Las parteras de Egipto/21 – La vida de Moisés nos repite una gran palabra: gratuidad.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 28/12/2014
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Nadie conoce el lugar de su descanso. Para los hombres de las montañas, su tumba está en el valle; para los hombres del valle, está en la montaña. Está por doquier y en otra parte, siempre en otra parte. Nadie presenció el momento de su muerte. En cierto sentido, sigue viviendo en nosotros, en cada uno de nosotros. Porque mientras haya en algún lugar un hijo de Israel que proclame su Ley y su verdad, Moisés vive a través de él, en él, como vive la zarza ardiente, que consume el corazón de los hombres sin consumir su fe en el hombre y en sus desgarradoras llamadas.
(Elie Wiesel, Personaggi biblici attraverso il Midrash).
Hemos olvidado que para aprender a renacer debemos aprender a morir. La civilización del consumo es, antes que cualquier otra cosa, un gigantesco intento de exorcizar la muerte, la limitación, la vejez. Una enorme y sofisticada industria de perpetuo entretenimiento, que no debe dejarnos tiempo ni espacio para pensar que un día el gran juego del consumo se acabará y el tiovivo dará su última vuelta.
Así borramos el último día del horizonte de nuestro capitalismo y rendimos culto a sus ídolos, que se nutren de nuestras mercancías. Los ídolos prometen falsos e ineficaces exorcismos para la muerte y del dolor. El Génesis y el Éxodo son grandes, sublimes y eternos cantos a la vida, a toda la vida, y por eso son también grandes enseñanzas sobre la muerte. Abraham, Isaac, Jacob y José nos enseñaron a vivir y a morir ‘en la plenitud de los días’, en ‘una hermosa ancianidad’. La muerte de Moisés, misteriosa y totalmente distinta, es el culmen de su vida, el sentido último de las palabras que había oído a la ‘voz’, la plena revelación de su vocación y de la de todos los que tratan de responder a una llamada de liberación hacia la tierra prometida.
Con la construcción de la Morada, gracias a las benditas manos y a la mente de los trabajadores, termina el libro del Éxodo, pero no la aventura de Moisés, que continúa en los restantes libros de la Torah: “Moisés subió de las Estepas de Moab al monte Nebo, cumbre del Pisgá, frente a Jericó, y YHWH le mostró la tierra entera: Galaad hasta Dan, todo Neftalí, la tierra de Efraím y de Manasés, toda la tierra de Judá, hasta el mar Occidental, el Négueb, la vega del valle de Jericó, ciudad de las palmeras, hasta Soar. Y YHWH le dijo: «Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: «A tu descendencia se la daré». Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella»” (Deuteronomio 34,1-4). Moisés, el libertador de la esclavitud, el que revela al pueblo el nombre de Elohim y su Ley, el único hombre que hablaba con Dios ‘boca a boca’ (Números 12,8), muere fuera de la tierra prometida. YHWH se la enseña desde lejos, pero no podrá alcanzarla: “Tú no pasarás este Jordán” (Dt 3, 27).
Los Patriarcas del Génesis murieron de otra manera, rodeados de esposas, hijos, hijas y nietos, de muchas ‘estrellas’ prometidas el día de la llamada. Murieron en casa y muchos de ellos fueron sepultados en la misma cueva de la Makpelá (Génesis 23), la única porción de tierra prometida que poseyó Abraham. Moisés muere solo, sin nadie que le acompañe en el último viaje, sin el consuelo de los afectos. Muere como había vivido, dentro de ese diálogo solitario y continuo con la voz, que le llamó desde la zarza cuando pastoreaba, solo, el rebaño de su suegro Jetró en el Horeb, y que después volvió a hablarle en el monte, en la tienda del encuentro, en soledad. No sabemos si en ese último viaje al monte Nebo la voz siguió hablándole, si le acompañó o si se retiró como les ha ocurrido a muchos profetas que han muerto en el silencio de la voz. Podemos imaginarlo en compañía de su Dios si retomamos las expresiones del libro del Éxodo que nos sugieren una relación de verdadera intimidad entre Moisés y YHWH: “amigo de Dios” (Éxodo 33,11), “has hallado gracia a mis ojos”, “te conozco por tu nombre” (33,17). Para la tradición midrásica, mientras Moisés exhala el último suspiro, YHWH le besa en la boca, continuando así hasta el final ese diálogo ‘boca a boca’ misterioso y único.
