Un hombre llamado Job/3 – Ver y comprender el sufrimiento del inocente es el comienzo de la resurrección
de Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 29/03/2015
"Aturdido, Job se dirige a Dios y le dice: ‘Señor del universo, ¿no es posible que se haya desatado una tempestad ante ti y te haya hecho confundir Iyov (Job) con Oyév (enemigo)?’ Por raro que pueda parecer, entre todas las preguntas de Job, ésta es la única que merece respuesta.”
(Elie Wiesel, Personajes bíblicos a través del Midrash).
Los palabras más altas y verdaderas que se elevan desde la tierra son las de los pobres, cuyas carnes heridas contienen una verdad que los tratados de los profesores no pueden conocer. Es la verdad de Job, que da fuerza a sus palabras de maldición e imprecación. Sus grandes preguntas sin respuesta son más convincentes y verdaderas que las respuestas sin grandes preguntas de los expertos de todos los tiempos. Si hoy fuéramos capaces de escuchar las preguntas, muchas veces mudas, de los pobres heridos por la vida y por nuestras estructuras de pecado, podríamos tener un atisbo de luz para esclarecer muchas de las crisis de nuestro tiempo, que seguirán incomprendidas mientras no aprendamos a leer las palabras grabadas en la piel de las víctimas.
Después del prólogo, con el capítulo tres entramos en el corazón del poema de Job, construido con los diálogos que mantiene con sus amigos, consigo mismo, con la vida y con Dios. “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán, Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle. Desde lejos alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos” (Job 2,11-12).Todo nos lleva a pensar que se trata de amigos de verdad: se enteran de su desgracia, van a su encuentro y se sientan a llorar con él. Los amigos no le reconocen desde lejos, porque Job, debido a las penas que padece, se está convirtiendo en otra persona, que ya tiene poco que ver con el primer Job y con ellos mismos.
Job es quien toma la palabra en primer lugar. Maldice la vida con palabras desconcertantes y escandalosas: “¡Perezca el día en que nací, y la noche que dijo: ’Un varón ha sido concebido’! El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz … ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿Por qué hubo dos pechos para que mamara?” (3,1;11-12). La desgracia actual hace que Job mire hacia atrás y maldiga su origen. Además, hace que anhele el final, que desee llegar por fin liberado al reino de los muertos, donde “también están tranquilos los cautivos, sin oír más la voz del capataz. Chicos y grandes son allí lo mismo, y el esclavo se ve libre de su dueño” (3,181-19). Los patriarcas del Génesis llegaron a la muerte ‘en la plenitud de sus días’; Job, en la plenitud del dolor, sólo desea la muerte.
Los amigos de Job se asustan y se escandalizan por sus palabras. Así, el primer amigo, Elifaz, rompe los siete días de silencio y luto, y toma la palabra: “Mira, tú dabas lección a mucha gente. Infundías vigor a las manos caídas; tus razones sostenían al que vacilaba, robustecías las rodillas endebles. Y ahora que otro tanto te toca, te deprimes, te alcanza el golpe a ti, y todo te turbas” (4,3-5). Elifaz parece reprochar a Job una falta de coherencia moral. Job había sido un maestro en fortaleza, había consolado y ayudado a otras personas que se encontraban en situación parecida a la suya; pero ahora no consigue usar consigo mismo los recursos morales que durante años dio a otros.
Cuando alguien cae en una verdadera desventura, no le resultan de gran ayuda los principios éticos ni los valores sobre los que construimos nuestra moral en tiempos de prosperidad, sobre los que hablamos en congresos o escribimos en los libros. El viento impetuoso de la desgracia barre, junto con los bienes, los hijos y la salud, también las certezas morales de ayer. Aquí radica la dificultad de las pruebas verdaderas y grandes de la vida. La noche lo envuelve todo, y el alma se queda sin vocabulario y sin gramática para escribir frases de vida. Las palabras del tiempo de la alegría y la certeza parecen ahora mentira, engaño y no verdad. Mientras no lleguemos a esta pobreza absoluta no habremos abandonado la tierra de los ricos. Pero a partir de esta decepción radical puede comenzar una vida nueva, completamente distinta y más verdadera. Los maestros de la vida espiritual saben que al final de esta noche (que puede durar incluso décadas) es cuando puede comenzar la verdadera vida espiritual, de la que los tiempos del don y la luz no eran más que una antesala en la que nos entreteníamos con pasatiempos y con algún que otro ídolo. Pero Job no sabe nada de todo eso, no puede ni debe saberlo, y nosotros debemos ser tan desconocedores como él si queremos seguirle en su experiencia radical e intentar renacer.
Así pues, no debe sorprendernos que la lógica del (bonito) discurso de Elifaz, que incluso contiene muchas verdades de la mejor ética del tiempo (la vida virtuosa conduce, antes o después, a la felicidad), a Job no le conforte. Después de corroborar la profundidad del abismo en el que ha caído, Job comienza una amarga y estupenda reflexión sobre la amistad y la soledad de la existencia: “Me han defraudado mis hermanos lo mismo que un torrente, igual que el lecho de torrentes que pasan: turbios van de aguas de hielo, sobre ellos se disuelve la nieve; pero en tiempo de estiaje se evaporan, en cuanto hace calor se extinguen en su lecho” (6,15-17). Los amigos se desvanecen en el tiempo de la desventura. Los buscamos y, como una caravana que deja la pista batida en el desierto para buscar oasis que en otro tiempo estaban llenos de dulces aguas, vamos a ellos sedientos por el dolor y la soledad, pero después del largo camino sólo encontramos lechos vacíos de torrentes llenos de piedras (6,18-20).
En las grandes travesías de la vida estamos solos. En medio de las aguas tumultuosas no hay compañía que pueda estar a nuestro lado e igualarnos. Ni siquiera la mano más querida, que estrechará la nuestra en el vado postrero de la vida, nos podrá seguir hasta el final de la lucha, cuando, con nuestra mano desnuda, mendigaremos la bendición final.
Job continúa su lucha con la vida. No deja de buscar y pedir nuevas razones, a partir de la muerte de las antiguas certezas. De estos primeros diálogos surge un Job fuerte en su extrema debilidad. Ya no ve las coordinadas del camino, está perdido. Pero en sus palabras hay una fuerza de verdad que no se aprecia en la de sus doctos interlocutores. Su sabiduría es la de alguien que vive concretamente en sus propias carnes la desventura, una ‘competencia’ única e intransmisible que ningún experto falto de experiencia puede tener.
La fuerza de Job está en su condición de víctima, que da verdad a las palabras que pronuncia. Su carne herida da fuerza a sus palabras. La carne convertida en verbo.
El diluvio del Génesis anuló el orden de la creación, volvió a confundir luz y tinieblas, agua y tierra. El diluvio que se abate sobre la vida de Job borra todo orden ético, transforma su cosmos en caos. Job es justo, como Noé. Pero mientras que Noé fue salvado por Elohim, Job es víctima de las grandes aguas. Sumergido e inundado por un diluvio injusto, deja de ver la luz, la armonía, la felicidad, la belleza y el orden de la vida. Y la maldice, en un canto de maldición radical y escandaloso, pero sin llegar nunca a maldecir a Dios (aunque llega hasta la puerta).
Pero si leemos su poema con la ‘inteligencia de las escrituras’, haremos un descubrimiento desconcertante: su canto de maldición es también la construcción de un arca de salvación nueva y distinta. Al arca de Job no suben sus hijos ni sus animales, sino todos los desesperados, los desconsolados, los deprimidos, los abandonados, los fracasados, los excomulgados y todas las víctimas inconsolables e inconsoladas de la historia. Así es como la Biblia, paradójica y realmente, nos ama y nos salva. Como, de forma análoga, nos salva la gran poesía y la gran literatura, que rescata y salva al príncipe Myskin, a Cosette y a Jean Valjean, al ‘pastor errante de Asia’, que habitan su desventura hasta que les alcanza la salvación.
La ‘resurrección’ de estos miserables llega cuando vemos, describimos y amamos sus sufrimientos. Si así no fuera, la poesía, el arte y las obras maestras de la literatura no serían más que ficción, y no contendrían ninguna verdad ni ninguna salvación. En cambio, sabemos y sentimos cada día que no es así. En los grandes dolores y desgracias de la vida seguimos siendo amados por los poetas y sus escritos, que nos prestan sus salmos y sus palabras para acompañar nuestras noches mudas. Y nos acompañan y nos aman también cuando no podemos leer ni las poesías ni la Biblia, porque no las entendemos, porque nunca hemos aprendido a leerlas o porque lo hemos olvidado.
El autor del libro de Job ha incluido en el libro de la vida y de Dios a todos los vencidos y desesperados, sólo por haber pronunciado sus mismas palabras. La resurrección está dentro de la pasión, el abandonado ya ha resucitado. Aquí radica también la esperanza no vana de que en esta infinita procesión de inocentes sufrientes que es la historia, pueda inscribirse una justicia misteriosa pero verdadera.
Todos podemos entrar en el arca de Job. El arco iris de la alianza se ensancha hasta dar color a todo el cielo y a toda la tierra.
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