Economía narrativa/7 – Desde la amistad de Jesús con los hijos del hombre hasta los niños de Gagliano, una escena espiritual que hace renacer el mundo
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2024
“Yo vivía en el Boscaccio, en el Bajo, con mi padre, mi madre y mis once hermanos. Mamá me daba todas las mañanas una cesta de pan, una bolsa de miel o de castañas dulces, mi padre nos ponía en fila en el patio y nos hacía decir el Padre Nuestro en voz alta: después ibamos con Dios y volvíamos al atardecer. Nuestros campos no se acababan nunca, podíamos correr un día entero sin traspasarlos”.
Giovannino Guareschi, Mondo piccolo
El encuentro de Levi con los niños nos revela el alma del escritor y una dimensión esencial de cualquier civilización: la amistad entre adultos y niños.
Los niños son el patrimonio más grande de la humanidad. No solo porque son la primera fuente de alegría de las mujeres y las familias, o por ser la prueba de que Dios no nos ha olvidado, ni solo porque son para nosotros la única posibilidad de un buen futuro. Los niños y las niñas son patrimonio universal por el solo hecho de estar en el mundo. Con cada niño que nace se renueva la alianza de Elohim y vuelve a resplandecer el arcoíris de Noé sobre la tierra, que deja de ser la misma con cada nacimiento de un niño que puede ser el mesías, el goel, el redentor del dolor y de las injusticias. La primera señal, y la decisiva, de que una civilización ha iniciado su decadencia es la ausencia de niños en nuestras ciudades. La tasa de natalidad vale mil veces más que el PIB, porque incluso podemos reducir el PIB (eliminando la producción de armamento y de apuestas) y vivir bien, o mejor, pero cuando de nuestras casas desaparecen los niños, solo podemos llorar o rezar. A lo largo de la vía dolorosa, Jesús expresó ante las mujeres de Jerusalén su profecía de desventura con estas tremendas palabras: «Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron» (Lucas 23:29). Una bienaventuranza al revés – la resurrección es también el cumplimiento de la profecía del niño: el Emanuel de Isaías.
Los niños son co-protagonistas de Cristo se detuvo en Éboli. Los encontramos junto a las figuras míticas de los ‘monachicchi’, que aparecen con frecuencia en el mundo mágico descrito por Carlo Levi. Los “monachicchi” eran los espíritus de la Lucania, las almas de los niños muertos sin bautismo, que seguían viviendo entre la gente. Son seres simpáticos y traviesos, pero no malos. No hacen daño, solo son pícaros e inocentes. Grandes amigos de los niños, con quienes pasan muchas horas persiguiéndose y atrapándose: “Los monachicchi son seres pequeños, alegres, aéreos: corren rápido por todos lados, y la mayor diversión que tienen es hacerle a los cristianos todo tipo de travesuras. Les hacen cosquillas en los pies a los hombres dormidos, arrancan las sábanas de las camas, tiran arena en los ojos, vuelcan copas llenas de vino,… hacen cuajar la leche, pellizcan, tiran del pelo, pican y silban como mosquitos” (p. 136). Los monachicchi siempre corren, como cualquier niño.
Las carreras continuas de los niños es algo que se que comparte en todos los países del mundo. Si tienen que ir de la casa a la tienda no caminan, ellos corren. En los pueblos donde hay muchos niños, muchísimos, esa carrera continua colma el paisaje, se vuelve el ambiente dentro del cual se desarrolla la vida de los adultos. Cuando fui a África por primera vez lo que más me chocó no fue la pobreza, sino los caudales de niños que corrían juntos y rápido por la calle, muchos para ir a la escuela – una de las buenas caras de la pobreza es el apuro de los niños por llegar pronto a la escuela. Una escena estupenda del deseo de vida y de futuro que todavía hay en esos países, y que los europeos hemos perdido – cuando vino a verme Corneille, un amigo congoleño, después de dar unas vueltas por la ciudad, me dijo triste: ‘¿y los niños dónde están?’. Mientras los niños corran libres y salvajes, mientras haya al menos uno, se puede esperar, porque esas carreras alimentan los grandes sueños. El número de niños es siempre un indicador de cosas decisivas. Miden la pobreza y la miseria, ayer y, tristemente, todavía hoy; pero indican muchas otras cosas hermosas. La verdadera señal que nos dirá cuándo va a empezar en Europa una primavera civil va a ser una nube de niños corriendo otra vez con… los monachicchi.