En esta muerte misteriosa y dolorosa se revela con toda su fuerza y plenitud la naturaleza de la vocación de Moisés, pero también la de los fundadores de comunidades y movimientos carismáticos, de grandes obras espirituales. Todos los profetas mueren fuera de la tierra prometida, porque la promesa no es para ellos sino para el ‘pueblo’ liberado. Moisés es el libertador de la esclavitud y el guía a través del desierto, no es el soberano del nuevo reino de Canaán. Los profetas son compañeros en los éxodos, en las travesías del desierto, habitantes de la tienda móvil del arameo errante. Su tarea es sacarnos de la esclavitud, protegernos de los ídolos, hacer que nos reconciliemos y volvamos a empezar después de las traiciones colectivas, llevarnos hasta el umbral de la nueva tierra y mostrárnosla. Sin entrar en ella. Su tierra es la que se encuentra entre los campos de trabajo y Canaán, entre el Nilo y el Jordán. Son los hombres y las mujeres del vado nocturno del río de la liberación, del paso, del umbral. Así, fuera de los libros del Pentateuco, Moisés desaparece casi por completo de la Biblia. No está en las genealogías de Jesús, ni en la liturgia de la Pascua judía. Está casi ausente en los Profetas, en los libros históricos y en los Salmos. Moisés es demasiado grande e Israel siente la necesidad de protegerse de su grandeza. Una necesidad que la Biblia no siente por otros grandes protagonistas de la salvación (desde Abraham hasta David). Pero Moisés es demasiado grande, el más grande de todos; es necesario que muera y casi desaparezca de la memoria después de la liberación. Moisés es el profeta que muere por orden de Dios. Sale de escena por mandato suyo, cuando todavía “no se había apagado su ojo ni se había perdido su vigor” (Dt 34,7). No muere de vejez, sino porque su tarea ha terminado, para dejar sitio a Josué, a quien Moisés había ‘impuesto las manos’ (34,9).
Hay un momento concreto en el que el profeta debe ‘morir’, debe hacerse a un lado, anularse y ser anulado, si no quiere convertirse en un ídolo y ocupar el puesto de la voz (este es el gran peligro de todos los profetas). Este es el último acto, grande y decisivo, que dice definitivamente que las palabras que el profeta ha escuchado y transmitido al pueblo no son palabras de su voz, sino que ha hablado en el lugar de otro (pro-phetés), que sus palabras son grandes porque no son suyas.
Todos los fundadores mueren antes del Jordán, y si lo cruzan se convierten en reyes de la nueva tierra prometida; o la tierra no es la de la promesa o son falsos profetas. La tierra alcanzada es la de la promesa si el profeta no la alcanza. Y no por un extraño castigo de Dios (Moisés siempre fue justo), sino por la naturaleza íntima de la vocación. Aquí Moisés supera a Noé, quien subió al arca que había construido. Moisés construye un arca que no es para él, y por eso es el profeta más grande de todos: “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien YHWH trataba cara a cara” (Dt 34,10).
