Si los dones de los pobres son obligaciones sin la experiencia de la libertad

Si los dones de los pobres son obligaciones sin la experiencia de la libertad

Economía narrativa/6 - En “Cristo se detuvo en Éboli”, un viaje a la miseria campesina reflexiona sobre la auténtica aspiración del humano

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 17/11/2024

“Se me dirá: no concluyo. Respondo: la inteligencia no concluye nada: ve. Si es que ve”.
Don Giuseppe De Luca, Intorno al Manzoni

La democracia es una destrucción de dones-obligaciones para crear las condiciones de dones-gratuidad, que no aparecen en el Cristo de Levi.

Los escritores, sobre todo los más grandes, ven primero los personajes, las escenas, los paisajes, los diálogos, los espacios en blanco, y luego los escriben. No se puede narrar sin antes ver. También en esto el escritor se parece al profeta bíblico, que antes de escuchar la palabra, la ve: “Palabra que vio Isaías” (Is 2:1), “Palabras que Amos vio” (Am 1:1). “Llegó la víspera de Navidad… Los campesinos y las mujeres daban vueltas llevando regalos a las casas de los señores; acá es una antigua costumbre que los pobres rindan homenaje a los ricos y les den regalos, que son recibidos como algo debido, con suficiencia, y sin dar nada a cambio” (Cristo si è fermato a Eboli, p. 181).

Carlo Levi nos muestra aquí una práctica diferente a la de las teorías del don que habían sido elaboradas unas décadas antes por el antropólogo Marcel Mauss y sus colegas. Mientras los estudiosos nos explicaban que el circuito del don tiene una estructura ternaria compuesta por el dar-recibir-devolver, Levi nos contaba, en cambio, acerca de un don que era solo obligación: munus, decían los romanos, o regalo, que deriva de rey (rex, regis), o sea, las ofrendas obligatorias al rey, a los señores, a los superiores, a la divinidad. En la sociedad de la Italia campesina descrita por Levi, los dones-regalos de los pobres no conocían la reciprocidad: debían hacerse a los señores y punto. El dar-recibir-devolver se reducía al dar; es cierto que algunas veces los señores no aceptaban los dones, pero no para no quedar con la obligación de devolver a los pobres (esta obligación no estaba); si no los aceptaban era únicamente porque no eran apropiados ni bienvenidos: y esto era una verdadera desgracia. La de los campesinos era una obligación unilateral, sin retorno. El mundo pre-moderno no conocía lo que era el don-gratuidad: conocía solo los regalos, las obligaciones, pero el don gratuito no estaba entre los instrumentos del hombre, y menos todavía de la mujer antigua. Levi siente el deber de violar esa vieja liturgia que, como hombre moderno y liberal, veía como un legado feudal: “Yo también tuve que recibir ese día botellas de aceite, de vino, huevos y canastas de higos secos, y los donadores se asombraban de que yo no los aceptase como un diezmo obligatorio, sino que los esquivara y que hiciera como podía, en cambio, algún don. ¿Qué señor raro era yo entonces, si para mí no cabía invertir, como para la tradición, la fábula de los Reyes Magos, y se podía entrar a mi casa con las manos vacías?” (pp. 181-182). Es hermosa la referencia a “la inversión” de la tradición (la ‘fábula’) de los Magos: estos señores del evangelio de Mateo llevaban regalos a una madre y a un niño pobres, en cambio los señores cristianos de Gagliano pretendían los dones-regalos de las mujeres y los pobres. Mis abuelas, mi madre y mi padre no conocieron los dones. Tuvieron, alguna vez, un poco de fruta seca en Navidad y en la Befana, pero dones como los entendemos nosotros (libres y gratuitos) no había casi nunca, ni para un cumpleaños ni para nada. Los dones se vivían (casi) siempre como destino, sin la experiencia de la libertad. Había, en cambio, ofrendas necesarias para los santos y para la misa, regalos de los poderosos en momentos especiales para reforzar las jerarquías.

