Profecía e historia / 26 – Para “ver el corazón” más allá de los méritos y las culpas. Como Él.
di Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 01/12/2019
«Abraham encontró a su antagonista en una figura torpe, aislada y áspera de la Biblia: Job. Si Abraham era la gracia no fundada en el mérito, Job era la desgracia no fundada en la culpa».
Roberto Calasso, Il libro di tutti i libri
La decadencia del final incluso de las historias más nobles, es el lenguaje con el que la Biblia nos dice que todo es gracia y que la elección no está unida a nuestros méritos.
Los días más luminosos de nuestra vida, que siempre son demasiado escasos, son aquellos en los que nos hemos sentido comprendidos y estimados, no por nuestros méritos o deméritos, sino por alguien – una esposa, un hermano, una madre o un amigo – que nos ha amado en nuestras imperfecciones, en nuestras limitaciones y en nuestras ambivalencias y ambigüedades. Un día distinto, una persona ha visto nuestro corazón y su sinceridad, y nos ha apreciado y amado, no a pesar de nuestras limitaciones e imperfecciones, sino gracias a ellas. Estas pocas relaciones distintas que nos acompañan toda la vida son encuentros entre dos corazones sinceros que han podido verse de este modo, al menos una vez. Son pactos nacidos de una alquimia entre dos almas que se han encontrado en su desnudez, antes y más allá de los méritos y los deméritos. Después podemos alegrarnos por los méritos y sufrir y enfadarnos por los deméritos propios y ajenos, siempre dentro de esas relaciones distintas. Pero sabemos que estas cosas son poco importantes, porque es mucho más importante el corazón que hemos visto, comprendido y sobre todo amado, al menos una vez, en un día especial. Aunque no lo sepamos, esta es la mirada que buscamos desde el día en que venimos a la luz, y la seguimos buscando tenazmente hasta el final. Sin esta mirada distinta, sin al menos una persona que nos vea de este modo (estas miradas duran para siempre), la existencia se hace demasiado difícil, a veces imposible. Si algo en la vida me sigue fascinando y seduciendo cada mañana, no es la búsqueda de ninguna forma de perfección moral, sino el entusiasmo de seguir caminando en busca de sorpresas, en compañía de los vicios y las virtudes propias y ajenas, viviendo una vida en la que las heridas que inevitablemente causamos a los demás, en el cuerpo y en el alma, y las que recibimos de ellos en la lucha cuerpo a cuerpo, sean también ventanas desde las que ver un pedazo de cielo.
Uno de los mensajes más hermosos de la Biblia, tal vez su mejor carta de amor para nosotros, nos dice que, si aún no hemos encontrado entre los seres humanos a nadie que consiga llegar hasta la sinceridad más sincera de nuestra intimidad, hay una mirada de última instancia, la de Aquel que “ve el corazón” más allá de los méritos y las culpas. Es un mensaje dicho y repetido mil veces y de muchos modos, una cuerda hecha de muchos hilos que une las primeras páginas con las últimas. Cuando no conseguimos ver la sinceridad de nuestro corazón ni la de otros corazones, podemos tomar prestados los ojos de la Biblia para descubrir, un día, que esos ojos se han convertido en los nuestros. El milagro más estupendo de la Biblia quizá consiste en vernos con el tiempo transformados en alguno de sus personajes más amados, leídos y releídos: en salir a las calles con las mismas vísceras emocionadas del samaritano, en regresar de las pocilgas sin méritos y sentir el abrazo misericordioso, en dejar de maldecir por nuestros montones de estiércol y comenzar a llamar solo a Dios. La Biblia, aunque está atravesada por una línea meritocrática arcaica y en parte heredada de las culturas de los pueblos con los que entró en contacto a lo largo de su historia, en su alma más profunda no asocia la elección (del pueblo ni de las personas individuales) con los méritos y las virtudes, y no descarta a nadie solo ni en primer lugar por sus pecados. Nos presenta a Abraham, Jacob, Moisés, David y Salomón como personas que no son más merecedoras que los demás hombres. Muchos de los mejores personajes de los libros bíblicos cometen pecados muy graves (como David) y a veces terminan su vida con una decadencia moral (como Salomón). De este modo, la Biblia nos recuerda que la elección es solo gracia, total gratuidad. Cuando la Biblia llama “justo” a alguien, no lo hace para justificar su elección, sino para indicar una tarea de salvación (Noé) o para refutar la tesis de una desventura unida a la culpa (Job). Además, con respecto a los profetas, la Biblia no nos habla en absoluto de sus méritos y deméritos, porque en esta economía estas cosas son absolutamente secundarias, puesto que los profetas solo tienen que transmitir una palabra que no es suya y que se revela más fuerte y eficaz que sus vicios y virtudes. Y si la palabra de Dios es más fuerte incluso que los pecados, siempre puede llevar a nuestros abismos desesperados una palabra de salvación. La esperanza bíblica es siempre esperanza de la palabra.
