Hija única del silencio

Hija única del silencio

El alma y la cítara/1 – Los salmos son un camino a la oración también para quienes no creen o no encuentran palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 29/03/2020.

«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados,

ni en el camino de pecadores se detiene

ni en la sesión de los cínicos se sienta;

sino que su gozo es la ley del Señor

y la medita día y noche.

Será como un árbol plantado junto al río,

que da fruto en su sazón, 

y su follaje no se marchita;

todo cuanto hace prospera.

No así los malvados,

serán como tamo que arrebata el viento.

En el juicio, los malvados no estarán en pie,

ni los pecadores en la asamblea de los justos.

Porque el Señor cuida el camino de los justos,

pero el camino de los malvados se extravía». 

Salmo 1

Los salmos son un concentrado de la Biblia entera. Hoy comenzamos a comentarlos, situándonos en la encrucijada entre el camino del justo y el del malvado.

Comenzamos el comentario al Libro de los Salmos. Pero los salmos no se comentan. Se rezan, se cantan, se gritan. Son demasiado humanos. Están demasiado cargados de dolor y de amor, demasiado fundidos de hombre y de Dios. Sin embargo, los comentaremos, aun siendo conscientes de que nos quedaremos en la periferia de su misterio. Junto con los evangelios, el de los Salmos es el libro más conocido y traducido de la Biblia. Los salmos son una parte esencial y amadísima de la Biblia, entre otras cosas porque son una especie de destilado suyo, con el añadido de la poesía, el canto y la liturgia. En ellos se encuentran los profetas, la ley, los textos sapienciales y Job. Y en estos se encuentran los salmos. La composición de los salmos ha acompañado toda la historia de Israel, con la cual se cruzan y se entrelazan. Los primeros se remontan (al menos) a la época de David y los últimos llegan a las puertas del Nuevo Testamento.

Podríamos narrar los evangelios a través de las citas, directas e indirectas, que contienen de los salmos. Sin los salmos no se entendería el monacato, que nace y renace de la oración y del canto de los salmos que marcan el ritmo de su liturgia. Lutero y Calvino escribieron comentarios memorables acerca de ellos. Ahí se ve una extraña afinidad entre las iglesias reformadas y el monacato. Son también la respiración de la oración diaria de las comunidades religiosas y de millones de creyentes. La lectura y el canto de los salmos formó también Europa: su arte, su música y su espiritualidad.

No son tratados de teología ni de ética; son oraciones. Como todas las oraciones auténticas, nacieron del dolor y del amor de la gente, del corazón del pueblo y de su fe. Son palabras distintas y más grandes que los hombres y las mujeres encontraron dentro de sí como un don y usaron después para elevar alabanzas, gritar desesperaciones, y no morir de dolor cuando la oración es la última conexión con la vida. Las oraciones más auténticas no se escriben: llegan, se encuentran, aparecen, surgen en el alma y después, algunas veces, llegan hasta la cítara y la pandereta. Y si es cierto que la oración forma parte del repertorio básico de la humanidad, entonces todos podemos comprender los salmos y todos podemos cantarlos.

Son oraciones colectivas y comunitarias, aunque el sujeto de la oración sea una persona sola. Los salmos usan también el “nosotros” pero el protagonista del salterio es el “yo”. Muchos salmos son oraciones pronunciadas y escritas por un solo individuo, que la comunidad ha convertido en oración coral. Quiere decir que para edificar la comunidad no hace falta suprimir las individualidades en busca de un abstracto “nosotros”. Cuando la experiencia comunitaria es auténtica, el “yo” dona sus palabras a la comunidad, y esta las convierte en palabras colectivas sin que por ello dejen de ser oración personal. El alma colectiva no es una suma ni una multiplicación de individualidades, sino la alquimia – rara y sublime – de un “yo” que se convierte en “nosotros” sin dejar de ser “yo”; es mutua inhabitación de cada alma en el alma de otro, y de todas las almas en el alma comunitaria. El poeta compone el salmo con palabras intimísimas recibidas en su alma, y cuando dice “yo” dice “nosotros”; y la comunidad, usando las palabras del salmista, dice “nosotros” con las palabras de un “yo”. No hay comentario más apropiado a la Trinidad de Andrej Rublëv que un salmo escrito y cantado en primera persona del singular.

Los salmos fueron compuestos para el culto en el templo y para las grandes ocasiones (coronaciones), pero algunos florecieron dentro de la normalidad de la vida, del trabajo, del sufrimiento y del luto. En la Biblia y también hoy. Sin embargo, nosotros, confundidos por una idea demasiado pequeña de la espiritualidad, los buscamos en las iglesias o en los liturgistas, y no los encontramos. No hay nada más laico que un salmo, porque no hay nada más laico que la vida.

