gustaría inmunizarnos cada vez más de la pobreza, expulsando a los pobres, como chivos expiatorios, fuera de las fronteras de nuestra convivencia ciudadana. Ya no reconocemos la pobreza, nos hemos olvidado de que nacimos en la pobreza más absoluta y terminaremos nuestra vida en una pobreza no menos absoluta.
[fulltext] =>Pero bien mirado, toda nuestra existencia es una tensión entre el deseo de acumular riquezas para llenar esta indigencia antropológica radical y la conciencia, que vamos adquiriendo con los años, de que la acumulación de cosas y de dinero sólo es una respuesta parcial y en conjunto insuficiente a la necesidad de reducir la auténtica vulnerabilidad y la fragilidad de la que venimos, para vencer a la muerte. Una conciencia que alcanza su grado máximo cuando pensamos cómo terminaremos nuestra existencia: desnudos como cuando llegamos. Las riquezas y los bienes pasarán y de nosotros quedará (si queda) otra cosa.
Esta intuición está detrás de la opción de quienes deciden vivir con menos dinero y menos cosas porque descubren que el decrecimiento de algunas riquezas permite el crecimiento de otros bienes generados por esa nueva y distinta pobreza elegida. Este es el itinerario espiritual y ético de Jesucristo («Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza»), el mismo que hicieron suyo Francisco, Gandhi, Simone Weil y muchos otros gigantes en humanidad y espiritualidad que con su pobreza elegida enriquecieron y siguen enriqueciendo la vida en esta tierra, sobre todo la de millones y millones de pobres que no han elegido la pobreza sino que la padecen.
Junto a estos grandes amantes de la pobreza liberadora y profética, hay muchos otros hombres y mujeres, de ayer y de hoy (y también de mañana). Entre ellos hay poetas, monjas, misioneros, ciudadanos responsables e incluso periodistas, empresarios y políticos.
Sólo quien toma la opción de ser pobre de poder, de dinero y de sí mismo, puede librar largas y agotadoras batallas por la justicia, en las que puede incluso dar la vida, muriendo por esos ideales. Sólo estos pobres pueden dar su vida por los demás, porque no la consideran una celosa posesión. Quienes no son capaces de dar la vida por los ideales en los que creen, poco valor deben ver en esos ideales y en esa vida.
El economista iraní Rajiid Rahnema nos revela algo de la compleja semántica de la pobreza cuando en una de sus páginas más hermosas distingue entre distintas formas de pobreza: «La pobreza elegida por mi madre y mi abuelo sufis en el seguimiento de los grandes pobres del misticismo persa; la de algunos pobres del barrio en el que pasé los primeros doce años de mi vida; la de las mujeres y hombres en un mundo en vías de modernización, con ingresos insuficientes para seguir la carrera de las necesidades creadas por la sociedad; la de las insoportables privaciones sufridas por una multitud de seres humanos reducidos a formas humillantes de miseria; y por último la pobreza representada por la miseria moral de las clases poderosas y de algunos ambientes sociales en los que me he visto envuelto a lo largo de mi carrera profesional».
Aquí se abre un tema crucial, del que se habla poco, sobre la pobreza. La pobreza mala (como, por ejemplo, las cuatro últimas formas citadas por Rahnema), la que deberíamos extirpar cuanto antes del planeta, es antes que nada una falta de “capitales” que impide la generación de los “flujos” (entre los que se incluye el trabajo y los ingresos que genera) que nos permiten desarrollar actividades fundamentales para llevar una vida digna y si es posible bella. Si miramos a las múltiples formas de pobreza sufrida y no elegida en las que se encuentran atrapadas muchas personas en el mundo (demasiadas mujeres, demasiados niños y muchísimas niñas), nos daremos cuenta de que las situaciones de indigencia, precariedad, vulnerabilidad, fragilidad, insuficiencia y exclusión son fruto de la falta de capitales no solo financieros sino también relacionales (familias y comunidades rotas), sanitarios, tecnológicos, medioambientales, sociales, políticos y aún con más motivo educativos, morales, motivacionales, espirituales; de la falta de philia y de agape.
Para entender qué tipo de pobreza experimenta una persona considerada como pobre (porque posee menos de uno o dos dólares al día), sería fundamental ver sus capitales y ver si se convierten en flujos. E intervenir a ese nivel. Así podríamos descubrir, si miramos bien, que vivir con dos dólares al día en una aldea con agua potable, sin malaria y con una buena escolarización de base, es muy distinto a vivir con dos (o incluso con 5) dólares al día pero sin poseer estos otros capitales. Tal y como nos enseña el economista y filósofo indio Amartya Sen, la pobreza (mala) consiste en carecer de las condiciones (sociales y políticas también) para desarrollar las propias potencialidades, que de este modo quedan encalladas en capitales demasiado bajos, que impiden que el viaje de la vida sea suficientemente largo y no demasiado accidentado y doloroso. Así pues la pobreza, toda pobreza, es mucho más que la falta de dinero y de ingresos, como podemos ver cuando perdemos el trabajo y no encontramos otro porque no poseemos los “capitales” fundamentales (no solo la universidad, sino también el aprendizaje de un oficio en los años adecuados).