Los niños de Gagliano también frecuentan habitualmente la casa de Carlo: “Si no contaba con la compañía de los señores, tenía la de los niños. Había muchísimos, de todas las edades, y solían tocarme a la puerta a cualquier hora del día. Lo que al principio les llamaba la atención era Barón [el perro], este ser infantil y maravilloso. Después les impresionaba mi pintura, y no dejaban de sorprenderse por las imágenes que aparecían, como por arte de magia, sobre la tela, y que eran las casas, las colinas y los rostros de los campesinos”. Levi se refiere a esos niños con una palabra hermosa: amigos: “Se habían vuelto mis amigos, entraban libremente en casa, posaban para mis cuadros, orgullosos de verse pintados… Siempre había una veintena, y para todos era el máximo honor llevarme la caja, el caballete, la tela: por ese honor competían y se peleaban” (p. 192). Se habían vuelto por lo tanto sus amigos…
Uno de los espectáculos espirituales más lindos sobre la tierra es la amistad entre los adultos y los niños. Hoy nos hemos acostumbrado a hablar casi únicamente de los peligros, los riesgos y los abusos en las relaciones entre adultos y niños, y tristemente debemos hacerlo. Pero nunca hay que olvidar que el mundo vive y renace todos los días gracias a la amistad entre las maestras y sus niños, entre los padres y sus hijos e hijas, entre los entrenadores y sus equipos, entre los educadores y los que asisten a los oratorios, a las parroquias, a los campamentos, a las excursiones en autobús… La vida, la civilización y la fe se transmiten dentro de estas relaciones que son asimétricas, pero maravillosas y necesarias. Aunque Aristóteles y muchos otros filósofos negaban que fuese posible la amistad entre adultos y chicos – por el exceso de asimetría – estoy convencido de que entre ellos hay algo muy similar a lo que llamamos amistad, porque puede darse una verdadera reciprocidad, el ingrediente esencial de toda amistad. El primer maestro de esta amistad especial y delicadísima fue Jesús, que también nos dio su amistad con los niños. En los evangelios hay demasiadas palabras maravillosas sobre los niños como para no pensar que Jesús era verdaderamente un amigo de los niños (porque frecuentaba las casas en donde había aprendido a conocer y a amar mujeres y niños), con quienes vivía una misteriosa reciprocidad. De otra manera, nunca habría dicho: “En verdad les digo que si no se convierten y se vuelven como niños, no entrarán nunca en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). Y después agregaba: “Cuidado con despreciar a cualquiera de estos pequeños, porque les digo que sus ángeles en el cielo contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial” (18:10). Sus ángeles en el cielo… es decir, los primos de los monachicchi.
En el Evangelio hay una teología y una pedagogía de la infancia que espera todavía ser tomada en serio. El mensaje de Jesús sobre los niños es realmente fuerte y revolucionario: los niños son maestros en la fe, hay que mirar a ellos para convertirnos de adultos. Y quizás no hay nada más lindo en la tierra que un niño con fe. Después de casi dos mil años de esta pedagogía evangélica, a nivel civil las sociedades han hecho grandes progresos en el reconocimiento y en el respeto por los niños, pero a nivel económico y comercial los estamos protegiendo poco, y cada vez menos, y estamos perdiendo algunas conquistas del siglo pasado. Los dejamos cada vez más expuestos, y a solas, ante el imperio de la publicidad, ante los comerciantes seriales de las ganancias, ante las técnicas del marketing, hoy cada vez más penetrantes a través de los smartphones que se convirtieron en su entorno natural – estoy convencido de que deberíamos pedir pronto, y con mucha fuerza, una moratoria al uso de los niños en las publicidades.
En la novela hay un episodio particularmente conmovedor con uno de ellos: “Un chico de ocho o diez años, Giovanni Fanelli… se había entusiasmado más que nadie por la pintura… Estaba muy atento a todo lo que yo hacía: me veía preparar la tela con el gesso, ponerla en el marco: todas operaciones que, como las hacía yo, le parecían tan importantes al arte como el hecho mismo de pintar”. Así lo describe: “Era un niño tímido, se sonrojaba fácilmente, nunca se hubiese animado, aunque tuviera muchas ganas, a mostrarme sus obras. Prevenido por los otros, las pude ver. No eran las pinturas infantiles corrientes, ni eran imitaciones. Eran cosas informes, manchas de color, no excentas de encanto”. Y concluye: “No sé si Giovanni Fanelli se ha convertido o pueda convertirse en un pintor: pero es seguro que nunca vi en nadie esa confianza en una revelación que llegaría sola del trabajo; ese creer en la repetición de la técnica como una infalible fórmula mágica, o como un trabajo de la tierra, que, arada y sembrada, da sus frutos” (pp. 192-193). No parece – al menos según una primera e improvisada investigación de mi parte – que Giovanni Fanelli se haya vuelto un pintor; pero cualquier trabajo que haya hecho de grande, esa experiencia en casa de Carlo lo cambió para siempre. Una verdadera experiencia artística, sobre todo a los ocho o diez años, imprime un molde en el alma, cambia la percepción del mundo, da otro punto de vista sobre la vida. Agrega una cuarta dimensión a la mirada, aumenta el espacio de la imaginación y de la creatividad – una sociedad menos pan-mercantil que la nuestra habría inventado, junto o en lugar de la alternancia ‘escuela-trabajo’, la alternancia ‘escuela-arte’, quizás más esencial para el crecimiento.
Por último, Levi nos deja otras palabras sobre la amistad con aquellos niños campesinos: “Estos chicos,… eran vivaces, inteligentes y tristes. Casi todos estaban vestidos con harapos mal remendados, con las viejas chaquetas de los hermanos más grandes, de mangas demasiado largas arremangadas en las muñecas: descalzos o con grandes zapatos de hombre agujereados… Todos animados por una vida precoz, que se apagaría después con los años en la monotona prisión del tiempo. Enérgicos y silenciosos, los veía aparecer a mi alrededor en todas partes, plenos de una fidelidad mutua, y de deseos no expresados… Eran mis amigos, pero llenos de pudor, de reticencia y de desconfianza, tan habituados naturalmente al silencio, y a ocultar sus pensamientos; inmersos en ese misterioso mundo animal en el que vivían, siempre listos a huir, como pequeñas cabras ágiles y rápidas” (pp. 193-194).
Eran sus amigos, pequeños y rápidos, pero… con características de niños amigos de los grandes, ayer y tal vez todavía hoy: pudor, reserva, silencio, tristeza e incluso desconfianza. Me parece volver a verlos ahora, esos hermosos encuentros en Gagliano, tal vez porque de niño también fueron mis encuentros. En mi pueblo fui querido y formado por mi familia, por la escuela, por la parroquia; pero no menos por amigos y amigas ‘adultos’, que muy alegremente se dejaron robar el ‘oficio de vivir’.