El salmo 1 es una introducción a todo el salterio. Por eso, la primera palabra del primer salmo comienza con la letra alef (la primera letra del alfabeto hebreo), y la última palabra del salmo comienza con tau, la última letra. Es una bienaventuranza y una bendición, un deseo de que el camino sea bueno, un viático para el lector que comienza su meditación del libro de los salmos. Es como decir: quien emprenda este camino será dichoso, será como un árbol robusto plantado junto a un río y, por tanto, dará fruto. La imagen del árbol es una de las preferidas por los profetas (Ezequiel, Jeremías), y por algunos padres de la iglesia (Gregorio Magno, Ruperto), que vieron en ella una profecía de la cruz, el nuevo “árbol de la vida” de frutos infinitos. La bienaventuranza de la Biblia no es la felicidad de los griegos (eu-daimonia: el buen demonio), ni tampoco la Glück (fortuna) de los alemanes o la happiness (happen: sucede) de los ingleses. Está más cerca de la felicitas de los romanos, donde el prefijo fe- es el mismo de fetusfeminaferax, que expresa la naturaleza generativa de la vida buena y feliz. Esta bienaventuranza es una promesa de frutos; unos frutos que, en cambio, el malvado no da, porque sus obras se las lleva el viento como la paja, que vuela lejos en la trilla tras la cosecha – vanitas, nada, hevel: “los malvados se desvanecen en la nada”.

Este salmo pone en la encrucijada decisiva al hombre que comienza su camino en el salterio y en la vida. Pide realizar una opción fundamental entre el camino bueno del justo y el camino malo del malvado. Pero no pide usar la Biblia o la religión para juzgar quiénes son los justos y quiénes los malvados, operación muy común que siempre acaba poniéndonos entre los que siguen el camino recto. El salmo nos dice que errar la elección en las encrucijadas decisivas significa perder el hilo de la existencia y por tanto no dar frutos o darlos malos. El malvado se ha confundido de camino y por eso se ha extraviado. Así pues, el deseo-bendición que abre el salterio es una invitación a no errar el primer paso. En todo camino, el primer paso y el último son los más importantes. Pero es también deseo de no extraviar el camino dentro del salterio. En los evangelios, incluso Satanás cita un salmo (el 91) para tentar a Jesús en el desierto, diciéndonos con ello que existe también una forma diabólica de leer y usar los salmos. Los malvados también caminan, y también se equivocan siguiendo las huellas de Caín. El salmo promete fecundidad a los justos, pero añade: “en su sazón”. Esta expresión se parece mucho al “tiempo y sazón” del capítulo 3 de Qohelet. Muchas veces, cuando el justo no ve los frutos, quizá sea porque sencillamente no es el momento adecuado. A veces, la estación de los frutos del justo es la última.

Pero la cosa no acaba aquí. El salmo añade: “todo cuanto hace, prospera”. Se trata de una promesa de recompensa que, para que no se confunda con una simple teología de la prosperidad (también presente en la Biblia), debe ser leída junto a lo que dicen muchos otros salmos, los profetas y Job: que los justos no siempre ven prosperar sus obras, sino que muchas veces acaban sobre un montón de estiércol; y acaban ahí no por ser malvados, sino precisamente por ser justos. Tal vez sea este uno de los mensajes más fuertes que atraviesa toda la Biblia. El éxito no es síntoma de nuestra justicia, ni la falta de éxito síntoma de maldad. La historia está llena, cada día, de justos fracasados y de malvados que tienen éxito. Pero nosotros no dejamos nunca de esperar que exista una relación entre felicidad y justicia, aunque todos sabemos, incluso el salmista, que la vida sería falsa si las desventuras y las fortunas llegaran en base a los méritos y las culpas. Aquí se pone de manifiesto la verdadera naturaleza de estos salmos de bienaventuranza: son deseo y oración al Dios justo para que en el mundo disminuya la injusticia. Es nuestro mismo deseo y nuestra misma oración, que nunca deben llegar a interpretar las desgracias propias y ajenas como castigo; eso sería la blasfemia más depravada.

Para terminar, ¿quiénes son los malvados? ¿Y quiénes los justos? Sabemos lo que pensaba Jesús de quien se consideraba justo. Entramos en los salmos como malvados sintiéndonos justos, y, si el camino funciona, al final saldremos justos sintiéndonos malvados. No hay un tiempo más favorable que este para meditar y rezar con los salmos. Muchos salmos nacieron en los momentos más tremendos de la historia de Israel. Algunos fueron generados durante el exilio, cuando entre las antiguas oraciones no encontraban ninguna otra capaz de expresar el inédito dolor por la patria perdida y el templo destruido. Los salmos se convirtieron en un templo móvil. Aquel largo luto espiritual generó otras oraciones nuevas, algunas de las más bellas del salterio. Quién sabe cuántos salmos nuevos se estarán generando hoy en nuestros hospitales. Tal vez los más bellos no serán recogidos ni narrados por nadie, pero no se perderán: “mis lágrimas están guardadas en tu odre” (Salmo 55). 

Los salmos proporcionan palabras para orar a quienes carecen de ellas. Son la primera oración de aquellos que vuelven a rezar. Algunas veces prestan sus palabras a quienes, sin tener fe, sienten el deseo de rezar en momentos tremendos, cuando la oración se convierte en hija única del silencio. Los salmos nos devuelven a las colinas del Sinaí, nos permiten escuchar de nuevo las palabras de Moisés, atravesar de nuevo el mar y después bailar con María el canto de la liberación. Un solo salmo basta para aprender el sentido de la Biblia y quizá también de la vida. Buen viaje.


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