Los capitales de las personas y los pueblos, la riqueza y la pobreza, siempre están mezcladas. Algunos capitales, riquezas y pobrezas, son más decisivos que otros para el desarrollo humano, pero salvo en casos extremos (aunque muy importantes), nadie es tan pobre como para no tener alguna forma de riqueza. Esta mezcla hace tal vez que el mundo sea un lugar menos injusto de lo que parece a primera vista, aunque hay que prestar mucha atención a no caer en la “retórica de la pobreza feliz” que muchas veces encontramos en quienes alaban indigencia ajena viviendo cómodamente en chalets de lujo o pasando con coches blindados por las periferias de las ciudades del Sur del mundo en una (a veces equívoca) forma de “turismo social”. Antes de poder hablar de la pobreza bella es necesario mirar a la cara a la pobreza fea y si es posible saborear algún bocado. Pero la conciencia del riesgo, siempre real, de caer en la retórica burguesa de la alabanza de la pobreza bella (la de los otros, a los que nunca hemos conocido ni tocado), no debe llegar a borrar una verdad todavía más profunda: todo proceso de salida de las trampas de miseria comienza siempre valorando las dimensiones de riqueza y belleza presentes en los “pobres” a los que se desea ayudar. Porque cuando no se parte del reconocimiento de este patrimonio muchas veces enterrado pero real, los procesos de desarrollo y de “capacitación” de los “pobres” son ineficaces cuando no dañinos, porque falta la estima del otro y de sus riquezas y por lo tanto la experiencia de la reciprocidad de las riquezas y las pobrezas.
Hay muchas pobrezas de los “ricos” que podrían ser curadas con las riquezas de los “pobres”, solo con conocerse, encontrarse, tocarse. Y si no empezamos a conocer y reconocer la pobreza, todas las pobrezas, no podremos volver a hacer buena economía, que surge siempre a partir del hambre de vida y de futuro de los pobresi.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/10/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/10/2013
La sabiduría popular siempre ha tenido claro que los bienes y los males más importantes para nosotros son las relaciones interpersonales. Los mitos, la literatura, las leyendas y las tradiciones llevan milenios contándonos que hay riquezas que se convierten en grandes males a causa de relaciones equivocadas y que hay pobrezas materiales donde lo poco que hay se multiplica al compartirlo en comunión.
Hace algunos años comenzaron a darse cuenta también los científicos sociales y algunos economistas (el primero fue Benedetto Gui, en 1986), que empezaron a usar la expresión ‘bienes relacionales’ para referirse a un tipo de bienes en los que lo que constituye el bien es la relación entre las personas.
[fulltext] =>El término bienes relacionales hoy se aplica a muchas cosas distintas. Algunos llaman bienes relacionales a los servicios a las personas, cuyo valor depende principalmente de la calidad de la relación que se establece entre ellas. El bienestar que proporciona una velada en un restaurante con los amigos depende ciertamente de la calidad y del precio de la comida, la bebida y el local, pero sobre todo (en un 80% o 90%) de la calidad de las relaciones que se construyen juntos. Tanto es así que si, por cualquier causa, al final se produce una discusión, quedará muy poco “bienestar”, por muy exquisita que haya sido la comida. La satisfacción (o insatisfacción) que obtenemos de la asistencia y los cuidados depende en gran medida de la calidad de las relaciones y los encuentros humanos. Sobre todo en la educación y en la salud, cuando hablamos de niños, de largas estancias en los hospitales o de relaciones con nuestros ancianos padres.
En los bienes relacionales juegan un papel muy especial las motivaciones y las intenciones de las personas, que simultáneamente ‘producen’ y ‘consumen’ estos bienes. Los “porqués” son decisivos. Por ejemplo, si un consultor o un asegurador se interesan por nuestros hijos y nuestra familia ‘porque’ saben que creando un ambiente familiar es más fácil (y más conveniente para ellos) que firmemos el contrato y nos damos cuenta, ese diálogo pre-comercial no genera ningún bien relacional (sino probablemente un ‘mal relacional’).
El bien relacional es un bien de gran valor siempre que no intentemos asignarle un precio, transformarlo en mercancía y ponerlo en venta. Si el bien relacional pierde el principio activo de la gratuidad, muere. Los bienes relacionales orientan y condicionan nuestras decisiones, desde las más pequeñas y cotidianas hasta las más grandes y decisivas.
Bastaría que pensáramos de vez en cuando en cuánto pesan los bienes (y los males) relacionales en la calidad de nuestro trabajo, por ejemplo cuando nos vemos en la tesitura de seguir en una empresa o abandonarla. Nos cambiamos de barrio y de vez en cuando volvemos a desayunar al viejo bar, porque además del croissant y el café con leche “consumimos” también otros bienes hechos de encuentros, chistes, e incluso polémicas futbolísticas con los amigos. Sin tomar en consideración este tipo de alimento no entenderíamos, por ejemplo, por qué tantos ancianos y ancianas hacen varios viajes al día para comprar el pan, la verdura y la leche. Junto a estos productos “consumen” bienes relacionales y se alimentan de ellos. Si los bienes relacionales desaparecen del horizonte de la política y del de sus técnicos y asesores, no conseguiremos entender ni amar nuestras ciudades, con sus verdaderas pobrezas y riquezas, ni comprender los verdaderos costes e ingresos que conlleva el cierre de las tiendas de barrio.
