La gran transición/2 – Las innovaciones más cruciales germinan entre los jóvenes y los pobres
por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/01/2015
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Dos presos, en dos celdas contiguas, se comunican dando pequeños golpes en la pared. La pared es lo que les separa pero también lo que les permite comunicarse. Eso mismo ocurre también entre Dios y nosotros: cada separación es un lazo.
Simone Weil (La gravedad y la gracia)
Innovación es una palabra propia de la botánica. Se usa para los brotes y para las nuevas ramas. Las innovaciones necesitan raíces, buena tierra y una planta viva. Es la vida que florece, la capacidad de generar en acción. Estas innovaciones, que se convertirán en comida, en jardines y en parques, necesitan también del trabajo y la paciencia del labrador o del jardinero, que les acompañan y cuidan durante las heladas de los duros inviernos. Así es como los brotes se desarrollan y se convierten en flores, así es como la viña produce buen vino y la higuera vuelve a dar fruto tras años de esterilidad y se salva.
Para comprender lo que le está ocurriendo a nuestra economía y a nuestra sociedad, tendríamos que recuperar el significado botánico del término innovación, que puede enseñarnos muchas cosas sobre las razones de la crisis y la dirección a seguir. Un primer mensaje que nos llega de la lógica de la innovación-brote se llama subsidiariedad: las manos y la tecnología sólo pueden subsidiar la innovación, es decir, pueden ayudar al brote a florecer, pero no pueden inventarlo. La parte más importante del proceso de innovación depende poco de la intervención artificial de distintas “manos”; antes que nada, brota por su fuerza intrínseca. Por esta razón, resulta ilusorio pensar en aumentar las innovaciones en nuestra economía si no nos ocupamos antes de la salud del humus, de los árboles y de las plantas. Si falta innovación, no es porque el brote haya “decidido” no florecer o porque los jardineros sean vagos.
La crisis de nuestro tiempo depende del agostamiento del humus civil que ha alimentado a nuestra sociedad y a nuestra economía durante siglos, un humus hecho de ética de las virtudes y de sacrificio creativo. Hoy, en aquellos antiguos terrenos fértiles, florece e innova sobre todo la mala hierba. Para ver de nuevo las innovaciones de las buenas plantas, debemos volver a enriquecer los terrenos, salvar los árboles frágiles y plantar más en otros terrenos. Es el humus (adamah) el que nutre al homo (Adam) y genera el auténtico humanismo.
Al mismo tiempo, las innovaciones que vemos y registramos no son las únicas que existen, porque las buscamos en los terrenos equivocados. Muchos de los árboles que hoy innovan no tienen la misma forma que los árboles de ayer. A veces su apariencia es extraña y crecen en terrenos donde no esperamos encontrarlos. Buscamos la belleza y la bondad en terrenos que nos resultan familiares y, al no verlas, nos entristecemos. En realidad, para esperar ya desde ahora, bastaría con que cambiáramos de lugar y de mirada. Cuando atravesamos el centro de nuestras ciudades, vemos comercios cerrados, oficinas que han quedado vacías y en muchos casos se han reconvertido en horribles salas de apuestas y tugurios de los juegos de azar; y nos entristecemos con razón ante estos árboles secos que en otro tiempo estuvieron llenos de brotes.
El empobrecimiento de la mirada, del sentido colectivo de la vista, acorta el horizonte y nos aprisiona en los problemas y en los males, que siempre son muy abundantes. Los pueblos se curan cuando dentro de los sufrimientos del “ya” saben ver un “todavía no” posible y mejor. Para mantener viva y activa la esperanza, en el bosque que cae hay que saber ver el árbol que crece, y, en torno a ese nuevo vástago, soñar y preparar el bosque de mañana. El árbol que crece ya existe, únicamente debemos aprender a reconocerlo colectivamente y a acompañar su florecimiento. A ver otros árboles cargados de yemas se aprende, casi siempre durante las crisis de la existencia, cuando el brillo de la mirada permite ver más lejos y otras cosas. Hay mil colores en las ciudades de los jóvenes y los más pobres, pero, adormilados y sedados como estamos por un consumo que nos mantiene alejados de las calles y de las periferias, ya no sabemos reconocerlos. Y al no ver el sol ni el cielo luminoso, impedimos que los colores de los jóvenes y de los pobres vuelvan a encender nuestras ciudades.
Si miramos bien en la trama de la historia, nos daremos cuenta, por ejemplo, de que las economías y las civilizaciones han sido capaces de levantarse, volver a ponerse en marcha y desarrollarse cuando han sido capaces de vislumbrar nuevas salvaciones en lugares distintos y siempre periféricos. Cuando falta el pan para la muchedumbre, los cinco panes necesarios para un nuevo milagro se encuentran en manos de un muchacho, donde hay unos ojos distintos que saben verlos y valorarlos.
