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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 19/06/2016
"Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. (…) De ese modo trataban sus padres a los profetas. (...) ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! Pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas."
Lucas 6,22;26
El fracaso es la condición natural del profeta. En cambio, a los falsos profetas se les escucha y se les sigue, pues responden perfectamente a las expectativas de su tiempo. Alcanzar fama, honores y seguimiento siempre ha sido una señal inequívoca de falsa profecía. También hoy. Los verdaderos profetas siempre están fuera de tiempo, resultan incómodos, antipáticos y molestos.
[fulltext] =>Piden a gritos que se defienda a los pobres, a los oprimidos, a las viudas, a los huérfanos. Luchan contra la idolatría y, mientras lo hacen, siguen viviendo en una sociedad donde se pisotea y explota a los pobres y donde se multiplican los ídolos. Como respuesta a su denuncia encuentran persecuciones, lapidaciones y no pocas veces cárcel o muerte. Conocer y recorrer la historia de los profetas de ayer y de hoy es una gran enseñanza sobre la dinámica del poder y, por consiguiente, sobre la naturaleza de todas las ideologías, que son esencialmente instrumentos producidos por la clase dominante para acumular poder y privilegios.
A los verdaderos profetas no les gusta su condición de profetas. No la eligen. Si pudieran, harían otra cosa. Pero no pueden elegir, esa es la esencia de esta vocación concreta. Aunque lo intenten, no consiguen escapar. Los profetas no son ni mejores ni peores que los demás. Son simplemente distintos. No faltan quienes piensan que los profetas son inútiles, si no dañinos, porque sus palabras son una vanitas que no transforma el mundo. En el fondo, engañan a los pobres y a los marginados prometiéndoles una salvación que nunca llega. Algunos, muchos, así lo creen. Pero se equivocan. Los profetas no conocen sólo la incomprensión del pueblo, debido a que “cantan” de contrapunto. También conocen la persecución deliberada e intencionada de otros que les entienden muy bien y por eso combaten contra ellos. Los Faraones y los Herodes de todos los tiempos conocen y reconocen a los profetas y por eso les temen más que a cualquier otra cosa. No obstante, hay algunos que sí creen y aman a los profetas. Son los pobres, los oprimidos, los humildes, los excluidos, los leprosos. No sólo porque en los profetas ven una esperanza de ser rescatados de su injusta condición, sino porque se encuentran en las condiciones antropológicas y espirituales que les permiten entender su voz. El Reino de los cielos es de los «pobres» y de los «perseguidos por causa de la justicia» porque éstos, en su condición, logran verlo, entenderlo y desearlo.
En cambio, a los poderosos les gustan mucho los falsos profetas. Los adoran. Son sus devotos aduladores, porque la falsa profecía confunde la conciencia colectiva y legitima las posiciones de poder. Hoy como ayer, en el mercado abundan intelectuales, escritores e incluso hombres religiosos que generan teorías e ideologías cuyo único fin es justificar el poder de aquellos que les sostienen y alimentan. Cuando es demasiado caro o poco conveniente eliminar directamente a los profetas, los poderosos lo hacen indirectamente, asalariando a los falsos profetas. Se comportan igual que algunas plantas que, para defenderse de los ataques de ciertos insectos, generan olores y sustancias que atraen a otros insectos depredadores de los anteriores. Así pues, la principal virtud de aquellos que deben desempeñar alguna función profética es la resiliencia, la capacidad de perseverar en condiciones de frustración ante la falta de escucha de las palabras que por vocación tienen que pronunciar. Sobre todo cuando los tiempos se alargan, las persecuciones no dan tregua y la palabra profética debe seguir siendo pronunciada. Mas ¿por qué el profeta sigue diciendo su palabra si no ve el fin de las injusticias ni la llegada del nuevo reino de los pobres? Ciertamente no porque espere convertir a los poderosos. Sabe muy bien, o lo aprende mientras se hace adulto, que los faraones no se convierten. Ni siquiera espera en las revoluciones de los pobres, porque sabe que una vez que se hayan hecho poderosos, los pobres de hoy se comportarán exactamente igual que los que ayer les oprimían. Tampoco son hombres y mujeres que busquen la reforma mediante pequeños pasos, tratando de mejorar gradualmente en la medida de lo posible, aquí y ahora. Esta visión reformista, igualmente importante y co-esencial, es propia de las (buenas) instituciones pero no de los profetas. Su anuncio se distingue demasiado del status quo y una mejora marginal no puede responder adecuadamente a su profecía. Son eternos insatisfechos. Anuncian un reino demasiado justo, un Dios demasiado cercano, un hombre demasiado distinto.
Pero no hay que confundir la profecía con la utopía, porque, a diferencia de la palabra utópica (que con frecuencia se produce para distraer la atención de la palabra de los profetas), la denuncia profética siempre es concreta. Llama a las personas por su nombre, realiza actos puntuales y gestos visibles usando los mismos “vasos” y los mismos “músculos” de todos. Es un “ya” que indica un “todavía no”. Por eso, la palabra de los profetas siempre es traicionada, nunca llegan a la tierra prometida, y su existencia está marcada por una constante y creciente sensación cierta de fracaso y sufrimiento.
Para entender de verdad por qué la felicidad no es lo más importante de la vida, es necesario conocer a los profetas. El profeta no es feliz, sencillamente porque la felicidad no le interesa. La pregunta “¿eres feliz?” no la entendería ni sabría responderla. Únicamente quiere ser una “voz que grita en el desierto”, sin la esperanza de ver el desierto florecido. Los verdaderos profetas siempre gritan en el desierto, sin que el calor y la sed logren acallar su voz. Cuando ven alguna señal de la primavera, se preguntan si esos brotes no serán un signo de que su voz ha perdido verdad y profecía. Entonces, ¿por qué sigue hablando y gritando el profeta, perdiendo su salud, su bienestar y muchas veces incluso su vida? Sencillamente porque no puede dejar de hacerlo. Está habitado por un misterio que no controla, ni conoce, ni le obedece. Pero si no diera voz a esa voz, moriría de verdad. Este es el triste y maravilloso destino de los profetas. La espléndida aventura de Jonás, en la radical sencillez de su género literario, único y paradójico, es una de las que mejor revelan la esencia de esta dimensión de la vocación profética (la vocación profética tiene muchas dimensiones y no es sencillo reconducirlas todas a la unidad). Jonás, como les ocurre a muchos profetas (Moisés, Jeremías, Elías…) no responde inmediatamente a la vocación. Cuando Jonás recibe la primera llamada a profetizar sobre Nínive, huye y se embarca en una nave en dirección contraria. Después de salvarse milagrosamente del naufragio (gracias al pez), responde a la segunda llamada de YHWH y lleva su mensaje a la gran ciudad: «Dentro de cuarenta días Nínive será destruida» (3,4). Pero, de forma excepcional, la ciudad de Nínive y su rey se arrepienten y se convierten total e inmediatamente. Al observar la conversión, Dios cambia de idea y decide no destruir Nínive. Se comporta de forma distinta a lo que había dicho por medio de Jonás. Ningún profeta es dueño de la palabra que debe anunciar por llamada. Sabe que Dios no se deja enjaular ni siquiera por la profecía que Él mismo pone en boca de los profetas.
El aspecto más misterioso de la historia de Jonás es su decepción y su rabia ante el arrepentimiento de Dios: «Jonás se disgustó mucho y se irritó; y oró a YHWH diciendo: “¡Ah, YHWH!, ¿no es esto lo que yo decía cuando estaba todavía en mi tierra? Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis. Porque bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal. Y ahora, YHWH, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida"» (4,1-3). El dolor y la indignación de Jonás pueden decirnos algo muy importante. Los profetas son los grandes amantes de la palabra. Viven sólo de ella, no saben hacer otra cosa. Pero no son sólo amantes y guardianes de las palabras que dicen. Son también sus grandes defensores. Jonás nos dice que son defensores de la palabra no sólo ante los hombres, sino ante YHWH. Al no ser dueños de ella, pueden ser, como de hecho son, sus protectores. Más que un artista que guarda su obra, la primera tarea del profeta es proteger la palabra, incluso aunque el emisor de la palabra cambie de idea. Si así no fuera, la palabra que anuncia pronto se marchitaría y se vaciaría. Los profetas pueden defender la palabra de Dios del mismo Dios. La palabra siempre es una cosa muy seria. Los profetas tienen el deber de recordárselo a todos, incluso a Dios, aun a sabiendas de que no serán escuchados. Si los profetas no amaran la palabra que anuncian más que a ellos mismos, serían falsos profetas, oficiantes de una palabra que venden y a la que no sirven. Para entender la paradoja final de la historia de Jonás, hay que tomarse radicalmente en serio la profecía sin transformarla en un asunto meramente ético o religioso. La fidelidad a la palabra de Dios es para el profeta más radical que la obediencia al mismo Dios. En esta paradójica fidelidad-obediencia es donde el verdadero profeta es verdaderamente fiel.
Cualquiera que haya tenido una misión en la vida y la haya desempeñado con responsabilidad, puede intuir esta dimensión misteriosa y paradójica de toda vocación. Los momentos más valiosos y cruciales son aquellos en los que debe proteger esa misión y esa obra precisamente ante quien se la ha confiado. Seguir creyendo aun cuando el que le ha “llamado” ya no hable o haya cambiado de idea. En esa fidelidad tremenda y maravillosa se juega en buena medida la verdad de toda la existencia. Esta extraña fidelidad hace que no sea fácil entender a los profetas. Pero no es imposible. Al menos hay que intentarlo. Así, después de haber comentado estos últimos años el Génesis, el Éxodo y los libros de Job y Qohélet, a partir del próximo domingo comenzaremos a conocer al primer profeta escritor, tal vez el mayor de todos: Isaías. Y empezará un nuevo camino ahora imprevisible y ciertamente fantástico. Juntos.
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El fracaso es la condición natural del profeta. En cambio, a los falsos profetas se les escucha y se les sigue, pues responden perfectamente a las expectativas de su tiempo. Alcanzar fama, honores y seguimiento siempre ha sido una señal inequívoca de falsa profecía. También hoy. Los verdaderos profetas siempre están fuera de tiempo, resultan incómodos, antipáticos y molestos.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/06/2016
“El Señor me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos. (...) Mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. (...) El espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies.”
Ezechiele 37,1-10
Para que nuestra vida en común sea buena y feliz es necesario que sepamos mantener juntas algunas realidades distintas e incluso contrapuestas. Crear alianzas improbables e imprevisibles entre personas y dimensiones que según el sentido común deberían estar separadas y lejanas. Las palabras “carisma” e “institución”, que no son fáciles, expresan algo de esta naturaleza dialógica y conflictual de la vida buena.
[fulltext] =>Carisma e institución son principios, y con ellos ocurre algo parecido a lo que ocurre con los “principios activos” de las enzimas. Sin el “principio institución” y sin el “principio carisma”, el pan no fermenta y la leche no se convierte en queso, pues le falta el cuajo. Sin la gratuidad y la excedencia del carisma-charis, las instituciones se convierten en lugares in-humanos, asfixiantes, feos y tristes. Pero si la experiencia carismática no se sustenta en estructuras y reglas, tampoco dura mucho en el tiempo y acaba disgregándose y evaporándose. Institución y carisma son co-esenciales, como lo son la carne y los huesos, el espíritu y el cuerpo, la inteligencia de las manos y la inteligencia de la mente. Co-esenciales y diversos. La institución es adulta, fuerte, jerárquica, masculina. El carisma es joven, débil, fraterno, femenino. La institución es Pedro, el carisma es María. La institución es y debe ser prudente. El carisma es y debe ser imprudente. La institución siente aversión al riesgo, al carisma le encanta el riesgo. La institución conserva, el carisma innova. La institución recuerda y mantiene, el carisma olvida y cambia. La institución preserva de la muerte, el carisma genera vida nueva y la regenera. Sin gratuidad no se puede vivir, tan sólo sobrevivir. Sin charis, el pan siempre será ácimo. Para conservar la levadura madre, nuestras abuelas le daban un puñado de masa fermentada a la vecina, quien la amasaba con harina nueva y se la devolvía a su vez al día siguiente. Así todos podían fermentar nueva masa. Es el maravilloso circuito de la reciprocidad del pan.
Para comprender la lógica y la valiosa función del principio carismático es útil verlo como una continuación del principio profético, que tiene un lugar central y fuerte en la Biblia judía y cristiana, pero también en otros grandes textos fundamentales de las religiones y las civilizaciones, así como en la vida y en la obra de grandes poetas, escritores y artistas, aunque con rasgos específicos y espléndidos. Si leemos la Biblia y la historia desde este punto de vista, inmediatamente nos daremos cuenta de que los principales destinatarios de la profecía son los poderosos, los fuertes, los reyes, el templo, las instituciones religiosas y políticas. Los profetas surgen para la conversión de los que detentan el poder.
Cuando no hay profetas o cuando se les hace callar, las instituciones se encierran en sí mismas y se olvidan de los pobres, pisándoles, vendiéndoles y oprimiéndoles. Se convierten en estructuras que alimentan los privilegios y las rentas de los ricos y poderosos. La palabra profética siempre es concreta e histórica. Aunque lleve milenios escrita, siempre habla en presente, La potencia de la profecía se desactiva cuando pensamos que no se dirige a nosotros aquí y ahora. No podremos entender la fuerza de la palabra de Jesús cuando condena, en el Evangelio de Mateo, a los “escribas y fariseos hipócritas”, si olvidamos que aquellos “hipócritas” eran los jefes de las comunidades cristianas para las que escribía Mateo (no sólo los del tiempo de Jesús). Eran los responsables de las primeras iglesias de finales del siglo I, que ya comenzaban a ser llamados “rabinos” y “maestros”, como hacen los jefes de todas las comunidades cuando se apagan los profetas. La palabra profética sólo nos convierte y nos salva si sentimos que está pronunciada y escrita para nosotros, para mí.
El perfil profético no se expresa sólo en las palabras de los profetas. Lo encontramos también en la vida y en las palabras de muchos personajes y libros bíblicos. Job, Qohélet, Rut, el Cantar, los Salmos, David, el Apocalipsis, muchas de las cartas de Pablo, contienen páginas proféticas que se añaden a las palabras de los libros proféticos, que, a su vez, no contienen sólo palabras proféticas. El principio profético no coincide con la actividad de los profetas y mucho menos con su enseñanza. Es algo más y algo menos: hay palabras proféticas no pronunciadas por los profetas y hay palabras de los profetas que no son proféticas.
A veces, la profecía es una experiencia colectiva que involucra a varias personas. Alrededor del profeta se forman comunidades y/o varios profetas comparten la misma vida. Un fenómeno profético especialmente relevante es el de las comunidades y los movimientos carismáticos, que se forman alrededor de una o varias personas portadoras de carismas espirituales, políticos, cívicos, culturales o artísticos. Estas realidades colectivas tienen la característica específica de identificarse completamente con la función carismático-profética. El riesgo inevitable de estas comunidades y movimientos carismáticos está en no reconocer que también en su interior, desde su nacimiento, el carisma convive con la institución. El carisma produce, natural y necesariamente, instituciones que, para seguir siendo generadoras y auténticamente carismáticas, deben reconvertirse continuamente al carisma originario, reconociendo y valorando a sus profetas. Pero, al ser “profetas por vocación y por misión”, las comunidades carismáticas no siente la necesidad de acoger y valorar a los profetas que nacen en su seno y, por lo general, los combaten como falsos profetas. Así comienza su declive, porque para que una institución carismática no se convierta en una “institución sin más” debe ser capaz de dejar espacio en su interior a los portadores de la dimensión profética. Los lugares paradójicamente menos hospitalarios para los profetas son las comunidades proféticas donde surgen. Nadie es profeta en esas tierras, porque la institución absorbe en sí misma toda dimensión profética, asume el monopolio del principio carismático y no siente la necesidad de la crítica carismática interna.
Los buenos gobiernos carismáticos saben dar cabida a figuras no alineadas y críticas, a las que reconocen un rol co-esencial. Las ven como providencia y salvación y aceptan las críticas que necesariamente vienen de ellas. Aprenden y saben que entre el trigo bueno de los profetas siempre crece la cizaña de los falsos profetas.