Con todo, estos bienes relacionales no agotan la naturaleza relacional de los bienes. Todo bien, no sólo los que hoy llamamos relacionales, lleva grabada la impronta de las personas y las relaciones humanas que lo han creado. El peso, la forma y la visibilidad de esta huella varían de unos bienes a otros, pero nunca desaparece del todo, si queremos y sabemos verla. Desde este punto de vista, todos los bienes se convierten en bienes relacionales. Para entenderlo mejor, pensemos en los productos artesanales. En la cultura artesana, que no ha llegado nunca a ser completamente suplantada por la industrial, un violín, un mueble o una arcada podían reconocerse antes de leer la firma del autor (que muchas veces incluso no estaba porque no era necesaria). Del objeto se pasaba con facilidad al sujeto, de la creatura al ‘creador’. Pero donde esa huella personal es más visible, hasta el punto de identificarse con el autor de la obra, es en la creación artística. Un artista nunca llega a ‘enajenar’ completamente una obra aunque la venda, porque esa escultura contiene un trozo de su vida, de su amor y de su dolor, para siempre.
En nuestra sociedad de mercado, después de algunos años dominados por los productos de consumo masivo, anónimos y despersonalizados, hoy hay una tendencia cada vez más fuerte a personalizar de nuevo los bienes. Se quieren recuperar las "relaciones entre personas, ocultas bajo el caparazón de la relación entre las cosas” (Marx, El Capital). En las estanterías de los mercados y en la web vemos mercancías y servicios, pero por debajo de ellos hay relaciones de trabajo, producción y poder, amores y dolores humanos invisibles pero muy reales. Debemos entrenar nuestra mirada y aguzar el oído para ver los rostros y oír las voces de las personas que hay no sólo detrás del puesto de la fruta o la caja de la tienda, sino también detrás de los frigoríficos, los zapatos, la ropa y los ordenadores, porque existen realmente. Un café consumido en un bar que ha optado por quitar las tragaperras, sobre todo si es en compañía de amigos, no es el mismo café que se toma en otro bar, aunque esté hecho con la misma mezcla y con la misma máquina. Sabe distinto, pero necesitamos glándulas espirituales y civiles para gustar la diferencia, glándulas que se nos están atrofiando.
Deberíamos aprender a pedirles cada vez más a nuestros bienes (y a nuestros males), a preguntarles, a dialogar con ellos. Ya no es suficiente con que nos hablen de cualidades de producto y de precio. Queremos que nos cuenten historias hechas de personas y de medio ambiente, que nos hablen de justicia, de respeto, de derechos, que nos revelen lo que es invisible a los ojos pero que para muchos de nosotros se está convirtiendo en lo esencial. Algo de esto, que es invisible, nos lo empiezan a decir ya algunas etiquetas que se colocan en los productos y las marcas de calidad. Pero es demasiado poco, porque en los bienes hay todavía muchas historias importantes y decisivas que no conocemos. Esas etiquetas no nos suelen decir todavía si los salarios pagados a los trabajadores del cacao y los vaqueros son justos ni dónde se encuentra la sede fiscal de la empresa. Nos ocultan si a las mujeres y madres se les permite trabajar bien. No nos dicen qué se hace con los beneficios ni cuántas o cuáles acciones de otras empresas tiene en cartera la empresa que nos vende el producto. El recorrido ético de los productos es todavía demasiado corto, terriblemente corto. Termina donde empiezan las cosas importantes, que cada vez lo serán en mayor medida para la democracia.
Nuestra cultura capitalista nos está llevando a atribuir cada vez más importancia a las calorías, las sales y los azúcares. Pero no podemos y no debemos olvidar que existen calorías sociales, sales de justicia y azúcares excesivos que producen infartos, obesidades y diabetes civiles y morales.
Los bienes son símbolos y como todos los símbolos, con su presencia-ausencia nos señalan algo (o alguien) presente y vivo en otro lugar. Algo o alguien a quien se puede ignorar, hacer como que no existe, negar, olvidar. Pero no por eso deja de estar vivo y de ser real. Y nos sigue hablando, contando historias, esperando.
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Léxico para la vida buena en sociedad/4
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/10/2013
La sabiduría popular siempre ha tenido claro que los bienes y los males más importantes para nosotros son las relaciones interpersonales. Los mitos, la literatura, las leyendas y las tradiciones llevan milenios contándonos que hay riquezas que se convierten en grandes males a causa de relaciones equivocadas y que hay pobrezas materiales donde lo poco que hay se multiplica al compartirlo en comunión.
