Economía narrativa/2 - De la jerarquía de los Torlonia al mensaje de Berardo, que muere mártir para vencer a su destino
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/10/2024
Abajo de la hoja redactada por mí minuciosamente, tu madre firmaba con una cruz. Yo sabía que era la firma normal de los analfabetos, pero aunque así no hubiera sido, ¿cómo podría imaginarse una firma más adecuada para tu madre? Una cruz pequeña. ¿Una firma más personal que esa? Me acuerdo que, al año siguiente, en el examen de catequesis Don serafino me pidió que le explicara la señal de la cruz. “Eso nos recuerda la pasión de nuestro señor”, respondí, “y es también el modo de firmar de los infelices”.
Ignazio Silone, El secreto de Luca
La escala social de Fontamara nos regala una reflexión sobre la comedia humana, sobre los pobres y sobre el cristianismo, que culmina con el desenlace de la historia Berardo, que muere como mártir para vencer a su destino.
“Y Michele pacientemente les explicó nuestra idea: - Ante todo está Dios, padre del cielo. Esto lo sabe todo el mundo. Después viene el príncipe Torlonia, padre de la tierra. Después vienen los guardias del príncipe, después los perros de los guardias del príncipe. Después nada, después nada, despúes todavía nada y, finalmente, los cafoni. Y se puede decir que ahí termina”. Este es quizás el pasaje más famoso de Fontamara de Ignazio Silone, porque sintetiza su espíritu y posee una extraordinaria fuerza lírica y ética.
Aquel Dios imaginado a un grado por encima de los Torlonia terminaba legitimando y sacralizando, a su pesar, esa tremenda jerarquía, al poner su taburete en la cima de una pirámide más alta y más equivocada que la de los faraones, sin siquiera poder decir: “no en mi nombre”. El cristianismo había llegado a la tierra desde hacía diecinueve siglos, pero se detuvo en Eboli o en Avezzano, sin alcanzar las montañas, el campo, los pobres, los cafoni que no sabían que el Dios de Jesús no estaba sentado en la misma escala que los Torlonia. Los cafoni no conocían al Dios diferente del evangelio, porque estaba demasiado encubierto y escondido por la teología de la Contrareforma y por el latinorum de los sacerdotes. Sin embargo, algunas veces lo han encontrado, sobre todo al fondo de sus dolores, donde, bajo el semblante de la Vírgen, los ángeles o los santos, los había visitado, tocado y consolado – no sólo el Espíritu sino toda la Trinidad es ‘padre de los pobres’, porque si así no fuese también el Dios cristiano sería uno de los tantos ídolos de los míseros.
La religión es un gran tema en la novela. En el primer capítulo, Michele Zompa le cuenta su sueño a Marietta y al ‘forastero’: “Vi al papa discutir con [Jesús] el Crucificado. El Crucificado decía: para festejar esta paz [los Pactos lateranenses] estaría bueno distribuir la tierra del Fucino a los cafoni que la cultivan y a los pobres cafoni de Fontamara… Y el papa respondía: - Señor, difícilmente el príncipe Torlonia vaya a aceptar. Y el príncipe es un buen cristiano. El Crucificado decía: -para festejar esta paz estaría bien dispensar a los cafoni del pago de impuestos. Y el papa respondía: - Señor, el gobierno no va a querer. Y los gobernantes también son buenos cristianos… Entonces el papa les propone: - Señor, vamos al lugar. Quizás se puede hacer algo por los cafoni sin que disguste ni al príncipe Torlonia, ni al gobierno, ni a los ricos”. Así, los dos partieron hacia la Marsica, y el papa “se sintió afligido en lo más profundo de su corazón, cogió de la talega una nube de piojos y los lanzó sobre los pobres diciendo: - Tomen, oh amados hijos, tomen y rásquense” (pp. 31-32). El párroco le prohibió a Michele contar su sueño. El mundo católico debería empezar pronto un camino de purificación de la memoria, porque si es verdad que en sus carismas sociales hizo mucho por la suerte de las víctimas y los pobres, también es verdad que para no enfadar ‘ni al príncipe Torlonia, ni al gobierno, ni a los ricos’ muchas veces la iglesia asoció el rostro de su Dios al de los fuertes y poderosos, quizás pidiéndoles ayudar a los pobres. El cristianismo, moribundo en Occidente, todavía puede esperar una primavera si es capaz de revertir la escala de Silone, y anunciar un Cristo que está por debajo de los cafoni, desde donde descompagina cada día los planes de los fuertes y los grandes: “Ha quitado a los poderosos de sus tronos; y ha exaltado a los humildes”.
