La espera del Reino de los Cielos está en el arte de disminuir

La espera del Reino de los Cielos está en el arte de disminuir

Economía narrativa/3 – Toda la existencia de un cristiano, dice el Celestino V de Silone, tiene un objetivo: ser simple

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 27/10/2024

“Son realmente preciosos los dones que la vida nos da; preciosos y extraños, responde Marta. El que quiere disfrutarlos, y se afana por disfrutarlos, y se angustia de la mañana a la noche por disfrutarlos, no los disfruta para nada, los consume y los incinera rápido. Extraños dones. Por el contrario, el que los olvida y se olvida de sí mismo, y se consagra entera y perdidamente a alguien y a algo, ese recibe mil veces más de lo que da, y al final de su vida esos dones de la naturaleza todavía están florecientes en él, como grandes rosas de mayo”.

Ignazio Silone, Vino e Pane, 1937, p. 18

La aventura de un pobre cristiano de Ignazio Silone es una reflexión profunda sobre la naturaleza del poder, y una meditación sobre la fe como la espera de un Reino que no puede tardar.

Aquel que atraviesa con atención los libros de Ignazio Silone y que conoce su biografía no puede no reconocer algo del autor - a veces mucho - en sus personajes Berardo Viola (Fontamara), Pietro Spina (La semilla bajo la nieve), Don Paolo Spada (Pan y Vino), Lucas Sabatini (El secreto de Lucas), y, por último, el papa Celestino V (La aventura de un pobre cristiano). Porque, “si un escritor pone todo su ser en su trabajo (¿y qué otra cosa puede poner?) su obra no puede no constituir un único libro” (I. Silone, La aventura de un pobre cristiano, p. 6).

De hecho, ¿qué otra cosa puede poner en su obra un escritor si no es “todo su ser”? En verdad, un escritor, sobre todo un gran escritor (como lo es Silone ), al momento de crear los personajes de sus novelas parte, sin dudas, desde “todo su ser”, y después llega a otro lado, a un lugar desconocido donde su ser ya no está, o hay muy poco de él. Porque los escritores y las escritoras revelan bien esa linda y misteriosa frase de Jacques Lacan: “El amor consiste en dar lo que no se tiene”: (Seminario VIII, 1960-1961). Empiezan por lo que tienen, por su alma entera, y luego nos aman verdaderamente cuando nos dan lo que no tienen, cuando sus personajes se vuelven más grandes y más libres que sus autores ya grandes y grandísimos, y empiezan a vivir una tierra del no-todavía, desconocida en principio por sus creadores. También por eso la literatura es creación, es ampliación del horizonte humano para poblarlo con otros seres vivos que enriquecen y mejoran las historias existenciales de sus autores, y la historia de todos. Se escribe también para intentar habitar, sin colmarla nunca, la distancia sideral entre la realidad y nuestros deseos, entre la tierra y el paraíso. ‘Ven aquí’ no es solo el grito que los autores susurran a sus criaturas: es él, es ella, el primer destinatario de ese grito, para intentar resucitar en sus propios personajes – porque el único verdadero deseo es resucitar.

Pietro da Morrone, el papa Celestino V, protagonista de L’Avventura di un povero cristiano (1968), es el último episodio del ‘Ciclo dei vinti’ de Silone. Y es también el último libro de Silone, escrito como una obra de teatro, que cierra sus cuarenta años de reflexión sobre la justicia social, sobre los cafoni, sobre los pobres, sobre la utopía, sobre el evangelio, sobre el cristianismo y sobre su Reino que todavía debe venir, y que quizás venga de verdad. El contexto del libro, el más explícitamente religioso de Silone, es el de las montañas de los Abruzos de finales del siglo XIII, donde eremitas y pequeñas comunidades de cenobitas vivían en un clima escatológico y apocalíptico, un ambiente espiritual hecho de franciscanismo y de profecías de Joaquín de Fiore, a la espera de “una tercera edad del género humano, la edad del Espíritu, sin Iglesia, sin Estado, sin coerción, en una sociedad igualitaria, sobria, humilde y benigna, confiada a la espontánea caridad de los hombres” (p. 23). De hecho, en ese entonces, no pocos franciscanos (el más conocido de ellos fue Pietro Olivi, conocido también por sus ideas económicas) vieron en Francisco al profeta de la nueva Edad del Espíritu anunciada por Joaquín, de la espera no vana e inminente de la llegada del Reino. Angelo Clereno, personaje presente en el texto de Silone, fue un franciscano condenado y encarcelado por adherir a las ideas joaquinistas.