Hace algunos años comenzaron a darse cuenta también los científicos sociales y algunos economistas (el primero fue Benedetto Gui, en 1986), que empezaron a usar la expresión ‘bienes relacionales’ para referirse a un tipo de bienes en los que lo que constituye el bien es la relación entre las personas.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/10/2013
En estos tiempos, dominados por la técnica y las finanzas invisibles sin rostro humano, los protagonistas de la economía siguen siendo las personas y los bienes. Todo acto económico, desde el consumo hasta el trabajo, el ahorro o la inversión, es una interacción de personas y bienes. Incluso cuando las personas actúan dentro de instituciones complejas, con reglas y contratos, donde los bienes pierden materialidad y parecen desvanecerse, al principio y al final de todo acto económico siempre hay bienes y personas. Por eso, para poder escribir un nuevo léxico económico, es necesario y urgente que, en paralelo a la reflexión sobre las personas (como ciudadanos, “consumidores”, empresarios, inversores o trabajadores), elaboremos también nuevas ideas acerca de los bienes, los objetos de la economía y los nuevos hábitos de consumo y de vida.
[fulltext] =>Hoy, como ayer y como mañana, la economía cambia y evoluciona o involuciona, cuando cambian, evolucionan e involucionan los bienes y las personas. Entre las personas y los bienes existe una misteriosa relación de reciprocidad. Si bien es cierto que los bienes están subordinados a las personas (ya que solo ellas tienen libertad y por lo tanto responsabilidad), una vez generados, los bienes adquieren vida propia y una gran capacidad de cambiar nuestra vida, nuestro bienestar y nuestra libertad. Es una ley formidable de la existencia humana, de la que los grandes mitos se hacen eco de distintas maneras. Los hijos que engendramos cambian radicalmente y para siempre nuestra vida. Pero también las cosas que construimos nos cambian para bien o para mal, nos transforman y no nos dejan nunca indemnes. Es verdad que cada vez que nace un niño el mundo ya no es el mismo. Pero el mundo también cambia continuamente, aunque de una forma distinta y nueva, por nuestros productos, nuestros encuentros y nuestros bienes. Cultivamos y guardamos la tierra creando, intercambiando y consumiendo bienes.
Para referirse a las mercancías, los primeros economistas eligieron la palabra “bienes”, un término que tomaron prestado de la filosofía y la teología. La palabra ‘bien’ deriva de la categoría moral de bueno, bonum. Así pues, es bueno aumentar los bienes cuando estos son cosas buenas que aumentan el bien de las personas, las familias y las ciudades, el Bonum commune. Por este motivo, la reflexión ética sobre la economía se basaba al principio en la hipótesis de que no todas las mercancías y las cosas de la economía eran bienes (cosas buenas). Así, por ejemplo, no se podría comprender la antigua reflexión ética sobre los vicios (lujuria, gula, avaricia, envidia…) fuera de este hermanamiento entre los bienes y el Bien, y entre los bienes y las necesidades.
Pero en un momento determinado de la trayectoria cultural y antropológica de Occidente, los individuos dejaron de aceptar que alguien (la tradición, la sociedad, la religión, el padre…) les dijera cuáles eran los bienes “buenos” y cuáles las necesidades “verdaderas” y las cosas verdaderamente útiles. El sujeto se convirtió así en el único que podía decir, a través de la demanda en el mercado, si una cosa era para él un bien o no. Así es como la riqueza nacional se convirtió en el conjunto de estos bienes (objetos y servicios) definidos como tales por cada una de las personas y el PIB en la medida de estos bienes. Nuestra riqueza económica se ha ido poblando de una miríada de bienes distintos cuyo común denominador es la moneda: los antibióticos, las entradas para ver a Pirandello y a Ibsen en el teatro, las flores que regalamos a un ser querido, los bienes relacionales, pero también el coste de los servicios jurídicos que generan nuestros litigios y delitos, las minas antipersona, las máquinas tragaperras y la pornografía. Todos son bienes, todos es PIB, todo es crecimiento, todo es trabajo, dicen algunos. Pero no es difícil imaginar la calidad humana del trabajo de una mujer que tenga que imprimir material pornográfico en una empresa, para vivir y para enriquecer a quienes especulan con esos ‘bienes’. No todo el trabajo y no todos los puestos de trabajo son buenos ni nunca lo han sido. Los bienes han perdido contacto con el Bien y cuando eso ocurre faltan las categorías culturales para entender que no siempre el aumento de los bienes es un Bien, que no todos los bienes son buenos y que no todo crecimiento aumenta la felicidad o el bienestar. El contraste entre nuestros bienes y el bien aparece con toda su trágica claridad en el medio ambiente, que es, con demasiada frecuencia, el lugar donde se entrelazan los bienes individuales con el Mal común.
¿Qué criterio ético tenemos hoy para decir si un aumento del tanto por ciento del PIB es un bien o es un mal? Deberíamos ser capaces de conocer cómo y en qué ‘bienes’ ha cambiado el PIB, pero no lo somos. Mas, sin dejar de reconocer todo esto con todo su dramatismo, debemos tener muy en cuenta que una de las condiciones de la democracia es que en el mundo hay más bienes que las cosas que yo considero buenas, porque podría ocurrir (como ocurre) que las cosas que para mí son bienes para otros o para la mayoría no lo sean. Un ejercicio fundamental de la democracia es tolerar la existencia de más bienes que los que nos gustan. Pero esto no debe impedir que nos hagamos preguntas difíciles y arriesgadas sobre la naturaleza moral de los bienes económicos y convencernos mutuamente de la bondad de nuestros bienes y de los de los demás.