Estas antiguas prácticas de don-sin-gratuidad estaban ligadas a una idea religiosa del sacrificio, desarrollada durante la Contrareforma católica: los campesinos, los pobres, las mujeres debían sacrificarse por la familia, por la Iglesia, por Dios, pero del otro lado no había nadie que debiese sacrificarse por ellos. También el sacrificio a Dios se vivía como regalo, como ofrenda a hacerle al más poderoso de los poderosos, regalos que no liberaban a los pobres, sino que los amarraban más a su triste destino. Aunque el ser humano, como sabemos, siempre es más grande que su destino y que el mundo de la sola obligación, siempre también han florecido – y siguen floreciendo – los dones.

El camino de la democracia ha sido una destrucción creadora de regalos para poder empezar a hacer dones, porque el don es el otro nombre de la libertad, no es el registro de los siervos y los esclavos. Y cada vez que en nuestras relaciones sociales y religiosas vuelven los regalos-obligaciones, estamos retrocediendo al mundo feudal.

Estos regalos sin gratuidad están presentes también en la figura de Don Trajella, el párroco de Gagliano. Don Giuseppe Trajella de Tricarico es un ‘vencido’ del ciclo del Cristo. El primer encuentro entre Carlo Levi y el arcipreste compone una de las acuarelas más lindas de la novela: “Era un pequeño viejo magro, con anteojos de hierro y nariz afilada… Todo lo suyo desprendía un aire cansado de miseria mal llevada; como las ruinas de una choza incendiada, negra y llena de malezas”. De joven había sido profesor de teología en los seminarios de Nápoles y de Melfi, escritor, autor de biografías de santos, escultor y pintor. Lo mandaron a Gagliano “como castigo”, y no era muy querido en ese pueblo, donde se decía “que estaba siempre borracho”. Ya no era “más que un pobre sacerdote perseguido y amargado, una oveja negra y enferma entre una manada de lobos”. La desgracia “lo había sacudido, lo había apartado de todo y lo había arrojado, como en un naufragio, sobre esas lejanas playas inhóspitas. Él se había dejado caer hasta lo más bajo, disfrutando amargamente hacer más grande su miseria. No volvió a tocar un libro ni un pincel… Trajella odiaba el mundo, porque el mundo lo acosaba” (pp. 42-43). Por este viejo cura desgraciado Levi tiene también una mirada de pietas: lo ve en su desgracia, lo mira y a su modo lo redime y lo salva con sus ojos buenos. Es otro compañero de desventura, de exilios diferentes pero parecidos, otro derrotado por la vida y por aquel tiempo infeliz. Y Levi sabe muy bien estar en esta incómoda compañía, en la ‘corte de los milagros’ de su Cristo, de la que Carlo no es el rey sino simplemente uno de ellos.

Don Trajella es el protagonista de la divertida misa de la noche de Navidad de 1935. Los fieles estaban en la iglesia, pero “de Don Trajella no se sabía nada”. Después de media hora de espera, Don Luigino, el jefe de los fascistas locales, pensó que el sacerdote estaba otra vez borracho: envía a un muchacho a buscarlo y finalmente el párroco llega. Al final de la misa, después de la ite missa est, Don Trajella sube al púlpito para proclamar su prédica y, después de algunos minutos de medias palabras y excusas, al fin habla: “Queridos hermanos… había preparado una prédica que era, permítanme decirlo con toda humildad, bellísima: la había escrito para leerla porque no tengo mucha memoria. La puse en el bolsillo. Y ahora, desgraciadamente, no la encuentro, la perdí; y ya no me acuerdo de nada. ¿Qué hago?” (p. 183). Don Luigino no le cree, y no aguanta su bronca: “Esto es un escándalo, es una profanación de la casa de Dios. Fascistas, conmigo”. Pero mientras el padre yace postrado, de rodillas, sucede algo extraordinario: “¡Milagro, milagro! ¡Jesús me escuchó!… Había perdido mi sermón, y él me hizo encontrar algo mejor”. Bajo el crucifijo de madera apareció una hoja con la carta de un sargento de Gagliano, proveniente de la guerra de Abisinia. Y esa carta se convierte en su nueva prédica sobre la guerra y la paz, señalando que “esta guerra no es una guerra, sino una acción de paz”. Mientras tanto, cuando Don Trajella predicaba, Don Luigino y sus fascistas empezaron en la iglesia a cantar “Faccetta nera” y luego “Giovinezza”. Pero Trajella, indiferente al desorden, continúa decidido con su prédica, deja de lado la carta del sargento y concluye: “El Divino Niño nació precisamente a esta hora para traer estas palabras de paz. Pax in terra hominibus… Pero ustedes son malvados, son pecadores, ustedes no vienen nunca a la iglesia, no practican la devoción, cantan malas canciones, blasfeman, no bautizan a sus hijos, no se confiesan, no comulgan… Por eso la paz no está con ustedes. Pax in terra hominibus: ustedes no saben latin. ¿Qué quiere decir Pax in terra hominibus? Quiere decir que hoy, en la víspera de Navidad, debieron haber traído, según la costumbre, un cabrito como regalo para vuestro pastor. Pero no lo hicieron. Porque son incrédulos; y como no son bonae voluntatis, no tienen la buena voluntad, no tienen entonces la paz, ni la bendición del Señor. Entonces piénsenlo, tráiganle a vuestro párroco el cabrito, paguen las deudas que le deben por sus terrenos del año pasado, si quieren que Dios los mire con misericordia, mantenga su mano sobre sus cabezas, inspire paz en sus corazones, si quieren que vuelva la paz al mundo y se acabe la guerra” (p. 183). Un ‘cordero’ diferente que traerá otra paz; otras ‘deudas’ perdonadas por otros deudores.

