La gran transición/7 – La enfermedad autoinmune de las organizaciones tiene cura.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/02/2015
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“Sabed que hago lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien que ha disfrutado esta ciudad es este servicio continuo que yo rindo al Dios”.
Platón, Apología de Sócrates.
Muchas empresas y organizaciones nacen para aprovechar una oportunidad de mercado, para dar respuesta a una necesidad o para prestar un servicio. Otras, en cambio, son la emanación de la personalidad, la pasión y los ideales de una o varias personas, que en esas organizaciones ponen y encarnan las palabras más altas y los proyectos más grandes de su vida.
De estas “otras” organizaciones y comunidades está llena la tierra. Muchas de las cosas más hermosas y altas de nuestra vida se desarrollan dentro de estas organizaciones y comunidades, donde las motivaciones de las personas se convierten en proyectos, los proyectos en historia, y la historia se llena de colores y sabores. Para que la vida de estas realidades pueda extenderse más allá de la su fundador, necesitan imperiosamente contar con miembros creativos e innovadores. Pero una vez que estas comunidades ya han crecido y se han desarrollado, los que las engendraron terminan creando estructuras de gobierno que impiden que surja nueva creatividad y así comienza su declive. Esta es una ley fundamental del movimiento de la historia: la primera creatividad, que engendra organizaciones y comunidades, en un momento dado comienza a producir en su interior anticuerpos para protegerse de la nueva creatividad y de la innovación que, sin embargo, son esenciales para su supervivencia. Se trata de una enfermedad autoinmune que afecta a muchas organizaciones y comunidades.
Su raíz está en la mala gestión del miedo a perder la originalidad y la identidad específica del “carisma” del fundador. Por miedo a aguar, contaminar o deteriorar la pureza original de la misión de la comunidad-organización, se disuade a las personas dotadas de mayor creatividad puesto que se las percibe como una amenaza para la identidad. Y así, en lugar de emular al fundador en su creatividad, se imitan las formas en las que se ha concretado y manifestado esa creatividad. Se confunde el núcleo inmutable de la inspiración originaria con la forma organizativa histórica que ésta ha asumido en los momentos de la fundación, sin comprender que la salvación de la inspiración originaria pasa por cambiar las formas para seguir siendo fieles a la sustancia del núcleo originario. Y así todo acaba siendo inmutable y marchitándose.
Los síntomas de esta enfermedad son muchos. El más visible es la aparición de una incapacidad general para atraer nuevas personas, generativas y de calidad. El más profundo es la carestía de eros, pasión y deseo, que se manifiesta en una apatía organizativa colectiva. Si la pasión y los deseos de los nuevos miembros se orientan hacia las formas históricas en las que el fundador encarnó su propia pasión y sus propios deseos, se acaba por desear los frutos del árbol y no el árbol que los produjo. Aquellos que gobiernan una organización y quieren que perdure en el tiempo, deberían decir a sus personas más jóvenes y creativas: “No desees sólo los frutos engendrados ayer que te fascinan hoy. Sé un nuevo árbol”.
La única posibilidad auténtica que tiene un árbol que ha dado buenos frutos (una OMI, Organización con Motivación Ideal) para seguir viviendo y fructificando es convertirse en frutal, en bosque, en selva. Exponerse al viento y acoger entre sus ramas a las abejas que esparcen sus semillas y sus pólenes por la tierra, engendrando nueva vida. San Francisco sigue vivo siglos después, porque su carisma dio lugar a cientos o miles de nuevas comunidades franciscanas, todas iguales y todas distintas, todas ellas de Francisco y todas ellas expresión del genio de los reformadores y reformadoras que con su creatividad hicieron de ese primer árbol un bosque fecundo.
No hay garantías de que los frutos de la creatividad de los recién llegados sean iguales a los del fundador, ni de que quien los pruebe reconozca en ellos el sabor de los primeros frutos, o incluso los encuentre más sabrosos. “Haréis cosas más grandes que las que yo he hecho”. Sin embargo, si no hay valor para afrontar este riesgo vital, la certeza es la muerte. Una OMI puede morir de esterilidad, pero puede morir también por convertirse en algo que ya no conserva nada del ADN ni de los ideales del fundador, como está ocurriendo, por ejemplo, en demasiadas obras de órdenes religiosas compradas por empresas cuyo único objetivo es el lucro o la renta, sin ninguna relación con el primer ADN carismático. En todos los campos existe un camino para poder continuar con creatividad fiel el sueño de los fundadores, pero se encuentra en un territorio híbrido, hecho de peligro, confianza y sabiduría de gobierno, en una alquimia de resultados siempre impredecibles.