Una última nota para terminar. En la tierra hay muchos bienes (y males) que no son mercancías, es decir, muchas cosas que tienen un valor pero no un precio, aunque se está llevando a cabo una rapidísima transformación de (casi) todos los bienes y los males en mercancías. Podría elaborarse un nuevo indicador de bienestar calculando la diferencia entre los bienes y las mercancías. Nos daría una idea de cuánta gratuidad resiste al imperialismo de las mercancías. Pero bajo el mundo de las cosas, hay más. El valor económico de los bienes es tan solo una mínima parte de su valor total. Generamos mucho más bien de lo que los precios y el PIB son capaces de medir, un ‘crédito de valor’ que tal vez compense, al menos en su conjunto y parcialmente, la deuda de tantos males que no se han resarcido adecuadamente con moneda, porque son demasiado humanos y dolorosos como para tener un equivalente monetario.
Esta excedencia del valor sobre el precio se puede aplicar a muchos bienes, pero es especialmente verdadera en el caso de muchos servicios a las personas, el cuidado, la educación, la sanidad, la investigación… El valor total de una visita médica que me soluciona un problema serio de salud tiene un valor humano y moral que ningún honorario, aunque sea pingüe, puede compensar. El valor económico de un profesor que ayuda a nuestros hijos a crecer es infinitamente más grande que su sueldo. Esta sobreabundancia se da, aunque en diferente medida, en todos los trabajos. Los sueldos supermillonarios así lo muestran con claridad, al contraluz de la indignación. Eso es lo que da valor moral al “gracias” que le decimos al camarero después de haber pagado la consumición.
Todas estas cosas las sabemos, las oímos y las sufrimos todos. Por eso, para estar satisfechos y vivir bien, los trabajadores tienen una necesidad vital (raramente satisfecha) de otras formas de remuneración simbólica y relacional que llenen, al menos un poco, la diferencia que existe entre el salario monetario del “bien trabajo” y el don de la propia vida en el trabajo. Es esta excedencia antropológica la que hace que el trabajo sea más grande que la mercancía-salario, siempre y en todas partes. Cuando transformamos el valor en precio y los bienes en mercancías no debemos olvidar la diferencia entre el valor de las cosas y su medida monetaria, entre el trabajo y su precio. Reconocerlo y actuar en consecuencia es un acto de justicia económica fundamental para la vida buena en sociedad.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/10/2013
En estos tiempos, dominados por la técnica y las finanzas invisibles sin rostro humano, los protagonistas de la economía siguen siendo las personas y los bienes. Todo acto económico, desde el consumo hasta el trabajo, el ahorro o la inversión, es una interacción de personas y bienes. Incluso cuando las personas actúan dentro de instituciones complejas, con reglas y contratos, donde los bienes pierden materialidad y parecen desvanecerse, al principio y al final de todo acto económico siempre hay bienes y personas. Por eso, para poder escribir un nuevo léxico económico, es necesario y urgente que, en paralelo a la reflexión sobre las personas (como ciudadanos, “consumidores”, empresarios, inversores o trabajadores), elaboremos también nuevas ideas acerca de los bienes, los objetos de la economía y los nuevos hábitos de consumo y de vida.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/10/2013
No hay una única riqueza, como no hay una única pobreza. Hay riquezas buenas y riquezas muy malas. Las grandes culturas sabían esto bien. Nuestra cultura, por no ser grande, lo ha olvidado. La naturaleza plural y ambivalente de la riqueza está inscrita en su propia semántica.
Riqueza viene de rex (el rey), y por lo tanto hace referencia al poder, a la capacidad de disponer, mediante el dinero y los bienes, también de las personas. La posesión de las riquezas ha ido siempre de la mano con la posesión de las personas. El límite a partir del cual la democracia se convierte en plutocracia (gobierno de los ricos) es frágil: nunca ha estado del todo claro ni ha tenido muchos guardias y centinelas que no estuvieran en la nómina de los plutócratas.
[fulltext] =>Pero la riqueza es también wealth, palabra inglesa que remite a weal, well-being, es decir, al bienestar, a la prosperidad y a la felicidad individual y colectiva. Adam Smith eligió como título para su tratado de economía wealth (e non riches), The Wealth of Nations (1776), como queriendo decir que la riqueza económica es algo más que la mera suma de los bienes materiales o del actual PIB.
Muchos economistas italianos y de otros países latinos eligieron para esta segunda forma de riqueza la expresión “felicidad pública”, sin infravalorar la complejidad de pasar de la riqueza a la felicidad. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la tradición de la “felicidad pública” se convirtió en un río subterráneo y en el mundo anglosajón se perdió la antigua idea de bienestar que subyacía en el término wealth. De este modo el espectro semántico de la riqueza se empobreció mucho en todo Occidente y nosotros con él. Hemos construido un capitalismo financiero que ha generado mucha ‘riqueza’ equivocada, que no ha mejorado nuestras vidas ni la del planeta.
