Del lado de los campesinos de Fontamara, la pobreza no es culpa ni vergüenza

Del lado de los campesinos de Fontamara, la pobreza no es culpa ni vergüenza

Economía narrativa/1. Con la obra maestra de literatura del escritor abruzo comienza un nuevo viaje a través de las historias (y las palabras) guardianas de un mundo

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 13/10/2024

‘‘Por orden del alcalde quedan prohibidos todos los razonomientos’’.

Ignazio Silone, Fontamara, p. 89

Con Fontamara comienza una nueva serie sobre algunas obras maestras de la literatura, en busca de nuevas palabras para la economía y para nuestros tiempos difíciles.

Si la realidad nos bastase, no habría necesidad de literatura. Somos infinito, las novelas acortan la distancia entre nosotros y la eternidad; somos deseo, los escritores alargan las cosas deseables porque los sueños con los ojos cerrados son demasiado poco. La alegría se alimenta también de los mundos creados por la literatura, nuestra justicia aumenta mientras nos indignamos leyendo una novela, la pietas la aprendimos de nuestros padres y amigos pero también de las fábulas y los cuentos de los escritores. No seríamos capaces de imaginar la tierra prometida de la democracia, la libertad y los derechos si no la hubiéramos encontrado en los mitos y en las novelas, o asomada en una poesía. Conocimos a Dios porque la Biblia nos lo enseñó con sus relatos, y las palabras humanas protegieron a otra Palabra. Todas las creencias se acabarán el triste día en que dejemos de escribir historias y contárnoslas.

“Ignazio Silone hoy tiene su madurez coronada y fijada soberanamente en obras de arte que son al mismo tiempo su ‘cántico de las criaturas’ y su visión apocalíptica de la nueva espiritualidad democrática… Creemos estar haciendo algo más oportuno que nunca, ofreciendo aquí como suplemento de nuestro semanario, la primera novela suya que dio al mundo la sensación aguda del sufrimiento del pueblo italiano durante el régimen fascista” (7 de marzo de 1945). Así introducía Ernesto Buonaiuti la publicación de los primeros capítulos de Fontamara en el primer número de su semanario “Il Risveglio”. Buonaiuti, el gran y estimado profesor de historia del cristianismo en La Sapienza di Roma, fue uno de los doce académicos que no prestaron juramento al régimen fascista, sacerdote excomulgado de la Iglesia católica por sus tesis modernistas – estamos esperando todavía su reincorporación, tal vez en tiempos de Jubileo.

Fontamara fue escrita por Ignazio Silone (seudónimo de Secondino Tranquilli) en los primeros meses de 1930, durante su exilio en Suiza. Primero se publicó en alemán (Zurich, Oprecth & Helbing, abril de 1933, traducción de Nettie Sutro), a la que siguió una primera edición en italiano (Zurich-París, noviembre de 1933) reimpresa en Londres en 1943 (J. Cape, con fecha de 1933). La primera edición en Italia llegó recién en 1947 gracias al pequeño editor romano ‘Faro’, y finalmente en 1949 con Mondadori1. Su éxito internacional fue notable, pero para que fuera impresa en Italia hubo que esperar la caída del fascismo.

En 1930 Silone estaba en Suiza desde hacía dos años, entre Zurich y Davos, por su compromiso clandestino con el partido comunista, al que había ayudado con su fundación en el congreso de Livorno en 1921. Durante su estadía en Suiza comenzaron los conflictos con Togliatti por su posición anti-stalinista, a lo que siguió su expulsión del partido en 1931. En el sanatorio por el tratamiento de una enfermedad respiratoria (aparentemente tuberculosis), deprimido, angustiado por la situación de su hermano Romolo, el único de la familia que, además de él, se había salvado en 1915 del terremoto de Pescina y que había sido encarcelado por el régimen fascista, torturado y asesinado luego en 1932 – Silone le dedica Fontamara a su hermano y a su compañera Gabriella Seidenfeld, a quien conoció en 1920 y de quien se estaba separando sentimentalmente.

