La salvación en una danza y una mirada

Las parteras de Egipto/9 – Después del látigo, la pandereta; después de la sed amarga, agua dulce

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 05/10/2014

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Logo Levatrici d Egitto"El libro del Éxodo está lleno de kolot (voces). … Kalot es una palabra que indica el sonido producido tanto por el cuerno de un carnero como por las campanillas de las vestiduras sacerdotales o por el trueno. … Pero en la pobreza de una palabra sola hay algo de mucho valor: la lengua sagrada reconoce que la creación habla sin cesar, desde el estallido de un rayo hasta el tintineo de la campanilla. Si usa una palabra sola, es por humildad y por nostalgia: admite que no sabe entender esas voces y se engancha al tiempo en el que el Adam entendía la creación a la letra" (Erri de Luca, Éxodo/Nombres).

La liberación del pueblo oprimido en Egipto había comenzado con el látigo de los capataces sobre los trabajadores y ahora concluye con la pandereta de la bailarina Miriam. Donde no queda espacio para el ritmo de la danza, antes o después el ritmo lo marca el látigo. La pandereta, con su belleza humilde y mansa, celebra la libertad y nos salva.

Tras el milagro de las aguas llega el gran Canto del Mar: “Entonces Moisés y los israelitas cantaron este cántico a YHWH. Dijeron: ‘Canto a YHWH pues se cubrió de gloria’” (15,1). Este grandioso himno por la liberación experimentada termina con el canto de Miriam, profetisa y hermana de Aarón. Las mujeres vuelven una vez más a ser protagonistas de la aventura de Moisés. Ya lo fueron en la primera salvación de las aguas del Nilo (las parteras, la madre y la hermana de Moisés, la hija del faraón) y ahora volvemos a encontrarlas al final de la liberación de la esclavitud, al otro lado del mar, viendo y viviendo otra salvación de las aguas: “Miriam, la profetisa, hermana de Aarón tomó en sus manos un tímpano y todas las mujeres la seguían con tímpanos y danzando en coro. Y Miriam les entonaba el estribillo: «Cantad a YHWH pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro»”. (15,20-21).

Esta imagen de las mujeres haciendo fiesta es espléndida. ¡Cuántas veces las hemos visto también nosotros bailar, llorar y cantar al final de las guerras y las carestías! Después de los grandes dolores de todos, ellas han sabido recurrir a su especial amistad con la vida para volver a empezar, para hacernos recobrar la esperanza. El ritmo y el canto los llevamos grabados en el alma, porque danzábamos en el líquido amniótico y después entre sus brazos y en la cuna. Danzando y escuchando cantos de mujer nos quedamos dormidos y aprendimos a caminar. Y cuando dejemos esta tierra, tal vez lo hagamos con una última danza del alma.

Miriam es la primera bailarina y cantante de la Biblia, y es una mujer mayor. Es probable que el pueblo judío hiciera fiesta, bailando y cantando, en los últimos años de Egipto, durante la esclavitud y los trabajos forzados (no se puede sobrevivir a ningún trabajo sin hacer fiesta de vez en cuando, sin bailar y cantar). Es probable que las nueras de Noé bailaran y cantaran en la tierra firme después del diluvio. Seguro que en las bodas de Jacob y Raquel no faltó el baile, como tampoco una gran fiesta con baile y cantos en Egipto para celebrar la fraternidad recuperada entre José y sus hermanos. Pero la Biblia ha querido preservar y guardar la palabra ‘danza’ hasta el desierto de Sur, al otro lado del mar. La usa por vez primera con Miriam, para describir los sentimientos y las alabanzas de mujeres en fiesta.

Existe una afinidad natural entre la danza, el canto, la música y las mujeres. Son muchas las mujeres que entonan himnos en la Biblia (Deborah, Ana y otra Miriam-María) y muchas las que bailan (entre ellas la hija de Herodías [Mt 14,6], que baila una danza ‘distinta’ que nos recuerda la ambivalencia de muchas o tal vez todas las realidades humanas verdaderamente grandes). Esto también forma parte del talento de las mujeres.

Miriam no era joven. Era la hermana de Aarón, a quien el Éxodo nos presenta como un hombre de 83 años (7,7). No sólo bailan los jóvenes. En aquel campamento había muchas jóvenes, pero fue Miriam quien tomó la pandereta, entonó el canto y comenzó la danza. Ver a alguien que baila y canta alabando siempre es hermoso. Pero es aún más hermoso si quien danza y alaba es una mujer. Uno de los recuerdos más vivos y fuertes que conservo es un ofertorio durante una misa en Kenia, donde el pan y el vino de los pobres iba al altar acompañado por los coros y las danzas de decenas de muchachas africanas. Pero todavía es más hermoso ver a una mujer mayor danzar y cantar a la vida. No hay canto más bello y lleno de esperanza que el que sube desde el ocaso de la existencia, porque proclama que la vida es un don en todas sus etapas y que el último himno es el más bello de todos. El baile de Miriam es la danza de la gratuidad, la danza de un cuerpo que, en su esencialidad, consigue expresar palabras de belleza que los años juveniles, con otras danzas distintas y fuertes, no saben ni pueden expresar. Si hoy Miriam no baila y no entona el estribillo es porque nuestra cultura no le deja bailar, porque no ama su cuerpo, que ya no resulta atractivo a unos sentidos que han dejado de ver otras bellezas distintas y más grandes. Así nos perdemos la danza más pura, la que sólo un cuerpo frágil y herido puede dar, dejando espacio al retraerse. 