Debemos empezar urgentemente a distinguir de nuevo las formas de la riqueza, a discernir los diferentes ‘espíritus’ del capitalismo y a decir públicamente y con fuerza que no todo lo que llamamos riqueza es bueno.
No es buena la ‘riqueza’ que nace de la explotación de los pobres y los débiles, la que procede de la depredación de las materias primas de África, de la ilegalidad, el juego, la prostitución, las guerras y el tráfico de drogas, la que nace de la falta de respeto a los trabajadores y a la naturaleza. Debemos tener la fuerza ética de decir que esta pseudo-riqueza no es buena y decirlo sin peros. No existe ningún uso bueno para ese dinero malo. Mucho menos la financiación de entidades sin ánimo de lucro o la construcción de estructuras para niños gravemente enfermos. Estos niños ‘juzgarán’ nuestro capitalismo.
¿De donde nace entonce la riqueza buena y verdadera? ¿Cuál es su origen y cuál su naturaleza? Para Smith, que puso estas preguntas en el centro de su investigación, la riqueza nace del trabajo humano y así lo escribió, como primera línea de su Wealth of Nations: “El trabajo anual de una nación es el fondo del que obtiene todas las cosas necesarias y útiles para la vida”. Las riquezas naturales, el mar, los monumentos y las obras de arte sólo se convierten en riqueza económica y cívica gracias al trabajo humano, capaz de rentabilizar estos bienes.
Pero si vamos a las raíces profundas de la riqueza, descubrimos algo que puede causarnos sorpresa: su naturaleza más auténtica es el don. La riqueza buena que nace del trabajo depende de nuestros talentos (los talentos, como dice la parábola, se reciben), es decir, de dones como la inteligencia y la creatividad, dones éticos, espirituales y relacionales.
Detrás de nuestra riqueza hay acontecimientos providenciales que no son solo mérito nuestros ni tampoco únicamente fruto de nuestro esfuerzo (siempre co-esencial): nacer en un determinado país, ser amados en el seno de una familia, tener la oportunidad de estudiar en buenos colegios, conocer a un profesor determinado o a otras personas a lo largo de nuestro camino, etc. ¡Cuántos Mozart o Levi Montalcini no han despuntado solo porque han nacido o crecido en otro lugar o sencillamente porque no han sido suficientemente amados!
Algo de esta tensión entre don e injusticia se refleja en el mito de Pluto (el dios griego de la riqueza), que, cegado por Zeus, distribuye la riqueza entre los hombres sin poder ver su justicia ni su mérito. También en la raíz de la institución en Israel del año jubilar encontramos la conciencia de que la naturaleza de la riqueza es el don: cada cincuenta años “cada uno volverá a poseer lo suyo” (Levítico). En cambio, nosotros hemos olvidado y expulsado del horizonte cívico (y fiscal) el dato de que la propiedad de los bienes y de las riquezas es una relación, un asunto social: “Si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie, estáis perdidos” (J.J. Rousseau, El contrato social). Si eliminamos la naturaleza más profunda y auténtica de la riqueza y el destino universal de todos los bienes, perdemos también el sentimiento de reconocimiento cívico de nuestra riqueza.
Es la gratuidad-charis la que da fundamento a toda riqueza buena. Entonces deberíamos mirar al mundo y decirnos unos a otros: “yo soy tú, que me haces rico”. Y no dejar nunca de darnos las gracias mutuamente. ¿Qué es mi riqueza sino un conjunto de relaciones, algunas de ellas con raíces muy antiguas? En la Edad Media los forasteros, aunque fueran ricos, eran colocados en las procesiones religiosas (ordenadas según el censo) junto con los pobres, porque estaban faltos de amigos y por ello eran pobres de la riqueza más importante: la de las relaciones.
Si no se reconoce el don y la naturaleza relacional de la riqueza, se acaba por considerar cualquier redistribución como una usurpación, percibida como una grave profanación de otros que meten mano en nuestros bolsillos. También los empresarios saben que su riqueza (buena) procede sobre todo de la riqueza del territorio, de la riqueza de talentos y virtudes de los trabajadores, de la riqueza moral de los proveedores, bancos, clientes y administraciones públicas, de la riqueza espiritual de su gente (por eso la evasión fiscal es un acto grave de injusticia y de desagradecimiento). Y así, de vez en cuando, después de haberse deslocalizado, algunos vuelven a casa, porque sin esas otras riquezas no han sido capaces de aumentar ni siquiera la riqueza financiera. Si la riqueza es antes que nada don, entonces compartirla y usarla para el bien común no es un acto heroico, sino un deber de justicia. Podemos y debemos compartirla porque en su mayor parte la hemos recibido. Cuando una cultura pierde este profundo sentido social y político de su propia riqueza, se oscurece y termina por ocultarse.