En esta muerte de Moisés encontramos también un paradigma de la fe bíblica. A Dios no se le ve, no se le puede representar. Es una voz que nos llega a través de la voz de los profetas. Pero el límite entre la voz que escucha el profeta y la voz del profeta, con el paso del tiempo, se va haciendo cada vez menos nítido, se va difuminando, hasta casi desaparecer. Para el pueblo ambas terminan siendo la misma voz. El profeta se distingue del falso profeta en que un día sabe hacerse a un lado, desaparecer y anularse, diciendo de este modo: ‘yo no soy vuestro Elohim’. Si Moisés fue el más grande de todos, entonces la fe bíblica no es una posesión. La fe es saber habitar la ‘divergencia’ entre la promesa y el final del desierto, permanecer en el vado sin dejarse arrastrar por la corriente del río. Esta divergencia es la que permite que la fe no se convierta en idolatría, en adoración de los ídolos, de los demás o de nosotros mismos.
En la muerte de Moisés hay, finalmente, otra maravillosa enseñanza sobre la condición humana. No llegamos a ninguna tierra prometida, porque la vida es camino, peregrinación, éxodo. Hay un momento, casi siempre antes de la última vuelta del tiovivo, en el que nos damos cuenta de que las promesas de la vida no se han realizado. Aunque la vida haya sido estupenda, aunque hayamos visto a Dios ‘cara a cara’, aunque hayamos visto arder la zarza, bajar el maná del cielo o posarse la nube sobre nuestra tienda, sentimos que la promesa era otra, que se encontraba al otro lado del Jordán. Pero la historia y la muerte de Moisés nos dicen que la divergencia entre la tierra prometida y la tierra alcanzada no es un fracaso: es sencillamente la vida, es nuestra buena condición humana. El hecho de no llegar a vadear el río nos dice a todos, como a Israel, que la verdadera promesa no es una tierra firme sino un camino nómada a través de un desierto, detrás de una voz; para descubrir al final que la tierra prometida es precisamente ese desierto que atravesamos, porque ahí es donde se desarrolla nuestra historia de amor (Oseas). Allí hemos visto descender la columna de fuego, allí hemos escuchado la voz y recibido sus palabras, allí hemos liberado esclavos y los hemos protegido de los ídolos, allí hemos visto la tierra prometida a nuestro pueblo, allí hemos hablado con Dios ‘boca a boca’.
La conclusión de la vida de Moisés vuelve a repetirnos, definitivamente, la palabra que nos han acompañado durante toda la meditación del libro del Éxodo: gratuidad. La mayor gratuidad que vive el profeta es el desapego de la tierra prometida, verla sin poder alcanzarla. Porque el precio de la gratuidad del profeta es mantener viva para todos la divergencia entre toda tierra y toda promesa. En esa divergencia es donde se enciende la vida, allí es donde se alimentan los deseos y los grandes sueños (el gran engaño de nuestro tiempo es apagar con mercancías los deseos de los niños). Esta divergencia nos recuerda que toda tierra prometida es para ‘nuestra descendencia’, no para nosotros. El mundo seguirá vivo mientras sigamos liberando a alguien de la esclavitud, y mientras caminemos hacia una tierra prometida para dársela a los hijos y a los nietos, a los jóvenes de hoy y de mañana. La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos de todos.
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Comenzamos nuestro viaje con las parteras de Egipto, con esas manos de mujer amantes de la vida que salvaron a los niños y a Moisés, que, desobedeciendo al faraón, comenzaron la liberación de la esclavitud. Ahora lo terminamos en el tiempo de Navidad, con otro niño, con otra mujer y con otra exultación por otra vida que nace y salva.
Mi más profundo agradecimiento a los que me han seguido, con constancia y no sin dificultad, durante este ‘año bíblico’ en la búsqueda de palabras más grandes que nos ayuden a volver a empezar. Hemos encontrado algunas y las usaremos durante los próximos domingos para releer nuestra situación económica, moral y civil, que tiene una necesidad cada vez mayor de ser vista y amada por otras palabras. Seguiremos buscando otras (dentro de algunas semanas) en el camino de la Biblia, primero en compañía de Job y, después, de los profetas y sus palabras, que son siempre distintas y más verdaderas que las nuestras.
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