La institución escribe estatutos y reglamentos cada vez más detallados; el carisma los cambia, los transforma y los simplifica. Cuando el gobierno de las comunidades carismáticas está formado únicamente por personas totalmente alineadas con la visión y la palabra de la institución (cosa que ocurre casi siempre), estas realidades pierden dramáticamente su profecía y su capacidad de generar. La prudencia frena la profecía y la innovación; las reglas y las palabras de ayer se convierten en las camisas de fuerza del mañana.
La cualidad más valiosa en las personas que gobiernan comunidades carismáticas es su capacidad para reconocer a los profetas desperdigados por las periferias y darles espacio y escucha, renunciando al consenso incondicional y a la ausencia de críticas. El disenso e incluso una natural dosis de conflictividad son señal de que el carisma está presente en las instituciones, sobre todo en las carismáticas.
Como en toda voz profética, el primer deber vocacional de estas voces es prevenir y combatir la enfermedad de la idolatría, que se da de forma natural cuando en las instituciones carismáticas desaparece o se suprime la voz profética. La primera e inevitable tentación de todos los profetas es identificar su propia voz con la de YHWH, perder la conciencia de que sólo algunas de las palabras que pronuncian son distintas, y que todas las demás son iguales a las palabras de todos.
Cuando a los profetas se les deja vivir y actuar dentro de las comunidades, cosa que rara vez ocurre, se puede realizar el auténtico milagro de la resurrección del carisma originario. Las instituciones que conservan un carisma tienden de forma natural a convertirse en sepulcros que guardan el esqueleto del primer evento profético. Pueden hacer de todo para mantener vivo el recuerdo y la memoria de ayer, pero no dejan de ser cultos fúnebres. Sin la resurrección, los muertos siguen en sus tumbas. Es ley de vida. La única elaboración buena del luto del carisma originario de los fundadores es su resurrección. Nueva carne, nueva sangre, nuevos músculos y nervios para darle un cuerpo nuevo al primer cuerpo convertido en esqueleto. Cada generación debe obrar la resurrección de los esqueletos antiguos y nuevos. Pero sólo la imprudencia de los profetas es capaz de convertir el puñado de masa fermentada heredado de los padres en pan multiplicado para dar de comer a las masas hambrientas de hoy.
La profecía es capaz de realizar todo eso, sabe insuflar el espíritu en los huesos de los esqueletos para que vuelvan a la vida. Sin la profecía las experiencias carismáticas tienen ante sí sólo dos tristes destinos: o concluyen a la muerte de sus fundadores o se convierten en simples instituciones que recuerdan algo que ya no existe, como la fotografía de una fiesta o de un amigo lejano. Para que los sepulcros puedan vaciarse y las fotos cobrar carne y sangre, hacen falta, lisa y llanamente, profetas.
Pero hay una excelente noticia: los profetas existen, aunque no sea fácil encontrarlos. Como ocurre con el espíritu, la palabra profética sopla donde y cuando quiere. No se deja encasillar dentro de un oficio, rehúye el sentido común. Se encuentra en lugares improbables, como en el canto de Miriam al otro lado del Mar Rojo, el asno de Balaam, el viejo Simeón y sobre todo en muchos gestos mudos. Las palabras proféticas más verdaderas viven entre los pobres, los pequeños y los ignorantes, entre los descartados, los desesperados y los fracasados, en la boca de las madres y en la cabecera de los moribundos. Para encontrar a los profetas que tanto necesitamos, sencillamente debemos buscarlos donde no deberían estar. Implorarles que exhalen la palabra sobre nuestros huesos. Y después aprender a resucitar.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/06/2016
“El Señor me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos. (...) Mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos. (...) El espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies.”
Ezechiele 37,1-10
Para que nuestra vida en común sea buena y feliz es necesario que sepamos mantener juntas algunas realidades distintas e incluso contrapuestas. Crear alianzas improbables e imprevisibles entre personas y dimensiones que según el sentido común deberían estar separadas y lejanas. Las palabras “carisma” e “institución”, que no son fáciles, expresan algo de esta naturaleza dialógica y conflictual de la vida buena.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/06/2016
“Casada tienes una pena: no sentir nunca dulzura alguna que no sea de todos”
Davide Maria Turoldo, El hombre
El desafío más difícil para todas las experiencias comunitarias es construir un “nosotros” que no acabe fagocitando los “yoes” de las personas que lo generan. Los nombres colectivos sólo están de parte de la vida y son buenos si van acompañados y precedidos de nombres y pronombres personales. En el origen de todas las patologías comunitarias y regímenes opresivos siempre hay un “nosotros” sin “yoes”, aun cuando se presenten como una promesa de liberación, revestidos con un ropaje salvífico.
[fulltext] =>Las comunidades sólo están al servicio de sus personas si reconocen que son segundas y dejan que la primera persona del singular vaya antes que la del plural. Cuando este orden natural de los plurales y los singulares se invierte o se niega, los caminos personales se deshacen, las vocaciones se marchitan y las comunidades se traicionan a sí mismas.
El destino de toda vocación es generar vida nueva, liberar a los esclavos de los faraones más allá del mar. Pero toda vocación es también una gran historia de amor. Para que pueda desarrollarse bien a lo largo del tiempo, debe existir la posibilidad concreta de mantener juntas la llamada a la liberación de los oprimidos y la delicada gestión de las emociones narcisistas que están presentes en todo enamoramiento. Al principio está el eros. La voz nos encuentra, nos llama y nos seduce. Nos encontramos dentro del sueño de los sueños. Todo a nuestro alrededor canta y está iluminado por un sol interior, más verdadero y luminoso que el que brilla fuera. Todos los sentimientos se inflaman, el corazón se mueve y se conmueve, la voz que nos llama se puede sentir y tocar como el pan, como las personas. Es una experiencia sublime, indispensable para emprender un alto vuelo bajo el sol. Cuando uno la conoce, la seguirá buscando toda la vida. Pero para que la vocación prosiga bien su desarrollo, es necesario que el eros madure en philia (amistad). Cuando eso ocurre, la primera llamada se convierte en una experiencia de compañía y fraternidad. Se abandona el registro único y prevalente del sentimiento y de la pasión para construir una comunidad. Los sentimientos y el enamoramiento no tienen por qué desaparecer, pero ya no son el único lenguaje, ni siquiera el primero. Este periodo de la vida, cuando la vocación construye ciudades nuevas, funda obras y se experimenta una nueva fecundidad y nuevos hijos, es por lo general muy hermoso y muy largo. A Ismael, el hijo de la carne, se le añade Isaac, el hijo de la promesa. La fe también cambia. Pasa de ser una experiencia sentimental e intimista a ser la gran historia de un pueblo. Germina en comunidad. En el amor de los otros se descubre el mismo amor primero. Se celebra una nueva alianza, juntos. La vocación se abre, se convierte en un acontecimiento colectivo. En la edad de la philia sigue presente el eros, porque cada forma de amor es co-esencial para vivir bien. No existe una buena philia (ni un auténtico ágape) sin eros. Mas cuando el eros madura en philia, cambia para siempre, se abre, se humaniza.
No todas las vocaciones llegan a su fase agápica. Muchas de ellas, demasiadas, se bloquean en los estadios anteriores. Lo más común es detenerse en la fase “erótica”. Quedarse toda la vida dentro del registro del sentimiento, de las emociones, del romanticismo. En este narcisismo vocacional caen las personas que no salen nunca de su primer sueño para reinventarlo y recrearlo cuando desaparece. En lugar de leer el final de la fase del enamoramiento como una señal y una invitación a evolucionar hacia un amor distinto y más maduro, se quedan enredados en los lazos de los propios sentimientos, en una continua búsqueda narcisista de experiencias “espirituales” emotivamente excitantes, capaces de estimular los sentidos y las pasiones. La vida se convierte en un continuo vuelo de flor en flor, buscando nuevo polen fresco y embriagador. Buscan continuamente amistades, encuentros, nuevas comunidades, que pronto se “consumen” y se abandonan en cuanto se agota el alimento. La vida se convierte en una única, monótona y repetitiva experiencia de “consumo” emocional, sin llegar nunca a la fe “productiva” ni a la liberación de los esclavos.
En las vocaciones que no se estropean por el camino, la philia, surgida de la maduración del eros, florece a su vez en agape. Este es el tiempo de la madurez plena, cuando las flores de la primavera se convierten en los frutos del verano. La comunidad que haya sido capaz de conservar la primera vocación y convertirla en una aventura colectiva compartida y fecunda, se convierte ahora en un trampolín hacia nuevos horizontes del espíritu. La comunidad desempeña su oficio de buen pedagogo e introduce finalmente a la persona en la vida adulta. Seguimos viviendo con y por los demás compañeros de viaje, pero con una libertad y una verdad totalmente nuevas. La liberación prometida en la primera llamada alcanza aquí una primera meta: nos liberamos de la misma comunidad que se nos había dado. Entendemos que se nos ha enviado a una comunidad más grande que la nuestra: la de todos. Descubrimos que la familia que nos ha acogido no era la última palabra, sino tan solo la penúltima, que nuestro destino está en la tierra de todos, que el cielo sobre el jardín de casa es demasiado pequeño como para contener nuestra llamada al infinito. Y partimos, aunque no nos movamos de la casa de siempre. No hay libertad más verdadera y radical que la que mana del agape, cuando nos convertimos de verdad en anima mundi y conocemos la gratuidad. Quien se tropieza con estas almas agápicas siente el latido del universo entero, sin la limitación de las fronteras de una comunidad o un carisma específico. Sus identidades se hacen radicalmente universales, sus comunidades tienen siempre la puerta abierta.
Las emociones y los sentimientos son el alba de una vocación, no el mediodía. El primer diálogo exclusivo y pletórico debe convertirse con el tiempo en diálogo con los hombres, con los pobres, con los esclavos, con todas las voces del mundo, con la de los pájaros, el mar y las piedras. Una sola voz no basta hoy para decir la primera voz que nos llamó ayer. Demasiadas personas pierden la fe en la verdad de la voz del primer encuentro porque la buscan en los lugares equivocados, en la infancia de la vocación, en los sentimientos y en las pasiones del corazón. Aquella fue tan solo la cuna, pero de mayores las cunas deben servir para acoger a nuestros hijos y a los de los demás. La fe bíblica no es nunca un consumo individual. Siempre es generación de una salvación todavía no realizada para otros y de vez en cuando también para uno mismo. Noé subió al arca de salvación que había construido por vocación. En cambio Moisés no alcanzó la tierra prometida, sólo la vio de lejos. Cuando recibimos una llamada no sabemos si también nosotros nos salvaremos o si sólo salvaremos a otros. Pero lo que de verdad cuenta es caminar hasta el final. El monte Nebo puede ser un buen lugar para morir si antes hemos visto a nuestro pueblo alcanzar la salvación.
Habitualmente estas vocaciones bloqueadas llegan a una gran crisis, cuando la natural adaptación a las emociones reduce hasta anularla la capacidad de experimentar el placer del consumo emocional. Llega una absoluta aridez del sentir, que se confunde con la aridez espiritual. Si hemos identificado la vocación con aquel primero y único alimento, nos perdemos. Algunas veces esta gran aridez puede abrir una nueva fase y marcar el comienzo de la vida espiritual. Pero este feliz desenlace es raro, porque muchas veces a los que caen en esta aridez “erótica”, en lugar de ayudarles a cambiar radicalmente de registro, se les anima a seguir con su propio consumo interior para encontrar las emociones perdidas. Y entonces la enfermedad se hace incurable. No se comprende que para pasar de una edad de la vida a otra sólo hay que aprender a morir.
No es menos común el bloqueo en la fase de la philia, aunque es más difícil de identificar como enfermedad y fracaso vocacional, porque el límite entre la philia y el ágape está mucho más difuminado que el que existe entre eros y philia. Las personas que llegan a la fase de la philia experimentan frutos parecidos a los típicos del agape. Cuando desde el eros individual se alcanza la coralidad de la vida comunitaria, se vive una nueva fecundidad, sobre todo en comparación con la esterilidad de la fase erótica alargada más allá de su arco temporal natural. Por eso es fácil quedarse enjaulados en la comunidad-philia y no llegar nunca a la verdadera fase agápica. Cuando se alcanza la edad de la philia, la identidad individual acaba casi inevitablemente coincidiendo con la identidad comunitaria. Nos identificamos con ella hasta el punto de no lograr ya decir “yo” sino únicamente “nosotros”. La llegada de la fase del ágape se convierte entonces en liberación de la philia comunitaria. Es una gran bendición, que llega como una herida que puede ser muy profunda y dolorosa. No se puede pasar de la edad del eros a la del ágape sin atravesar la philia, porque las comunidades-agape son resurrección de la comunidad-philia y por consiguiente son esenciales. Cuando la identidad personal se identifica durante años con la identidad colectiva, pasar a la nueva libertad del ágape supone una verdadera muerte. La comunidad-philia debe desaparecer para dejar espacio a la comunidad-agape. Esta desaparición arrastra todo consigo: el carisma, nuestra personalidad y con frecuencia también la fe. La pérdida es total y radical, pero no hay otro camino para alcanzar la tierra del ágape. La sabiduría de quien acompaña a las personas durante las crisis de la philia reside en saber indicar la tierra prometida más allá de las oleadas que lo arrollan todo, en saber mostrar más allá del mar un árbol mucho más fecundo y lozano que el bonsái que está muriendo.
Sólo aquellos que ya han superado la fase de la philia (y del eros) deberían acompañar a los que siguen luchando en el vado. Demasiados Jordanes se quedan sin cruzar porque los guías no los ven o los confunden con el Nilo de la antigua esclavitud.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/06/2016
“Casada tienes una pena: no sentir nunca dulzura alguna que no sea de todos”
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/05/2016
“Sálvami, oh Dios, de las muchas palabras”
San Agustín, De Trinitate
Los efectos más relevantes de nuestros actos no son los intencionados, sino los que se generan sin pensar o los que acaecen cuando buscamos incluso lo contrario. La raíz de esta distancia entre las intenciones y los resultados está en la imposibilidad de controlar los procesos que desencadenamos, que son más complejos y libres que nuestra capacidad de dominarlos. Todo acto nuestro es una semilla que florece, crece y muere siguiendo leyes que se nos escapan. Si los resultados de lo que nace de nosotros estuvieran inscritos en nuestra voluntad y en nuestra inteligencia y pudieran ser capturados por ellas, el mundo sería un lugar demasiado triste y pobre para vivir. Nos perderíamos las mejores sorpresas “bajo el sol”.
[fulltext] =>La vida verdadera es libertad. No sigue las reglas que le marcamos. No se deja enjaular por nuestra voluntad de dominarla.
Los efectos no intencionados de nuestros actos siempre son importantes, pero cuando se trata de organizaciones con motivaciones ideales y de comunidades y movimientos nacidos de carismas o valores espirituales, son decisivos. Muchas veces los resultados más felices se obtienen a partir de acontecimientos casuales no previstos ni buscados. A su vez, los peores son consecuencia de opciones y reglas originadas con la mejor intención de asegurar el desarrollo y el éxito futuros. Esta excedencia de los efectos de los actos con respecto a sus intenciones es especialmente importante en la relación recíproca entre los fundadores y las sucesivas generaciones. Aquellos que dan vida a una organización o comunidad ideal, en un momento determinado sienten una profunda necesidad de escribir una “regla”. Esta regla cumple varias funciones. Por una parte, es un carnet de identidad de esa comunidad, nueva y única, con foto y datos generales. Pero también es una constitución que contiene reglas de buen gobierno para que la gestión de las relaciones entre sus miembros sea coherente con lo específico del carisma, de forma que el “vino nuevo” encuentre “odres nuevos” capaces de contenerlo y hacerlo madurar. El primer objetivo de toda regla buena es asegurar la fidelidad al carisma por parte de las siguientes generaciones. La calidad ideal, humana, comunitaria y espiritual de la vida de las futuras generaciones se juega en gran medida en esta “fidelidad”. En la vida, en cada vida, la fidelidad lo es casi todo, es una palabra grande. Significa confianza, alianza, pacto nupcial, como expresa el término español alianza, que se usa para designar el anillo nupcial. La fidelidad es un camino libre en el seguimiento de la voz que un día nos llamó hacia una tierra prometida y una gran liberación. Es un éxodo, una peregrinación hacia un monte más alto que nosotros, desconocido y misterioso, un lugar de regeneración y salvación personal y colectiva. Es una ida que no va seguida de una simple vuelta, porque la casa que nos espera al regreso es siempre nueva y distinta. Todas las veces nos cuesta reconocerla. Debemos aprender a verla y a sentirla dentro de un alma que cambia para siempre después de cada viaje. Crece por el camino hasta que llega un día en que coincide con toda la tierra y con todo el cielo. La casa que custodia y guarda una alianza verdadera y grande cambia mil veces a lo largo de la vida. Cuando no se hace demasiado grande, siempre acaba siendo demasiado pequeña. Ninguna casa nacida de una llamada coincide con la medida de nuestro corazón, aunque siempre es fuerte la tentación de rebajar el techo y empequeñecer las estancias para habitarla cómodamente.
