Las parteras de Egipto/10 – Hay bienes de los que debemos disfrutar todos, en los “desiertos” de ayer y de hoy.
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/10/2014
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Moisés enseñó a elevar una bendición después de comer el maná: ‘Bendito seas tú, Señor Dios nuestro, soberano del mundo, que en tu magnanimidad provees al mundo entero, que en tu gracia y piedad concedes el alimento a todas las criaturas, porque eterno es tu favor. Gracias a tu generosidad, nunca nos ha faltado el alimento y nunca nos faltará’ (Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos, IV).
La gratuidad más grande es la que desciende cada mañana del cielo junto con el rocío. El mundo está inmerso en la gratuidad. Hay más gratuidad que maldad, que tampoco falta. Y es más verdadera. Vive entre nosotros, la podemos encontrar en los árboles, dentro de nuestras familias, en los matorrales, bajo nuestras naves y oficinas, en los mercados, en las plazas, en los hospitales, en las escuelas, en el fondo del corazón de nuestra gente. La gratuidad que nos salva se encuentra ahí, en el estupor del trabajo diario. Nos resultaría más fácil cruzar el desierto si supiéramos reconocer, con ayuda de la mirada de los profetas, la providencia que nos envuelve y nos alimenta.
Dejando tras de sí el desierto de Sur, el pueblo saciado emprende el camino hacia el Sinaí, a través del desierto. Y las pruebas continúan: “Toda la comunidad de los israelitas empezó a murmurar contra Moisés y Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: ‘¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de YHWH en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta hartarnos! Vosotros nos habéis traído a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea’” (16,2-3). Los pueblos siempre han gritado en las carestías de pan y de agua, y siguen haciéndolo. De nuestros hijos aprendemos que son estos los primeros gritos de la vida. Pero no es menos cierto que los Salmos y todas las oraciones del mundo recurren al vocabulario del hambre y la sed para expresar los sentimientos y las pasiones más profundas del alma humana.
El que ha conocido de verdad el hambre y la sed, ha podido alcanzar, en la tragedia, dimensiones de la condición humana que han enriquecido su repertorio antropológico y espiritual, proporcionándole palabras más grandes. Por eso sabe hablar mejor que el hombre saciado, sabe rezar y cantar más. Esta es otra de las paradojas de la tierra: el sufrimiento nos revela nuevos horizontes de humanidad. Pero no debemos quedarnos tranquilos hasta que todos los sufrimientos que son suprimibles no desaparezcan de nuestra sociedad. Siempre quedarán los sufrimientos que no son eliminables. Para transformar al menos algunos de ellos en cantos y en salmos necesitaríamos una cultura que no tenemos.
El sufrimiento, el hambre y la sed conducen de forma natural a la murmuración, que es uno de los últimos recursos de los pobres (las murmuraciones bíblicas no son como las habladurías o los cotilleos, que siempre son malos). Las personas que se encuentran mal se quejan, echan de menos incluso el peor de los pasados. El dolor, sobre todo cuando se alarga en el tiempo, hace que olvidemos los dones recibidos, el mar abierto, los más grandes milagros, y transforma en bien incluso el recuerdo de la esclavitud. Toda murmuración esconde un mensaje, a veces mal expresado a causa del dolor. Pésimo es el responsable que no quiere o no sabe escuchar la murmuración del pueblo que tiene sed de agua y hambre de pan y de trabajo, porque se priva de una de las principales fuentes de verdad acerca de la vida y las personas. Así no puede tomar decisiones justas a favor de la vida y el maná no llega a nuestras carestías.
Moisés y Aarón aprenden en el desierto a escuchar el lenguaje de su pueblo, que habla con la pandereta y la danza de las mujeres, pero también con la murmuración de todos. Y YHWH está allí, en medio de ellos, escuchando sus protestas y sus nostalgias: “YHWH habló a Moisés, diciendo: ‘He oído las murmuraciones de los israelitas. Diles: al atardecer comeréis carne y por la mañana os hartaréis de pan”’ (16,11-12). Y así, “aquella misma tarde vinieron las codornices y cubrieron el campamento; y por la mañana había una capa de rocío en torno al campamento. Y al evaporarse la capa de rocío apareció sobre el suelo del desierto una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha de la tierra. Cuando los israelitas la vieron se decían unos a otros: ‘¿Qué es esto?’ Pues no sabían lo que era. Moisés les dijo: ‘Este es el pan que YHWH os da por alimento’” (16,13-15).
