Mendigos de fe y crédito

Mendigos de fe y crédito

El exilio y la promesa/13 - Cuando enmudecemos, nos queda la palabra extrema: nuestra carne

Luigino Bruni

Orginal italiano publicado en Avvenire el 03/02/2019

«Llevo siglos, o un momento,
quieto en un vacío donde todo calla,
no sabría decir desde cuándo siento
angustia o paz»

Francesco Guccini Shomer ma Mi-lailah

En un diálogo auténtico, para que nazcan las palabras es necesario que exista confianza en las propias palabras y por tanto previamente en la persona que las pronuncia. Nadie entra en diálogo si no es acogido por el otro. Así pues, la confianza, en su dimensión originaria, es esencialmente una cuestión de don. Dios también ha necesitado la confianza de los profetas para poder hablarnos. Quién sabe cuántas palabras proféticas auténticas se han perdido y se pierden porque quien las escucha no confía en ellas, ni las entiende como son, ni se las cree. Pero los profetas, a la vez que necesitan confiar en YHWH - y al hacerlo permiten que hable en el mundo -, también necesitan nuestra confianza, para que la palabra que transmiten no caiga en el vacío. Toda palabra verdadera es diálogo, encuentro de palabras dadas y recibidas. El profeta es un centinela, y si nadie recoge la alarma que lanza desde las murallas, su grito se apaga y se convierte en un soplo de aire. Entonces, las pruebas “empíricas” de la verdad de sus palabras no se encuentran ni en el cielo ni en la tierra, sino en la frágil fuerza de la confianza, de la fides, de la fe. Ezequiel puede seguir hablándonos mientras nosotros le demos crédito, mientras creamos en él.

«Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, ponte mirando al sur, vaticina al mediodía, profetiza así al bosque austral: ¡Bosque austral, escucha la palabra del Señor! Esto dice el Señor: Voy a prenderte un fuego que devore tus árboles verdes, tus árboles secos. No se apagará la ardiente llamarada que abrasará todos los terrenos, desde el sur hasta el norte. Y verá todo mortal que yo, el Señor, lo encendí, y no se apagará» (Ezequiel 21,1-4). “Me dirigió la palabra el Señor”. Hemos atravesado veinte capítulos marcados y esculpidos por esta frase, hasta tal punto que representa uno de los temas dominantes (puesto que expresa la esencia del profetismo). A pesar de ello, cada vez que nos topamos con esta frase sentimos sorpresa y conmoción al leer las palabras susurradas por Dios al oído de otros hombres como nosotros; palabras convertidas en hechos, como los que acontecen cada día del mundo.

Ciertamente nosotros, los hombres y mujeres del tercer milenio, podemos atenuar la fuerza de esa experiencia auditiva. Podemos leerla con todos los instrumentos técnicos e históricos a nuestro alcance. Podemos incluso llegar a negarla, equiparando el profetismo a los grandes mitos antiguos y desconectándolo de esa voz distinta que los inspira y alimenta. O podemos sostener que los libros de los profetas han sido escritos ex-post por reformadores religiosos que querían imprimir a sus reformas un crisma sagrado más fuerte que el de su política. Podemos hacerlo y de hecho muchos lo hacen. Pero de este modo la Biblia pierde interés espiritual y antropológico, deja de fascinar y pronto se pierde a sí misma. Ezequiel nos habla y nos cambia si nosotros le vemos mientras habla con la voz que le habla, en un diálogo nunca interrumpido gracias a los lectores que creen en él, le dan crédito, y de este modo permiten que siga hablando. No sabemos el contenido ni los detalles de sus experiencias auditivas ni de las teofanías que describe, pero para permanecer conectados a sus palabras y no interrumpir su flujo espiritual, debemos creerle, tomarle en serio, sin pensar que se autoengaña. La fe bíblica es muchas cosas a la vez, pero es posible que sobre todo sea dar confianza a una palabra.

Los primeros que no toman en serio a Ezequiel son sus compatriotas, exiliados como él en Babilonia, que no entran en un auténtico diálogo con él. Los ancianos del pueblo le preguntan (por sus intereses), pero no le dan su confianza. Si así hubiera sido, habrían entrado en ese diálogo dispuestos a convertirse en algo distinto de lo que eran antes de comenzar, como ocurre cada vez que confiamos verdaderamente en alguien. Cada diálogo genuino es el vado nocturno de un río, donde entra Jacob y sale Israel (Génesis 32). El gran mito de la lucha en el río Yaboq es también un icono perfecto del diálogo: empezamos con un nombre y acabamos con un nombre nuevo, y al final salimos heridos pero bendecidos, en una danza de reciprocidad.