La fidelidad no es un proceso sencillo. Buscamos ser fieles a nosotros mismos y esta fidelidad también se nos escapa. Si un día la alcanzáramos, sería el comienzo de la “gran traición”. Somos fieles a nosotros mismos cuando somos capaces, con una energía moral que no conocíamos, de volver a casa después de la enésima traición, cuando dejamos la puerta abierta para acoger a los huéspedes siempre nuevos que vienen a visitarnos y a hacernos los honores, y cuando el dolor por haber dejado entrar a la persona equivocada no nos cierra para siempre la puerta del corazón.
La fidelidad al fundador y al carisma también es muy delicada. Es un camino que transcurre por un bosque maravilloso pero lleno de peligros y emboscadas. Las primeras son las que el mismo fundador disemina a lo largo del camino, aunque sólo le mueva a construirlas la buena voluntad y la certeza moral de estar creando las condiciones para salvaguardar el futuro. Por el inevitable y necesario temor a que la tradición del carisma se transforme en traición, los fundadores casi siempre acaban incluyendo en su regla disposiciones de protección que se convierten en trampas. Hacen algo parecido a esas mujeres (o maridos) que por temor a ser traicionadas elaboran un sistema de control de la vida del otro que primero mata la libertad recíproca y después acaba con la pareja, que sólo vive y crece mientras que la traición sea una opción real y concreta que libremente se descarta cada vez. La única gestión buena del miedo natural a la traición pasa por acoger la absoluta vulnerabilidad de toda fidelidad verdadera. La construcción de una fidelidad invulnerable es la primera traición de cualquier alianza, aunque sea una traición no querida ni pensada. No sabemos que somos fieles hasta que no encontramos en el umbral de la puerta equivocada y descubrimos que todavía podemos volver a casa. Blindar una regla para protegerla de posibles abusos futuros es el mejor camino hacia la esterilidad espiritual de la comunidad. Todo vulnus (herida) es también una abertura y una posibilidad de fecundidad. Una buena alianza comunitaria comienza con una regla que no teme ser vulnerable ni exponerse al abuso de confianza o de fe.
Pero incluso si el fundador ha escrito reglas buenas, valiosas y, por consiguiente, vulnerables, la parte que corresponde desarrollar a las siguientes generaciones no es más sencilla, pues no son menores las trampas que ellas mismas construyen a lo largo de su camino. Una muy frecuente es la interpretación del verbo recordar. En el Evangelio encontramos un pasaje estupendo que debería inspirar el comportamiento de toda comunidad a la hora de gestionar la fidelidad. En su último discurso a los discípulos, después de la resurrección, Jesús dice: “Os he dicho todas estas cosas mientras estoy todavía con vosotros. Pero el paráclito, el Espíritu … os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que os he dicho” (Juan 14,25-26). En el tiempo posterior a los fundadores, el Espíritu desempeña tres funciones fundamentales: es paráclito, enseña y recuerda. El Espíritu es el Paráclito, es decir el abogado, el defensor, el que está de nuestra parte, el que nos protege y nos salva. Además es el que nos enseña “todas las cosas”. El maestro de la edad siguiente a la del fundador es el Espíritu, el carisma mismo. Esta enseñanza se realiza a través del ejercicio de una dimensión específica de la memoria. Recordar es aquí una operación fundamental, porque no es un acto mnemónico sino un acontecimiento espiritual esencial para comprender en el tiempo presente el espíritu de las palabras antiguas, además de su letra. Recordar las palabras fundacionales es un proceso complejo y plural, que tiene varios protagonistas distintos y coesenciales: las primeras palabras históricas, el Espíritu y una comunidad capaz de recordar en el Espíritu. El error más común consiste en confundir el recuerdo en el Espíritu con la reconstrucción exacta de las palabras pronunciadas. Así las comunidades se bloquean en nombre de una fidelidad absoluta a las palabras y eso hace que se pierda su Espíritu, que es defensa y creatividad. La fidelidad perfecta y total se convierte en traición total y absoluta. En este tipo de fidelidad del recuerdo espiritual son de poca ayuda los documentos en los que se han registrado las ipsissima verba de los fundadores, que más bien acaban impidiendo el buen recuerdo del Paráclito. En el libro de Job (capítulo 19), éste invoca al Paráclito para que le defienda de Elohim, quien le había condenado injustamente. El espíritu defiende a las comunidades de sus fundadores, porque permite que sólo se recuerden las palabras y los hechos que dan vida aquí y ahora.
No todas las palabras deben ser recordadas en el Espíritu. Las herejías nacen muchas veces de palabras efectivamente pronunciadas por un fundador pero no recordadas en el espíritu. Todo buen recuerdo es siempre parcial, porque la vida y la salvación radican en recordar las pocas palabras que sólo un sabio y arriesgado proceso comunitario puede generar. Es una creación de palabras vivas y encarnadas, no un nostálgico recuerdo de acontecimientos pasados. Es revivir el mismo milagro del comienzo con palabras completamente antiguas y completamente nuevas. Las comunidades vivas y fecundas son aquellas en las que cada generación se ha atrevido a decidir qué palabras recordar y cuáles dejar descansar a la espera de un tiempo propicio para el recuerdo. En cambio, cuando falta este trabajo de recuerdo parcial, que siempre limita con la región de la traición y a veces con la cruz, las buenas intenciones de fidelidad incondicional generan inintencionadamente el peor resultado. Los Evangelios no son una crónica de todas las palabras de Jesús, sino sólo de las pocas que se recuerdan en el Espíritu. Todo carisma vive mientras la comunidad no pretenda recordar todas las palabras de los fundadores, y asuma todos los peligros del recuerdo espiritual parcial, incluso cuando los fundadores hubieran recomendado su recuerdo total. Las palabras de vida son pocas.
Esta es la hermosa paradoja de toda tradición y de toda fidelidad. No hay traición más grande que la de un hijo que decide una adhesión perfecta a los proyectos de sus padres. No hay encuentro más banal que el que satisface perfectamente nuestras expectativas, ni trabajador peor que el que ejecuta a la perfección las prescripciones del contrato de trabajo. La vida en la que sólo se realizan los proyectos de juventud se marchita en la edad adulta.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/05/2016
“Sálvami, oh Dios, de las muchas palabras”
San Agustín, De Trinitate
Los efectos más relevantes de nuestros actos no son los intencionados, sino los que se generan sin pensar o los que acaecen cuando buscamos incluso lo contrario. La raíz de esta distancia entre las intenciones y los resultados está en la imposibilidad de controlar los procesos que desencadenamos, que son más complejos y libres que nuestra capacidad de dominarlos. Todo acto nuestro es una semilla que florece, crece y muere siguiendo leyes que se nos escapan. Si los resultados de lo que nace de nosotros estuvieran inscritos en nuestra voluntad y en nuestra inteligencia y pudieran ser capturados por ellas, el mundo sería un lugar demasiado triste y pobre para vivir. Nos perderíamos las mejores sorpresas “bajo el sol”.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/05/2016
“La tensión de la existencia, el más íntimo estímulo para vivirla, reside precisamente en que cada fase es nueva, no existía antes, es única y pasa para siempre. En cuanto se deja de sentir ese estímulo para vivir la existencia, surge una sensación de monotonía que puede llegar hasta la desesperación”
Romano Guardini, Las etapas de la vida
La dimensión espiritual de la vida es tan real y concreta como la orgánica y la psíquica, por lo menos. Si, además de ser carne y huesos, no estuviéramos habitados por un soplo invisible que no podemos aferrar y que nos ama, nunca nos habríamos puesto a observar maravillados las estrellas, a escribir los versos de un poema o a honrar a los muertos. El honor, la sinceridad, la belleza, la mansedumbre y todas las bienaventuranzas son espirituales, porque ni la carne ni la sangre nos las pueden revelar.
[fulltext] =>Las etapas de la vida son también etapas del espíritu, que crece, evoluciona y cambia cada mañana; al amanecer es distinto que al acostarse por la noche. Una de las mayores pobrezas de nuestro tiempo es la negación de la vida espiritual o su reducción a mera biología o actividad psíquica. Al no ver el espíritu dentro de la carne y las emociones, tampoco hay maestros capaces de distinguir una depresión espiritual de otra psicológica. No vemos las enfermedades del espíritu y las confundimos con otras que se nos antojan parecidas. No las curamos. En el mundo hay demasiado sufrimiento espiritual no comprendido y no amado.
La vida del espíritu también tiene sus etapas, que son distintas para cada persona, como ocurre con las etapas del cuerpo o incluso más. En la evolución espiritual de las personas hay algunos acontecimientos especialmente importantes, cruciales. Uno de ellos es lo que conocemos como vocación, que no es raro y ocurre cuando un día irrumpe en el espíritu de una persona una voz que le llama por su nombre. Es un acontecimiento no anunciado, no esperado, siempre sorprendente, que cambia la vida para siempre. Estas vocaciones algunas veces adquieren formas y lenguajes religiosos y otras veces se expresan con otros lenguajes. Muchas cosas de la vida no las comprendemos porque pensamos que la vida espiritual es un asunto religioso y no una realidad primera y fundamentalmente antropológica. Muchas personas se sienten llamadas interiormente por una voz a la que no saben o no quieren llamar Dios. Esa voz existe y llama, aunque no sepamos de dónde viene. El humanismo bíblico es el seguimiento de una voz que no se ve y cuyo nombre es impronunciable. Sólo los ídolos tienen nombres y rostros evidentes, pero están mudos.
Cuando una persona vive un auténtico encuentro espiritual, su paso por las distintas etapas de la vida se enriquece y se complica. En primer lugar, ocurra este encuentro a la edad que ocurra, siempre genera una extraordinaria experiencia de juventud. Nada nos rejuvenece tanto como una vocación adulta. La vocación es el único elixir de la juventud disponible bajo el sol, mucho más potente y radical que enamorarse o ser abuelos. Es alimentarse verdaderamente del árbol de la vida. Esta juventud del espíritu produce efectos inmediatos también en la dimensión psicológica y a veces en la corporal. Las limitaciones dejan de sentirse, la melancolía y el cinismo desaparecen y el mundo se convierte en un lugar que puede cambiar y mejorar. Los ojos, sobre todo, brillan con una luminosidad típica e inconfundible. Tal vez sea esta la belleza más evidente de la juventud, que resulta maravillosa cuando se trata de la juventud del espíritu. En este sentido, toda vocación es bautismo, muerte y resurrección. Es renacer, regresar de adultos al seno de otra madre.
Pero la vocación, con su juventud característica, es especialmente delicada cuando las personas son jóvenes también en edad. La juventud del cuerpo, combinada con la del espíritu, desencadena una energía potentísima que permite grandezas y locuras que sólo un joven tocado en el espíritu puede realizar. Produce una generosidad sin límites, una docilidad infinita. Todo se puede y se quiere hacer. Esta combinación de juventudes diversas genera además otro efecto: alarga el tiempo histórico de la juventud. Aquellos que reciben una vocación de jóvenes también reciben el don de una juventud más larga. El encanto luminoso de los ojos dura mucho tiempo, largos años durante los cuales se sigue siendo realmente joven, niño evangélico. En cierto sentido, se sigue siendo un poco niño toda la vida. Esta juventud será tanto más larga cuanto más fuerte haya sido la llamada y más grandes los talentos naturales y morales de la persona. Una larga y buena juventud natural-espiritual casi siempre es presagio de una hermosa y larga vida adulta y de una vejez dilatada y buena. Es la prenda de un gran don que vendrá. Se retrasa la llegada de la vida adulta pero, cuando llega, ésta puede ser bellísima y muy fecunda.
La capacidad que tenga el futuro de mantener las promesas de la larga y espléndida juventud vocacional dependerá mucho del uso que los responsables de las comunidades, organizaciones y movimientos ideales o carismáticos hagan de la generosidad infinita del tiempo de la juventud. El papel de aquellos que tienen responsabilidad y autoridad sobre una persona en esta etapa de la vida, es difícil y delicado. Deben a toda costa mantener el encanto, porque una juventud poco realista, encantada, idealista e inexperta es un bien común raro y de gran valor. Pero deben estar muy atentos porque si la infancia espiritual bloquea el desarrollo humano y psicológico, lo que puede ocurrir es que uno, después de una larga juventud, se despierte un día viejo sin haber sido nunca adulto.
El trabajo tiene mucho que ver con este típico “riesgo educativo”. La generosidad y el heroísmo característicos de estos jóvenes les llevan con frecuencia a descuidar o a no dar valor a los estudios o a la profesión anterior y futura, pues domina en ellos el fuerte deseo de consagrarse por entero a la nueva realidad. Así, la vocación, en lugar de servir y potenciar los talentos humanos y laborales, con el tiempo, demasiadas veces se transforma en una especie de profesión en sí misma, que absorbe todo lo demás.
No es casual que en el ADN de las primeras experiencias monásticas esté el ora et labora. También los primeros franciscanos vivían por lo general de su trabajo. Muchas reformas de la vida monástica fueron sobre todo reformas del trabajo, porque con el tiempo el ora tendía a devorar al labora. El ora ayuda al labora, pero también el trabajo es una ayuda para la vida espiritual, porque es, en sí mismo, una actividad espiritual y carismática. Esto lo saben muy bien todos aquellos que han logrado salvar y desempeñar un trabajo viviendo dentro de una comunidad carismática. Lo saben siempre que hayan realizado un trabajo de verdad, pues cuando una vocación se desarrolla dentro de una comunidad ideal es muy difícil trabajar de verdad. Es habitual hacer muchos “trabajillos” para ganarse la vida o para mantenerse ocupados, pero es difícil trabajar de verdad, con los tiempos, las responsabilidades, la disciplina y el esfuerzo del trabajo.
En la raíz de este error, grave y frecuente en la formación de las vocaciones jóvenes, hay una visión aristocrática y gnóstica que considera que las actividades “espirituales” son superiores a las laborales, como si una liturgia o una Misa fueran siempre y por naturaleza actividades más morales y dignas que una hora transcurrida simplemente trabajando. Algunas exégesis creativas del episodio evangélico de “Marta y María” apoyan esta tesis. No debe sorprendernos que una de las crisis más comunes y también más infravaloradas de la vida religiosa adulta tenga su origen en la falta de desarrollo de la dimensión laboral durante la juventud. El trabajo es visto como un mal necesario, que quita un tiempo precioso al único “trabajo” bueno de la misión. Puede haber oficios inherentes o intrínsecos a la misión (como, por ejemplo, enseñar o curar). En esos casos es todavía más importante cuidar la dimensión del trabajo distinto, sin usarla instrumentalmente para los fines de la misión, sin desnaturalizarla. Sólo un trabajo amado y respetado puede ser un día abandonado, cuando la misma vida nos llame a otro lugar. Siempre nos “apegamos” al trabajo mal hecho, cuando se convierte en “siervo” o en “patrón”. En cambio, si vemos y reconocemos el trabajo como lo que verdaderamente es, podemos dejarlo con la misma dolorosa dignidad con la que se deja libre a un hijo para que siga un camino que no nos parece el mejor para él.
Entonces, trabajar de verdad es verdadera laicidad, es decir expresión de ser simplemente hombres y mujeres. El trabajo es la posibilidad de sentir y escuchar el latido del corazón de la propia ciudad, del propio tiempo y de la propia gente de verdad.