Fontamara es por lo tanto la síntesis de años terribles, el fruto de una metamorfosis muy dolorosa. Una profundísima crisis existencial que hizo nacer una obra maestra. Fontamara no es solo una novela que ha revelado a Italia y al planeta el alma del mundo campesino meridional, y no es solo un clásico del anti-fascismo. Fontamara es sobre todo una obra maestra de la literatura, una novela estupenda, una de esas obras que solamente un gran dolor podría producir. Silone, como él mismo dirá más tarde, encontró su salvación en la literatura, superó esa oscurísima noche convirtiéndose en escritor - ¡y qué escritor! Hay muchas medios para intentar salvarse de los agujeros negros de la vida: la escritura y el arte están entre los más poderosos y más comunes, porque se sale del agujero aprendiendo a volar.

Para entenderla y disfrutarla es necesario, de todos modos, hacer algunos ejericios ético-espirituales esenciales. El primero es el más difícil, quizás imposible, pero verdaderamente necesario: tratar de olvidar nuestro confort, el culto a las mercancías, las oficinas y los incentivos, y acercarse con el alma al mundo de Fontamara: “Primero venía la siembra, luego el sulfatado, luego la siega, luego la vendimia. ¿Y después? Después empezar de nuevo. La siembra, el deshierbe, la poda, el sulfatado, la siega, la vendimia. Siempre el mismo estribillo, la misma cantinela. Los años pasaban, los años se acumulaban, los jóvenes se volvían viejos, los viejos morían, y se sembraba, se desherbaba, se sulfataba, se segaba y se vendimiaba. ¿Y luego qué? Otra vez, todo de nuevo. Cada año como el año anterior, cada estación como la estación anterior. Cada generación como la generación anterior” (1951, p. 9). Es el reino de Sísifo, pero es distinto al Sísifo de Camus, el Sísifo de Silone no es feliz: “Al que mira Fontamara de lejos, desde el Feudo del Fucino, el pueblo le parece como cualquier otro pueblo, pero para el que ahí nace y crece es el cosmos. Toda la historia universal transcurre en ese lugar: nacimientos, muertes, amores, odios, envidias, luchas, desesperación…” (p.8). En la primera edición de “Il Risveglio”, al final de este párrafo, Silone había agregado: “El espectáculo de la vida resulta más austero, más visible y comprensible, no les falta nada esencial”, una frase que desaparece en las ediciones posteriores.

El segundo ejercicio de imaginación espiritual tiene que ver con el mundo campesino. El de Silone, como el de Carlo Levi (que veremos), es un mundo que también yo he conocido, pasándole de cerca gracias a la relación con mis abuelos, trabajadores de la tierra ascolana. Es muy probable, si no totalmente cierto, que mi generación sea la última herencia moral de milenios de historia campesina hecha de cristianismo, magia, muchísimos niños vivos y muertos, mucho amor popular y mucho dolor compartido, más para las mujeres. Ese mundo, siempre igual en sus rasgos esenciales, fue el mundo de mi infancia. Yo era todavía niño, pero también vi a aquel Sísifo campesino, de poco mito y pura carne. Es parte esencial de mi alma, y la guardo celosamente. Fontamara es mi pueblo.

