La libertad y la igualdad no bastan. Es la fraternidad la que genera el vínculo

La libertad y la igualdad no bastan. Es la fraternidad la que genera el vínculo

Economía Narrativa/11 – Pepón y don Camilo, bajo el mismo paraguas, sentados en el terraplén del río que está por desbordar, son una imagen más que elocuente

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 22/12/2024

«Nosotros te invocamos ante todo, oh Padre. Somos todos mendigos, indistintamente: cuanto más mendigos y miserables, más voraces nos hacen nuestra cultura y nuestra dominación sobre el mundo. Por eso volvemos a Ti. Apresura tu triunfo porque nuestra vida se ha consumido en el deseo de Tu justicia. Sabemos que tú nos esperabas a nuestro regreso, el regreso de los mendigos».

Ernesto Buonaiuti, Storia del Cristianesimo, III, 1943

La fraternidad depende de nosotros y sobre todo de los otros. Atrae pero da miedo. Y así es que la olvidamos en la esfera pública.

Durante el exilio de Monterana, unas cuatro casas perdidas en las montañas, don Camilo se hundió en una profunda tristeza y una gran melancolía: “Tristes, los días de exilio en el pueblito en la cima del monte… Jesús – dijo don Camilo al Cristo del altar mayor – es una tristeza como para volverse loco: ¡acá arriba no pasa nada!”. Otra vez es el diálogo con Jesús el que lo salva: “No entiendo – respondió sonriendo el Cristo crucificado – el sol sale todas las mañanas y cae todas las tardes, ves miles de estrellas girando sobre tu cabeza todas las noches, la hierba crece en los prados, el tiempo continúa su paso. Dios está presente y se manifiesta en todo momento y en todas partes. Me parece que ocurren muchas cosas, don Camilo. Y me parece que ocurren las cosas más importantes” (Giovannino Guareschi, Mondo piccolo. Don Camillo e il suo gregge, p. 249). Un hermoso diálogo que contiene, una vez más, una estupenda lección de teología popular. Cuando durante un exilio la vida se vuelve difícil, cuando la tristeza nos quiere ‘enloquecer’, solo hay que seguir el consejo del Jesús de don Camilo. Cristo no se dirige a él con palabras religiosas, no lo invita a rezar más y mejor, ni a empeñarse con la ascética, o a volverse más bueno. No: le habla de vida, de sol, de estrellas, de hierba, del tiempo. Lo invita a reencontrarse con la alegría de vivir mirando al mundo – ahí estaba la vida, en las cosas pequeñas y terrestres. Si la vida pierde sentido, no va a volver buscándolo en el plano religioso: hay que reactivar la alegría de vivir. Pero esto es posible si, a un cierto punto, se entiende algo tan elemental como raro: que ‘las cosas más importantes’ en la vida espiritual (y en la vida a secas) no son las que están ‘sobre’ el cielo sino las de ‘abajo’. Muchas personas no logran salir de crisis espirituales profundas porque buscan la fe perdida en las cosas religiosas ‘de allá arriba’, y por lo tanto no la encuentran en el único lugar en el que se encuentran: acá abajo. Mirando hacia lo alto se pierden el misterio espiritual de las flores, del río, de las sutiles voces del silencio, que están exactamente a la misma altura de nuestra mirada. Cuando el sentido de Dios y de la vida desaparece del horizonte, lo podemos buscar aprendiendo a bajar la mirada hacia la tierra – a la fe adulta no se sube: se baja.

Hasta que el exilio de don Camilo finalmente terminó; porque los exilios terminan, y un preciso día llega un embajador, del exterior o del corazón, a traernos la noticia, y de la angustia nace la infalible certeza de que un mundo ha acabado y otro ha empezado. Siempre es una noticia maravillosa, que nos sorprende como una resurrección cuando estamos todavía clavados en la madera. Con el exilio de don Camilo termina también el exilio de su Crucificado. Como recordará el lector, don Camilo quería tenerlo consigo en Monterana: había bajado a la noche a recuperarlo, y luego de un largo via crucis lo había puesto en la nueva capilla. Pero ahora es un tiempo nuevo: “Cuando don Camilo salió de la pequeña iglesia llevaba el gran crucifico sobre la espalda. La cruz, esta vez, era liviana como una pluma” (p. 265). El peso de las cruces cambia cuando cambia el peso en el corazón.

En el pueblo lo esperaba una sorpresa enorme y aterradora. Empezó a llover sin parar, y el Po crecía hora tras hora. Todos veían con terror a la Pioppaccia, la parte más frágil del terraplén: “A las once, el agua seguía subiendo, y al miedo le siguó el terror. – Ya no hay tiempo de salvar nada – dijo alguien. El dique de la Pioppaccia se va a romper, y todo estará perdido”. Don Camilo llega al lugar y le grita a la gente: “Va a resistir, estoy tan seguro que yo, ahora mismo, me planto en el terraplén y de ahí no me muevo. Si me equivoco pago”. Don Camilo se sienta en el terraplén y espera. Pero de repente, otro giro inesperado: “Vengo a acompañarlo, padre. - El dique resistirá, no hay ningún peligro -, gritó Pepón… Cuando vieron a los dos, cura y alcalde, sobre el terraplén, a la altura de la Pioppaccia, la gente fue presa del frenesí y todos corrieron a sus casas y empezaron a sacar a las bestias de los establos y a cargar los carros. Comenzó la evacuación” (p. 268-9).