Después de destruir los ídolos, entre ellos la serpiente de bronce de Moisés, Ezequías solo cree en YHWH y obtiene, junto al profeta Isaías, el gran milagro de una victoria inesperada sobre la superpotencia asiria: «Por eso así dice el Señor acerca del rey de Asiria: No entrará en esta ciudad, no disparará contra ella su flecha … Aquella misma noche salió el ángel del Señor e hirió en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco mil hombres … Senaquerib, rey de Asiria, levantó el campamento, se volvió a Nínive y se quedó allí» (2 Re 19, 32-36). Ezequías recibe después un segundo “milagro”: la curación, por medio del profeta Isaías, de una enfermedad mortal, y otros quince años de vida regalados por Dios, que escucha su oración sincera y de este modo rectifica la palabra de Isaías con la que le había anunciado la muerte inminente (20, 1-11). Pero después de estas grandes empresas, los libros de los Reyes nos muestran a un Ezequías que, al envejecer, pierde algo de la belleza y la justicia de la primera parte de su reinado. En un momento determinado de su recorrido histórico, aparece Babilonia: «En aquel tiempo, Merodac Baladán, hijo de Baladán, rey de Babilonia, envió cartas y regalos al rey Ezequías» (20,12). Ezequías recibe a los embajadores babilónicos y les muestra todo el oro y las riquezas del palacio y de Jerusalén. Falta más de un siglo para la llegada de Nabucodonosor, pero Isaías ya ve y profetiza la gran desgracia de la deportación: «Entonces Isaías dijo a Ezequías: Escucha la palabra del Señor: Mira, llegarán días en que se llevarán a Babilonia todo lo que hay en tu palacio, cuanto atesoraron tus abuelos hasta hoy. No quedará nada, dice el Señor. Y a los hijos que salieron de ti, que tú engendraste, se los llevarán a Babilonia para que sirvan como palaciegos del rey» (20,16-18).
Por el libro del profeta Jeremías, nosotros sabemos que el recuerdo del milagro de Ezequías-Isaías sobre los asirios no ayudó al pueblo durante el asedio de Nabucodonosor. La victoria obtenida en este contexto se convirtió en motivo de ilusión para la gente de Jerusalén, proporcionando a los falsos profetas un material eficacísimo para cultivar las ilusiones del pueblo en la llegada de un nuevo milagro. Y efectivamente, en nombre del gran milagro obtenido contra los asirios, el pueblo no creyó a otro gran profeta, Jeremías, que indicaba el único camino bueno: la rendición ante las tropas de Nabucodonosor. No es raro que el recuerdo de un episodio similar de ayer nos conduzca a un camino equivocado hoy. El ejercicio de la memoria es uno de los más difíciles en las historias espirituales y carismáticas, porque una elección (por ejemplo, la resistencia de Ezequías hasta el final) que se ha revelado justa y bendecida en un contexto determinado, puede resultar equivocada y pésima en otro contexto. Estamos ante uno de los casos más importantes en la Biblia de un uso equivocado del pasado: el pueblo de Israel no hizo un buen uso del recuerdo del milagro con los asirios, y cuando se encontró en una gran crisis, parecida a la de Ezequías, Jeremías tuvo que combatir contra el embotamiento del presente reforzado por el recuerdo del pasado, y fue derrotado. Evocar de nuevo el milagro con los asirios de los tiempos de Isaías fue una desgracia en tiempos de Jeremías, puesto que el pueblo no se rindió a los babilonios y fue destruido y deportado. Dos grandes profetas pueden decir cosas opuestas en circunstancias parecidas, y usar las palabras de un profeta del pasado para un discernimiento concreto puede conducir a realizar una acción equivocada. La sabiduría de una comunidad que tiene que enfrentarse a una crisis parecida a otra del pasado, no consiste en recordar las decisiones concretas y empíricas, ni tampoco en releer las palabras que dijo en ese contexto un gran profeta. La única sabiduría frente a la crisis de hoy consiste en escuchar las palabras que un verdadero profeta nos dice hoy, y seguirlas.
En la historia personal de Ezequías, es importante la respuesta que da a la profecía de Isaías: «Ezequías dijo: Es auspiciosa la palabra del Señor que has pronunciado, porque se decía a sí mismo: Mientras yo viva, habrá paz y seguridad» (20,19). Es una respuesta cuanto menos extravagante, que deja traslucir cierto cinismo y sobre todo falta de interés por la suerte de los hijos y “por los días” de las futuras generaciones, una dimensión moral decisiva para el humanismo bíblico. El libro de las Crónicas – estos hechos de Ezequías son narrados por tres libros bíblicos: Reyes, Crónicas e Isaías –, expresa un juicio más claro sobre la conclusión de la vida de Ezequías: «Ezequías no correspondió a este beneficio; al contrario, se llenó de orgullo» (2 Crónicas 32,25). La historia nos dice que en los reinados largos (Ezequías reinó 29 años: 18,2) hasta los mejores reyes se corrompen, e incluso los más justos tienden a transformarse en tiranos.
La historia de Ezequías también conoce la decadencia del final. Nunca resulta fácil conservar de adultos la belleza de la juventud. Incluso las personas más nobles y justas están expuestas al peligro muy real del declive moral en el tramo final de su vida. Esta suerte iguala a las personas y a las instituciones, porque tampoco las empresas, las organizaciones y las comunidades generalmente consiguen mantener por la tarde las promesas del alba. Ezequías fue un rey justo, a pesar de su final. Es la ley de la vida. En la infancia se siembran más semillas que las que florecerán en la juventud y muchas más que las que darán fruto en la madurez. Y aunque los frutos adultos sean muchos y sabrosos, nunca podrán igualar la pureza y la inocencia iniciales de la semilla antes de marchitarse y morir en la tierra de la historia. Por eso, una tentación muy frecuente en la fase adulta de las historias nacidas de semillas raras y puras es la nostalgia de la primera semilla, de su bella entereza; nostalgia del uno antes de perderse y contaminarse en el múltiple. Olvidamos que, bajo el sol, los frutos solo pueden nacer de la muerte del uno, y que la excedencia de la primera siembra es necesaria para la bondad de los frutos, aunque sean pocos o solo haya uno. La eficiencia no es una categoría del espíritu. Muchas decadencias de la vida adulta ya están inscritas en la infancia. Muchas, pero no todas, porque hay decadencias evitables, que no son necesarias. Pero solo nos daremos cuenta al final, cuando la única sabiduría posible sea pronunciar, dócilmente, el último “amén”. Y, en esa última mirada, no faltará nada.
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