No siempre es posible tener un trabajo de verdad en la vida. Pero hay que vivir el no-trabajo como una indigencia, no como un privilegio ni como una elección. Sufrir por no haber sido un trabajador y a veces sentirse curado por dentro gracias a ese sufrimiento. Un responsable de comunidad que haya trabajado de verdad o que haya sufrido por no haber podido hacerlo, se encargará de que los jóvenes que lleguen a su comunidad siguiendo una vocación puedan recibir el don de hacer bien un trabajo de verdad. Tal vez por unos años, por poco tiempo, pero un trabajo de verdad, no “trabajillos”.
Un día, al salir de Misa, me encontré con un obrero que estaba reparando una avería en el alcantarillado. Le di las gracias por su trabajo y en ese agradecimiento sentí el mismo sabor eucarístico (eu-charis). Cuando separamos el pan del altar y el trabajo que lo engendra, rompemos el puente que une el templo y la ciudad, nuestros cultos no salvan a nadie. Si el pan y el vino pueden convertirse en sacramento de muerte y resurrección es porque ya eran muerte y resurrección cuando se convirtieron en comida y bebida gracias a nuestro trabajo. En cambio, cuando la eucaristía pierde el contacto con la gratitud por el trabajo de verdad, dejamos de entenderla y el pan no se multiplica ni sacia a la multitud. Una sociedad que no ve el trabajo se queda sin categorías antropológicas y espirituales para ver y entender el misterio de la Eucaristía. Quienes conocen el esfuerzo y la belleza del trabajo que transforma la uva y la harina en vino y en pan pueden comprender el valor de entregarlos en el altar. La Eucaristía es un acontecimiento auténticamente humano y social si es fruto de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre. Y si al pasar por las etapas de la vida perdemos el sentido de la Eucaristía, podremos recuperarlo aprendiendo de nuevo a trabajar. Nuestro trabajo de cada día es la levadura de todo pan.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/05/2016
“La tensión de la existencia, el más íntimo estímulo para vivirla, reside precisamente en que cada fase es nueva, no existía antes, es única y pasa para siempre. En cuanto se deja de sentir ese estímulo para vivir la existencia, surge una sensación de monotonía que puede llegar hasta la desesperación”
Romano Guardini, Las etapas de la vida
La dimensión espiritual de la vida es tan real y concreta como la orgánica y la psíquica, por lo menos. Si, además de ser carne y huesos, no estuviéramos habitados por un soplo invisible que no podemos aferrar y que nos ama, nunca nos habríamos puesto a observar maravillados las estrellas, a escribir los versos de un poema o a honrar a los muertos. El honor, la sinceridad, la belleza, la mansedumbre y todas las bienaventuranzas son espirituales, porque ni la carne ni la sangre nos las pueden revelar.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (76 KB) el 15/05/2016
“La madurez lo es todo”
W. Shakespeare, El rey Lear
Hacerse adultos es una experiencia maravillosa. Este hecho, totalmente espiritual y moral, engendra una alegría que es capaz de compensar e incluso superar la natural tristeza que acompaña el final de la juventud y sus típicas bellezas. Las formas y los tiempos de la madurez, inscritos en la carne y en la historia de cada uno, son muchos y muy diversos.
[fulltext] =>Esta experiencia no es sencilla ni previsible bajo ninguna condición o estado de vida. Pero cuando además se trata de personas que viven y crecen dentro de comunidades ideales o carismáticas, la metamorfosis de la madurez es un momento crucial con un alto riesgo de fracaso. Esta fase afecta al corazón de la vocación misma, que cambia radicalmente, incluso en aspectos que anteriormente parecían absolutos e inmutables.
La entrada en la madurez adquiere la forma de una crisis, que se manifiesta como malestar, crítica y tensión con respecto a la comunidad que nos ha visto crecer y florecer. Después de muchos años luminosos y serenos, un día la mirada del corazón cambia, y la “casa” en la que despuntó nuestra historia más grande comienza a cambiar de aspecto. Dejamos de sentirla como un lugar bueno y amigable. La intimidad se convierte en extrañeza y algo se nos rompe por dentro. Lo que antes nos parecía hermoso y nos llenaba de orgullo hasta tal punto que no podíamos dejar de hablar de ello con los amigos y compañeros, ahora se nos antoja distante, incómodo y frío. La puerta que abrimos por la tarde, al volver del trabajo, es la misma pero ya no entramos en casa.
No es difícil entender por qué. Cuando una persona realiza una fuerte experiencia ideal y por consiguiente vocacional, al principio se identifica completamente con la comunidad donde la vive y la conserva. En ella ve encarnada la misma voz luminosa de la llamada. La idealiza hasta hacerla coincidir con el ideal mismo. La ve perfecta, infalible, un eskaton anticipado. Si así no fuera, ninguna historia de amor verdaderamente grande podría comenzar. Para que la crítica de la edad adulta sea generativa, es necesario que en la juventud que la precede haya habido un amor incondicional por la comunidad, sentida y vivida como lo más hermoso y grande. A veces el proceso de la crisis es lento y dura muchos y dolorosos años. Otras veces, en cambio, es muy rápido y en unas pocas semanas o meses el alma se llena de un profundo sufrimiento espiritual que, en muchos casos, afecta también al cuerpo y a la psique.
Para permanecer dentro de la misma comunidad de la vocación primera, hay que entender que todo lo que está ocurriendo es muy bueno, una bendición. Son los dolores de un buen parto a la vida adulta. El pasado no es un simple engaño, sino la bella infancia de nuestra vida, aunque necesariamente distinta de como la soñamos. Así podemos, al fin, acoger y amar la idealización de la juventud, como se aman los recuerdos más bellos de la infancia. Y dar gracias a la vida y a todos aquellos que nos han puesto en condiciones de libertad para poder llegar a vivir la crisis de la madurez. La herida se convierte en una gran bendición. Después, el camino sigue con una nueva madurez y una nueva libertad. Dejamos de ser hijos y pasamos a ser padres y madres de la propia comunidad. Entonces comienza una segunda y espléndida parte de la vida, donde los frutos tienen otro sabor. Uno de los espectáculos más sorprendentes de la tierra es la belleza y la fecundidad de las personas que recibieron en su juventud una gran vocación y han logrado hacerse adultas.
Pero éste no es un espectáculo muy frecuente. En muchos casos, las vocaciones, por muy grandes, auténticas y sinceras que sean, no llegan a esa bendita crisis de la madurez. Enferman de una enfermedad tan grave como común.
Para entender la naturaleza de esta enfermedad, hay que tener en cuenta que, cuando una persona recibe una vocación, siente una tendencia invencible a no desear otra cosa que no sea responder a esa voz fuerte, clara e infinita. Todos los talentos, las pasiones, los intereses y los afectos se orientan en la misma y única dirección. Nada hay que tenga más valor, todo se considera paja. Precisamente en esos momentos maravillosos, cuando la sed de infinito y el deseo de paraíso absorben las mejores energías, es cuando aparece esta típica enfermedad. La vocación es una llamada a la persona entera, con todas sus dotes humanas. Y sólo madura bien si a ella responde la persona entera. En cambio, si la identidad está constituida por una única dimensión, enferma. Francisco es un joven que tenía muchos amigos y amigas y disfrutaba con la música, los estudios y la montaña. Después de encontrarse con la Voz, su único interés es responder a la llamada. Sólo piensa en hacerse monje benedictino. Eso es lo único que quiere y pide. No entiende que la llamada quiere que florezca todo el campo de su vida: la música, los estudios, los amigos, la montaña..., todas las pasiones buenas, y todos los talentos, que están llamados a multiplicarse y transcenderse, pues cuando no brotan acaban infectándose y envenenando todo el cuerpo.
Para que un camino vocacional pueda comenzar, todas las dimensiones de la vida se orientan a esta dimensión nueva y principal. Pero si la operación acaba en reduccionismo, la persona se marchita y se apaga. Esta es una gran paradoja de todas las vocaciones verdaderas. Al principio del camino, la persona no sabe, no puede y, en cierto sentido, tampoco “debe” saber que toda la belleza del mundo y del cielo que busca se encuentra en toda la tierra y en todo el cielo. No puede saber que su vida sólo florecerá si no permite que la primera dimensión vocacional absorba y “se coma” todo lo demás. No lo sabe y no puede saberlo. Pero los sabios responsables de su comunidad sí que deben saberlo. Saben o deben saber que, para que una vocación florezca y dé frutos maduros, la persona, desde el alba de su nuevo día, debe tener la posibilidad de desarrollar todas las dimensiones de su identidad, que siempre es múltiple: ningún marido es sólo un marido, ningún artista es sólo un artista, ningún religioso es sólo un religioso. Ningún religioso es un buen religioso si es sólo un religioso. Así pues, deben hacer todo lo posible para que evitar que esa mujer joven y bella se convierta con el tiempo en una persona con una sola dimensión, aunque sea ella misma quien lo desee y lo pida con todas sus fuerzas. Deben proteger su vocación de la reducción a un monocultivo intensivo que le llevaría a agotar las sustancias de las que se nutre. Toda vocación, para generar vida, necesita el tiempo y el espacio libre del barbecho, necesita florecer en otros campos distintos a los previstos y dar vida a nuevos injertos y esquejes. Si el jardín donde cultivamos nuestra vida no coincide con toda la tierra, es demasiado pequeño. Si el techo de la casa no llega a tocar el cielo, no es bastante alto.
Pero este tipo de sabiduría escasea en las comunidades ideales y carismáticas, porque resulta demasiado arriesgado y libre para convivir con las reglas y los procedimientos del buen gobierno “prudente”. Demasiadas veces, en lugar de ayudar a ensanchar el corazón y abrir las ventanas de la casa, los responsables fomentan el monocultivo y lo proponen como único camino bueno para que la vocación tenga bases sólidas. Así las personas, sobre todo las mejores y más radicales, se ven impulsadas a “sacrificar” todas las dimensiones de su propia humanidad para desarrollar sólo una, que algunos años después morirá por falta de alimento. La única formación que se recibe es la que resulta útil para esa única dimensión. Todas las lecturas y todos los textos permitidos se parecen demasiado. Todos los invitados a los “ejercicios espirituales” son expertos en espiritualidad y teología. Las restantes bellezas de la vida se van quedando en el trasfondo. La vida se empobrece, pues va perdiendo progresiva y radicalmente biodiversidad, fecundidad y capacidad de generar.
El paisaje del alma y el de la vida social se van simplificando progresiva y sistemáticamente. Del portal del alma, como de las comunidades, van desapareciendo los pastores, las ovejas, los reyes magos y los labradores, hasta que sólo queda una cueva, cada vez más grande, de la que pronto llegan a suprimirse también el buey, la mula y, a veces, incluso San José. Algo parecido les ocurre a las parejas que se consumen mutuamente y se marchitan por falta de aire y de sol.
A las vocaciones con una sola dimensión también les llega una gran crisis, pero radicalmente distinta de la crisis buena de la madurez. Los que mejor perciben estas crisis son los que las observan desde fuera: los amigos, los padres y los hermanos y hermanas. Éstos ven cómo sus amigos y sus hijos se van marchitando y de sus ojos desaparece el brillo de los primeros años. Los que están dentro no terminan de comprender lo que sucede, porque no cuentan con las categorías necesarias para interpretarlo correctamente. Notan que disminuye la capacidad de generar, la alegría y el entusiasmo por la vida, pero para interpretarlo usan el mismo repertorio “espiritual”. Buscan la solución en los mismos textos y en las mismas fuentes que, sin embargo, se agotaron hace tiempo. Se trata de experiencias de un gran dolor mutuo de las que es muy difícil salir.
Las comunidades que no saben generar las primeras crisis buenas de la madurez inevitablemente se ven avocadas a gestionar sólo las crisis malas del agostamiento. Es la ley de la vida, también de esa vida extraordinaria que nace de nuestros ideales más grandes.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (76 KB) el 15/05/2016
“La madurez lo es todo”
W. Shakespeare, El rey Lear
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/05/2016
“En la educación, lo que más debe importarnos es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor por la vida. … ¿Y qué es la vocación de un ser humano sino la más alta expresión de su amor por la vida?”
Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes
Toda vocación es, antes que nada, una experiencia de belleza radical, un encuentro maravilloso. Una vez conocida esta belleza, se anhela durante toda la vida. Este encuentro ocurre sólo una vez, pero es tan fuerte y radical que cambia la vida para siempre. En ese momento, la persona realiza la experiencia más sublime: comprende quién es de verdad, lo hermosa y grande que es. Se siente como un tabernáculo del infinito, pequeño y a la vez inmenso.
[fulltext] =>Por eso, estas vocaciones y estas ‘promesas’ son irrevocables. Es posible salirse de un convento o dejar de pintar por exceso de dolor, pero no es posible salir de esa belleza primera, sencillamente porque esa vocación somos nosotros mismos, nuestra parte más viva y verdadera. Ese día tenemos la sensación cierta de que todo el mundo ha sido creado sólo para nosotros, para mí. Algunos niños, durante la infancia, viven una experiencia especial: tienen la impresión de estar dentro de una película de dibujos animados o una comedia, donde los padres, los amigos, los profesores y las personas que les rodean interpretan un guión escrito única y exclusivamente para su felicidad. Cuando llega el día de la vocación, esta experiencia de la infancia revive y entonces sentimos, con seguridad, que todo lo que nos rodea ha sido creado como un don para nosotros, para mí. Todo, dentro y fuera, es un único, inmenso y admirable espectáculo de belleza amante, infalible y evidente. La calidad de una existencia y de sus frutos depende totalmente de este encuentro. Casi todo se encuentra ya allí. Estas epifanías de belleza son especialmente fuertes y puras en las vocaciones artísticas y religiosas. Pero la misma experiencia se repite, bajo distintas formas, en las verdaderas vocaciones profesionales y científicas, o en el encuentro decisivo con la persona que se convertirá en nuestra mujer o en nuestro marido.
Es una llamada a desempeñar una misión, una tarea, un destino; a ocupar nuestro lugar en el mundo. Es salir de casa hacia la tierra prometida, para construir un arca de salvación, para liberar esclavos, aunque sea sólo uno.
Si nosotros somos la vocación, ésta crece con nosotros, va adquiriendo las características de nuestros talentos, de nuestro trabajo, sencillamente de nuestra vida. Cuando la vocación se desarrolla dentro de una comunidad, un elemento decisivo es la relación entre nuestra vocación, la de aquellos con quienes vivimos y la institución en la que nace y crece. Aquí se juega, en buena medida, casi todo el florecimiento de la vocación. Muchas vocaciones se marchitan o se apagan porque en un momento determinado se estropea la dinámica individuo-comunidad, debido a una mala gestión de la distancia que se crea a lo largo del tiempo entre el desarrollo de la propia vocación y el de la comunidad. Esta distancia creciente es inevitable, porque cada vocación es única e irrepetible y, por consiguiente, sus formas y sus tiempos de desarrollo no pueden coincidir nunca con las formas y los modos de la comunidad, puesto que cuando coinciden se detiene el desarrollo de la persona y de la comunidad. La vida se genera y se regenera en los desvíos, en las grietas, donde no todo está alineado. Así pues, el bloqueo del florecimiento de una vocación no depende de esta distancia, que es muy saludable, sino de su ejercicio. Y es precisamente ahí donde se cometen los errores más graves.
El error más común, con mucho, lo cometen los responsables de la comunidad, cuando para superar la incomodidad y la dificultad de gestionar el alejamiento entre las formas y los modos con que la persona individual vive su vocación y las que se consideran ‘normales’, simplemente piden a la persona que se uniforme con los tiempos y los modos de la comunidad, perdiendo lo que constituía su nota original. Así se pierde de vista lo que los filósofos medievales llamaban heceidad, es decir la dimensión de la vida gracias a la cual la margarita que veo ahora es esta margarita y no simplemente una margarita. Eso me permite ver a Juana y no sólo a la monja franciscana que también es. Las personas son concretas, nunca abstractas, y la dimensión más concreta de toda existencia es precisamente su vocación. La primera abstracción equivocada es la idea misma de comunidad. Las comunidades están formadas por personas muy diversas. Cuando esto se olvida, se calcula una especie de media que se convierte en un ‘nosotros’ muy abstracto, con respecto al cual se miden las desviaciones y los errores de los caminos que siguen las personas individuales concretas. Es una operación tan corriente como peligrosa, porque en nombre de un abstracto bien común las personas concretas se marchitan. A lo mejor es posible construir personas que coincidan con la media, lástima que en el proceso de transformación se pierda precisamente la parte mejor de la persona y, con ella, de la comunidad.