Pepón y don Camilo estaban sentados en “dos grandes piedras”, bajo el paraguas. “A la tarde el agua empezó a bajar y don Camilo y Pepón abandonaron el terraplén y volvieron al pueblo” (pp. 269-70). La historia y la literatura nos han dejado muchas imágenes de la fraternidad civil; esta de Pepón y don Camilo sentados en el terraplén bajo el mismo paraguas es ciertamente una de las más lindas y más fuertes. La libertad y la igualdad no bastan, ni solas ni juntas, para generar una justa y buena vida en común. No alcanzan porque falta el vínculo, la fraternidad, que es el lazo (fides) que los mantiene unidos – en el siglo XX una parte del mundo tomó la libertad, descartando la igualdad, y la otra tomó la igualdad, negando la libertad. La fraternidad, al tratarse de una relación, es frágil y vulnerable; no la controlamos totalmente, depende de nosotros y sobre todo de los otros, que pueden deshacer el lazo, cortar el hilo, romper el pacto, y precipitarnos en el vacío con un extremo de la cuerda en la mano. Por eso, nada nos atrae más que la fraternidad, y no hay nada que nos cause más miedo. Y seguimos olvidándola en la esfera pública, mientras vemos cada vez mejor que libertad e igualdad, sin fraternidad, se desnaturalizan y desaparecen: la libertad se vuelve una carrera solitaria sin meta, y la igualdad se transforma en algo álgido, que pierde calor y alegría.

Pero la lluvia no paraba, y el agua del Po “cavó un pasaje bajo el terraplén y, de pronto, salió a la tierra” (p. 270). El pueblo empezaba a inundarse. Aquellos que habían vuelto abandonaron el pueblo con carruajes, motos, bicicletas y camiones, y de lejos veían al pueblo hundirse: “Nadie hablaba: las viejas lloraban en silencio. Se quedaron ahí viendo morir a su pueblo, ya lo veían muerto. - No hay un Dios – dijo un viejo con voz oscura” (p. 271). Las grandes tragedias le hacen perder la fe a algunos, y se la hacen encontrar a otros.

La iglesia empezó también a hundirse: “El agua ya había cubierto dos escalones del portal” (p. 272). Era domingo, y “don Camilo empezó, otra vez solo, la misa. Y cuando llegó el momento de hablar a los fieles, a don Camilo no le importó que la iglesia estuviera desierta: él hablaba para los que estaban ahí en el terraplén… La puerta estaba abierta de par en par y se veía la plaza con las casas anegadas”. Don Camilo hizo su prédica en la iglesia vacía y con todo el pavimento inundado, “mientras la gente, inmóvil sobre el terraplén, miraba el campanario. Y no dejó de mirarlo, y cuando del campanario llegaron los tintineos de la Elevación, las mujeres se arrodillaron en la tierra mojada y los hombres bajaron la cabeza” (pp. 272-3). Una escena maravillosa, que nos recuerda que diariamente miles de ‘don Camilo’ celebran la misa en iglesias cada vez más desiertas pero con las puertas abiertas en las plazas y las ciudades inundadas. Y además nos dice que para evitar el desarraigo no basta con ver el campanario: es necesario un campanario habitado por alguien que toque las campanas y que tal vez ofrezca la misa, aunque sea la misma persona; los campanarios deshabitados, abandonados o transformados en museo, desarraigan más que la falta de campanarios, porque el recuerdo del pasado solo se vuelve dolor.

Don Camilo con un botecito logra alcanzar el primer piso de su rectoría: “A las tres de la tarde escucha a alguien que toca la puerta: - Adelante – dijo don Camilo. Se asoma la cara de Pepón. - Si les interesa – balbuceó Pepón – el barco está acá abajo esperando. - No me interesa – respondió don Camilo. - La guardia muere pero no se rinde” (p. 274).

Don Camilo se siente el guardián de su pueblo, un centinela que se mantiene fiel en su puesto de vigía. Don Camilo se convierte en el shomer, en el custodio, como el profeta Isaías (capítulo 21), que, fiel en su torre de guardia, responde a los que preguntan ‘¿cuánto queda de la noche?’, y avisa que llega el alba. Es aquel que está, y que en su stabat conversa con su gente que pregunta y tiene miedo de la noche. Otra imagen espléndida de los muchos sacerdotes, misioneros, hermanos y hermanas que fieles en sus puestos durante las inundaciones, las catástrofes, las sequías, las guerras, siguen anunciando el alba del Reino: “Sin embargo, un hecho era cierto: ahora, sabiendo que don Camilo seguía ahí, a Pepón le parecía que el pueblo estaba menos inundado” (pp. 275). Aun si la gente lo ha olvidado, los pueblos están menos inundados cuando, en alguna parte, hay un ‘don Camilo’ que reza y que ‘está’.

Mientras, Maroli no quería abandonar su casa: “de acá no me muevo, estoy enfermo, quiero morir en mi casa. Quiero morir en esta cama donde murió mi mujer” (p. 275). Solo una nieta de doce años, Rosa, permaneció a su lado. Y así, el viejo y la niña se quedaron solos en la casa abandonada” (p. 279). Una tarde, Rosa va con don Camilo y le dice: “El abuelo quiso quedarse y yo lo acompañé… - ¿Te quedaste y no te dio miedo? - No, era el abuelo. Y además se veía la luz en tu casa y se escuchaba la campana” (p. 283). Don Camilo fue a darle la extremaunción, y Meroli murió al otro día, “como cristiano” – ¡debe ser lindo de verdad poder morir, nosotros también, “como cristianos”!

Don Camilo volvió ante su Crucifijo, y le dijo: “Jesús, ¿escuchaste? No tenía miedo porque veía la luz de mi ventana y escuchaba la campana” (p. 285). Los sacerdotes, los párrocos, las hermanas nos aman de muchas maneras, pero sobre todo manteniendo prendida esa luz diferente en sus casas y haciendo sonar las campanas para nosotros.
¡Feliz Navidad!


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