A la escucha de la vida/11 – Sin la belleza de trabajar juntos, el tiempo es demasiado pobre
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 04/09/2016
«El profeta no vela. Es más: su forma de quitar el velo requiere el uso de un lenguaje simbólico»
Guido Ceronetti, El libro del profeta Isaías
Saber rezar es un capital personal y cívico de gran valor. Es una capacidad fundamental de la persona humana. Es la primera oportunidad que se nos da cuando adquirimos conciencia de que estamos inmersos en el misterio de la vida. Es siempre un recurso moral muy valioso, que se convierte en esencial cuando tenemos que pasar largas noches de insomnio, destrucción o desierto. Los que aprendieron el arte de rezar – de los padres, de los abuelos o de un gran dolor – y han sabido conservarlo al llegar a la vida adulta, cuentan con un auténtico patrimonio, que da una rentabilidad muy alta y crece con el tiempo (si es importante saber rezar de niños, es crucial saber hacerlo también en la vejez, cuando la desaparecida inocencia de las primeras oraciones debe volver). Todos aquellos que han olvidado cómo se reza, los que están luchando para no olvidar la última oración que aprendieron de niños, los que nunca han sabido ni querido rezar pero un día sintieron el deseo de hacerlo, pueden volver a empezar a partir de Isaías.
«La campiña de Jesbón se ha marchitado; la viña de Sibmá, cuyas cepas llegaban hasta Yazer, se perdían por el desierto y alcanzaban el mar. Por eso voy a llorar como llora Yazer, por la viña de Sibmá. Te regaré con mis lágrimas, Jesbón y Elalé, porque sobre tu cosecha se ha extinguido el clamor de los segadores, y se retira del vergel alegría y alborozo, y en las viñas no se lanzan cantos de júbilo, ni gritos. Vino en los lagares no pisa el pisador: el clamor ha cesado» (Isaías 16,8-11). El ciclo de profecías y lamentaciones sobre las ciudades y naciones del libro de Isaías es también un sublime y trágico canto sobre el trabajo humano, sobre los oficios, sobre los campos habitados por el hombre en tiempos de ruina. Es una dolorosa poesía que llega hasta el trabajo, hermanando así a las personas con la naturaleza, al homo con el humus, al adam (hombre) con la adamah (tierra).
El profeta contrapone dos tipos de grito: los de dolor por la destrucción y los de alegría por el trabajo. Cuando en una comunidad se abate la desventura, los gritos del dolor de hoy apagan los gritos buenos de ayer, los de la vida vivida y compartida. Los cantos de luto sofocan los cantos de la siega, la cosecha y la vendimia. En la tierra hay gritos buenos y gritos malos, como también hay risas buenas, que dan vida, y risas horribles que matan. Las desventuras y las destrucciones son doblemente dolorosas, porque producen lágrimas de luto y coartan las de alegría.
Es estupendo que Isaías llore también por la destrucción de las viñas y el trabajo, aniquilados junto con las ciudades. Los ejércitos de los imperios no se limitaban a matar y a deportar personas, También destruían (y destruyen) las casas, quemaban los muros y arrasaban los campos, los lugares del trabajo y la economía, talaban los árboles. Porque ninguna ciudad está totalmente destruida si queda en pie un lugar de trabajo, un taller, una viña, un grano de uva. Por eso, para volver a vivir después de una destrucción, hay que volver a trabajar, y hacerlo juntos. Resucitar el trabajo y sus lugares es una forma de resurgir. A los hijos no podemos resucitarlos, pero sí nuestro trabajo. Y a partir de estas resurrecciones posibles podemos comenzar de nuevo a vivir. Para renacer después de una destrucción, hay que reconstruir. La primera forma de reconstrucción que tenemos a nuestro alcance es hacer que renazcan cosas de nuestras manos, co-crear de nuevo la tierra con nuestro trabajo. Y a lo mejor, mientras volvemos a pastorear el ganado, encontramos una zarza ardiente que nos revela otro nombre de Dios, o mientras volvemos a pescar escuchamos la voz de alguien que nos llama por nuestro nombre.
Así pues, Isaías nos enseña a llorar por la muerte de los hombres y las mujeres, y a llorar también por la muerte de sus trabajos, de sus casas y de su oikonomia. En el día de la destrucción de Egipto «gemirán los pescadores y se lamentarán todos los que echan anzuelo en el Nilo; y los que extienden la red sobre las aguas, languidecerán. Estarán de luto los que trabajan el lino, cardadoras y tejedores palidecerán. Estarán sus tejedores abatidos, todos los jornaleros desanimados» (19,8-10). Y en el de Etiopía «cortará los sarmientos con la podadera y los pámpanos viciosos arrancará y podará» (18,5). Pescadores, podadores, tejedores, cardadoras y jornaleros se lamentan, están decepcionados, descompuestos, palidecen, están de luto.
Lloramos por las vidas destrozadas, no hay consuelo para la muerte de los niños, pero lloramos también por las fábricas destruidas y por las escuelas derrumbadas. El luto de la ciudad es uno y alcanza a nuestras obras. Las cosas que amábamos y amamos sufren con nosotros, y nosotros con ellas. Isaías es un gran conocedor de la vida de las personas y por consiguiente del trabajo. Nos lo podemos imaginar merodeando por las campiñas alrededor de Jerusalén, observando y escuchando a los campesinos y jornaleros. El hecho de conocer la vida ordinaria de la gente, experimentar los tiempos y los modos de la poda, la acción de la podadera y de las redes, enriquece su poesía y su profecía.