También Pietro de Morrone de La aventura de un pobre cristiano es una figura del cristianismo profético, junto a Francisco y a Joaquín de Fiore, espiritual y mesiánico, en quien el último Silone confía sus esperanzas por una Iglesia y un mundo diferentes. Narrando la fallida e incierta tentativa de fray Pietro de reconciliar la Iglesia institucional (el papado) con la carismática, Silone nos anuncia su idea de Iglesia y de vida buena: “El mito del Reino nunca desapareció de la Italia del sur, esta tierra de elección de la utopía”. No podemos entender el sur de Italia sin tomar en serio esta alma utópica y mesiánica suya: el Sur es también la espera de otro mundo, una profecía incumplida de otra economía y de otra sociedad (Tommaso Campanella), la esperanza todavía viva en el cumplimiento de una promesa. El Sur, todos los Sur del mundo, con sus tierras marginales, son ante todo una espera colectiva de un no-todavía, una pregunta sobre el Reino que debe venir, que ninguna promesa de bienes y ganancias podrá jamás saciar verdaderamente – en esta sed y hambre está la salvación no vana del Sur.

El libro está lleno de reflexiones auto-biográficas de Silone, particularmente de aquel evento decisivo en su vida, la adhesión juvenil al Partido Comunista del que fue fundador en 1921, que se convirtiría más tarde en una decepción y finalmente en su salida – Silone escribió sus novelas también para hacer el duelo de la muerte del gran sueño de su juventud. Un acontecimiento existencial crucial, que con el paso de los años se convierte también en una ‘teoría’ sobre las dinámicas de los movimientos ideales e ideológicos, de lo que hablará en varios escritos (Uscita di sicurezza) y entrevistas (La aventura de un hombre libre), todavía de gran interés: “generalmente, los fundadores son águilas, y los seguidores gallinas” (p. 65). Y sobre esto también escribía en La aventura de un pobre cristiano: “La experiencia demuestra que la gran comunidad genera espontáneamente aspiraciones de poder, una voluntad nunca plenamente satisfecha de éxitos y de triunfos… A medida que una comunidad se amplía, resulta fatal, por lo tanto, que se parezca a la sociedad que la rodea [y que discutía]. ¿Y entonces? ¿A dónde va a parar la salvación del rebaño?”. Por esta misma dinámica, “incluso Joaquín de Fiore renunció como jefe de su orden. Lo mismo San Francisco. Una gran comunidad exige compromisos que, no digo un santo, sino un simple hombre honesto no puede aceptar” (p. 69).