La tentación-equivocación de olvidar la heceidad es muy frecuente, puesto que las comunidades cuentan con los instrumentos necesarios para obtener esta conformación dentro de su propio repertorio. Las constituciones, estatutos, reglamentos, decisiones y acuerdos de los órganos de dirección tienen la finalidad de mantener en el tiempo la unidad de la comunidad, así como facilitar el gobierno del cuerpo evitando que se disperse y deshilache entre las múltiples interpretaciones distintas y con frecuencia discordantes de sus diferentes miembros. Pero, si son sabios, los gobernantes saben que el ejercicio efectivo de este poder debe ser muy poco frecuente, porque casi siempre una vocación reducida a la conformidad acaba perdiendo su esplendor y su libertad, su belleza más sublime.
Cuando se desaconsejan o se reprimen los caminos individuales, laterales y tangenciales, revive el mito de Procusto, que amputaba a sus ‘huéspedes’ las piernas que sobresalían de la cama y estiraba las que eran demasiado cortas. Las comunidades-Procusto utilizan los reglamentos, los estatutos y las palabras de los fundadores como materiales para construir una cama de talla única, en la que obligan a meterse a todos, sin respetar las distintas medidas vocacionales de las personas. Un aspecto crucial hace que este proceso reduccionista sea muy común y en cierto sentido inevitable: el papel de la persona individual. El receptor de la vocación comienza a comprimir su propia alma para que quepa en la ‘cama media’ comunitaria de medida única, realizando incluso verdaderas auto-amputaciones voluntarias de la diferencia entre la propia medida vocacional y la que pide la comunidad. La sabiduría más valiosa y rara del responsable de una comunidad vocacional consiste en impedir esos procesos autodestructivos, aunque procedan de las propias personas que, sobre todo en los primeros años, obtienen un cierto bienestar de su adecuación a la cultura media. La verdadera responsabilidad ante una vocación, sobre todo si es joven, consiste en ayudarla a no perder su propia excedencia, a cultivar y conservar su propia unicidad. Cuando no se refuerza la heceidad vocacional, o cuando incluso se la combate, las vocaciones no mantienen en el tiempo su promesa de belleza y acaban mal. Las auroras no alcanzan el mediodía, las primaveras no llegan a conocer la estación de los frutos maduros.
Por el contrario, una organización o comunidad virtuosa se parece a un buen artesano, que construye la ‘cama’ a la medida de la persona real. Las personas con distintas vocaciones hacen comunidades fecundas. Son difíciles de gestionar, como la vida, como los hijos. Pero son espléndidas, como la vida, como los hijos. Sólo las personas, en su misterio, contienen el principio activo de la evolución de las comunidades y del cumplimiento de su carisma. El síndrome de Procusto acaba amputando el futuro de todos. La suerte de estas tristes comunidades está escrita en el epílogo del propio mito: Procusto, tras ser capturado, muere bajo el mismo suplicio con que torturaba a sus víctimas.
Otras veces, una vocación puede bloquearse debido a una relación errónea con el pasado, con la primera belleza. La finalidad del primer encuentro era revelarnos nuestro lugar en el mundo (como dice la palabra, toda re-velación supone quitar y volver a poner un velo). Lo que más cuesta de conservar una vocación es resistirse a la nostalgia por la ausencia de la primera belleza, evitar darse la vuelta para buscar el origen. Por las noches soñamos con el viejo encuentro, volvemos muchas veces al lugar donde ocurrió, miramos las fotos y leemos las cartas y los diarios de los primeros tiempos. Pero no ocurre nada, el milagro no vuelve, porque no puede volver. Hasta que un día comenzamos dulcemente a comprender que la antigua belleza no está detrás de nosotros, sino sencillamente delante y a nuestro alrededor. No se trata del regreso de Ulises, sino de la marcha de Abraham.
A veces esta nueva, fascinante y libérrima fase de la vida comienza con el descubrimiento de la belleza de la naturaleza. Después de cincuenta años viviendo en el campo, un día descubrimos las flores. Las miramos y podemos verlas por dentro. Volvemos a ver la misma belleza que nos encantó y nos inflamó. En el brote de un cardo podemos apreciar toda la belleza del universo, reconocer la belleza primera que no había llegado a desaparecer de nuestra tierra.
Para terminar, hay una gran esperanza: este itinerario de nueva belleza puede darse también dentro de las comunidades-Procusto, aunque hayan perdido mucha excedencia, siempre que quede algo, aunque no sea más que el recuerdo de la primera plenitud. Y, como ocurre con las plantas, a partir de un pequeño resto vivo, pueden empezar de nuevo a florecer.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/05/2016
“En la educación, lo que más debe importarnos es que a nuestros hijos no les falte nunca el amor por la vida. … ¿Y qué es la vocación de un ser humano sino la más alta expresión de su amor por la vida?”
Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes
Toda vocación es, antes que nada, una experiencia de belleza radical, un encuentro maravilloso. Una vez conocida esta belleza, se anhela durante toda la vida. Este encuentro ocurre sólo una vez, pero es tan fuerte y radical que cambia la vida para siempre. En ese momento, la persona realiza la experiencia más sublime: comprende quién es de verdad, lo hermosa y grande que es. Se siente como un tabernáculo del infinito, pequeño y a la vez inmenso.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/04/2016
"Algunos valores humanos son inseparables de la vulnerabilidad. Hay una excelencia social por naturaleza y dependiente de los otros, cuya esencia no está en aferrar, retener, atrapar y controlar, sino en dejar un espacio importante a la apertura, a la receptividad y a la maravilla."
Martha Nussbaum, La fragilidad del bien
Las organizaciones son organismos vivos que evolucionan y cambian a lo largo del tiempo. Muchas transformaciones son buenas y generan vida. Otras no lo son tanto y conducen a infelices senderos de declive.
[fulltext] =>Algunas actividades, que al principio nacieron en función de la misión, con el tiempo terminan convirtiéndose en fines en lugar de seguir siendo medios. Para aprovechar oportunidades o para responder a alguna necesidad, se ponen en marcha actividades accesorias que después, progresivamente y casi siempre de forma no intencionada, van absorbiendo energías y recursos que en otro tiempo se destinaban a desarrollar la misión originaria. En este fenómeno, como en otros muchos, es casi imposible reconocer el límite entre lo que está bien, lo que está menos bien y lo que está mal, porque todos crecen juntos, conviviendo uno dentro del otro, y cuando el “mal” se hace claro y visible casi siempre es demasiado tarde para intervenir con eficacia. La organización y las personas cambian juntas. Para que la identidad originaria se mantenga viva y fecunda, debe ser capaz de co-evolucionar con las personas. Pero si se supera el invisible pero muy real "punto crítico", el fruto del cambio terminará envenenando la identidad. Esta paradoja esconde buena parte de la calidad y de los resultados de los procesos evolutivos de las organizaciones.
El cambio de misión y la tensión entre medios y fines son hechos importantes para cualquier forma de vida organizada, pero para las realidades nacidas a partir de ideales, carismas y “misiones” grandes y complejas, son decisivos. En estos casos, el cambio de misión no es sólo un proceso delicado, sino que puede conducir incluso a su muerte.
En estas comunidades y movimientos, la muerte puede llegar mediante la transformación en otra cosa demasiado distinta del carisma originario. A veces la muerte puede llegar incluso aunque la organización goce de buena salud. Una escuela nacida de un carisma educativo puede morir porque tiene que cerrar, pero también puede morir carismáticamente si se convierte, día tras día, en una institución sin contacto con la misión originaria. Seguirá dando frutos, pero sus frutos tendrán otro sabor. Puede ocurrir que la comunidad no se dé cuenta de que los frutos que genera y de los que se alimenta han cambiado de sabor, si su paladar se ha ido adaptando progresivamente a ellos. Resulta que nació para promover una causa o estar al servicio de un ideal y acaba promoviendo y sirviendo a otro o a otros. La sirvienta se convirtió en señora.
Supongamos que ayer se fundó una empresa de calzado únicamente como un medio para obtener beneficios (evento muy raro). Si cambia al sector de los bolsos, después al deportivo y finalmente al financiero-especulativo, su naturaleza no cambiará sustancialmente. Es frecuente que una actividad nacida como accesoria (por ejemplo: productos para los zapatos) se convierta progresivamente en la actividad principal. En todos estos casos, la misión (obtener beneficios) sigue siendo coherente, sólo cambian los modos y los medios para encarnarla.
Las cosas son radicalmente distintas si, en lugar de estar ante una empresa, nos encontramos ante una orden religiosa misionera, que fundó cien años atrás un hospital para servir a los pobres y anunciar el Evangelio. En este caso, no podremos quedarnos demasiado tranquilos si con el paso del tiempo el hospital se va haciendo cada vez más grande y eficiente, si va drenando recursos económicos, espirituales y humanos, y se va alejando cada vez más del Evangelio y de los pobres, hasta que un día, cuando el hospital sea tan bello y caro que únicamente pueda curar a clientes ricos, desaparezca del todo. Es una pena que para crecer y hacerse tan grande haya consumido casi todas las energías de la comunidad. En este caso, la transmutación de los medios en fines puede sencillamente llevar a la muerte de la misión originaria, si la obra-hijo se va comiendo a su progenitor día tras día.
Es muy difícil gestionar un proceso como este, porque estas organizaciones diferentes viven y crecen con una radical incertidumbre acerca de su futuro, que sólo se les revela cuando el mañana se convierte en hoy. Cuando se crea una obra o se abre una comunidad en un nuevo país, nadie sabe bien a dónde conducirá esa nueva fundación, porque en las realidades ideales y carismáticas la principal indigencia es ignorar el punto de llegada del camino.
El único conocimiento dado es el del origen, y también este es imperfecto y parcial. Es como uno de aquellos antiguos mensajeros, que llevaban escrito en la nuca el mensaje que debían transmitir. El verdadero nombre de las comunidades nacidas de algún carisma sólo se desvela cuando hay alguien que lo lee y lo explica. El destinatario de los mensajes no es la comunidad que lo lleva y lo transmite. El descubrimiento de la identidad no es nunca una operación narcisista, sino un don que recibimos de quien sabe vernos de otra manera. Un carisma no se da nunca para el auto-consumo de la comunidad que lo encarna. Cuando ya no sentimos la necesidad de que alguien, distinto de nosotros, lea el mensaje que llevamos escrito en la nuca sino que buscamos espejos para interpretarnos a nosotros mismos, entonces los carismas se convierten en asuntos mínimos, socialmente irrelevantes, incluso dañinos, y pronto se apagan.
Así pues, cuando nace una nueva obra de una comunidad, no podemos saber si ese “hijo” será el que cumplirá la promesa o el que nos matará sin quererlo ni saberlo. No sabemos si será Isaac o Edipo. No podemos conocer su destino mientras no se realice desarrollándose entre ambivalencias, contradicciones y encuentros en las encrucijadas de la historia. Pero en otras ocasiones, las obras y actividades no son las que desnaturalizan a las comunidades ideales causándoles la muerte. En algunos casos, es la misma comunidad, hija del carisma, la que lo termina matando.
Puede tratarse de falsos reformadores, reformas no realizadas o pospuestas, o crisis tan radicales y devastadoras que no pueden superarse. En ese caso, las generaciones posteriores a la de la fundación no logran conservar ni hacer crecer el carisma. El fundador engendra hijos que acaban matando al carisma que han recibido en herencia.
Lo que más temen los fundadores de una comunidad u organización con motivación ideal es que la generación siguiente, la de sus “hijos”, pierda y traicione la identidad carismática. Este temor está en los cromosomas de toda buena fundación y su ausencia simplemente revela que no se trataba de un carisma sino de una organización ordinaria. Pero el fundador sabe, o debería saber, que el error verdaderamente mortal consiste en transformar el miedo natural en fobia o en pánico, bloqueando e impidiendo de este modo que la experiencia originaria pueda continuar.
La exposición a la desnaturalización de la misión y del carisma originario es una precondición para su cumplimiento, fecundidad y buen crecimiento. En la fundación de una realidad ideal o carismática, siempre hay un momento en el que los fundadores pasan a través de esta prueba concreta y decisiva. La posibilidad de continuar la experiencia carismática más allá del fundador y, por consiguiente, pasar el carisma de una generación a otra, reside casi por completo en la capacidad para gestionar esta tensión vital, inevitable y decisiva. El fundador debe vencer la tentación de no poner a la generación que le suceda en condiciones de nacer de verdad, de vivir y de crecer. En cada hijo se puede esconder Edipo, en cada hijo se esconde Edipo. En cada hijo se puede esconder Isaac, en cada hijo se esconde Isaac.
La última y más grande tentación de toda fundación carismática consiste en impedir el nacimiento del “hijo” por miedo a que mate al padre. El fundador identifica de tal manera el carisma con su persona que lo blinda para hacerlo intransmisible, impidiéndole así que renazca muchas veces en muchas generaciones. En ese caso, el carisma muere junto con el fundador. Muchas comunidades han muerto simplemente así, por falta de generosidad, por no poder engendrar verdaderamente. Cuanto más grande es un carisma, más fuerte es la tentación de no engendrar por miedo a morir. La fundación de una comunidad no puede sustraerse nunca al riesgo de degenerar, porque si lo hace es seguro que degenera. Si evoluciona, puede que se pierda a lo largo del camino, pero si se le impide evolucionar, es seguro que se pierde.
Las comunidades se generan y se regeneran cuando quien las ha fundado o refundado es capaz de dejar que nazcan otros hombres o mujeres que se hagan tan libres como para dar su vida por la misma “misión” de los fundadores. En esta libertad se esconde también la posibilidad de abusar, desnaturalizar, herir e incluso matar el don. Sin este don de libertad, que es radicalmente arriesgado y vulnerable, los carismas no florecen con el tiempo y se marchitan por falta de hijos, o porque los hijos engendrados y criados sin esta libertad son demasiado “pequeños” como para poder repetir los milagros de la primera generación. Sólo la confianza arriesgada y vulnerable tiene la capacidad de engendrar lo que los carismas necesitan para poder seguir floreciendo.
El admirable misterio de la transmisión de dones entre generaciones habita en el espacio abierto por la tensión vital entre la confianza y la traición. Nuestros hijos sólo pueden ser mejores que nosotros si les damos libertad para poder convertirse en peores que nosotros, para traicionar nuestros sueños y nuestras promesas. Es posible que no exista don mayor que este.
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“Grave y terrible error fue la invención de las cruces”
Evangelio de Tomás
Los procesos de cambio en las organizaciones con motivación ideal y comunidades carismáticas son especialmente complejos y delicados. A diferencia de lo que ocurre en muchas organizaciones económicas o burocráticas, donde el cambio está planificado y orientado para alcanzar los objetivos que establecen sus propietarios, en las realidades ideales la reforma es un camino hacia lo desconocido.
[fulltext] =>Si el que se autoproclama reformador es un falso profeta, se presentará como portador de certezas acerca del cambio, como alguien que conoce el bien que le espera a la comunidad al final del camino que él mismo desea, quiere y propicia, como un ángel portador sólo de luz.
Uno de los elementos que complican y dificultan la superación de las crisis en las comunidades ideales y carismáticas es la aparición de falsos reformadores. Cuando la comunidad está tan apagada que ni siquiera advierte la necesidad de la reforma, de ella no surgen “profetas”, ni buenos ni malos. En cambio, si la comunidad está viva, los buenos y los malos profetas surgen juntos y su número es mayor cuanto más vivo y fecundo es el carisma originario. La abundancia de falsos profetas es también un signo de vitalidad de una comunidad. Cuanta más luz hay en un carisma, más frecuentes, sutiles y peligrosas son las herejías gnósticas. En las iglesias primitivas pululaban los apóstoles y los falsos profetas. Así pues, no debemos cometer el error de pensar que los buenos profetas sólo surgen en las fases positivas y los malos en las crisis, porque la realidad histórica nos dice exactamente lo contrario. La misma fertilidad espiritual del cristianismo de los orígenes generó a Pablo de Tarso y a Simón el Mago.