Desde el comienzo de su predicación, el principal mensaje que Ezequiel trata de enviar a su gente en el exilio es que lo que está a punto de suceder en Jerusalén, es decir su destrucción y la deportación de todo el pueblo de Judá a Babilonia, es inevitable, porque es la lógica consecuencia de una vida corrupta religiosa y moralmente. El final de la ciudad santa es indudable y se encuentra próximo. La parte del pueblo que ya está exiliada, en lugar de hacerse ilusiones acerca de un regreso inminente a la patria, bajo la acción de los falsos profetas – Jeremías (cap. 28) cuenta que el falso profeta Ananías profetizaba que los exiliados regresarían muy pronto a Jerusalén –, debería comprender que en breve se reuniría en Babilonia con el resto del pueblo. Los exiliados deberían aprender, a partir de lo que está a punto de sucederle a Jerusalén, la lección de que el único camino bueno es la conversión inmediata, el abandono de los ídolos y las iniquidades, y la vuelta a la Alianza y a la Ley.

En vísperas de la deportación a Babilonia y después, durante el exilio, el número de falsos profetas creció mucho en el pueblo de Israel, y la lucha que combatieron contra ellos sobre todo Ezequiel y Jeremías fue especialmente dura. Por eso, a causa de la acción constante y tenaz de los falsos profetas, de buena y de mala fe, los hebreos exiliados seguían haciéndose ilusiones, se sentían seducidos por los cultos babilónicos y posiblemente querían edificar un templo para repetir en Babilonia las mismas prácticas idolátricas y sincretistas del pueblo que seguía en Jerusalén (cap. 20).

La comunidad deportada sigue sin entender las palabras de Ezequiel y sus gestos, que son objeto de ridículo y mofa. Ahora le acusan de ser una especie de actor de calle: «Yo repliqué: - ¡Ay Señor! Van diciendo de mí: “Es un recitador de fábulas”» (21,5). Un recitador de fábulas: Ezequiel debe anunciar un mensaje dramático a su gente, el más dramático desde los tiempos de Moisés, acontecimiento decisivo en la historia de la salvación, y la gente a la que es enviado lo toma por una especie de saltimbanqui, un tipo raro que cuenta y hace mimo, que formula enigmas extravagantes, aún más raros que sus palabras. Un mago, un sofista, un técnico de la palabra que usa para confundir a sus interlocutores o para sorprenderlos con fenómenos estéticos. Exactamente lo contrario de lo que Ezequiel hace y quiere hacer. Pocos años después de su llamada profética, Ezequiel se encuentra con un mensaje y una misión completamente tergiversados por su comunidad. No hay que excluir que algunos pensaran que los incendios de los bosques de las regiones cercanas habían sido encendidos por el mismo Ezequiel, en un momento de exaltación extática o gracias a los poderes mágicos que le permitían actuar a distancia (“Voy a prenderte un fuego que devore tus árboles verdes, tus árboles secos”).

Ezequiel actor, saltimbanqui, mago, pirómano. Extraña suerte la de los verdaderos profetas, que contrasta con la de los falsos profetas. Estos últimos, en virtud de una vocación divina que no han recibido, obtienen éxitos y apoyos. Los primeros, en virtud de una vocación que sí han recibido, se encuentran sistemáticamente y sin escapatoria envueltos en las críticas y el sarcasmo, y casi siempre terminan su vida en la marginación y en la persecución. Por eso, paradójicamente (la paradoja solo es tal para quien no conoce la Biblia ni la vida), la falta de éxito es el primer indicador de la verdadera profecía. No es el único (no todas las mujeres y hombres vencidos son profetas o profetisas, aunque muchos son personas honestas y verdaderas), pero es un gran indicador. Pero si alguien quiere encontrar con facilidad falsos profetas, ayer como hoy, debe buscarlos en los lugares frecuentados por los vencedores.

Para terminar, en este capítulo volvemos a encontrar otro pilar de la profecía de Ezequiel: su cuerpo se hace símbolo, sacramento y mensaje: «Tú, hijo del hombre, gime doblando la cintura, gime amargamente a la vista de ellos. Y cuando pregunten por qué gimes, responderás: Porque al llegar una noticia todos los corazones desmayarán y desfallecerán todos los brazos, todos los espíritus vacilarán y flaquearán todas las rodillas. Mira que llega, que sucede» (21,11-12). Una vez más, Ezequiel habla con el lenguaje mudo de su cuerpo marcado, y lo hará de nuevo. Agotados los recursos orales, recurre a esa palabra extrema que es la carne dolorida. Aquí eleva un verdadero lamento fúnebre: llora, sufre y gime por la ciudad que va a ser destruida, y lo hace antes de que ocurra de verdad. Los profetas sufren antes de las catástrofes y tragedias y siguen haciéndolo durante y después, como nosotros y junto con nosotros. Cuando a los profetas se les acaban los recursos ordinarios y extraordinarios, les queda la posibilidad de llorar y gritar un luto. Ayer y siempre. Generalmente tampoco ellos tienen la capacidad de obtener la conversión de las personas a las que deberían convertir. Lo desean, lo quieren, sufren en el cuerpo, pero ellos, como nosotros, necesitan confianza y fe. Y bien pensado este ya es un mensaje lleno de esperanza.

 


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