Temas que poco a poco se tornarán centrales en el libro, cuando una vez elegido papa, fray Pietro, desde entonces Celestino V, experimentará en alma y piel las dificultades para salvar su consciencia cristiana con el ejercicio del poder. El conflicto interior se resolverá con su famosa renuncia y el (probablemente) dantesco ‘gran rechazo’. Luego de haber abdicado, dirá:“He aprendido, a mi pesar, que no es fácil ser papa y seguir siendo un buen cristiano… El ejercicio del mando esclaviza, empezando por los que lo ejercitan” (p. 130). El libro es de hecho una profunda y hermosa reflexión sobre la naturaleza y la lógica del poder: “El maldito ‘por el bien’. No lo olvidéis, hijos míos: existe solo el bien, puro y simple; no hay un ‘por el bien’… ¿Servirse del poder? Qué ilusión tan perniciosa. Es el poder el que se sirve de nosotros. El poder es un caballo difícil de guiar: va a donde debe ir o va, mejor dicho, a donde puede ir, o a donde es natural que vaya… La aspiración a mandar, la obsesión por el poder es, en cualquier nivel, una forma de locura. Consume el alma, la distorsiona, la vuelve falsa. También si se aspira al poder ‘por el bien’, sobre todo si se aspira al poder ‘por el bien’” (pp. 157-158). El poder es un amo que vuelve esclavo antes que nada a quien manda, incluso al que lo ha buscado ‘por el bien’; es un soberano despiadado que se alimenta primero de los jefes a quienes ha encantado y solo indirectamente de sus súbditos. Esta es la maldición de todo poder deseado y obtenido, que por esta dimensión bordea lo demoníaco: “La tentación del poder es la más diabólica que se le pueda tender al hombre, si Satanás se atrevió a proponérsela incluso a Cristo” (p. 158). Hermosas y proféticas son las páginas sobre otro ‘gran rechazo’ del Celestino V de Silone, el de bendecir las armas: Con el signo de la cruz y los nombres de la Trinidad, se puede bendecir el pan, la sopa, el aceite, el agua, el vino, si queréis incluso los instrumentos de trabajo, el arado, la azada del campesino, el cepillo del carpintero, y así sucesivamente, pero no las armas. Si necesitáis absolutamente un rito propiciatorio, buscad a alguien que lo haga en nombre de Satanás. Fue él quien inventó las armas” (p. 123).

Pero La aventura de un pobre cristiano es sobre todo una reflexión sobre la naturaleza de la fe y sobre la posibilidad de hacer del evangelio la carta magna para una nueva sociedad, para un Reino diferente aquí y ahora, y no solo un texto sagrado de una de las tantas religiones. De aquí nace la pregunta crucial: ¿el Reino de Cristo puede convertirse en algo histórico, o la vida en esta tierra es solo la sala de espera del paraíso? Para Silone, una dimensión esencial del espíritu evangélico de este Reino de los cielos esperado es la simplicidad. En un diálogo ambientado en Nápoles, entre Celestino V y algunos retóricos y predicadores de la corte, el nuevo papa dice: “En primer lugar, debo deciros: en la predicación, si podéis, tratad de ser simples... La verdadera simplicidad es una conquista bastante difícil”. Y termina con una bellísima frase: “Se puede decir que toda la existencia de un cristiano tiene precisamente este propósito: ser simple” (p. 100). Una intuición que es totalmente humana y totalmente bíblica. En la Biblia hay un alma profunda, la de los profetas, que ven el desarrollo de la fe como una disminución, como una reducción hacia una progresiva simplicidad y esencialidad, como un ejercicio en el arte de quitar. El camino del pueblo con su Dios diferente empezó a los pies del Sinaí, donde ‘solo había una voz’, una voz desnuda que se volvió un tabernáculo, por lo tanto un arca, una tienda, y por último un Templo y un palacio de Salomón. Los profetas no han dejado de repetir, de varias formas y con mucho ímpetu, que ese crecimiento y ese agrandamiento no habían sido buenos, porque Israel encontraría la salvación en la reducción y en el camino de regreso del palacio a la voz desnuda, que llegó gracias al exilio babilónico: “Quizás, para poder resucitar, la Iglesia tendrá primero que pudrirse íntegramente” (p. 159).

Pero inclusive el desarrollo de la vida humana es un primer crecimiento que va desde la infancia hasta la adultez, al que le sigue una segunda parte de disminución progresiva y creciente hacia lo esencial, la que conduce la vida adulta a su cumplimiento, y en la que habrá ‘solo una voz’ que pronunciará solamente nuestro nombre desnudo. El patrimonio que vamos a llevar será la mansedumbre que habremos aprendido durante esta buena disminución, para volvernos tan pequeños hasta pasar por el ojo de la aguja del ángel de la muerte.


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