Es normal que las codornices se posaran y se sigan posando en ese desierto durante las migraciones estacionales, y el fenómeno del ‘maná’ es una resina olorosa y dulce producida por dos parásitos de una planta (tamarix mammifera) en la zona central del Sinaí. Al venir de Egipto, el pueblo no podía conocer el maná, y se pregunta: ‘¿qué es?’. Y Moisés responde: ‘Es el pan que YHWH os da por alimento’ (16,13-15). Sin los ojos y las palabras de los profetas, nuestras preguntas (‘¿qué es?’) se quedan sin respuesta o simplemente buscamos y encontramos otras respuestas baratas que nos dejan con hambre. Los profetas nos dan respuestas mejores y más verdaderas a nuestras preguntas más profundas. Nos hacen sentir y entender que todo lo que ocurre a nuestro alrededor ocurre para nosotros, que el maná no es sólo la resina secretada por los parásitos. El estupor de la existencia está en saber ver el maná dentro de la resina, el infinito en el rocío. Descubrir que la realidad es más grande que nuestros ojos y que los ojos de los profetas.
En el Éxodo, junto con el maná llega un mandamiento: “He aquí lo que manda YHWH: ‘Que cada uno recoja lo que necesite para comer, un gomor por cabeza, según el número de los miembros de vuestra familia; cada uno recogerá para la gente de su tienda’. … Moisés les dijo: ‘Que nadie guarde nada para el día siguiente’” (16,16-19). Es probable que en el código simbólico de la cultura occidental no haya nada mejor que el maná para expresar la gratuidad. Viene del cielo, no está vinculado a ningún mérito nuestro, y volveremos a encontrarlo en los evangelios cuando la Gratuidad hecha carne se convierta también en pan. Y sin embargo, el maná llega junto con las reglas, la gratuidad (donum) junto con la obligación (munus). La gratuidad sin reglas de comunión y sin obligaciones degenera en gadgets de supermercado, en una experiencia completamente individual y por ello pequeña e inútil. La gratuidad más importante es la del deber, porque es la que se encuentra en la base de nuestras instituciones, de la política, de la familia, de las empresas, del pacto social y fiscal, de los contratos de trabajo. La Biblia sabe que una gratuidad que no vaya acompañada de reglas comunitarias y sociales no construye sino que destruye el bien de cada uno y el bien de todos.
La gestión del don del maná sigue una ley muy precisa. Todos tienen derecho a la misma cantidad de maná, que se reparte en base al número de miembros de cada familia, es decir, de acuerdo con las necesidades: “Unos recogieron mucho y otros poco. Pero cuando lo midieron con el gomor, ni los que recogieron poco tenían de menos. Cada uno había recogido lo que necesitaba para su sustento” (16,18). Para el pan, para los bienes primarios de la existencia, somos y debemos ser todos iguales. Y la comunión es lo que hace que no se pudra el maná, el pan de cada día. En aquel campamento unos serían más hábiles que otros a la hora de recoger el maná antes de que saliera el sol y lo derritiera. Pero en el momento de su consumo no cuentan ni los méritos, ni la fuerza, ni la edad ni el rango social. Moisés, Aarón, Miriam, el joven Leví, el pastor José y su mujer Lea, todos tienen la misma porción de maná, porque todos son seres humanos.
Debe haber algo que nos hace iguales antes de tantas diferencias. Debe haber bienes de los que podemos disfrutar aunque no podamos comprarlos, ayer en el desierto camino del Sinaí, hoy en los desiertos del capitalismo financiero. El maná es el símbolo de este tipo de bien primario, que sólo apaga el hambre individual si apaga la de todos. Cada vez que alguien muere porque no tiene poder de compra para conseguir el pan y otros bienes primarios de la existencia, estamos renegando de la ley fundamental del maná. Muchos han soñado con una sociedad en la que cada ser humano pueda gozar de bienes no en cuanto consumidor y cliente sino porque es un ser humano ¿Cuándo lo haremos realidad? No nos falta el pan. Sólo nos falta, cada vez más, respetar la ley del maná.
El maná, además, no se puede acumular y por ello no se puede convertir en objeto de comercio: “No obedecieron a Moisés y algunos guardaron algo para el día siguiente; pero se llenó de gusanos y se pudrió” (16,20). Sólo el pan fresco es el pan de cada día. La gratuidad-maná sólo vive, sin morir ni desvanecerse al sol, mientras siga siendo gratuidad. El maná alimenta si es acogido como un don y no transformado en mercancía. La ley del maná nos recuerda que no todos los bienes son bienes económicos, y que los bienes económicos no se convierten en ‘males’ mientras haya otros bienes que sigan siendo no económicos.
Muchos bienes son también mercancías, y es bueno que así sea. Pero hay bienes que dejan de ser bienes (cosas buenas) cuando se convierten en mercancías. La amistad no será un negocio, ni la oración magia, ni una persona un recurso humano, mientras sigan siendo gratuidad. El maná-gratuidad tiene su ley intrínseca y muy fuerte: no se deja usar con fines de lucro y se pudre en las manos de quien quiere abusar de él. Así es como se ha salvado incluso bajo los peores imperios, como ha resistido en todos los lugares humanos y como sigue alimentando a los pobres de la tierra: “Los israelitas comieron el maná por espacio de cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada. Lo estuvieron comiendo hasta que llegaron a los confines del país de Canaán” (16,35).
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