La postguerra europea produjo auténticos milagros porque los líderes políticos, económicos y espirituales de entonces supieron incluir (con el sufragio
universal, pero también en las fábricas, en la educación para todos…) a millones de labradores inmigrados del sur, a muchas mujeres y a muchos jóvenes. Y emancipándolos a ellos, incluso entre errores y contradicciones, nos levantaron a todos. No hay otro camino: la energía esencial para cualquier reactivación es el hambre de vida y de futuro de los jóvenes y de los pobres.
A diferencia de lo que piensan y enseñan algunos célebres expertos en innovación, muchos torrentes de riqueza y trabajo nacieron porque, en medio de la desesperanza, alguien no dejó de dar puñetazos en la roca hasta destrozarse las manos. Hasta que un día otro respondió y los puños se convirtieron en diálogo y las lágrimas en manantial. Pero no bastan los jóvenes y los pobres hambrientos de vida para tener un futuro mejor. Para que los pobres y los excluidos puedan convertirse en motor de cambio de un país, es crucial el papel de las instituciones, y en particular el de las instituciones financieras.
Los fundadores de las cajas rurales, cajas de ahorro y bancos populares de finales del siglo XIX comprendieron o intuyeron que, para que los artesanos y aparceros pudieran transformarse en empresarios y cooperativistas, hacían falta innovaciones financieras, puesto que los bancos tradicionales ya no eran suficientes. Aquella época de industria y trabajo necesitaba nuevos bancos territoriales para que las comunidades pudieran innovar dentro de una nueva economía. Así, pidieron a las familias, a las iglesias y a los partidos que pusieran en marcha nuevos procesos, que recogieran sus pocos ahorros y dieran vida a bancos populares, democráticos e inclusivos.
Hoy está pululando toda una nueva economía (a la que el domingo pasado, en este mismo medio, me referí como “cuarta economía”) necesitada de nuevas instituciones financieras que sepan, en primer lugar, verla, después, reconocerla como economía buena y, finalmente, darle confianza y crédito. Las instituciones financieras tradicionales, como bien sabía hace ya más de cien años el gran economista Joseph A. Schumpeter, no cuentan con las categorías culturales y económicas para entender las innovaciones de “cima”. Las innovaciones de cima, a diferencia de las de “valle”, son típicas de los tiempos de transición, cuando algunos, o muchos, se encuentran en la cima de su propio tiempo y comienzan a vislumbrar y a señalar nuevos horizontes. Las instituciones consolidadas, incluidas por supuesto las financieras, en general no tienen dificultad para creer en las innovaciones de valle, que se mueven dentro del mundo conocido. Por eso normalmente financian a dos categorías de sujetos: a los ordinarios de la economía “normal” y a los deshonestos. Pero las instituciones tradicionales no consiguen entender, porque no las ven, las innovaciones de cima; si las entendieran, no serían de cima. Y así, cuando los empresarios de la “cuarta economía” se presentan a los bancos, con pocos capitales físicos (porque no los necesitan) y en general con poca experiencia (porque son jóvenes), no logran superar el examen de los analistas de riesgos, cada vez más encorsetados entre algoritmos e indicadores nacidos de la economía de ayer.
Necesitamos con urgencia una nueva primavera de instituciones financieras distintas, que, para dar confianza y crédito a nuevos proyectos empresariales, no miren hacia atrás buscando las garantías de ayer, sino que sean capaces de mirar hacia delante y ver las garantías de mañana, las que generará un proyecto que todavía no es realidad pero que podría serlo si saben verlo y animarlo. Y acompañar. Un elemento clave de las instituciones financieras de la “cuarta economía” es auto-concebirse como verdaderos socios de los proyectos, mucho más que hasta ahora y de forma distinta. Los protagonistas de la nueva economía no hablan el lenguaje típico del mundo de los negocios, no se han formado en las Escuelas de Negocios y desconocen el idioma, siempre necesario, de las cuentas y los balances. Es por eso esencial que las instituciones financieras que vean una innovación capaz de generar renta y trabajo, no se limiten a dar crédito, sino que acompañen y asistan a estos nuevos empresarios, convirtiéndose en las buenas manos de los jardineros. El trabajo de los bancos de la “cuarta economía” no debería desarrollarse tanto en la ventanilla de una oficina como dentro de los lugares de producción. Deberían ser más empresarios y menos financieros, mejores conocedores de los árboles y los brotes que de la química.
Estoy en Nairobi y mientras termino este artículo veo desde la ventana la marcha matutina de miles de jóvenes que, con la única ropa buena que poseen, salen de las barracas de los suburbios para ir a trabajar a la cercana y caótica zona industrial. Y veo que en medio del dolor que sube desde estas periferias, renace también una verdadera esperanza. El trabajo es nuestra única esperanza de salir un día con la ropa buena de nuestra barraca y no tener que regresar a ella.
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