El alma y la cítara/28 – A partir de nuestra intimidad habitada aprendemos que el universo entero está habitado por Dios.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 11/10/2020
«Si existe otro, quienquiera que sea, si es que existe, cualesquiera que sean sus relaciones conmigo, aunque su forma de actuar sobre mí sea simplemente la aparición de su ser, entonces tengo un afuera, una naturaleza; mi pecado original es la existencia del otro».
Jean Paul Sartre, El ser y la nada
El salmo 139 es un gran mensaje poético sobre la esencia de la fe y sobre el misterio de la persona, que, al saberse mirada, descubre una belleza más profunda y más grande.
En el alma existe un lugar secreto y profundo donde habita una sutil y delicada melancolía, que aflora cuando nos damos cuenta de que incluso la comunión con aquellos que nos aman se detiene ante el umbral de una intimidad secreta que alberga la parte más hermosa y verdadera de nosotros mismos. Sabemos que nuestros amigos, nuestros padres, nuestra esposa o nuestros hijos nos quieren mucho y nos conocen bien. Pero el conocimiento amoroso que tienen de nosotros no es capaz de llegar hasta la cella vinaria de nuestro corazón. Solo nos conocerían de verdad si pudieran llegar hasta allí, porque verían una belleza desconocida. Si alguien pudiera penetrar hasta el fondo de nosotros, se daría cuenta de que somos mejores de lo que parecemos, mejores que la persona que hasta entonces conocen. Si es cierto que el otro es «el que me mira» (J. P. Sartre), no es menos cierto que el otro nunca me mira lo suficiente, nunca ve la parte mejor de mí. Los otros conocen algo, algunos llegan incluso a conocer lo esencial. Pero lo esencial no es suficiente; en estas cosas lo esencial es demasiado poco.
En ese lugar habita también nuestra inocencia. En el fondo del fondo del alma se encuentra, invisible, la pureza que hemos perdido al crecer. Ni siquiera los errores más grandes han podido borrarla, y sigue creyendo en nosotros cuando todos han dejado de hacerlo (nosotros antes que nadie). Es el jardín del Adam que no hemos dejado de ser. Es la cabaña de los indios que construíamos de pequeños, donde nos refugiábamos huyendo de los fantasmas. Es la casa de muñecas. A esa pequeña casa, que al crecer nosotros se ha hecho aún más pequeña, volvemos los días oscuros de la vida, cuando todos nos siguen y nos condenan, porque sabemos que existe un rincón del universo donde somos mejores que el hombre y la mujer que los otros ven. Este refugio invisible hace posible la vida en los exilios, en las cárceles y en los grandes pecados. Un día comprendemos que esta diferencia entre lo que verdaderamente somos y lo que los otros reconocen será imposible de colmar, y que la belleza más íntima será el secreto y la dote que llevaremos a la última cita. Entonces nace una paz nueva, una nueva reconciliación con la vida y con los otros, y dejamos de lamentarnos por no ser suficientemente amados. Comprendemos que la existencia de este núcleo de belleza, protegido de la mirada de los otros, hace que la experiencia de la reciprocidad y del reconocimiento sea siempre insuficiente. A las reciprocidades de nuestra vida debemos pedirles mucho, pero no debemos pedirles demasiado.
La Biblia no conocía el inconsciente ni el psicoanálisis. A diferencia de nosotros, no sabía que en ese rincón escondido se acumulaban muchas cosas distintas. Pero conocía a los hombres y a las mujeres, y conocía a Dios. Nos decía una cosa importante, que sigue siendo verdadera hoy, cuando conocemos a otros “habitantes” invisibles de nuestra intimidad. Nos decía y nos dice que ese fondo inexplorado está habitado por un huésped nuevo, que se ha quedado allí para siempre y que conoce el fondo mejor que nosotros mismos. Nos dice que la certeza de que somos mejores que aquello en lo que nos hemos convertido es puro amor, el primer don de Dios para nosotros, el dispositivo con el que nos sigue salvando cada día: «Señor, tú me sondeas y me conoces. Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos. Disciernes mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares. No ha llegado la palabra a la boca, y ya, Señor, te la sabes toda… Tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco» (Salmo 139,1–6).
El conocimiento del que habla este salmo, uno de los más altos y poéticos del salterio, no es un conocimiento abstracto o la omnisciencia de Dios. El conocimiento “sublime” que aquí interesa al salmista es el conocimiento que Dios tiene de nosotros, el que tiene de él, el autor del salmo, el que tiene de mí y de ti. Es la experiencia de ser conocido por una mirada amiga y más profunda que la de los demás, más amiga y más profunda que nuestra propia mirada: “no lo abarco”. Aquí encontramos una raíz profunda de la fe bíblica. La fe es, antes que nada, la experiencia de ser vistos por dentro, de estar en el centro de una inteligencia buena. Soy amado porque soy mirado. Soy amado mientras soy visto en el fondo, donde reside mi misterio. Así pues, la fe bíblica, antes que un conjunto de normas y verdades en las que creer, es la experiencia personal de esta mirada profunda. La religión puede comenzar con el culto y con la ley, pero la fe comienza cuando nos sentimos vistos, mirados y llamados por nuestro nombre.