La cultura y las decisiones de gobierno tienen una responsabilidad específica en estas fases cruciales. No sólo en el paso de la generación fundacional a la siguiente, sino también cuando los tiempos exigen cambios profundos y valientes. En el origen de la enfermedad autoinmune se encuentra casi siempre un error de los directivos que consiste en utilizar a los miembros más innovadores sólo para funciones y tareas ejecutivas y funcionales, sin permitirles cultivar y desarrollar sus propios talentos. Aquí está el corazón de la patología (y de la cura). En los primeros tiempos de fundación y creatividad pura, que pueden durar incluso décadas, las OMIs atraen a personas excelentes, portadoras de talentos y “carismas” en sinergia con el del fundador. La sabiduría de gobierno del fundador y/o de sus primeros colaboradores consiste en hacer que las personas creativas puedan desarrollarse en su diversidad, sin transformarlas en siervas al único servicio del carisma del líder. En efecto, si no se valora la diversidad y se orientan los talentos mejores hacia una cultura monista que tiende toda ella al desarrollo de la organización, la OMI acaba perdiendo biodiversidad y fecundidad y se apresta a su declive.
Prevenir y después curar esta forma de enfermedad autoinmune es especialmente difícil, porque es un desarrollo patológico de un proceso que al principio era virtuoso e indispensable para el nacimiento, crecimiento y éxito de la organización.
En la primera fase de la vida del fundador o fundadora, muchas OMIs experimentan la forma tal vez más alta de creatividad conocida por el ser humano (la única que se le acerca es la de los artistas, quienes, dicho sea de paso, se les parecen mucho). Es la época de la creatividad pura, absoluta, explosiva, rompedora. Para que esta gran creatividad se encarne en una institución, hacen falta personas que realicen, difundan, consoliden y pongan en práctica esa energía creativa; personas que canalicen el agua de esta nueva fuente. A todos los miembros se les pide una cierta creatividad, a la que podríamos llamar de segundo nivel. Es la que se expresa en la búsqueda de formas, modos y medios de realización y de encarnación de la creatividad originaria y original en nuevas áreas geográficas y en nuevos e inéditos sectores y ámbitos de actividad. Pero la primera y en muchos casos casi única virtud que se les pide a los miembros de las OMIs durante esta primera fase es la fidelidad absoluta e incondicional a la inspiración originaria. Toda la creatividad y la fuerza vital quedan subordinadas a la fidelidad y son puestas subsidiariamente a su servicio. Sin este juego de fidelidad absoluta y de creatividad subsidiaria no habrían nacido todos los movimientos espirituales ni todas las comunidades que han embellecido el mundo y lo siguen embelleciendo cada día; como tampoco hubieran nacido ni crecido muchas asociaciones y empresas sociales que surgieron y crecieron a partir del daimon de los “profetas” de nuestro tiempo.
Durante esta primera fase, el gobierno de la organización orienta la creatividad de sus mejores miembros hacia funciones de gobierno y responsabilidad “fiel”. A su vez, con el paso del tiempo, se sigue atrayendo a nuevos miembros con preferencias denominadas “conformistas” en la literatura económica. Se trata de personas que son felices alineándose con los gustos, valores y cultura dominante del grupo, puesto que estos valores son los que se requieren para esta fase de desarrollo. Pero cuando el fundador, o la generación fundacional, se va, estas organizaciones y comunidades se encuentran con miembros educados únicamente en la fidelidad y la creatividad de segundo nivel, mientras que, en esta nueva fase, a la organización le haría mucha falta creatividad de primer nivel, de la misma naturaleza que la del fundador, que es la que les atrajo. Ninguna persona creativa se siente atraída por imitadores conformistas. Así se cae en ‘trampas de pobreza’ que se autoalimentan. Por una parte, los miembros de la organización necesitarían esa creatividad generativa y libre (de primer nivel) de la que carecen porque durante mucho tiempo se ha frenado. Y por la otra, esas “virtudes negativas”, que fueron fundamentales en la primera fase de la organización, ahora crean una cultura poco vital y poco dinámica que no atrae a nuevas personas con creatividad, esenciales para esperar una nueva primavera. Este es el principal motivo de que el arco histórico en la inmensa mayoría de las organizaciones ideales siga la forma de la parábola de sus fundadores, y el cambio generacional de hecho marque el comienzo del declive.
Pero el declive no es la única posibilidad, porque la enfermedad organizativa autoinmune se puede prevenir e incluso curar, pero la única medicina auténtica es la toma de conciencia cuando el proceso está todavía en sus inicios. La historia y el presente nos dicen que algunas veces los movimientos florecen después de la muerte del fundador, las comunidades resurgen tras un cambio generacional, y el árbol no muere sino que se multiplica en el frutal.
Las organizaciones, como toda vida verdadera, pueden vivir varias épocas si mueren y resucitan muchas veces. Pero, para aprender a resucitar, antes es necesario aprender a morir. En cambio, quien quiere salvar su vida, la pierde. Es la ley de la vida, también la de las organizaciones que nacen de nuestros ideales más grandes.