Hoy la economía sufre y no genera su típica riqueza buena porque se han empobrecido las otras formas de riqueza. Una parte importante de este empobrecimiento la ha producido la misma economía financiera, que ha consumido recursos morales y espirituales sin preocuparse de regenerarlos. Es como el apicultor que, con el fin de ganar lo más posible con sus abejas, se concentra únicamente en sus colmenas y se olvida del terreno que le circunda, contaminándolo. Los prados y los frutales se empobrecieron y hoy sus abejas, exhaustas, producen cada vez menos miel y de peor calidad. Si este apicultor quiere volver a producir buena miel, debe ampliar el horizonte de su problema, entender las verdaderas causas de su crisis y después empezar a preocuparse por los prados y los frutales de los terrenos circundantes con la misma atención con la que trata a sus abejas y a sus colmenas. Todo bien es también bien común, porque si no es común no es verdadero bien. Salir de los lugares de trabajo y volver a la tierra a cuidar los prados, los frutales y los bienes comunes es el reto principal que debemos aceptar si queremos volver a generar riqueza buena y con ella trabajo.
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Léxico de la vida buena en sociedad/2
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/10/2013
No hay una única riqueza, como no hay una única pobreza. Hay riquezas buenas y riquezas muy malas. Las grandes culturas sabían esto bien. Nuestra cultura, por no ser grande, lo ha olvidado. La naturaleza plural y ambivalente de la riqueza está inscrita en su propia semántica.
Riqueza viene de rex (el rey), y por lo tanto hace referencia al poder, a la capacidad de disponer, mediante el dinero y los bienes, también de las personas. La posesión de las riquezas ha ido siempre de la mano con la posesión de las personas. El límite a partir del cual la democracia se convierte en plutocracia (gobierno de los ricos) es frágil: nunca ha estado del todo claro ni ha tenido muchos guardias y centinelas que no estuvieran en la nómina de los plutócratas.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/09/2013
Algunos están firmemente convencidos de que ya hemos dejado atrás lo peor de la crisis. Otros están igualmente persuadidos de que la ‘gran crisis’ no ha hecho más que empezar. Lo que es cierto es que debemos empezar a darnos cuenta de que la palabra ‘crisis’ ha dejado de ser adecuada para expresar estos tiempos. Nos encontramos inmersos en un largo periodo de transición y de cambio de paradigma, que comenzó mucho antes de 2007 y está destinado a durar todavía mucho más. Así pues, lo mejor que podemos hacer es aprender a vivir bien en el mundo tal y como es hoy, incluyendo el trabajo. Debemos aprender un nuevo léxico económico que sea adecuado, en primer lugar, para comprender este mundo (no el de ayer) y después para disponer de instrumentos con los que actuar y tratar de mejorarlo.
[fulltext] =>Ya no conseguimos entender nuestra economía, nuestro trabajo y nuestra falta de trabajo, y eso es una nueva forma de pobreza colectiva. Después de tomar conciencia de esta nueva pobreza ‘lingüística’ y de pensamiento, la siguiente idea es comenzar (o tal vez continuar) a escribir una especie de ‘Léxico de la vida buena en sociedad’, una expresión inspirada del economista e historiador napolitano Ludovico Bianchini, titular de la cátedra de economía que ocupó cien años antes Antonio Genovesi. Para su principal tratado de economía, Bianchini eligió el título de ‘Della scienza del ben vivere sociale’ (1845). Pero ningún léxico nuevo nace de la nada, sino que vive, crece y se nutre de las palabras pasadas, a la vez que prepara las futuras. Por eso es siempre provisional, parcial y necesariamente incompleto; material de trabajo, un cajón de instrumentos para razonar y actuar.
Hay palabras fundamentales de la vida social que deben ser pensadas y en parte reelaboradas de nuevo, si queremos que la vida civil y económica sea ‘buena’ y en la medida de lo posible también justa. En esta época nuestra estamos haciendo mucha mala economía, entre otras cosas porque estamos expresando y pensando mal la vida económica y cívica. Son muchas las palabras que habría que repensar y reescribir. Entre ellas sin duda están: riqueza, pobreza, empresario, finanzas, bancos, bien común, trabajo, justicia, dirección de empresas, distribución de la renta, beneficios, derechos de propiedad de las empresas, indignación, modelo italiano, capitalismo y muchas otras. También hace falta un nuevo léxico para entender y recuperar el valor de la tradición económica y civil europea. El siglo XXI se está convirtiendo (peligrosamente) en el siglo del pensamiento económico y social único.
Estamos perdiendo demasiada biodiversidad, riqueza antropológica y ética y heterogeneidad cultural. No sólo están desapareciendo miles de especies vivientes, también están muriendo formas vivientes de empresas, de bancos, de tradiciones artesanales, de visiones del mundo, de cultura empresarial, de cooperación, de oficios, de saber hacer y saber pensar y de éticas del trabajo. Y muchas de las formas que están naciendo se parecen demasiado a las especies parásitas y agresivas que aceleran la muerte de plantas antiguas y buenas. Se están reduciendo las formas de empresa, las culturas de dirección, las maneras de hacer banca, aplastadas todas ellas por la ideología del ‘business is business’, en la que los negocios son sólo los de matriz anglosajona, especialmente norteamericana. Un modo de entender los negocios para el que también los bancos son todos iguales, tanto los que apuestan con nuestros ahorros como los que están al servicio del territorio, las familias y las empresas.