Muchas veces nuestras reflexiones espirituales de hoy se detienen demasiado pronto y demasiado cerca, sin llegar a donde deberían llegar, porque están demasiado alejadas de las empresas, de los campos, de las obras, de los lugares de la vida corriente. La profecía cambia la tierra si emerge desde sus vísceras, si es el canto de la podadera y del lino. La metáfora y el símbolo, siempre presentes en los profetas, ganan fuerza a partir de las viñas verdaderas, con sus cepas y sarmientos, y de los oficios. Una viña puede ser imagen viva del pueblo y de la Iglesia. Pero para ello hemos de conocer al menos una de verdad, caminar entre sus hileras, sentir su olor, ver sus colores e incluso fatigarnos con la poda y la vendimia. Sólo las metáforas encarnadas consiguen incidir en nuestra carne. ¿Cuándo volveremos a escribir – y a leer – nuevos pasajes proféticos en los mercados, en los talleres, en las aulas, para incidir en la carne de nuestro tiempo?
La Biblia sabe que el trabajo es vida y la vida es trabajo. Sabe muy bien que el trabajo conlleva cansancio y, a veces, sufrimiento. Por lo general, el sufrimiento del trabajo es bueno y fecundo. Pero hay un sufrimiento que no es nunca bueno: el de no poder volver al trabajo porque el lugar ha desaparecido, se ha derrumbado o es inhabitable.
En la tierra hay pocas cosas más hermosas que la alegría que se experimenta mientras se trabaja, la alegría por el trabajo que realizamos juntos. En nuestro tiempo esta alegría colectiva está cayendo fuerte y rápidamente, sustituida por la satisfacción individual de los incentivos y las primas. Pero no ha llegado a desaparecer, todavía existe. La podemos encontrar en los campos, en las fábricas, en las oficinas, en los hospitales, en las escuelas. Podemos conocer una forma especial y valiosa de esta alegría cuando, después de haber experimentado el cansancio y el sufrimiento gestionando una emergencia grave o superando una crisis importante, después de haberlo dado todo, en un momento determinado, sin preaviso, se crea un clima distinto y entra aire fresco. Son momentos breves y raros, pero tienen la capacidad de compensar el tiempo del dolor y del cansancio y sublimarlo. Algunas veces esta alegría distinta llega al final de la crisis y marca el comienzo de una nueva fase. Otras veces los problemas no se resuelven, pero este aire nuevo es igualmente un bálsamo para el alma individual y colectiva.
Las generaciones pasadas sabían reconocer mejor que nosotros esta alegría típica y celebrarla. Con frecuencia eran las mujeres quienes reconocían las primeras señales: entonaban un estribillo y comenzaba la fiesta. Otras veces era una oración, un canto de resistencia o una historia la que desencadenaba esa otra dimensión del tiempo y del espacio. Entonces el trabajo ordinario se convertía en liturgia, se forjaban lazos comunitarios, se creaban amistades para siempre, se daba inicio al tiempo de la compañía y la fraternidad.
Podemos hacer mil cursos sobre bienestar laboral y contratar coaches y counselors. Pero si no aprendemos pronto a recrear las pre-condiciones espirituales y morales para que pueda darse el milagro de esos momentos “distintos”, el trabajo del siglo XXI será más pobre que el de los siglos anteriores, que era duro, durísimo, pero conocía esta belleza.
El llanto de Isaías por la destrucción de la región de Moab nos reserva otra sorpresa, delicada y maravillosa: «Por los panes de uvas de Quir Jaréset todos gimen abatidos» (16,7). Entre las páginas del rollo de Isaías, dentro de la Biblia, hay una palabra de la Palabra dedicada a una torta de uvas, un humilde producto típico de Moab. Isaías derrama sus lágrimas también por un plato local, por un pan exquisito, famoso en aquella región. Su lamento de luto abraza un producto alimenticio de aquella tierra destruida, un pan, fruto de las manos y de la sabiduría de aquella tierra. Ahí está también él, como sacramento eterno del antiguo sufrimiento de mujeres, hombres, niños y niñas de la tierra. Antes de convertirse en negocio y espectáculo televisivo, la comida es vida para las personas, compañera (cum-panis) de alegrías y dolores. La Biblia lo sabe y nos lo enseña, nos deja el rastro de un lugar destruido llorando por uno de sus “platos típicos”. Hay una espiritualidad de los lugares y por consiguiente también de los productos de esos lugares, de su cultura y de su cultivo.
Si Isaías es tan grande, es gracias, entre otras cosas, a estos detalles que permanecen escondidos y mudos durante siglos, hasta que la vida los ilumina y los explica. Si nos hubiéramos encontrado con el pan de uva de Quir Jaréset dos semanas antes, no se nos habría iluminado y no nos habría amado como nos ama hoy. La uva aplastada llevaba allí dos milenios y medio, esperándonos para darnos hoy, en nuestras destrucciones, un mensaje de esperanza, un mensaje que Isaías no podía conocer. Es nuestra historia la que nos lo ha revelado.
Nosotros seguimos necesitando a la Biblia y a los profetas. La Biblia y los profetas siguen necesitándonos a nosotros.
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