Esa misma noche, Don Luigino denunció a don Trajella en la alcaldía, y rápidamente fue transferido. Y esa misma noche, Julia, su sirivienta, le reveló a Carlo los hechizos más potentes, “aquellos que pueden hacer que la gente se enferme y se muera – Solamente en Navidad se pueden decir, en el mayor secreto, y bajo juramento de no repetirlas a nadie más… En los demás días es pecado mortal” (p. 187). Yo me acuerdo también de Pierina, una señora anciana de mi pueblo, amiga de la familia, que solo en la noche de Navidad podía revelar las fórmulas secretas para quitar la envidia (a través de un rito con aceite); nunca lo aprendí, era muy chico para un juramento, pero ese mundo mágico-religioso me encantaba, y me ha dejado, como un don, el sentido del misterio que fluye por la vida.

La economía, la miseria y la explotación de los campesinos, son el horizonte de Cristo, a veces son su contenido: “A los campesinos les pagaban salarios de hambre. Me acuerdo del día en que llegué, en plena cosecha, de las enormes filas de mujeres, que subían con un saco de trigo en la cabeza, como condenadas del infierno, bajo el sol feroz… El mejor y más humano pensador de esta tierra, Giustino Fortunato, se llamaba a sí mismo ‘el político de la nada’. Yo pensaba cuántas veces al día escuchaba usar esta palabra, en todos los discursos de los campesinos. - Ninte - como dicen en Gagliano: ‘¿qué comiste?’. - Nada -. ‘¿Qué cosa esperas?’ - Nada -. ‘¿Qué se puede hacer?’ - Nada -. Y con los ojos, en un gesto de negación, alzándose al cielo” (p. 169). Un nihilismo diferente al de los filósofos. La escuela pública, la salud universal, el trabajo para todos, los profesores de educación especial, fueron y son las herramientas y los lugares donde hemos intentado superar aquel ‘nada’. Hoy, otros ‘nada’ están ocupando las almas y los corazones de nuestra gente, de muchos jóvenes. Un nada de paz, nada de esperanza, nada de comunidad, de relaciones, de encuentros, de Dios.


Imprimir   Correo electrónico

Articoli Correlati

El vínculo entre niños y adultos: la medida del corazón de toda civilización

El vínculo entre niños y adultos: la medida del corazón de toda civilización

Sabiduría y humildad en femenino, garantías de custodia de lo sagrado

Sabiduría y humildad en femenino, garantías de custodia de lo sagrado

Y Cristo al pasar por Éboli encontró a la gente mágica del sur

Y Cristo al pasar por Éboli encontró a la gente mágica del sur

La espera del Reino de los Cielos está en el arte de disminuir

La espera del Reino de los Cielos está en el arte de disminuir

En la escala social de Fontamara, miseria y redención de los cafoni

En la escala social de Fontamara, miseria y redención de los cafoni

Del lado de los campesinos de Fontamara, la pobreza no es culpa ni vergüenza

Del lado de los campesinos de Fontamara, la pobreza no es culpa ni vergüenza