Era un mundo italiano donde, sin embargo, se hablaban otras lenguas: “ninguno vaya a creer que los de Fontamara hablan italiano. La lengua italiana es para nosotros una lengua extranjera, una lengua muerta” (p.15). Cuando recuerdo o sueño con mis abuelos, para tratar de entrar en sintonía con sus corazones debo hacerlo en dialecto, porque solo en esa lengua podían y pueden decirme las palabras justas y apropiadas, y contarme las más lindas historias con una elocuencia y una riqueza que, apenas debíamos pasar al italiano, se convertían de repente en torpeza e incomodidad (la italianización de los campesinos fue también violencia): “sin embargo, si la lengua se toma prestada, la manera de contar creo que es nuestra. Es un arte fundamental. Es el mismo que se aprende de niño, sentado en la puerta de la casa o junto a la chimenea, en las largas noches de vigilia” (p. 16). Incluso mi amor por las palabras quizás nació escuchando los relatos de mis tías o esos larguísimos de ‘la vieja Caterina’, que se quedaba con nosotros, los hermanos pequeños, en las largas noches de invierno. Por lo tanto, esta serie de artículos que hoy comienza es también una contribución al cuidado de la memoria de un mundo que conocí y que se está terminando junto con sus historias: quién sabe si nuestros hijos serán todavía capaces de entender y de conmoverse con Silone o con Levi.

Entramos a Fontamara si logramos alcanzar hoy aquel pueblo del mañana, donde ‘el dolor ya no da vergüenza’; allí ponemos nuestra carpa y con Silone usamos el nombre de cafone como ‘nombre de respeto y de honor’. Y negamos así todas las ideologías meritocráticas que están apartando a ese pueblo del mañana, introduciendo todos los días nuevos argumentos para convencernos de que el pobre debe avergonzarse de su pobreza porque es culpable de su propia desgracia – y mientras nos convence de esta desgracia, el capitalismo se libera de toda responsabilidad.

Fontamara no es un ‘burgo’, palabra que entró en los agujeros de nuestro tiempo banal que ha perdido contacto con el alma de los lugares auténticos. En Fontamara “los campesinos no cantan…y mucho menos (cosa que se entiende) yendo al trabajo. En lugar de cantar, les gusta insultar. Para expresar una gran emoción como la alegría, la ira e incluso la devoción religiosa, insultan. Pero aún en los insultos no usan mucha imaginación y se la agarran siempre con dos o tres santos que ellos conocen, los maldicen siempre con las mismas groserías” (p. 14). No se entra al mundo de los pobres teniendo miedo a los insultos y a las maldiciones, porque a menudo son palabras paradójicas de amor.

En Fontamara la economía es una constante, declinada como tierra, trabajo, obsesión por pagar, miseria, tazas, poder, etc. La injusticia social, central en la novela, es también y sobre todo una injusticia económica, la del latifundio y del empresariado apoyado en las instituciones, la de los pequeños propietarios y la del clero (Don Abbacchio). Y llega hasta la muerte de Berardo, quizás las páginas más intensas de la novela.

Fontamara es una historia de redención social fracasada, de una liberación fallida. Los cafoni, estafados por el desvío del arroyo para llevar agua al empresario, no dejan nunca de ser pobres y estafados, desde el comienzo hasta el final de la novela. Fontamara parece un viernes santo eterno, con algunos fragmentos de sábado, sin domingo. Y en esto se parece a muchas otras grandes novelas, donde Fantine vende sus dientes y muere sin resucitar, o donde el éxodo y el exilio, en la Biblia, persisten más allá del Mar Rojo y después del edicto de Ciro, ya que el arameo errante no dejó nunca de errar. La única resurrección que salva es la que empieza en el Gólgota. Y así, cuanto más nos lleva Silone a los abismos del dolor de los cafoni, más puede verse una extraña belleza y una luz resplandeciente – no podremos sacar nunca a los muchos cafoni de sus miserias hasta que no aprendamos a apreciar la belleza que la pobreza esconde y a mirar a los pobres con honor y con respeto.

Por último, el tercer ejercicio es semántico, y se refiere a la palabra clave de Fontamara: cafone. Silone escribe entre paréntesis: “(Sé muy bien que el nombre cafone en el lenguaje corriente de mi país, ya sea en el campo o en la ciudad, es ahora un término ofensivo y de burla, pero yo lo usaré en este libro con la certeza de que cuando en mi país el dolor ya no sea verguënza, será nombre de respeto, tal vez incluso de honor)” (p.10).


Imprimir   Correo electrónico