La primera regla de toda economía es el equilibrio entre ingresos y gastos. Una buena economía parte de los ingresos y ajusta los gastos en función de aquellos. Es una lástima que últimamente en nuestro país no sea así...
Luigino Bruni
Publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 07/09/2023
Un día, buscando perezosamente algo interesante en la televisión, me topé con un programa sobre grandes hoteles italianos. Un grupo de personas se alojaba en estos hoteles de lujo para luego hacer una valoración de los distintos servicios ofrecidos. Lo que me llamó la atención del programa fue la ausencia total de la dimensión de la llamada "restricción presupuestal": estos señores-evaluadores pedían cenas y servicios diversos, sin preocuparse nunca de su precio, como si vivieran en un mundo en el que el costo de un servicio o de una mercancía no fuese un elemento importante en la elección. Las familias normales miran estos programas, después se encuentran con las publicidades de préstamos fáciles, en los que aparece (por desgracia) una cara simpática de nuestras ficciones. Y así no es difícil unir las piezas, o sea, pensar que esa vida de vacaciones en hoteles estelares en un mundo sin restricciones presupuestales familiares se hace posible y fácil gracias a los préstamos fáciles de gente y entidades financieras simpáticas que están ahí sólo para nuestra felicidad.
Lástima que la realidad y los datos de nuestro país sean muy diferentes. Con el boom de las vacaciones de lujo del sector medio-bajo, aumenta también la usura, los juegos de azar y, por tanto, la pobreza asociada a estos sueños irresponsables impulsados por el sistema mediático fuera de control. La primera regla de toda economía (que significa, no lo olvidemos, "administración del hogar") es el equilibrio entre ingresos y gastos. Una buena economía parte de los ingresos y ajusta los gastos en función de aquellos. El humanismo consumista de nuestro tiempo, cada vez más parecido a una religión, invierte este orden. Comienza por los deseos de bienes y activos, o sea de los egresos, y luego nos indica los medios de obtener los ingresos, sin decirnos (irresponsablemente) que los ingresos a deuda no son otra cosa que egresos aplazados en el tiempo. De ese modo, cubrimos los gastos con otros gastos, en mecanismos ingenuos que no pocas veces conducen a crisis económicas de familias enteras.
Todo nuestro mundo postcapitalista se basa en una gestión equivocada de los deseos, en una adolescencia perpetua y sin límites, construida sobre el principio del placer (Sigmund Freud), sin llegar nunca al principio de realidad, una realidad que nos revelaría algo extremadamente importante, tal vez decisivo para el futuro de nuestro tiempo. Por la psicología (Jacques Lacan), y sobre todo por la vida, sabemos que la satisfacción de los deseos no es la operación decisiva para las alegrías más importantes y profundas de la vida. Porque nuestro mayor deseo es desear un deseo que nos desee, es un encuentro de reciprocidad de deseos, que se realiza sólo cuando nuestro deseo envuelve a las personas, que a su vez pueden desear y desearnos.
Es por eso que el deseo religioso es la madre de todos los deseos: desear a un Dios que nos desea. Y cuando deseamos a alguien que nos desea, la felicidad no consiste en la satisfacción sino en permanecer en una perpetua insatisfacción que aumenta la reciprocidad de los deseos -una persona que cumpliese este deseo sería una mercancía, lo sabemos-. Las personas que amamos cambian nuestros deseos, nosotros cambiamos los suyos, y la vida se vuelve un proceso continuo de descubrimiento. Son los bienes relacionales, no las mercancías, nuestra tierra prometida. El capitalismo lo sabe, no sabe vender bienes relacionales, y por eso hace de todo para simularlo, vendiéndonos mercancías que se parecen a las relaciones. Mientras seamos conscientes de este embuste seguiremos siendo libres: "Te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome" (Jorge Luis Borges).
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA