Profecía e historia / 14 – Todo camino pasa por una atribulada “etapa de la retama”, que se puede superar.
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 08/09/2019
«El peligro de cualquier sociedad humana es la unanimidad. El Sanedrín, en el antiguo Israel, era consciente de ello, pues no permitía ejecutar las condenas a muerte votadas por la totalidad de sus miembros. Al Sanedrín le parecía imposible que un voto unánime fuera humano, es decir ponderado y racional»
Paolo De Benedetti, La Muerte de Moisés
En el Horeb, Elías nos dice que en las depresiones espirituales podemos reconocer a Dios y resucitar si Él es capaz de bajar la voz y hacerse brisa ligera.
No todas las crisis, fatigas y depresiones son iguales. La Biblia nos dice que también existen las depresiones espirituales, que no son infrecuentes en la vida de los profetas. Por lo general, este tipo de depresiones aparece en la fase adulta de la vida de las personas que han recibido una llamada y una tarea. La depresión espiritual no es igual que la psíquica, pero no resulta fácil distinguirlas porque sus señales son muy parecidas. La historia de Elías nos proporciona una gramática para reconocer estas depresiones y tratar de superarlas en la medida de lo posible.
«Ajab contó a Jezabel lo que había hecho Elías, cómo había pasado a cuchillo a los profetas» (1 Re 19,1). A pesar de la gran teofanía del monte Carmelo, el rey Ajab sigue con su ambivalencia y no da muestras de haberse convertido enteramente a YHWH. Es difícil que las verdaderas conversiones del corazón provengan de acontecimientos espectaculares y violentos. La reina, la exterminadora de los profetas de YHWH, sigue adelante con su guerra: «Jezabel mandó a Elías este recado: Que los dioses me castiguen si mañana a estas horas no hago contigo lo mismo que has hecho tú con cualquiera de ellos» (19,2).
El horizonte del cielo de Elías se ensombrece: «Elías temió y emprendió la marcha para salvar la vida» (19,3). Esta vez, Elías se mueve no por la voz de Dios, sino por la voz de Jezabel. A veces, los profetas se van simplemente porque tienen miedo. Elías no había temido hacer frente, él solo, a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, pero ahora se siente aterrorizado por esta amenaza. Y huye. El texto nos abre el alma de Elías: «Continuó por el desierto una jornada de camino y al final se sentó bajo una retama y se deseó la muerte: ¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no valgo más que mis padres! Se echó bajo una retama y se durmió» (19,3-5).
La amenaza de Jezabel desencadena en Elías una auténtica depresión espiritual. Elías siente deseos de morir. Y sin embargo acaba de ser protagonista de una asombrosa victoria pública, en la que él solo ha derrotado y dado muerte a todos los profetas de Baal. Pero ahora el éxito se ha evaporado. Solo queda el miedo y el deseo de retirarse al desierto a morir. En esta fuga en busca de la muerte vemos de nuevo a Moisés, a Jeremías, a Job, a Jonás y su árbol de ricino, a Francisco y a muchos profetas de ayer y de hoy, que en el culmen de su historia espiritual pasan por la “etapa de la retama”. ¿Cómo no recordar los inmensos versos del canto de Giacomo Leopardi?: «Perfumada retama, contenta de los desiertos». Elías pide la muerte y en cambio Dios le envía otro mensajero: «De pronto un ángel le tocó y le dijo: ¡Levántate, come! Miró Elías y vio a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua» (19,5-6). El ángel le tocó.
En determinadas pruebas, la voz no es suficiente: es necesario que el ángel nos toque, toque la carne, y nos despierte de un golpe. En estos sueños profundos, el sentido del oído es insuficiente. El ángel debe alcanzar el cuerpo, la humanidad entera.
Dios le manda pan y agua una vez más. Las necesidades primarias están satisfechas. Pero Elías, después de comer, «se volvió a echar» (19,6). En estas depresiones no basta comer y beber para ponerse de nuevo en camino. También se puede morir sin hambre y sin sed. Para dejar la sombra de muerte de la retama y resurgir hace falta otra cosa: «El ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: ¡Levántate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (19,7-8). El ángel vuelve y le toca por segunda vez. Pero ahora no le dice simplemente que coma; le dice que coma para emprender un camino, y le cita un nombre que es todo un mensaje: el monte Horeb.
Para salir de estas depresiones espirituales hace falta un nuevo camino, un nuevo sentido, una dirección. El ángel le hace entender que la comida no era para sobrevivir, sino para caminar. El profeta revive y reencuentra el camino, y ve en el horizonte un monte al final del camino. Los profetas no se curan con pan y agua. Podemos llenarlos de comida, pero seguirán enfermos hasta que se abra ante ellos un nuevo itinerario.
Al llegar al Horeb, el monte de Moisés y de la Alianza, podemos entender mejor el cansancio profético de Elías: «Allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y el Señor le dirigió la palabra: ¿Qué haces aquí, Elías? Respondió: Me consume el celo por el Señor, Dios todopoderoso, porque los israelitas han abandonado tu alianza, han derribado tus altares y asesinado a tus profetas; solo quedo yo, y me buscan para matarme» (19,9-10). Dios y Elías dialogan. Siempre me sorprenden los diálogos entre Dios y los hombres que aparecen en la Biblia. La palabra, hecha carne, ha generado en Europa y en todo el mundo poesía, arte, libertad y democracia, que es el elogio de la no unanimidad, puesto que la palabra encarnada ya era diálogo, el logos era dia-logos.
YHWH, en el diálogo, dice: ¿Qué haces aquí, Elías? Es una pregunta extraña, ya que quien le había pedido a Elías que fuera al monte Horeb era un ángel suyo. Elías llega y Dios le pregunta: ¿qué haces aquí? En la vida de los profetas, estas preguntas extrañas son muy frecuentes. Uno recibe un nuevo mandato, obedece, se pone en marcha, llega y en cuanto llega oye una voz de aquel le ha llamado preguntando: ¿qué haces aquí? Estas preguntas son siempre imprevistas y tremendas, y con frecuencia acrecientan la prueba espiritual.
La respuesta de Elías nos dice claramente que su depresión dependía de la soledad en la que se encontraba (“solo quedo yo”). Ahora bien, la soledad puede ser uno de los motivos de las crisis profundas de los profetas, pero nunca el primer motivo. Los profetas saben convivir con muchas soledades. La soledad es para ellos un ambiente espiritual tan coesencial como el comunitario. Los motivos más radicales son otros. Elías sufre porque ve la fe en su Dios negada y suprimida por su propio pueblo. Usa el mismo verbo que la Biblia usa generalmente para Dios: «me consume el celo» por YHWH. Elías está deprimido porque el Dios que le ha llamado ha sido profanado, pero también porque han matado a sus profetas. Existe una gran solidaridad entre los profetas: cuando uno es asesinado, todos mueren en él.
Estos motivos se suman a la primera causa de sufrimiento, tal vez la más hiriente e indecible, pronunciada por Elías en su primera respuesta en el diálogo con Dios: «Yo no valgo más que mis padres». Aquí entramos en el corazón de la crisis de Elías y de sus hermanos profetas. Es una frase misteriosa, de difícil exegesis. Los “padres” de Elías son Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Saúl, David y Salomón, todos ellos marcados por la limitación, el pecado y la permanente falta de éxito. La historia de sus padres ha sido un espectáculo de fracasos, de una pequeñez que resalta fuertemente en comparación con la grandeza de la promesa. Bajo la retama, Elías se ha sentido vinculado en una «cadena social» a la herida antropológica de sus padres, se ha sentido exactamente como ellos. Esta etapa fundamental la viven, de un modo u otro, todos los profetas, cuando se sienten exactamente igual que todos los hombres y mujeres que les han precedido; igual que todos, igual que los peores. Nada más salir de casa vimos milagros, muertos que resucitaban, enemigos derrotados y grandes éxitos públicos. Después, un acontecimiento – una calumnia, una persecución, una enfermedad – nos permite comprender que todas las conquistas y todos los frutos no eran más que vanitas, humo, paja. Entonces, todo desaparece y nos encontramos en el desierto bajo una retama. Nos sentimos verdaderamente como nuestros padres y parientes, a los que dejamos para realizar una tarea y seguir una vocación que nos parecía infinitamente distinta y mejor. Algunas veces sentir esta igualdad es una gran bendición; otras veces nos deprime, porque solo nos habla de fracaso.
Esta etapa puede marcar el final de una vocación. Pero si se supera, puede tratarse de la muerte que prepara una verdadera resurrección. Eso es lo que le sucede a Elías. En el Horeb, con su alma aplastada por la “noche oscura” tiene lugar una de las teofanías más hermosas, famosas y misteriosas de la Biblia. Degustémosla sin palabras introductorias: «El Señor le dijo: Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar! Vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y resquebrajaba las rocas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva» (19,11-13). Es muy fuerte el contraste con la escena del monte Carmelo, donde Dios se había manifestado con toda su potencia en el fuego. Ahora Elías está deprimido y desalentado, y Dios ya no le habla en la potencia de la naturaleza. Aquí tenemos no solo el final de la fase religiosa primitiva que veía la presencia de Dios en los acontecimientos naturales, y el descubrimiento de que Dios es espíritu y soplo, sino algo más. Esa expresión espléndida – qol demana daqqa –, que los exégetas y los poetas han traducido de muchas maneras (un sonido dulce y quedo, la voz del silencio, el silbido de una brisa tenue, el dulce susurro de una voz…) nos dice que Dios debe aprender a susurrar si quiere hablarnos cuando el dolor nos ha tapado los oídos del alma. Dentro de las cuevas espirituales las palabras solo molestan. ¡Cuántas veces constatamos el malestar que provocan las palabras, incluso la palabra de Dios, en quienes viven este tipo de pruebas! Para resucitar de determinadas muertes, la palabra debe dejar de hablar y hacerse voz, susurro; debe volver a la fase originaria donde el sonido aún no se ha articulado en palabra. Como cuando, en otra cueva, se hizo llanto de niño. Como cuando, en otro monte, se hizo solo grito. Como al final, cuando todas las palabras que hemos dicho se conviertan en susurro y queden encerradas en un último y definitivo suspiro.
En las depresiones espirituales podemos reconocer a Dios si es capaz de bajar la voz, si aprende a susurrar. Si nosotros sabemos hacer estas cosas, también Dios debe saber hacerlas.