La ciudad buena de los diversos y la Babel de las castas cerradas

 

Comunidad - Léxico para una vida buena en sociedad/18

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 26/01/2014

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La palabra comunidad, una de las más ricas, fundamentales y polivalentes de nuestro vocabulario civil, está sufriendo una mutación radical. La auténtica comunidad nunca ha sido una realidad romántica, lineal, simple, puesto que en ella se concentran las pasiones humanas más fuertes y profundas. Es lugar de vida y muerte. A Jerusalén se la conoce como ‘ciudad santa’, pero el fundador de la primera ciudad fue Caín. La fundación de Roma (y de muchas otras ciudades) se produjo, según el mito, en el contexto de un fratricidio.

Para contar qué es la comunidad, evitando peligrosos reduccionismos ideológicos, hay que vivirla sin rechazar su ambivalencia originaria. Lo sugiere la misma raíz latina del término: communitas, cum-munus, donde el munus es a la vez don y obligación, lo que se da y lo que debe devolverse, el acto gratuito y los munera, es decir, los deberes y las obligaciones, la gratuidad que evoluciona en deber. Esta misma tensión semántica y social la encontramos en el bien común y en los bienes comunes, que seguirán viviendo mientras la trama de la obligación esté entrelazada con la trama de la gratuidad. Pero cuando esta tensión vital se apaga y sólo quedan los (presuntos) dones o sólo las obligaciones, en seguida aparecen las patologías relacionales, el don se convierte en algo irrelevante para la vida social y las obligaciones se transforman en ataduras.

Una de las razones más profundas de la fecunda dualidad de la comunidad es su naturaleza no electiva: salvo en una mínima parte, no elegimos a las personas con las que estamos unidos y enlazados en las comunidades. El ‘cum’ no lo creamos nosotros con nuestras decisiones, sino que nos precede y es más grande que nosotros. Los compañeros de comunidad nos los encontramos al lado, algunos no nos gustan y a muchos no los elegiríamos como amigos. Pero están inevitablemente allí, nosotros dependemos de ellos y ellos de nosotros. La no elegibilidad y la interdependencia son la esencia de la comunidad y lo que tienen en común la clase educativa, los lugares de trabajo y la comunidad de ciudadanos. El compañero de clase, la compañera de trabajo y el vecino de casa condicionan mi vida por el simple hecho de que ocupan mi mismo terreno, aunque trate de evitarlos, aunque no los ame, aunque los ignore e incluso aunque luche contra ellos. De igual manera, podemos utilizar la misma expresión ‘comunidad’ para referirnos a la familia, a la escuela, a la empresa y al país, mientras nos sintamos dentro de los mismos cum y los mismos munera.

La no-elegibilidad de la comunidad comienza ya desde la primera comunidad original, la familia. No elegimos a nuestros padres, ni a nuestros hijos, ni a nuestros hermanos y hermanas. Y aunque es cierto que sí elegimos a nuestra mujer o a nuestro marido, no es menos cierto que lo que elegimos del otro en los años del enamoramiento coexiste con toda una parte del otro que no hemos elegido porque es desconocida para ambos. Una parte no elegida que crece con los años, hace florecer al enamoramiento en agape, y da una dignidad inmensa al amor conyugal fiel, porque la fidelidad que más cuesta y más vale es la fidelidad a la parte no conocida y no elegida del otro (y de uno mismo). En general, las relaciones elegibles (amistad, enamoramiento…) son capaces de generar buenas comunidades sólo cuando se abren a la dimensión no electiva de los amigos y a la acogida de los no-amigos. En caso contrario, no pasan de ser un consumo, que puede nutrir pero no es fecundo.

Los grupos humanos donde ejercitamos las dimensiones más significativas de nuestra humanidad no son elegibles, no los elegimos. En la convivencia diaria con esta no-elegibilidad es donde aprendemos los códigos relacionales y espirituales cruciales para la vida, donde luchamos contra el narcisismo (que hoy es una pandemia social) y nos hacemos adultos. Es un aprendizaje permanente, que adquiere un enorme valor cuando decidimos permanecer, por una misteriosa fidelidad a nosotros mismos, en una comunidad en la que ya no nos reconocemos, cuando se produce una especie de ‘despertar’ y tenemos la fuerte impresión de que nos hemos equivocado de comunidad y de casi todo. Quienes consiguen permanecer después de estos dolorosos despertares muchas veces están en condiciones de dejar de ser hijos para reconocerse como padres o madres de esa comunidad.