En la escala social de Silone hay además un detalle esencial. En cualquier tiempo y lugar no se pasa regular y directamente de los ‘perros de la guardia’ a los ‘cafoni’. No: en el medio hay tres lugares vacíos. Después de los perros hay tres hojas en blanco - ‘después nada, después nada, despúes todavía nada’ -. En la escala hacia lo alto, después del suelo en el que están los cafoni, faltan tres grados, hay un hueco tres veces más largo que la distancia que separa a los guardias de sus perros. Es importante y profético la referencia a los perros, que en la jerarquía de nuestra moral perversa de hoy se encuentran muy por encima de los migrantes deportados a Albania por nuestro gobierno. Con el tiempo, el espacio entre los perros y los cafoni creció mucho, las páginas vacías pasaron de tres a diez, a cien, se multiplicaron y siguen multiplicándose. En la Italia de Silone, donde todavía estaba viva y activa la piedad popular, los cafoni habitaban en los mismos pueblos de todos, eran visibles, estaban en la calle, eran parte de la gente. De ese cruce de miradas todavía horizontales podían nacer movimientos de liberación entre escritores, artistas y poetas capaces de dar voces al ‘no todavía’ de su época. Hoy a los cafoni no los vemos, los deportamos al exterior, el capitalismo los ha escondido a la vista y al corazón; hemos olvidado la pietas cristiana, la hemos ridiculizado en menos de una generación. Los cafoni de la tierra están cada vez más condenados, no nos miran y están más preocupados en “nuestros tibios hogares” (Primo Levi) – ¿donde están, si es que están, los nuevos Silone y Levi capaces de cantar el dolor infinito de los cafoni? Ese triple salto de página marca el abismo que separa al que está arriba del que está abajo, porque sin ese espacio el de abajo no estaría verdaderamente abajo y el que está arriba no estaría verdaderamente arriba. La brecha entre los perros y los cafoni dice entonces que el abismo es infranqueable, que para Silone, ya entonces desilusionado del comunismo, la miseria y el poder son para siempre: las élites circulan, el carrusel de las clases sociales gira, pero entre los cafoni y los Torlonia el surco sigue siendo infranqueable. ¿Hasta cuándo? O para decirlo con las últimas palabras de Fontamara: “Después de tantas penas y luchas, de tantas lágrimas y tantas llagas, tanta sangre, tanto odio, tantas injusticias y tanta desesperación: ¿qué hacer?” (p. 250).
La epopeya de Fontamara llega a su dramático punto cúlmine en el triste y maravilloso final de la historia de Berardo Viola. Berardo es un joven fuerte, generoso, bueno, con un agudo sentido de la justicia social; también por esto es la esperanza de liberación de sus paisanos. Nieto del último bandido de Fontamara (asesinado por los piamonteses), Silone lo presenta así: “Tenía unos ojos buenos, había conservado de adulto los ojos que tenía de niño” (p.89), lo cual es tal vez lo más lindo que se puede decir de un adulto, si es verdad que el buen trabajo de la vida está, en su mayor parte, en llegar al final con algo de esos ojos con los que llegamos a la vida. Berardo había heredado de su padre una porción de tierra, la había vendido para juntar el dinero y emigrar a América, “pero antes de viajar, una nueva ley suspendió toda emigración”. Entonces se quedó en Fontamara, sin tierra y “como un perro suelto, sin cadena, que no sabe qué hacer de la libertad y que ronda desesperado alrededor del bien perdido”. Pero agrega Silone: “¿cómo un hombre de la tierra puede resignarse a la pérdida de la tierra?” (p. 84). Porque “entre la tierra y el campesino hay una historia dura y seria… Es una especie de sacramento”. Luego añade palabras sobre la tierra que están entre las más bellas de nuestra literatura, y que solo un campesino podría todavía entender: “no basta con comprarla para que una tierra sea tuya. Se vuelve tuya con los años, con el cansancio, con el sudor, con las lágrimas, con los suspiros. Si tienes tierra, en las noches de mal tiempo no eres capaz de dormir, porque no sabes lo que a tu tierra le está pasando” (p. 85). Berardo ruega en vano al comprador de su tierra, don Circostanza, de devolvérsela. Finalmente, consigue un pedazo de tierra en la montaña, entre las rocas, en el ‘paraje de las serpientes’. La trabaja duramente - “la montaña me mata y yo mato a la montaña” (p. 87)-, planta maíz. Pero hubo una gran inundación, “se vino abajo la montaña”, y “una enorme corriente de agua se llevó la parcela de Berardo” (p. 88). Y Silone se pregunta: “¿Es posible ganar contra el destino?”, (p. 89), un destino que es el co-protagonista de la novela. Y para intentar todavía desafiar al destino, Berardo parte a Roma a buscar trabajo.
Entre una oficina de empleo y otra, “al séptimo día en Roma no nos quedaban más que cuatro liras” (p. 216). Después de tres días de ayuno, Berardo y su amigo (el narrador) no volvieron a salir de la habitación, se quedaron quietos por el hambre, acostados en la cama. Hasta que los fascistas los confunden con unos alborotadores subversivos y los detienen por error. Habían llegado para trabajar, acabaron en una cárcel – ayer y hoy. Pero es dentro de este encierro equivocado que Berardo vive su resurrección. Dice ser él “el Desconocido de siempre”, un fugitivo acusado de difundir “prensa clandestina” y de incitar “a los obreros a la huelga y a los campesinos a rebelarse” (p. 223), y con una mentira se dirige al comisario: “el Desconocido de siempre soy yo” (p. 231). Es en esa cárcel que Berardo consigue ganarle a su destino. Con un acto de sacrificio vicario se carga una culpa que no tiene, y logra llegar hasta el final, sin retractarse pese a las duras torturas. Berardo escapa del destino sellado en su vida desde la historia de su abuelo, dando la vida por una misteriosa fidelidad a sus ideales de justicia. Su martirio laico redime a Fontamara en el apogeo de su derrota. Y al final de un libro en el que el gran ganador había sido justamente el destino, nos dice: somos más grande que nuestro destino.
Aunque Silone no nos explica por qué Berardo se autoinculpa siendo inocente, no es difícil ver en él una imagen de Cristo y de su pasión: “¿Y si muero? - Seré el primer cafone que no muere por sí mismo, sino por los otros”. Sus últimas palabras: “Será algo nuevo. Un nuevo ejemplo. El principio de algo totalmente nuevo” (p. 238). Esa cosa nueva con el tiempo madurará en Silone, hasta hacer florecer su última gran obra: L’avventura di un povero cristiano, de 1968.
Cristo está resucitando hoy también en Libia, en Albania, en los barcos, en Gaza, en el Congo, en Sudán, en el Líbano. Nosotros no lo sabemos, no lo vemos, no lo reconocemos, porque lo buscamos en la tumba vacía y no en los lugares de los crucificados. ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’, fue el primer grito del Resucitado.