A la escucha de la vida/14 – Una promesa que mantiene en pie al mundo entero
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 25/09/2016
«Para nosotros la muerte es, al mismo tiempo, una experiencia límite y una experiencia del límite. Es un acontecimiento extraordinario que, precisamente por ser excepcional, nos pone ante nuestra radical finitud. … La situación de sobrevivir es la situación central del poder»
Elias Canetti, Poder y supervivencia
La promesa de la Biblia siempre ha sido difícil de entender y de aceptar, porque dista mucho de las promesas de los falsos profetas, de los ídolos y de las ideologías. Una promesa mil veces traicionada por el pueblo, los reyes y el templo, que se mantuvo en vida gracias a los profetas y a un pequeño “resto” que, en algunos momentos de la historia, llegó a ser minúsculo, como un pequeño retoño en un tronco talado que parecía muerto para siempre.
Ese “resto”, formado por personas pobres y humildes, es el único que entiende a los profetas, porque sigue creyendo en la difícil y antigua promesa. Cada vez que alguien mantiene viva la esperanza cuando los imperios extranjeros conquistan, destruyen y deportan; cada vez que alguien recuerda las antiguas oraciones mientras el templo se puebla de nuevos ídolos a la moda; cada vez que alguien grita invocando la causa del pobre; cada vez que alguien es clavado en una cruz y no maldice a sus torturadores ni a Dios… pasa a formar parte de aquel resto, se convierte sin saberlo en ciudadano de aquel reino, en sal y levadura de la tierra, de un país, de una empresa, de una comunidad. Todo grupo humano tiene su resto fiel, que puede salvarle y muchas veces lo hace.
Ese pequeño reino invisible siempre está en peligro de extinción. Si se mantiene con vida es, en buena medida, gracias a los profetas, que alimentan a este resto narrándole una y mil veces la antigua promesa. Al narrarla, la regeneran una y otra vez en su propia carne. Pronuncian palabras de futuro. Se ofrecen a sí mismos como garantía visible y concreta de la tierra prometida que todavía no se ve. Protegen al resto, como hace una leona con sus cachorros, de las seducciones siempre nuevas de los falsos profetas.
Hay señales que permiten reconocer las falsas promesas de los falsos profetas. Son las mismas desde hace tres milenios: colores demasiado brillantes, tierra sin sombras, alejamiento progresivo de los pobres, transformación del “templo” en un lugar de sacrificios y cultos destinados al consumo emotivo y cuasi-místico, relatos de visiones propias de borrachos. Isaías lo sabe muy bien: «Por el vino desatinan y por el licor divagan; sacerdotes y profetas desatinan por el licor, se ahogan en vino, divagan por causa del licor» (Isaías 28,7). Las primeras bebidas embriagadoras de la falsa profecía y de los falsos cultos son sus liturgias, tan rebosantes de palabras y gestos que no dejan al espíritu ningún resquicio por donde intentar entrar, y alejan a los fieles de la humilde fatiga de vivir para hacerles vagar borrachos por las calles. Isaías exclama, tal vez después de haber asistido a uno de estos ritos orgiásticos: «Todas las mesas están cubiertas de vómito, rebosantes de excrementos» (28,8).
Las religiones y las civilizaciones siempre han vivido y siguen viviendo en un perenne conflicto entre los que quieren aturdirnos distrayéndonos de los sufrimientos del presente con fáciles drogas pseudo-espirituales e ideológicas y los profetas-no-falsos que dedican su vida a mantenernos bien despiertos y vigilantes, anclados a esperanzas no vanas y por tanto difíciles, aunque casi nunca lo logran. Este tipo de conflicto muchas veces adquiere la forma de la burla y el escarnio: «¿A quién se instruirá en el conocimiento? ¿a quién se le hará entender lo que oye? A los recién destetados, a los retirados de los pechos» (28,9). Los opositores a Isaías afirman que no necesitan su revelación, que la consideran un conocimiento útil sólo para niños sin destetar. Y así le toman el pelo, se burlan de él, con una cancioncilla con la que las madres de Jerusalén (probablemente) enseñaban a los niños a hablar y/o a caminar: «Tzau-latzau, Tzau-latzau, Qau-Laqau, Qau-Laqau, Zeer-sham Zeer-sham» (28,10). A los falsos profetas, a los jefes del pueblo, siempre seducidos por las falsas y espectaculares profecías y por las múltiples formas de bacanales y ritos mistéricos, las palabras honestas del profeta les parecen demasiado simples y elementales, propias de críos. En lugar de intentar “hacerse como niños”, acusan a Isaías de infantilismo. Los profetas comparten esta suerte con los verdaderos innovadores en el arte, en la ciencia, en la cultura y en la espiritualidad, a quienes se intenta desacreditar antes que nada con el sarcasmo y la trivialización de sus tesis y experiencias, ridiculizándolas y presentándolas como demasiado elementales y propias de niños. ¡Como si a los adultos nos resultara fácil imitar a los niños! Nos pasamos toda la vida intentándolo y sólo lo conseguimos, algunas veces y siempre de modo imperfecto, al final.
Mientras nos quedamos con Isaías y con el sarcasmo de sus contemporáneos (y de los nuestros), llega otro admirable golpe profético. Nos vemos arrojados al centro de una de las más agudas descripciones del poder: «Hombres burlones, señores de este pueblo de Jerusalén, vosotros que decís: “Hemos celebrado alianza con la muerte y con el seol hemos hecho pacto; cuando pase el azote desbordado, no nos alcanzará, porque hemos puesto la mentira como refugio y el engaño como coraza”» (28-14-15).
