El alma y la cítara/27 – Volvemos de los exilios y salimos de los lutos cuando reencontramos nuestra voz.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 04/10/2020.
«Por grande que pueda ser el dolor de una pérdida, inmediatamente se nos impone el deber de evitar la pérdida más irreparable y decisiva: la de nosotros mismos. Por eso, ante la muerte de un ser querido, estamos perentoriamente llamados a procurar la muerte a esa misma muerte».
Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico.
El salmo 137, el del desterrado, nos deja un gran mensaje sobre cómo y por qué podemos volver a tocar con ánimo renovado las antiguas cítaras.
En nuestra época, los lugares, y por ende del sentido de la tierra, están atravesando un largo eclipse. Progresivamente desencantados del mundo, no solo hemos dejado de creer que la tierra está llena de dioses. También hemos olvidado que los lugares tienen alma, un alma distinta pero no menos viva y eficaz que la de las personas. Hemos inventado el espacio anónimo y racional de los mapas, y hemos desaprendido a reconocer los lugares con su vocación única, sus señales y su destino. Para la Biblia, Dios es una voz que habla en lugares. Dios no es u-tópico, porque tiene algún lugar: un altar, un monte, un templo. Estos lugares no capturan a Dios (que permanece libre de sus lugares y de los nuestros), pero conservan para siempre los estigmas de su toque. El hombre bíblico puede ser nómada y errante porque su territorio está marcado por la presencia verdadera de Dios. Puede ser peregrino, pero nunca desplazado. A menudo, el tiempo y el espacio son enemigos. Sin embargo, el lugar es amigo del tiempo, porque es ahí – en esa comunidad, en esa familia o en esa tierra – donde las generaciones se transmiten la vida. Y cuando el espacio se convierte en lugar, los bienes comunes no se destruyen.
Hemos olvidado el lenguaje de los lugares, y por eso nos cuesta entender qué supuso para la Biblia el exilio. Para comprender alguna de sus dimensiones, deberíamos compararlo con una experiencia extrema, como el luto. Tanto en el exilio babilónico como en el luto hay una crisis de presencia. En los grandes lutos también experimentamos el desarraigo, nos sentimos vacíos de certezas y valores y corremos el peligro de pasar con quien ha pasado, de morir con quien ha muerto. El gran desafío del exilio babilónico consistió en no morir junto a la patria, el templo destruido, la tierra prometida y el Dios derrotado. No debe sorprendernos que Ezequiel, en su libro, nombrara con la misma expresión – “luz de mis ojos” – a la esposa muerta y a la Jerusalén destruida.
La elaboración del luto (operación hoy dificilísima) consiste en no dejar que la persona amada se vaya del todo de nuestra vida, evitando, al mismo tiempo, que su seguir viviendo en nosotros comporte el comienzo de nuestra muerte. Para elaborar el exilio, Israel tuvo que afrontar la gran empresa de no olvidarse de Sión, pero sin recordarla demasiado y sin morir junto a ella: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión. En los sauces de su recinto colgábamos nuestras cítaras» (Salmo 137,1-2). Es el estupendo salmo del desterrado, tal vez la elegía más hermosa de la Biblia. Este salmo cuenta, en directo, el proceso espiritual y ético colectivo con el que Israel intentó dar sentido a su mayor tragedia, para seguir viviendo.
La primera imagen describe una huelga de músicos, quizá un grupo de ex cantores del templo, que han colgado las cítaras de las ramas de los sauces (o de los chopos) que crecían en las fértiles orillas de los ríos de Babilonia. Allí se sentaban juntos y juntos lloraban. Hasta que un día dejaron de cantar, en un ayuno coral de artistas, quizá el primero de la historia humana. Tal vez por este motivo el salmo 137 ha gustado tanto a los artistas, a los músicos y a los poetas (Camões, Verdi, Bach, Quasimodo…). No se puede cantar en “terra ignota” – adamah nekhar. En esa tierra solo es posible entonar un llanto fúnebre, elevar un lamento ritual, gritar palabras desesperadas para sublimarlas en una representación sagrada (137,7-9). Pero no se pueden cantar los cantos del templo. En la tierra equivocada eso no es posible. Por eso, llega con fuerza la respuesta de los cantores: no podemos. «¡Cómo cantar un canto del Señor en tierra extranjera!» (137,4). Porque en este humanismo el primer cantante y el primer músico son las paredes del templo, después el suelo patrio, y solo al final los hombres y sus instrumentos. Estos cantos solo se pueden cantar en Sión, y solo se volverán a cantar al regresar allí. Algunos “saltos” solo pueden darse en “Rodas”.
Además, el salmo nos da a conocer un cinismo y un sarcasmo típicos de los seres humanos: «Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores a divertirlos: Cantadnos un cantar de Sión» (137,3). Hay una maldad típica, una de las peores, que consiste en obligar al que llora a hacer reír a los demás – sarcasmo literalmente significa “lacerar la carne” sarx). Como hicieron los filisteos – «Cuando ya estaban alegres, dijeron: Sacad a Sansón que nos divierta» (Jue 16,25) –, como han hecho siempre los poderosos con los pobres, con las mujeres, con las víctimas. En este ayuno de arte, el pueblo revive, unido, la misma experiencia de Ezequiel, el gran profeta del exilio: «El Señor me habló así: Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo» (Ez 3,26). Ezequiel, sacerdote sin templo, profeta sin palabra; los cantores y los músicos, con las arpas mudas colgadas. Son imágenes tremendas y magníficas que dicen mucho, casi todo, de la gramática de la vida de las personas que siguen honestamente una voz.