Después del Canto del Mar, “Moisés hizo partir a los israelitas del mar de Suf y se dirigieron hacia el desierto de Sur” (15,22). La historia del desierto comienza en un lugar que evoca, al lector atento de la Biblia, la historia de otra mujer: Agar. En el desierto de Sur es donde aquella madre-sierva vagó fugitiva con su hijo (Ismael). Allí la consoló el primer ángel enviado por YHWH a la tierra (Gen 16,6-7), y allí apagó su sed en una fuente. Pero, a diferencia de Agar, la sierva egipcia (16,3) de la casa de Abraham, que encontró agua y consuelo en el desierto, la estirpe de Abraham liberada por los egipcios no la encuentra: “Llegaron a Mará, pero no podían beber agua porque era amarga. Por eso se llama aquel lugar Mará. El pueblo murmuró contra Moisés, diciendo: «¿Qué vamos a beber?».” (15,23-24).

Unas veces la protesta viene antes de los milagros y otras veces después. La experiencia, natural y muy real, de la sed, pone en crisis el extraordinario milagro del mar. Ya podemos ver cómo se abre el mar ante nuestros ojos, que si la fe-confianza en la salvación no renace cada mañana, en la sed y el hambre de cada día, el milagro no pasa de ser un recuerdo verdadero pero incapaz de cambiarnos la vida aquí y ahora. Los milagros pueden hacernos partir, pueden ser la aurora de nuestras liberaciones, pero ni siquiera los más grandes milagros son suficientes para hacernos alcanzar la tierra prometida. Para atravesar el desierto debemos ser capaces de transformar las aguas amargas del día a día en aguas que apaguen la sed en las mesas de los comedores de casa y del trabajo. En el camino humano concreto, los milagros del agua humilde de casa no son menos importantes que la apertura del Mar Rojo.

El signo de Mará es un humilde madero: “Moisés invocó a YHWH, y YHWH le mostró un madero que Moisés echó al agua, y el agua se volvió dulce” (15,25). En el episodio de las aguas amargas y dulces, YWHW, el Dios de la voz, no habla. El pueblo murmura contra Moisés, el profeta grita (¡cuántos gritos hay en el libro del Éxodo y en los éxodos de hoy!), pero YHWH sencillamente le señala un madero. Quizás ese madero ya estaba a la vista de todo el pueblo, pero sólo ahora los ojos del profeta lo ‘ven’. Todo profeta tiene una gran relación con la palabra, es casi sólo palabra. Habla, dice palabras distintas y más grandes precisamente porque esas palabras no son propiedad privada o hechura suya, sino don recibido y entregado al pueblo. En la gratuidad de la palabra radica la diferencia entre Moisés y los muchos falsos profetas de todos los tiempos, que usan las técnicas de la palabra en su provecho.

Esta primera prueba en Mará nos revela algo importante acerca de la mirada del profeta. El profeta ve más y de forma distinta. El profeta también habla viendo las cosas de otra forma. Muchas personas, más de las que imaginamos, siguen salvando su mundo sencillamente porque lo ven de otra forma y transforman con su mirada maderos desechados en instrumentos de salvación. Salvan porque son capaces de ‘ver’ y de reconocer su vocación y su belleza, haciendo que se conviertan en bienes de todos. Nos daríamos cuenta de toda la belleza que hay en las personas que están a nuestro alrededor si simplemente fuéramos capaces de verlas. Hay muchos maderos de salvación abandonados en las orillas de nuestras ciudades y dentro de nuestras escuelas, a los que nadie ve ni transforma amándolos con la mirada. No hay pobreza más grande que no ser visto por nadie; que no haya nadie, ni siquiera uno, que nos vea, nos conozca y nos reconozca.

Salvaremos nuestras empresas si aprendemos a verlas de otro modo y si empezamos a ver y a mirar de otra forma a los trabajadores. Pero en nuestros lugares de trabajo hacen falta más profetas, más artistas, más poetas y escritores (y menos expertos en ‘recursos humanos’). Así seremos más capaces de transformar las aguas amargas de nuestras crisis en aguas dulces que salven el trabajo que ya existe y creen trabajo nuevo. Así podremos vislumbrar un oasis al fondo del desierto y creer que ningún desierto es infinito: “Después llegaron a Elìm, donde hay doce fuentes de agua y setenta palmeras, y acamparon allí junto a las aguas” (15,27).

 

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