Las falsas profecías asumen muchas formas históricas concretas. En las comunidades ideales y/o carismáticas, las falsas profecías y las falsas reformas más solapadas y perniciosas son las que recurren al registro de la luz. Son variantes y actualizaciones de la antigua herejía gnóstica, porque se presentan como un ofrecimiento de una luz nueva y un conocimiento distinto. El gnosticismo, en sus variadas y múltiples expresiones, fue el principal enemigo ideológico del cristianismo de los primeros siglos. Penetró en muchas comunidades, e incluso podría haber resultado mortal si no hubiera sido duramente combatido y vencido gracias a la acción de los mejores profetas y teólogos, desde Ireneo hasta Agustín.
Las experiencias espirituales e ideales están natural y radicalmente expuestas a la seducción gnóstica, precisamente porque son esencialmente experiencias de luz y de inteligencia. Quienes siguen un ideal o un carisma, se sienten atraídos por su luz nueva y por su discurso (logos) distinto. Encuentran el don de una mirada distinta con la que ven otros horizontes, otros cielos y otras bellezas, así como una inteligencia luminosa que les proporciona un conocimiento distinto del mundo y de las cosas.
Así pues, no debe asombrarnos que estas comunidades lleguen a una fase gnóstica, que amenaza sobre todo a los carismas más luminosos y espirituales. Es una enfermedad del propio carisma, que se desarrolla como una forma de neurosis: la parte que enferma es la más brillante. Para que las experiencias espirituales sigan siendo auténticas y generando vida buena, no deben perder contacto con la historia, deben ser experiencias encarnadas y por consiguiente limitadas, parciales y entrelazadas con la oscuridad. El espíritu debe estar en la carne y seguir sus leyes y sus ritmos. Muchas experiencias carismáticas se pierden cuando nacen porque el espíritu se desencarna y se evapora buscando una perfección sin sombra. Por estas razones, las fases gnósticas acompañan también el desarrollo de la existencia histórica de los fundadores. Si las comunidades duran más allá de la vida de sus fundadores es porque esas tentaciones no han ganado la partida. No son pocas las comunidades que nacieron de verdaderos carismas y se apagaron pocos años después, porque a sus fundadores les sedujo y devoró la neurosis gnóstica.
Pero es en la fase posterior a la fundación cuando la tentación gnóstica se convierte en paso casi obligado y siempre decisivo. Cuando se acaban los verdaderos “milagros” y “resurrecciones” que constituían la vida normal de la etapa fundacional de la comunidad, algunos comienzan a pensar que pueden recrear los antiguos milagros con técnicas y drogas espirituales. Hacen como algunos atletas que, cuando ya no logran alcanzar los records iniciales, en lugar de cambiar de entrenamiento y trabajar más duro, caen en la trampa del doping. El gnosticismo es una forma de doping espiritual, que promete el rendimiento de la juventud sin trabajo ni esfuerzo. Si no se le hace frente rápidamente, infecta a la comunidad entera.
La planta gnóstica echa sus raíces en el sufrimiento y en la frustración que se derivan de no saber mantener el esplendor inicial del carisma, así como en la invencible añoranza de los signos y ambientes de los primeros tiempos. En lugar de tomar como punto de partida el núcleo entero del primer mensaje, necesariamente hecho de carne y espíritu, el reformador gnóstico realiza una doble operación: reconstruye una imagen parcial y desencarnada del carisma originario y le añade revelaciones secretas a las que, según él, habría accedido mediante experiencias privadas o comunicaciones especiales, adornadas con elementos espectaculares y pseudo-místicos y con técnicas que permitirían un acceso más profundo y espiritual al mensaje ideal. La reforma gnóstica va acompañada de una promesa de experiencias místicas especiales y accesibles sólo a unos pocos iniciados en los secretos y en los misterios, alrededor de los cuales construye su fuerza mesiánica y su promesa. Son siempre experiencias de élite, nunca transparentes ni populares, ni de parte de los pobres. El menosprecio de la experiencia concreta y del cuerpo crea casi inevitablemente una excepción ética, que permite a los iluminados actos carnales y acciones dañinas para los demás, pero lícitas y necesarias para los habitantes de este nuevo reino “de color”.
Son construcciones barrocas, variopintas; mundos poblados por muchos seres fantásticos y “verdades” ausentes del primer mensaje original. Los seguidores de estos falsos profetas pronto asumen miradas y actitudes de iniciados, sufren un cambio estético incluso en la expresión de los ojos y en los rasgos de la cara, y se separan como nuevos “santos” del pueblo (todavía) no iluminado.
Cuando el carisma está vivo y sano es muy fácil reconocer a los falsos profetas movidos por intereses personales materiales o intenciones cismáticas. Es mucho más difícil reconocer y nombrar a los falsos profetas de la luz y la inteligencia, porque éstos utilizan el mismo repertorio simbólico y las mismas palabras que un día fundaron la comunidad y atrajeron a muchos. Son lobos devoradores disfrazados de mansos corderos, a veces incluso de buen pastor. Las crisis graves de las comunidades ideales son siempre crisis de luz y de inteligencia. Por esta razón, la oferta de herejías de luz e inteligencia es tan abundante durante las crisis más importantes. Y por esta misma razón muchas veces no se reconoce a los falsos profetas, que tienen éxito y dan muerte a las comunidades.
Una tarea fundamental para gestionar las crisis profundas y las grandes reformas es saber reconocer los síntomas gnósticos en lo que se presenta como renovación y salvación. Es una tarea muy difícil, porque el reformador gnóstico, a diferencia de otros falsos profetas, usa verdades y palabras realmente presentes en el carisma genuino originario y construye su discurso a partir de textos y frases de los discursos del fundador. Desde el comienzo de la historia, la inteligencia de la serpiente se presentó con palabras y argumentos parecidos a los de Elohim, e incluso más seductores. Los cromosomas gnósticos están en el ADN del carisma genuino, porque la gnosis construye su salvación recombinando de forma distinta algunos elementos del genoma fundacional. Elimina los ordinarios, los normales, los grises y mestizos, y ensambla sólo la parte luminosa del patrimonio genético original, dando vida a un organismo que tiene todos los rasgos que estaban presentes en el primer cuerpo. Por eso la reforma gnóstica aparece como tremendamente fascinante y luminosa. Es como el elixir de la eterna juventud o el árbol de la vida. Es como si una foto de cuando teníamos veinte años mágicamente cobrara vida.
La propuesta gnóstica de reforma se presenta como un día en el que siempre fuera mediodía. En nombre de esa luz sin sombra rechaza la dimensión opaca, que es verdadera y supone un límite. Encarnación, imperfección y pecado se convierten en palabras malditas, condenadas como el escándalo que hay que superar para dar vida a una nueva etapa de plena maduración que está a punto de comenzar. Es la propuesta de un eskaton al revés: mientas que las experiencias espirituales auténticas viven un ya imperfecto e indican un todavía no que no puede alcanzarse plenamente, las gnosis se muestran como un ya perfecto, cumplimiento de un ya sido imperfecto.
Los reformadores gnósticos siempre brillan más que los fundadores, porque les falta la sombra de la realidad verdadera. Sólo el cuerpo proyecta una sombra cuando entra en contacto con la luz del sol. En estas falsas reformas, la muerte está ausente de la escena de su fingida pasión. Son “evangelios” sin calvario ni cruz, donde la piedra no rueda y el sepulcro no es más que una cómoda habitación. Son pésimas elaboraciones del luto de vivir. Renuncian a la vida para no mancharse los pies con el polvo del único camino posible para los seres humanos bajo el sol.
Las resurrecciones sin crucifijos no salvan a nadie. Son espíritus fantasmales que alejan de la carne herida de las víctimas y de los otros, y aprisionan en jaulas de consumismo psíquico y emocional. Los falsos profetas gnósticos se revelan en que no tienen señales de los clavos en sus cuerpos ni en los de los que tocan y abrazan.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/04/2016
“Grave y terrible error fue la invención de las cruces”
Evangelio de Tomás
Los procesos de cambio en las organizaciones con motivación ideal y comunidades carismáticas son especialmente complejos y delicados. A diferencia de lo que ocurre en muchas organizaciones económicas o burocráticas, donde el cambio está planificado y orientado para alcanzar los objetivos que establecen sus propietarios, en las realidades ideales la reforma es un camino hacia lo desconocido.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/04/2016
"Hay cualidades o excelencias que el yo no puede atribuirse a sí mismo: la pureza, el encanto (charme), la modestia, el humor, todas las perfecciones que desaparecen apenas se las roza, aunque sea por un instante, pues sólo pueden existir si no son conscientes de sí mismas. En otras palabras, el sujeto que es [puro] y el que lo dice nunca son el mismo.”
Vladimir Jankélévitch, Lo puro y lo impuro
No es fácil reconocer ni nombrar las experiencias decisivas de la vida, ya que si comprendiéramos su naturaleza de bendición, su herida no dejaría en nosotros ninguna señal, no nos en-señaría nada.
[fulltext] =>Si fuéramos capaces de ver el nacimiento de una nueva pureza en un episodio que se nos presenta como impureza (y tal vez lo sea); si comprendiéramos que una enfermedad nos hace más fuertes a la vez que nos hace experimentar una gran debilidad; si nos diéramos cuenta de que, cuando luchamos con todas nuestras fuerzas para que nuestra empresa no muera, estamos generando una nueva y más verdadera mansedumbre… estas experiencias perderían su valor. La gracia/charis, que ha salvado el mundo hasta ahora y lo sigue salvando, desaparecería. La naturaleza y las sonrisas de los niños nos convierten y nos proporcionan las mayores alegrías precisamente porque no quieren convertirnos ni hacernos felices, porque son sencillamente así. El voluntarismo sirve para muchas cosas, pero no para las verdaderamente decisivas, cuando únicamente debemos aprender a “saber estar” en la ignorancia.
Cuando una persona comienza un camino ideal siguiendo una vocación, ya sea religiosa, cívica, artística o poética, en la experiencia inicial siempre hay una luz fuerte y distinta, que a menudo se ve amplificada por la fuerza de la juventud. Es una luz interior y exterior al mismo tiempo, que inflama la parte mejor de nosotros mismos. Escuchamos la llamada, la reconocemos como la voz buena que estábamos esperando desde siempre y nos ponemos a seguirla. Entonces vaciamos de muebles la habitación del alma, porque queremos que esa luz nueva llene todo el espacio. En el comienzo de toda vocación hay una voz y una habitación vacía que se vuelve muy luminosa. Nos alimenta, nos quita la sed, nos da vida. No queremos ni necesitamos nada más.
Después de esta fase de iluminación desnuda, que puede durar muchos años, comienza la segunda etapa. Día tras día empezamos a llenar la habitación con otros objetos, muebles, figuras, cuadros, cortinas, armarios, ropa, estatuas y crucifijos. Es la edificación de la religión y del culto. No puede ser de otro modo, ya que la construcción simbólica del entorno iluminado por la experiencia espiritual originaria es el primer acto con el que los hombres reconocen y aman las vocaciones. En un primer momento, esta construcción y este “amueblamiento” son operaciones principalmente sociales y colectivas: los muebles y los armarios no los construimos ni los compramos nosotros, sino que nos los proporciona la comunidad. A nosotros sólo nos queda un hueco donde poner una foto de los padres o de la novia. Después de un tiempo, si la vocación crece bien y madura, surge de forma progresiva y casi siempre inconsciente la necesidad de personalizar la decoración, añadiendo al mobiliario anterior otros objetos y cosas nuestras. Este es un momento especialmente creativo de la vida que, por lo general, coincide con los años de la madurez joven, cuando aquella primera voz adquiere poco a poco la forma de nuestra personalidad y se crea una simbiosis entre la luz y la parte más hermosa de nuestro carácter. Pasamos de “consumidores” a “productores” de luz, en un sublime juego de reciprocidad: somos conscientes de que no somos dueños de la luz que consumimos y producimos, pero sentimos que las obras que estamos realizando nunca habrían llegado a la tierra sin nuestra parte, sin nuestro “sí” activo y creativo, el mismo que permitió a la voz-logos convertirse en “carne”. El poeta sabe que la voz que le inspira no es de su propiedad, pero también sabe que sin su esfuerzo, docilidad y talento, esa voz no se convertiría en poesía, en poesía suya y no suya.
Las creaciones y las creaturas se multiplican y con ellas se multiplica también el éxito y la sensación de dar mucho fruto en una existencia floreciente. Sin que seamos conscientes de ello durante el proceso, la antigua habitación interior empieza a perder luminosidad. Los nuevos muebles y los nuevos productos, añadidos a los viejos, comienzan a llenar todo el espacio, hasta que llegan a obstruir la ventana y la luz. Pero la experiencia subjetiva de quien obstruye la ventana con sus obras no es de oscuridad (este es un aspecto central en este proceso de llenado). Sus obras, nacidas del encuentro con la primera luz, iluminan el entorno con una luz que se parece tanto a la originaria que no es fácil distinguirlas. Se sustituye la luz que ha dejado de penetrar desde el exterior por la luz que emana de las obras, hasta reemplazarla por completo. La luz cambia y mengua todos los días, pero nuestros ojos se van acostumbrando progresivamente a esa luz menor y distinta. Así nos adaptamos a la luz de nuestras obras y de nuestros frutos, hasta olvidar los colores de la habitación de juventud. Pero cuando la luz de casa empieza a proceder sólo de nuestras obras iluminadas, la creatividad se reduce, la luz pierde luminosidad y dejamos de sorprendernos de lo que hacemos. El proceso es lento, incluso pueden pasar muchos años antes de que nosotros y los demás nos demos cuenta de que la luz ha cambiado. Es una forma de narcisismo espiritual que con frecuencia aprisiona precisamente a las personas con fuertes vocaciones y grandes talentos. Se alimentan de sí mismas creyendo que siguen alimentándose de la primera luz, entre otras cosas, porque, en cierto sentido, son (casi) lo mismo. Hay personas que pasan mucho tiempo en una habitación cerrada e iluminada sólo por la luz reflejada, cada vez más artificial y mortecina, de sus propias construcciones.
Un día, la luz reflejada y artificial se agota por falta de alimentación. Entonces se abren tres posibles escenarios. El primero consiste en adaptarse a vivir en esa oscuridad. Las pupilas se ensanchan hasta que logran ver en una oscuridad casi total. Para sobrevivir, se desarrollan otros sentidos pero la vista se pierde sin darse cuenta. Otros, en cambio, cuando la habitación se queda sin luz advierten un deseo irrefrenable de salir. Se van a buscar otra casa. Vuelven a la existencia anterior al encuentro vocacional y ya no quieren saber nada de esa luz que les sedujo y que ahora sólo viven como engaño y condena.
Pero puede darse un tercer resultado: la reforma y el comienzo de una nueva vida espiritual. Cuando se toca el fondo de la oscuridad, llega un sueño salvador. Una noche volvemos a soñar con la primera luz llena de colores y nos despertamos con la invencible nostalgia de un sol de verdad (muchas personas convertidas en invidentes siguen soñando en colores durante años). Y en cuanto nos despertamos comenzamos frenéticamente a quitar objetos, cosas y muebles que ahora nos parecen pesados y sin brillo, para liberar la ventana y volver a vez la luz original con sus colores. Así, sedientos de sol, comienza un nuevo proceso para liberar la habitación de cosas e ídolos que se habían ido acumulando a lo largo de los años del culto.
Pero aquí nos espera otra sorpresa. Cuando ya hemos terminado de vaciar la habitación y alcanzamos al fin la ventana, la abrimos y descubrimos que fuera es de noche. ¿Dónde ha ido la primera luz que tanto anhelábamos? Durante los años transcurridos entre la primera luz y la reforma, ha entrado el dolor humano, la experiencia del límite, el sufrimiento, la injusticia y la muerte, los errores y pecados (sobre todo el pecado natural de la idolatría). Ya no encontramos el sol. Algunos en este punto se convencen de que el sol ha desaparecido para siempre y entonces el camino espiritual se bloquea. Otros salen de casa, comienzan a caminar por la tierra y esperan una nueva aurora. Entonces comienza una nueva fase de la vida espiritual y moral, una de las más raras, altas y extraordinarias. Nos encontramos en una habitación vacía y liberada que mira hacia un cielo que no ilumina. La reforma es el trabajo necesario para liberarnos de una oscuridad y llegar a otra oscuridad. Pero con una novedad crucial: la nueva oscuridad es verdadera, aireada, amplia y viva. Lo que más cuesta en la vida espiritual es aprender a distinguir la segunda oscuridad de la primera, que es muy distinta. La primera aprisiona, la segunda salva.