La diversidad es la levadura de la comunidad. Sin ella, la vida comunitaria no se eleva y su pan de cada día sigue siendo ácimo.

Hoy es muy fuerte la tendencia a crear comunidades electivas, es decir, a salir de las comunidades no elegidas para entrar en comunidades elegidas. Con la web como protagonista, asistimos a la proliferación de las llamadas ‘comunidades de sentido’, grupos que nacen en torno a intereses comunes como la comida, las aficiones, los intereses literarios, el amor por algunas especies animales y muchas cosas más, muchas de ellas muy buenas. Son nuevas ‘comunidades’, muchas veces carentes de cuerpo, formadas por personas afines, que sustituyen a las comunidades corpóreas de personas diversas, que están en rápida disolución. Huimos de las nuevas y difíciles diversidades de nuestros barrios multiétnicos y nos protegemos de la diversidad no elegida creando otras comunidades. Se trata de una expresión del llamado ‘comunitarismo’, un heterogéneo movimiento cuya nota característica es la constitución de ‘comunidades de afines’: escuelas, comunidades de vecinos, barrios, web-communities, lugares en los que se intenta construir comunidades sin las ‘heridas’ de la diversidad cotidiana. Pero uno de los grandes mensajes de la sabiduría milenaria de nuestra civilización es que las comunidades de afines son insuficientes para construir una vida buena. Si seguimos abandonando las comunidades naturales y con ellas los territorios y los cuerpos políticos, pronto caeremos en una forma de neo-feudalismo de castas, que fue la condición en la que se encontró Europa tras la caída del imperio romano. Un escenario que ya se está haciendo realidad en los diferentes ‘Davos’ del capitalismo financiero, donde hay nuevas castas, totalmente separadas e inmunes de las comunidades, que nos gobiernan pero ni quieren ni pueden vernos y tocarnos. Cuando los empresarios, directivos y financieros dejan de tocar los cuerpos de las comunidades vitales y mestizas, causan daños inmensos, a veces fatales, a las comunidades de los nuevos intocables y los sin-casta. En el viejo feudalismo, unos cuantos ricos vivían en rocas fortificadas, alrededor de las cuales no había más que incursiones, degradación y desierto. Puede que no esté lejos el día en que estos nuevos señores feudales y brahmanes al salir de sus fortalezas no encuentren carreteras ni seguridad ni bienes comunes ni tampoco helipuertos despejados en los que aterrizar.

La Torre de Babel (Génesis 11) es un gran relato fundacional sobre la degeneración de la comunidad de los diversos en el comunitarismo de los afines. La comunidad salvada y renacida después del diluvio se reunió en un solo lugar, con una sola lengua y una torre muy alta. Después de todo ‘diluvio’ (crisis de dimensión epocal), las comunidades siempre sienten una fuerte tentación de encerrarse con los afines, expulsar a los distintos y evitar dispersarse por la tierra. Donde no hay diversidad, promiscuidad, contaminación, no hay fecundidad: los hijos no nacen, las comunidades se hacen incestuosas y pronto desaparecen. La comunidad sin diversidad pronto se transforma en una forma de fundamentalismo, idolatrándose a sí misma. La convivencia unas veces armónica y otras conflictiva de nuestras ciudades de diversos es la que genera la arquitectura, el arte, la cultura y la economía que siglos después sigue amándonos, alimentándonos y salvándonos. Esta Europa post-feudal de la ciudadanía y de las diversidades hoy está amenazada por las nuevas Babeles de las finanzas y las rentas, encerradas en sus ciudadelas fortificadas.

Noé, el justo, había construido un arca (barca-cesto) para salvar la variedad y la multiplicidad de las especies y de los vivientes, una variedad-diversidad que los hombres reunidos en Babel querían y quieren eliminar. La dispersión del comunitarismo de Babel es la precondición para la edificación de las mil comunidades pobladas por múltiples lenguas, colores, variedades, diversidades, belleza: “Demos gloria a Dios por la variedad de las cosas” (Gerard M. Hopkins).

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