Los hombres siempre han intuido que eran vistos por Dios y por sus espíritus, que vivían bajo una mirada invisible de lo alto. Pero generalmente era una experiencia angustiosa. El hombre antiguo tenía miedo de la mirada de los dioses. Se escondía, quería huir, porque la experiencia de ser visto significaba el desvelamiento de los pecados y por tanto de la culpa. Era una mirada de juez, el ojo que ve para condenar. La frase “Dios te ve” era un instrumento de espanto y terror. La Biblia, también en este caso, obra una revolución. La mirada de Dios es antes que nada una mirada de amor, de liberación y de alegría. Dios también ve los pecados, pero antes ve que somos sus hijos. Ve el gesto de Caín, pero antes ve el gesto de Elohim creando a Adán a su imagen y semejanza. He aquí la antropología bíblica de la primacía de Adán sobre Caín, porque Adán habita en un rincón del corazón más íntimo que el que alberga a su hijo fratricida. A partir de esta intimidad habitada aprendemos que también el universo entero es sostenido y habitado por Dios: el cielo estrellado dentro de mí me deja ver el cielo estrellado encima de mí. Esta experiencia inmediatamente se transforma en canto: «Si tomo las alas de la aurora o me instalo en el confín del mar, allí se apoya en mí tu izquierda y me agarra tu derecha. Si digo: que me sorba la tiniebla, que la luz se haga noche en torno a mí, tampoco la oscuridad es oscura para ti, la noche es clara como el día: da lo mismo tiniebla o luz» (139,8–12). ¡Magnífico!
Si el encuentro con Dios consiste en ser vistos interiormente, significa que esa mirada ya existía, aunque no lo supiéramos. Estaba ahí, invisible pero presente: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno… No se te oculta mi osamenta. Cuando me iba formando en lo oculto y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión. Se escribían en tu libro, se definían todos mis días, antes de llegar el primero» (139,13–16). Estos versos recuerdan mucho a Job, pero también a los “huesos” de Jeremías (20,9) y a la historia de su vocación profética. La fe comienza un día pero ya existía, desde siempre. Un día adquirimos conciencia de algo que existía antes de la propia conciencia, y que aflora en un momento determinado, cuando comprendemos que la frase que estamos escribiendo forma parte de un “libro”. Uno de los dones más grandes que conlleva el don de la fe – en la dimensión explicada por el salmo 139 la fe es verdadera y auténticamente don, antes de ser también virtud – es el admirable ejercicio que sigue a su comienzo. Cuando retrocedemos en nuestra historia y repasamos nuestro pasado, como hacemos con un viejo álbum de fotografías, vamos pasando páginas hasta que finalmente adquirimos una nueva comprensión, vemos las fotos de ayer de otra manera, iluminadas de inmensidad. El que cree, siempre ha creído, aunque no lo supiera.
En estos versos encontramos también una espléndida síntesis de lo que es una vocación. Todo comienza con una mirada, con la sensación de ser vistos por un ojo que mira y ve como nadie ha visto nunca. Una mirada que inmediatamente se convierte en voz, porque mientras nos mira pronuncia nuestro nombre, revela nuestra tarea y nuestro lugar en el mundo, y nos deja entrever que los episodios que han marcado nuestra vida tenían sentido, pues eran los capítulos de un “libro” que estábamos escribiendo sin saberlo. En este nivel íntimo y profundísimo es donde se juega el destino de una vocación. No es un asunto de felicidad o infelicidad (la Biblia y la vida están llenas de vocaciones muy infelices y sin embargo inmensas), ni de cálculo de costes y beneficios (¿qué moneda usar?), ni tampoco de encontrarse en las condiciones subjetivas y objetivas para tener éxito en la tarea (la mayoría de las vocaciones auténticas no son historias de éxito, sino todo lo contrario). En estas vocaciones, una persona hace solo y sencillamente lo que es, lo que ha visto mientras era vista, lo que ha descubierto que ha sido y será siempre: «¿Adónde me alejaré de tu aliento?, ¿adónde huiré de tu presencia? Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, ahí estás» (139,8). Esta visión no es fatalista ni estática, como ocurriría si el papel de la persona solo consistiera en interpretar una partitura ya escrita – sin tener siquiera la libertad de ejecución de una partitura de jazz. Una vocación se mueve entre la máxima libertad – pues no hay libertad mayor que obedecer a la parte más verdadera y bella de uno mismo – y la máxima falta de libertad, porque esa mirada nos sigue a todas partes y nos recuerda a cada instante quiénes somos y qué somos verdaderamente. Es posible salir de una comunidad o dejar a una esposa, pero no es posible salir del radio de acción de esa mirada.
La imposibilidad de salir de la órbita de la pupila de Dios no implica garantía alguna de no tomar decisiones equivocadas, a veces pésimas. La buena noticia de la Biblia es otra: aunque “te acuestes en el abismo” para huir de ti mismo, ahí sigues siendo mirado y visto. Y cada vez que tomes “las alas de la aurora” para huir lejos, donde te lleve tu loco vuelo, cuando toques tu intimidad más íntima, allí habrá alguien esperándote y recordándote que eres más grande que tu corazón.
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