En ese preciso momento, en el salmo encontramos un juramento, o una forma de auto-maldición: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me olvide la diestra, que se me pegue la lengua al paladar si no te recuerdo, si no exalto a Jerusalén como colmo de mi alegría» (137,5-6). A los desterrados les aterrorizaba la posibilidad de olvidarse de Jerusalén y de su Dios. Sentían la atracción de los dioses de los ríos de Babilonia, experimentaban en su carne la tentación de prestar sus cítaras a otros cantos distintos de los aprendidos en Sión. Por eso, se unieron con una promesa, hecha a Dios y a su alma. Las promesas son también una cuerda que une lo que somos hoy con lo que fuimos ayer para salvar del precipicio lo que podemos ser mañana. Cada promesa es una súplica que le pide al futuro que no traicione su origen. Cuando la vida nos conduce al exilio, al principio solo queremos colgar las cítaras, tirar la pluma, callar, llorar y hacer luto. La Biblia nos dice que estos ayunos son buenos, que estos mutismos también son palabras de vida. Nos sentimos desplazados, desarraigados, alejados, y llevamos entre nosotros y dentro de nosotros una infinita “nostalgia de Sión” y de un tiempo maravilloso, pero sobre todo una nostalgia infinita del Dios que ya no está porque ha sido destruido – por los otros, por nosotros o por Dios mismo. Solo queremos y podemos estar sentados y elevar lamentos al cielo y a la vida. Esta fase puede durar mucho tiempo. A algunos les dura toda la vida, y ya no vuelven a casa.
A veces un resto, un pequeño resto – una parte de la comunidad destruida, o un rincón que sigue vivo en nuestra alma herida – un día agarra de nuevo la cítara y comienza un nuevo canto. Lo comienza allí, a orillas de los mismos ríos, rodeado de los mismos torturadores y verdugos. No sabe por qué. Solo sabe que debe cantar. Cantando los cantos de la juventud, comprende que la voz que le ha acompañado durante la destrucción y después durante el exilio, esa voz desconocida y temida como la voz de un ídolo o de la nada, es en realidad la misma voz buena que le hablaba en Sión, sin saberlo. Esta nueva comprensión es pura gracia, gratuidad. Comprende que Dios no teme el exilio, y que no existe lugar mejor que los ríos de Babilonia para cantar y alabar. Y la pregunta “¿cómo cantar un canto del Señor en tierra extranjera?” tiene una nueva respuesta: cántalo exactamente igual que en Sión: yo habito también aquí, y nunca te he dejado solo. El final del exilio ha comenzado.
Para algunos, este nuevo salmo será el último canto que entonarán junto al ángel de la muerte. Otros llevan muchos años cantándolo, pero aún no se han dado cuenta, porque lo confunden con el llanto del luto. No todos los desterrados hebreos volvieron de Babilonia tras el edicto de Ciro. Una parte no superó nunca este gran luto, y se dejó morir. Otros se integraron con los babilonios y no regresaron. Después de setenta años, solo volvieron los hijos y los nietos de aquellas pocas personas que fueron capaces de retomar las cítaras de los sauces a orillas de los ríos para cantar los cantos de Sión en tierra extranjera. Volvieron aquellos que aprendieron a tocar en el exilio. Todo luto se acaba de verdad cuando se puede volver a cantar. Los salmos más hermosos de Israel fueron compuestos cuando algunos de los cantores exiliados encontraron las energías espirituales necesarias para retomar las cítaras. Las descolgaron de los árboles y recomenzaron su canto. De los exilios vuelven los que han aprendido a cantar los antiguos cantos en una tierra desconocida, cuando un alma nueva toca la antigua cítara y surgen otros cantos.
Hay cánticos espirituales, poesías, obras de arte y profecías que surgen en tiempos de alegría y de luz, que manan con abundancia del corazón en los días maravillosos de la vida, cuando somos dueños de nuestras manos y de nuestras palabras, que nos obedecen generando. Pueden ser auténticas obras de arte, músicas muy hermosas, poesías verdaderas y profecías auténticas. Pero hay otros cánticos espirituales, otras obras de arte y otras profecías que no nacen así. Estas necesitan que la garganta esté pegada al paladar; necesitan cítaras colgadas de los chopos, manos con artritis, compositores sordos, pintores ciegos, narradores espásticos y balbucientes, y escritores que hablan de Dios aunque no sepan quién es ni si existe de verdad. Estas obras distintas no son fruto de nuestra fuerza, sino de nuestra debilidad. Estas palabras no nos obedecen, porque son libres. Estos gestos no son los nuestros. Este Dios no es nuestro Dios. Este paraíso es para los otros. Estas son las obras de la gratuidad, los cantos que no tenían que existir, la espiritualidad que conmueve al cielo, la humanidad que acaricia a los ángeles. La Biblia ha llegado hasta nosotros porque alguien fue capaz de cantar en el exilio, y aprendió de nuevo a tocar la cítara junto a los ríos de Babilonia. Y desde entonces no ha dejado de hacerlo.
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