La economía europea tiene una biodiversidad lograda a lo largo de una historia secular, con la que en cambio no cuenta el capitalismo que nos está colonizando. Los que olvidan esta larga historia y esta riqueza producen daños civiles y económicos enormes y muchas veces irreversibles.
El siglo XX fue el siglo de la pluralidad de sistemas económicos y de la pluralidad de capitalismos. Ese siglo, que ahora parece tan lejano, vio desplegarse varios tipos o formas de economía de mercado: la economía social de mercado alemana, la economía colectivista, la economía mixta italiana (un mixto que iba mucho más allá de la relación entre lo público y lo privado), los modelos escandinavo, francés, inglés, norteamericano, japonés, indio, sudamericano y, en su último fulgor, también el modelo híbrido chino. Toda esta variedad e economías de mercado, capitalistas o no, iba acompañada de grandes (a veces enormes) lugares de economía tradicional, que seguían perviviendo en nuestra vieja Europa. En el siglo XXI toda esta biodiversidad está desapareciendo.La diversidad es siempre la que hace que el mundo sea maravilloso, y la biodiversidad de formas civiles y económicas no lo hace menos espléndido y rico que la de las mariposas y las plantas. El paisaje italiano y europeo es patrimonio de la humanidad no sólo por las colinas y los bosques (fruto, entre otros, de los grandes carismas monásticos de la Edad Media y por ello con mucha biodiversidad espiritual). Nuestras plazas y nuestros valles son estupendas no sólo gracias a las vides y a los olivos, sino también gracias a las cooperativas, a las cajas rurales y cooperativas de crédito, todas iguales y todas distintas, a las cajas de ahorro, a los fabricantes de violines y a los establos de montaña, a las empresas de los distritos, a las cofradías, las casas de misericordia, a las Escuelas de Don Bosco y las Escuelas Pías, los hospitales de las Hijas de la Caridad junto a otros hospitales los públicos y privados. Cada vez que una de estas instituciones muere, tal vez debido a leyes equivocadas o a consultores poco preparados, nuestro país se empobrece, nos hacemos menos cultos, menos profundos y libres y quemamos siglos de historia y de biodiversidad.
Donde no hay biodiversidad sólo hay esterilidad, incesto y enanismo, patologías que está conociendo un capitalismo financiero incapaz de generar buen trabajo y buena riqueza, precisamente por ser demasiado chato al aceptar una única cultura y un único principio activo (la maximización de los beneficios y la renta a corto plazo). Esta pérdida de biodiversidad civil y económica (y por lo tanto humana) es una enfermedad muy grave, que pone en discusión directamente la democracia, que hoy igual que ayer está íntimamente relacionada con la diversidad de formas y la pluralidad de protagonistas de la economía de mercado.
Ahora se abren nuevos retos, decisivos para nuestra calidad de vida presente y futura: ¿Hasta dónde queremos extender el mecanismo de los precios para regular la vida en común? ¿Estamos seguros de que la forma en la que estamos gestionando las empresas, sobre todo las grandes, tiene futuro? ¿Los trabajadores deberán permanecer siempre fuera de los Consejos de Administración de las empresas? ¿Queremos seguir depredando África o podemos instaurar con esos pueblos lejanos y cada vez más cercanos una nueva relación de reciprocidad? ¿Cuándo dejaremos de robarle el futuro a nuestros nietos endeudándonos por un consumo excesivo y egoísta? ¿Es posible extender el sistema de ‘trip advisor’ que tienen los hoteles a todos los bienes de mercado, para avanzar hacia una verdadera democracia económica? ¿Tenemos todavía algo que decir como Europa acerca del mercado y la empresa? Estas y otras difíciles preguntas (y retos) no se pueden responder con éxito si antes no aprendemos a pensarlas y a decirlas con las palabras adecuadas.
Muchos daños, no sólo económicos, han causado durante estas décadas quienes han presentado ‘males’ en forma de ‘bienes’, costes como ingresos y vicios disfrazados de virtudes. Daños que seguimos produciendo, aunque a veces de manera no intencionada. Debemos prepararnos todos (ciudadanos, economistas, instituciones, medios de comunicación y políticos) para dar vida a un lenguaje económico y cívico que nos ayude a llamar a cada cosa por su nombre, para amarlas y mejorarlas. En todas las épocas de renacimiento, las palabras envejecen muy rápidamente, aunque ninguna edad de la historia ha consumido palabras y conceptos tan rápidamente como la nuestra. Si verdaderamente queremos volver a crear trabajo, concordia ciudadana, cooperación y riqueza, primero tenemos que saber pronunciarlas, llamarlas por su nombre. El primer acto humano fundamental para pasar del ‘caos’ al ‘cosmos’ (orden) es poner nombre a las cosas, conocerlas, conservarlas, cultivarlas. Pero el nombre más importante que debemos aprender hoy a reconocer y a pronunciar es el nombre del otro. Porque cuando nos olvidamos de pronunciar ese primer nombre ya no conseguimos llamarnos a nosotros mismos ni a las cosas, incluidas las importantes cosas de la economía. Solo cuando las llamemos por su nombre adecuado comenzarán a respondernos.
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por Luigino Bruni
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