Después de las reformas personales y comunitarias, hay que aprender a ver en esta oscuridad. Por eso, pocas reformas tienen éxito y muchas encallan en la primera etapa post-reforma por la decepción de no haber encontrado la ansiada luz (las comunidades no aman a los reformadores auténticos, los “matan” porque esperaban de ellos la luz y encuentran oscuridad; en cambio, aman demasiado a los falsos profetas, que son grandes constructores de instalaciones de luz artificial).
Para que las reformas del alma y de las comunidades tengan éxito, hay que permanecer en esta nueva oscuridad, aprender a habitarla y a amarla, y después a extender la mirada hasta ver las estrellas en el fondo del oscuro cielo y descubrir su luz nueva y distinta, “clarite et pretiose et belle”. La noche también tiene su luminosidad. Bien lo saben los agricultores y los caminantes nocturnos. Su luz es menos fuerte pero más verdadera que la de las farolas.
El primer fruto de cualquier reforma es darse cuenta de que la luz de la vida adulta es distinta de la luz artificial que habíamos construido. Es menos deslumbrante que la de la juventud pero no menos verdadera. El esplendor de la luz de esta verdad es el que nos permite caminar en las largas noches de las reformas del alma y de las comunidades. A la espera, humilde y amante, de que los centinelas nos anuncien el alba.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/04/2016
"Hay cualidades o excelencias que el yo no puede atribuirse a sí mismo: la pureza, el encanto (charme), la modestia, el humor, todas las perfecciones que desaparecen apenas se las roza, aunque sea por un instante, pues sólo pueden existir si no son conscientes de sí mismas. En otras palabras, el sujeto que es [puro] y el que lo dice nunca son el mismo.”
Vladimir Jankélévitch, Lo puro y lo impuro
No es fácil reconocer ni nombrar las experiencias decisivas de la vida, ya que si comprendiéramos su naturaleza de bendición, su herida no dejaría en nosotros ninguna señal, no nos en-señaría nada.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 03/04/2016
"Ninguna comunidad se funda de una vez por todas. El primer fundador no puede ser el único y exclusivo punto de referencia. Las necesidades de la sociedad cambian; las comunidades evolucionan; sus miembros crecen. Las comunidades tienen que ser continuamente ‘re-fundadas’. El mito fundador permanece pero la forma en que éste se encarna está llamada a cambiar. En ese momento es muy necesaria la presencia de ‘re-formadores’ sabios que sean capaces de avanzar, manteniendo y desarrollando el mito fundador, pero también podando y remodelando lo que en los primeros años parecía esencial aunque en realidad no lo era.”
Jean Vanier, El mito fundador
En la historia de las comunidades, organizaciones y movimientos que han sido capaces de seguir viviendo después de la etapa de los fundadores, se observan algunas constantes: todas han tenido reformadores y todas han sabido contar historias nuevas, además de la de la fundación.
[fulltext] =>Los reformadores permiten que el carisma del fundador siga vivo y fecundo y que sus comunidades vuelvan a hacerse las preguntas carismáticas originarias pero cambiando las respuestas. Cuando no surgen reformadores o no se les reconoce e incluso se les considera hostiles, las experiencias carismáticas e ideales inevitablemente declinan por falta de incidencia en el presente. La incapacidad para traducir el primer mensaje y la primera experiencia provoca una falta radical de “vocaciones” y una carestía de jóvenes. Una crisis espiritual y moral profunda afecta a sus miembros más involucrados y motivados. En un primer momento sufren por esta falta de jóvenes y de nuevas vocaciones, después se vuelven indiferentes y por último experimentan incluso una cierta alegría, pues su propia decepción les lleva a no desear que nadie repita su misma triste experiencia existencial. Es una crisis que se manifiesta como un envejecimiento no bueno, que lleva a leer la vida como decadencia y declive. Cuando en las comunidades carismáticas concretas surgen estos síntomas, está claro que necesitan urgentemente una reforma.
En la fase de fundación, los carismas generan más semillas que las que pueden florecer en la primera etapa. Estas semillas están destinadas a germinar en etapas sucesivas, cuando las primeras hayan envejecido. Un carisma tiene más potencial que el que logra manifestarse en la fundación. Hay vetas profundas que no afloran inmediatamente, aunque estén unidas a la misma fuente, sino que destinadas a emerger durante la sequía o después de un terremoto. La Iglesia ha amado y abrazado más pobrezas concretas, a lo largo de dos milenios, que las que amaron Jesús de Nazaret y sus discípulos. Los pobres de Madre Teresa, de Francesca Cabrini, de don Oreste Benzi o de Frei Hans no son los de la Palestina de Pilatos. Estos nuevos carismas han hecho por la pobreza, en nombre de Jesucristo, “cosas más grandes” que las que hicieron el mismo Jesús y su comunidad histórica. Cada carisma vive un proceso parecido: durante su desarrollo descubre dimensiones que no emergieron durante la vida histórica del fundador. El fundador crea la comunidad-movimiento a través de un proceso de descubrimiento del carisma, que se le revela progresivamente a lo largo de toda su existencia. Lo que resulta más difícil es que la comunidad fundada adquiera conciencia de que este progresivo descubrimiento del carisma continúa después de la primera fundación y que, si se interrumpe, el primer carisma se volverá estéril.
Algunas veces el que entiende que la Iglesia que hay que reconstruir no es la de San Damián es el Francisco histórico. Otras veces el que lo entiende y lo hace es el espíritu de Francisco vivo entre los franciscanos. El Francisco después de Francisco es el que lleva a cumplimiento la fundación de Francisco de Bernardone. En cambio, cuando el proceso de fundación se bloquea con la primera generación, por considerarla completa y definitiva con la muerte del fundador, el carisma no puede madurar ni revelarse en plenitud iluminando y explicando también hechos y acontecimientos de la generación fundacional. Es lo mismo que ocurre en nuestras casas, cuando ponemos algunas manzanas entre los kiwis para hacerlos madurar. El Francisco que sigue viviendo después de él, le sirve también al primer Francisco, en una misteriosa pero real solidaridad inter-temporal. Sin Buenaventura y sin Bernardino de Siena, nosotros sabríamos menos de su carisma. Los primeros beneficiarios del valor de los reformadores son los fundadores, que pueden decir cosas nuevas y a veces distintas gracias a que han sido liberados de las limitaciones de su tiempo histórico. Los reformadores hacen rodar las piedras de los “sepulcros” de sus fundadores, “resucitándolos” así de sus sepulcros. La verdadera reforma no es sólo una actualización del carisma, sino una continuación de la primera fundación, con frutos y milagros distintos pero no menos maravillosos. Los segundos “milagros” son esenciales para poder desvelar los primeros.
Entonces ¿por qué las reformas, que son tan valiosas, son tan raras y siempre tan dolorosas? Las primeras novedades carismáticas, para poder sobrevivir al tiempo en que nacieron (todas las sociedades tienden a matar a los profetas que podrían salvarlas), tienen que realizar una especie de hibridación entre lo nuevo y lo viejo, para impedir que lo viejo rechace y sofoque a lo nuevo. La primera generación desarrolla de forma natural, alrededor de los primeros arbustos buenos, una vegetación auxiliar que protege las plantas tiernas y nuevas, que así pueden florecer a la sombra de otras plantas más robustas y resistentes a la intemperie. Así pues, las intuiciones carismáticas se rodean de toda una espesura subsidiaria; se revisten de infraestructuras, lenguajes y reglas escritas y no escritas, a veces auto-producidas y otras veces heredadas de la tradición y del contexto histórico concreto. Esta hibridación – que es un proceso distinto y paralelo a la producción ideológica que acompaña el desarrollo de un ideal y del que ya hemos hablado en estas páginas -, en un momento determinado se convierte en una camisa de fuerza que bloquea el crecimiento y cierra el futuro. Las reformas surgen para aflojar y, en los casos más felices, romper el revestimiento inicial que se ha ido transformando progresivamente en una camisa de fuerza, el escudo protector que se ha ido transformando en una rígida coraza de acero.
La mayor dificultad de esta operación de liberación estriba en distinguir la camisa de fuerza de la “persona” que la lleva. En las comunidades carismáticas más grandes y ricas, la hibridación entre lo viejo y lo nuevo es profunda y dura muchos años; algunos trozos de coraza entran en la carne y la piel se reviste con partes de la armadura. El primer lugar que encierra la compenetración de lo viejo y lo nuevo es la misma regla escrita y dejada por el fundador a sus herederos, donde conviven elementos de novedad con otros de revestimiento. Pero ni siquiera el fundador es consciente, salvo en una mínima parte, de esta coexistencia.
Las reformas son dolorosas porque, al quitar la coraza, siempre se arranca algún jirón de piel junto con ella. Por eso las comunidades sienten una tendencia, casi invencible, a rechazar a los reformadores aunque los necesiten para vivir. La exigencia natural y necesaria de proteger y salvar al carisma acaba bloqueando los intentos de reforma. En nombre de la pureza, se condena al carisma a la esterilidad. La pureza se transforma en purismo infecundo, por falta de suficiente valentía carismática para arrancar algún trozo de piel, evitando producir una herida por la que, sin embargo, pasa la única salvación posible.
Toda traducción es también una traición, pero el miedo a la traición no debe impedir que se realice la traducción. Porque sin traducción las espléndidas poesías de los carismas son incomprensibles para las personas que queriendo escucharlas, hablan y entienden otra lengua.
Muchas experiencias ideales y carismáticas hoy seguirían vivas y/o serían fecundas si hubieran sido capaces de generar una reforma a partir del dolor de una herida. Las reformas raramente tienen éxito porque o bien se asfixia a los reformadores auténticos o se escucha a los falsos profetas, o ambas cosas. Los reformadores sabios y los falsos profetas se parecen mucho, demasiado. Cuando resulta demasiado fácil reconocer a los reformadores, casi siempre son falsos reformadores. El primer criterio para reconocer a un reformador es que no se presente como tal a la comunidad. Hay que desconfiar siempre de los reformadores que se auto-atribuyen este título y se presentan al pueblo como “reformadores por vocación”. El primer arte de los reformadores es el del artesano: saben recoger las piedras de ayer, a veces incluso los escombros, y edificar con ellas, con humildad y esperanza, un nuevo San Damián, más pequeño que el viejo templo pero donde es posible escuchar en humilde silencio la primera voz y a veces aprender a rezar.
Cuando los procesos de reforma tienen éxito, las comunidades viven una auténtica resurrección, a la que sigue un pentecostés. Las distintas lenguas se comprenden entre sí y aparecen nuevas historias que contar. Las reformas también son nueva evangelización, buenas nuevas que narrar y narrarnos unos a otros. Al lado de las primeras historias fundacionales surgen otras nuevas, que hacen que las primeras vuelvan a vivir y a cantar. La crisis es siempre una carestía de historias capaces de con-movernos, de movernos por dentro y juntos. Las reformas vuelven a poblar las comunidades y el mundo con nuevas historias de muertos que resucitan, de ciegos que ven, de agua que se transforma en vino y de pobres que se convierten en ciudadanos de un reino distinto.
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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
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"Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” El les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto”. Le dijeron los siervos: “Quieres que vayamos a recogerla?” Él les respondió: “No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega.”
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“Al regreso de un viaje de vacaciones por el extranjero, un amigo me comentó una cosa que le había sorprendido: “allí hay muchos más ciegos que aquí”. Yo le dije: “No hay más ciegos, simplemente salen más de casa porque allí hay menos barreras arquitectónicas, más infraestructuras adaptadas y una cultura que fomenta la vida social de los ciegos”.
[fulltext] =>Este diálogo con Julia, una compañera siciliana invidente, me ha dado mucho que pensar. Dejar que emerja la diversidad, la pobreza y los problemas es un gran y potente indicador del grado de civilización de un pueblo, además de una forma elevada de riqueza de las naciones.
La plaza más bella del mundo es aquella en la que podemos encontrarnos todos, con todas nuestras capacidades y nuestras distintas incapacidades. La mejor clase es aquella en la que conviven los niños y niñas brillantes con los que brillan de distinta manera. Sordos, ciegos, cojos, deprimidos y felices, invitados todos al mismo banquete de las diferencias. Algunas pobrezas enriquecen a los pueblos, cuando consiguen hacerse públicas y por tanto visibles en las calles de todos. En este sentido, sigue siendo cierto que “la pobreza es la riqueza de los pueblos”, y que la primera pobreza de una persona, un pueblo o una comunidad consiste en esconder sus propias pobrezas.
Las civilizaciones siempre han decidido qué heridas mostrar en público y qué heridas esconder, ocultar o negar. Durante milenios, hemos tenido encerradas en casa muchas pobrezas nuestras y de nuestros hijos, que quedaban aprisionados con ellas. Tenían que ser invisibles, y muchas de ellas aún lo siguen siendo. A veces las descubríamos durante una crisis, una emergencia, o por el mal olor que venía de la puerta de enfrente. Las crisis, como estamos viendo, son siempre una buena ocasión para que las pobrezas invisibles puedan emerger. En nuestra alma hay pobrezas que se convertirían en riquezas para nosotros y para todos si fuéramos capaces de contárselas a alguien que pudiera acogerlas, si “salieran de casa”.
Algunas pobrezas invisibles de ayer hoy se están haciendo visibles, están emergiendo gracias a un progresivo proceso de liberación que hace más bellas y cívicas nuestras ciudades. Pero otras pobrezas invisibles están naciendo y se mantienen intencionadamente escondidas. A veces incluso son muy lucrativas para aquellos que las ocultan. Ya no se ve a los pobres encadenados a las salas de juegos de azar. Los escaparates cada vez más negros impiden su visión pública y los vecinos de “juego” sólo ven la máquina encantadora, envueltos en una soledad auto-devoradora y productora de perversas ganancias privadas y públicas. Tampoco vemos a los niños que duermen en habitaciones pensadas para facilitar el juego diurno y nocturno de las madres. El primer paso para la liberación de estos esclavos postmodernos es comenzar a verles, aclarando las lunas de sus prisiones, entrando de vez en cuando en su interior para iluminarlo con nuestra mirada. En un país que no sólo carece de fuerza para cerrar estas cárceles sino que abre cada vez más, a nosotros, los ciudadanos, sólo nos queda la posibilidad y la resistencia moral de llevar la ciudad a su interior.
Además, hay pobrezas personales que a lo largo de los siglos aprendimos a transformar en riquezas colectivas y que están progresivamente volviendo al reino de la indigencia invisible y sola..
Pensemos en la oración. La oración nace antes que nada de una indigencia, de la experiencia antropológica de que somos pobres e incompletos, de la intuición profunda de que somos más grandes que los límites de nuestro cuerpo y del universo. Las creencias y las religiones lograban transformar estas indigencias individuales en liturgias comunitarias, en iglesias, templos, peregrinaciones y procesiones, que (casi) siempre eran otras tantas formas de bienes comunes y de Bien común. Salíamos de casa, nos poníamos en camino con otros compañeros y nos reconocíamos juntos como indigentes y mendigos. Nos poníamos a rezar, transformando esas pobrezas en riqueza. Podemos (y debemos) rezar también en lo secreto de nuestro propio cuarto, pero cuando rezamos juntos y nos reconocemos unos a otros como hambrientos de sentido y de eternidad, la común indigencia se convierte en riqueza pública, para toda la ciudad. También los que no creen (o los que han dejado de creer) que más allá de las oraciones haya un Tú que las recoja, saben que la presencia de comunidades que saben rezar juntas es una capacidad (capability) de la ciudad, que aumenta su libertad. Hoy esta indigencia antropológica continúa, pero ya no sabemos encontrar o reconocer los lugares donde celebrarla juntos ni tampoco los compañeros con quienes compartirla. Ya no sabemos ponernos en peregrinación, porque nos faltan las metas y por tanto también los caminos, y los que existen ni siquiera los vemos. De este modo, la pobreza no sale de casa y no se convierte en riqueza.