Isaías se revela como un fino conocedor y descubridor de uno de los espíritus más potentes de la tierra: el espíritu del poder. Nuestro tiempo no quiere saber nada de este espíritu. Lo ha declarado de oficio un tema no actual ni útil para entender el nuevo capitalismo y las nuevas democracias.
Isaías nos está diciendo que en la base del poder de los “señores” del pueblo hay un acto religioso-idolátrico, un verdadero “pacto con la muerte”, donde el que busca el poder “vende su alma” a cambio de una especie de inmortalidad. No es necesario recordar a los dictadores que practicaron realmente ritos paganos y nigromancias para entender que todo poder intenta por naturaleza superar la condición de mortalidad, vencer a la muerte. Este delirio es intrínseco al poder. El poder, ya sea político, religioso, carismático…, genera en el poderoso la sensación, que pronto se convierte en certeza, de que no es como los demás vivientes («no nos alanzará»), de que por fin ha conquistado-adquirido la gran inmunidad sobre los males de la vida y por consiguiente también sobre la muerte, que es el mal mayor. Genera la sensación de ser como Dios. Es la antigua promesa de la serpiente, que nos seduce cada vez que vuelve. El gran mito del capítulo 3 del Génesis es también un discurso antropológico sobre el poder que, siempre y con carácter inmediato, es también un discurso religioso.
Cuando el poderoso entra en los lugares del poder, deja su ordinaria condición animal para asumir la del vaquero con respecto a sus vacas o la del cazador con respecto a sus presas: un ser superior e invulnerable, con una infinita capacidad-poder para generar vulnerabilidad en los demás. Nada separa e inmuniza tanto como el poder. Por eso, todo poder tiende por naturaleza a hacerse absoluto: un “solo hombre al mando”, pues el poder compartido es imperfecto e inestable. La inmortalidad que conquista el poderoso consiste en la supresión del horizonte de la muerte de la vida concreta, así como de cualquier horizonte más grande en el que pudiera haber un tribunal donde un día alguien pudiera pedirnos cuentas de nuestros actos. Cuando somos señores de otros, nos sentimos verdaderos dioses, aunque nuestro paraíso no sea más que una ciudad, una oficina o un convento.
El poder promete inmortalidad no sólo porque vende la ilusión de una menor exposición a la vulnerabilidad y a la enfermedad, ni sólo porque ofrece la esperanza-ilusión de poder realizar gestas heroicas para lograr un recuerdo imperecedero. Promete mucho más, en su tierra prometida hay una miel más dulce. El poder promete alargar la sensación de inmortalidad que es típica de la juventud, cuando la muerte no está presente o sólo les afecta a otros. Por eso, poder y juventud son afines. Los poderosos buscan, celebran, consumen e idolatran la juventud. Los hombres que ya no son jóvenes intentan permanecer en el poder sobre todo para seguir siendo jóvenes (tal vez sólo por eso) y hacerse la ilusión de que no morirán. Pero no reconocen que se trata de una ilusión: casi toda la fuerza y la fragilidad del poder se encierra en esta gran ilusión que no se presenta como tal.
Un dato interesante y muy elocuente es que muchas culturas han usado la metáfora económica para expresar este perverso comercio entre poder y muerte, que desvela la naturaleza del dinero, su pretensión-promesa de poder comprarlo todo, incluso lo imposible. En esto radica la infinita atracción del dinero que, en lugar de reducirse, aumenta con su acumulación.
Pero para que semejante contrato pueda prometer un premio infinito, la otra parte puede y debe pedirlo todo: el alma y la vida entera. Ayer, hoy y siempre hay hombres que ofrecen en el altar del poder todos los afectos, todos los amores, todas las esperanzas, y también la dignidad. Pues no buscamos sólo los privilegios y los contenidos del poder: anhelamos la inmortalidad, queremos sobrevivir a la muerte.
Llegados a este punto, como ha ocurrido otras veces en los capítulos que hemos comentado hasta ahora, después de una gran página de denuncia y de crítica, Isaías elabora una obra maestra de su teología, engendrando sus palabras más hermosas. A la ilusión del poder inmortal de los señores del pueblo, Isaías responde dándonos la gran palabra de la piedra angular: «Así dice el señor YHWH: “He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental”» Y termina con una frase misteriosa que, en su misterio, nos hace arder de belleza: «Quien crea sabrá esperar» (28,16). Esta frase es la inscripción que Isaías coloca sobre la piedra angular de su edificio espiritual e ideal. La piedra angular, fundamento firme, duro y que lo sostiene todo, no puede ser sino el resto, el pequeño resto que cree, espera y mantiene en pie al mundo.
El poder, con sus ilusiones mortíferas, no es inmortal. El que no muere es el que es capaz de creer en la promesa verdadera y humilde, el que es grande porque es pequeño. Mientras seamos capaces de seguir esperando el cumplimento de la promesa, que sobrevive verdaderamente en los hijos, en los nietos, en los niños del “resto” del mañana, nosotros tampoco moriremos. Eso es lo único que podemos hacer para no morir. No hay otra inmortalidad buena bajo el sol. Quien crea, sabrá esperar.
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