Las pobrezas y los problemas escondidos y segregados siempre son males individuales y comunitarios, pero no siempre somos conscientes de ello. Cuando en una comunidad dejan de verse las pobrezas y los problemas, siempre debemos preguntarnos si es que somos más ricos o es que sencillamente las pobrezas no pueden salir de casa a causa de nuestras barreras arquitectónicas cívicas y morales. Muchas veces la reducción de una pobreza tan sólo es expresión de una crisis y de una pobreza comunitaria.
Esta paradoja se da de forma generalizada, pero cuando hablamos de comunidades espirituales o ideales es decisiva. En los momentos mejores y más vitales, las personas se sienten libres de dar sus bienes y riquezas junto con sus propios “males” y pobrezas. En cambio, cuando se debilitan la comunidad y su espíritu, los bienes que se comparten son menos, como también son menos las peticiones de ayuda. Aunque muchas veces no nos demos cuenta o pensemos que la reducción de la pobreza es fruto de la riqueza y el aumento de bienes. Una comunidad renace cuando sus miembros vuelven a darse unos a otros sus bienes junto con sus múltiples pobrezas y dolores.
Por otra parte, hay un tipo especial de pobreza, un problema comunitario, que se convierte en riqueza cuando sale de casa. Para que una comunidad ideal-carismática pueda seguir viva después de su fundación y superar la crisis del paso de la primera a las sucesivas generaciones, debe dejar que surjan las disensiones, las críticas y las diversas interpretaciones, visiones y lecturas del “carisma” y de los fundadores. Sin embargo, por lo general esto se ve como un problema, como una forma de pobreza, y por consiguiente se impide que salga. La salud moral de estas comunidades se mide por la pluralidad de voces que logran expresarse y cantar juntas, incluidas las que parecen discordantes cuando en realidad no son más que voces distintas y nuevas.
La Iglesia sigue vive después de dos mil años porque, sobre todo en los primeros siglos, estuvo alimentada y purificada por muchos carismas teológicos y espirituales que eran muy distintos unos de otros. A veces eran incluso recíprocamente disonantes, pero juntos se opusieron a la creación de un pensamiento único y monolítico. La Iglesia se nutrió incluso de sus herejías, porque para defenderse de ellas tuvo que pulir y purificar su propio kerigma, se vio obligada a desarrollar nuevos anticuerpos que la protegieran del virus de la ideología de la propia fe. Toda comunidad viva que quiera crecer y durar generaciones, necesita que lleguen personas, desde dentro o desde fuera, portadoras de instancias innovadoras y creativas, como condición necesaria e indispensable para la vida. Pero estas personas necesariamente son percibidas como problemáticas por los que tienen que gobernar. No todas estas instancias son buenas para la comunidad, no todos los problemas son una riqueza. Algunos nacen del narcisismo y si se cultivaran sencillamente conducirían a la descomposición de la comunidad-movimiento-organización. Pero el elemento crucial está en la imposibilidad de reconocer la naturaleza de la instancia innovadora en su fase de emersión, cuando nace y comienza a expresarse. El único modo para discernir estos carismas “secundarios” es dejar que crezcan, darles a todos la posibilidad de florecer. Los carismas “buenos” curan a los “malos”.
El carisma originario tiene una fuerza intrínseca que, si se desarrolla correctamente, produce anticuerpos de forma natural. Pero si a las personas innovadoras se las bloquea, porque se las percibe como una amenaza y una pobreza, o, peor aún, si el gobierno de la comunidad orienta y pilota artificialmente la emersión únicamente de las instancias definidas como “buenas”, las comunidades enferman y muchas veces incluso mueren.
Para encontrar un profeta verdadero hacen falta diez “falsos”. Si una comunidad quiere tener la certeza de que sólo genera profetas buenos únicamente producirá malos profetas. En el campo del espíritu, si el trigo bueno está solo no es fecundo. Cuanto más espiritualmente viva esté una comunidad, más amplio será el espectro de las críticas, objeciones, y protestas, que, lejos de ser una pobreza, son una riqueza. A veces, algunas personas que al principio parecían más problemáticas y peligrosas, cuando crecen y maduran se revelan como recursos valiosísimos; y otras que en las primeras fases parecían dóciles porque eran aduladoras, con el tiempo se convierten en verdaderos tumores de un cuerpo que, por haberlas seguido, se ha vuelto estéril e incapaz de atraer a nuevos miembros. Sobre todo en las fases que siguen a la primera fundación, no son los responsables de las comunidades-movimiento los más adecuados para discernir a los reformadores buenos de los cismáticos y heréticos. Y cuando lo hacen, seleccionan a las personas equivocadas, porque se parecen demasiado a los seleccionadores. A diferencia de las empresas, si la selección de las élites de mañana en las realidades ideales la realiza la “propiedad” de hoy, es muy difícil que emerjan los reformadores auténticos que son la única esperanza de mantener vivo el espíritu ideal originario. Estos reformadores esenciales llegan por vocación, por una llamada interior directa. A veces será un antiguo perseguidor como Pablo de Tarso. Pero también aquí hay “barreras arquitectónicas” que no dejan que las diversidades salgan de casa. Casi siempre son barreras que se construyeron en el pasado para hacer carreteras más rápidas y edificios más grandes, cuando la ciudad y su cultura eran distintas. Para salvar y salvarnos hace falta tener el valor y la fuerza de derribar las barreras y modificar las carreteras, los semáforos y las aceras. El aire libre de la plaza y de los jardines es el que nos cura y nos salva.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 20/03/2016
"Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” El les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto”. Le dijeron los siervos: “Quieres que vayamos a recogerla?” Él les respondió: “No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega.”
(Mateo 13,24-30)
“Al regreso de un viaje de vacaciones por el extranjero, un amigo me comentó una cosa que le había sorprendido: “allí hay muchos más ciegos que aquí”. Yo le dije: “No hay más ciegos, simplemente salen más de casa porque allí hay menos barreras arquitectónicas, más infraestructuras adaptadas y una cultura que fomenta la vida social de los ciegos”.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/03/2016
“El filósofo se conoce en que tiene, inseparablemente, el gusto por la evidencia y el sentido de la ambigüedad. Cuando se limita a sufrir la ambigüedad, ésta se llama equívoco. En los grandes [pensadores] se convierte en tema y contribuye a formar certezas, en lugar de amenazarlas”
M. Merleau-Ponty, Elogio de la filosofía
Los ideales mueven el mundo, más que los intereses. Algunas veces, nosotros mismos los generamos en la parte más luminosa de nuestra alma. Otras veces son los ideales de otros los que nos ‘llaman’, hasta que un día descubrimos que ya estaban vivos dentro de nosotros y tan sólo esperaban la ocasión de encenderse.
[fulltext] =>Así comienzan las aventuras más sublimes y generativas. En muchos casos, un ideal grande e innovador, capaz de generar comunidades, nace de una persona portadora de un don o un carisma particular. Este carisma es capaz de dar vida a experiencias colectivas, a veces muy importantes, que transforman su ambiente y su tiempo. En estos casos, el ideal se encuentra profundamente entrelazado con la personalidad del ‘fundador’. Adquiere su carne. Crece y se alimenta con sus talentos y sus rasgos característicos. En este cruce entre el carisma y la personalidad del fundador se encuentra el origen y la fuerza de las ‘comunidades carismáticas’. Pero llega un momento en que la comunidad, para seguir desarrollándose sin bloquearse, debe comenzar un proceso largo y complejo de distinción entre la ‘perla’ y el ‘campo’ que la guarda, entre la personalidad del fundador y la ‘personalidad’ del carisma. Si el carisma coincide con el talento de la persona que lo encarna y lo anuncia, no tiene fuerza suficiente para continuar más allá de la persona misma. En cambio, cuando el carisma excede a la persona y por consiguiente da vida a comunidades y movimientos, esta excedencia se convierte en la fuente que alimenta a la comunidad cuando el fundador ya no está, precisamente por ser más grande que él (o ella).
Todos los grandes carismas son más grandes que las personas carismáticas. Reconocer esta excedencia y por consiguiente esta ‘distancia’ entre el carisma y la persona que lo contiene, es una operación fundamental a la que están llamados los continuadores de cualquier comunidad carismática. Este trabajo colectivo es muy difícil, pues requiere capacidad para entender que en la raíz de una comunidad concreta no está sólo el carisma-ideal, sino también su ideología.
La ideología tiene su propio ciclo vital. Nace muy pronto. Comienza con la idealización de algunas figuras clave de la comunidad: la del fundador y la de otras personas con dotes o dones particulares. Después, se pasa del ideal anunciado por el líder a la idealización de su persona, que de este modo empieza a perder contacto con las limitaciones, los errores y las sombras típicas de la condición humana de todos los demás. A su alrededor se crea un mito y una mitología que van haciendo de él una persona distinta y única, dotada de una especie de infalibilidad ética y espiritual. Como consecuencia, el círculo de personas que trabajan y dialogan con los líderes se va reduciendo progresivamente y la relación entre estos pocos se hace cada vez más asimétrica. Conocer a estos líderes o hablar con ellos se convierte en un acontecimiento raro, ritual y mítico. Y la fraternidad primera pasa a un segundo plano.
Se da la paradoja de que aquellos que han recibido un carisma de fraternidad y lo anuncian, muchas veces no pueden objetivamente vivirla en las comunidades que ellos mismos han creado. La primera víctima de la ideología es la fraternidad comunitaria originaria. Con frecuencia, en la primera fase genuina y pura de los ideales, el principio fundamental es la fraternidad que involucra a todos, incluyendo a los fundadores y a los que tienen roles prominentes o de responsabilidad. Cuando la comunidad crece en tamaño, algunas de estas figuras salen progresivamente del juego de la fraternidad y de la igualdad para verse envueltas en un estatus excepcional que casi nunca se limita únicamente a los fundadores sino a todo su entorno. Cuanto más fuertes y excepcionales son las cualidades carismáticas de los fundadores, más probable y potente será la crisis de la fraternidad y la solidaridad de las que surgió la comunidad. Las comunidades fundadas por líderes con pequeños talentos espirituales por lo general son poco innovadoras, pero siguen siendo las más fraternas. Las que han nacido de grandes talentos espirituales atraen muchas más vocaciones, pero producen con mayor rapidez ideologías que desplazan la fraternidad originaria.
La segunda fase de la ideología, que sigue natural y lógicamente a la primera fase de la idealización del fundador, es la coincidencia entre el carisma que el fundador encarna y anuncia y su propia persona. Dado que siempre existe una relación, necesaria y especial, entre un carisma y la persona que lo encarna, es muy difícil que los fundadores de comunidades carismáticas y sobre todo sus seguidores, sean capaces de distinguir el ideal que proponen de la idealización ideológica de las personas carismáticas. La excedencia de la experiencia ideal con respecto a la persona carismática está compuesta por el carisma y por la ideología. Pero en la fase de fundación, la fuerza de la personalidad del líder cubre su ideología, que muchas veces se convierte incluso en un elemento esencial para el crecimiento y el desarrollo de la primera generación de la comunidad. También la comunidad, no sólo el fundador, desarrolla y potencia la ideología. La no intencionalidad y la buena fe de los fundadores y los seguidores hacen que todo el proceso sea aún más complicado. Pero cuando se pasa de la primera a la segunda y siguientes generaciones, es esencial identificar y distinguir el carisma originario de la ideología que produce. Si no se intenta esta delicadísima operación quirúrgica y no se corona con éxito, la ideología bloquea el desarrollo futuro del carisma y muchas veces decreta su fin.
Las crisis de las comunidades ideales están producidas por la ideología, no por el ideal. Por consiguiente, sólo pueden ser superadas por la eliminación de la ideología. Pero la ideología actúa primeramente haciéndonos incapaces de verla, porque se reviste de ideal.
Por esta razón las ideologías odian las crisis y las niegan radicalmente durante mucho tiempo, hasta que se hacen demasiado evidentes (cuando generalmente ya es demasiado tarde para intentar una cura). Una nota crucial de la ideología es la exclusión del horizonte de los eventos futuros de la misma posibilidad de la crisis o el declive. Todo es luz, pero buena parte de esta luminosidad global no es más que luz ideológica artificial (la verdadera realidad es siempre ambivalente). Así, cuando en la segunda o tercera generación la ideología del carisma pone en crisis al carisma, la comunidad no cuenta con las categorías necesarias para ver, leer, entender y superar la crisis. El primer paso para superar esta crisis es adquirir conciencia de que lo que está en crisis no es el mensaje originario de la comunidad (el carisma) sino la ideología que ha crecido a partir de él. Saber identificar la naturaleza ideológica de la crisis es muy difícil, precisamente porque la creación ideológica es intrínseca a la fase de la fundación y tiene que ver con algunas opciones, palabras y actitudes de los mismos fundadores. La cura requiere libertad de interpretación del carisma y de su ideología. Sin embargo, eso es precisamente lo que la ideología elimina cuando se desarrolla. Muchas comunidades carismáticas terminan simplemente así. Habrían podido salvarse si hubieran intentado penetrar con el bisturí en la carne viva, tratando de remover la ideología para salvar el carisma.
Aquí se abren distintos escenarios, de los que está llena la historia de las religiones y de los movimientos de naturaleza ideal. Estos escenarios recuerdan algunas dimensiones que están presentes en los paradigmas de dos grandes ‘herejías’ cristológicas de los primeros siglos del cristianismo: el monofisismo y el pelagianismo.
El escenario ‘monofisita’ (cuando sólo se reconoce la naturaleza divina y se niega la humana) es el más sencillo y común: al no querer o al no lograr admitir también la dimensión humana y por consiguiente ideológica en la persona del fundador, no se distingue el ideal originario de su ideología y todo se convierte en carisma. De esta manera, todas las palabras, todas las acciones y todos los episodios de la figura histórica del líder carismático adquieren el mismo peso fundacional y la misma naturaleza. La ideología no se ve y la enfermedad se hace incurable porque crece sin que nos demos cuenta.
El otro escenario es el que nos recuerda mucho al pelagianismo, que fue el gran enemigo teológico de San Agustín. El espíritu de Pelagio vuelve cuando una parte de la comunidad empieza a pensar que puede ‘salvarse por sí sola’, imaginando una salida a la crisis desconectada de la figura histórica del fundador y de su carisma originario. Se vislumbra una salvación sin ‘salvador’. Frente al malestar que nace de la incapacidad de liberar al carisma de su ideología, se interpreta la crisis como crisis del carisma y por consiguiente de la figura del fundador (no de su ideología). Al fundador se le aparta o se le usa como una vaga y lejana referencia ética y simbólica, perdiendo contacto con su persona concreta e histórica. En estos casos, la comunidad/movimiento también puede seguir viviendo pero se convierte en algo sustancialmente distinto de la primera comunidad.
En cambio, las comunidades que logran crecer en el tiempo sin caer en las nuevas versiones de estas dos ‘herejías’, entran con confianza en el corazón de la experiencia histórica de la fundación, del fundador o de su mito, asumiendo todo el riesgo que comporta una operación tan delicada como esa. Quieren hacerlo porque, en un momento determinado, muchas veces debido a la intervención de auténticos ‘reformadores’, entienden que no hay otro escenario si quieren seguir viviendo.
Las comunidades ideales y carismáticas permanecen vivas en el tiempo si cada generación tiene el valor de intentar que renazca el ideal de las cenizas de su ideología. Pero antes deben conseguir verla, entenderla, acogerla, amarla y pedirle que muera.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 13/03/2016
“El filósofo se conoce en que tiene, inseparablemente, el gusto por la evidencia y el sentido de la ambigüedad. Cuando se limita a sufrir la ambigüedad, ésta se llama equívoco. En los grandes [pensadores] se convierte en tema y contribuye a formar certezas, en lugar de amenazarlas”
M. Merleau-Ponty, Elogio de la filosofía
Los ideales mueven el mundo, más que los intereses. Algunas veces, nosotros mismos los generamos en la parte más luminosa de nuestra alma. Otras veces son los ideales de otros los que nos ‘llaman’, hasta que un día descubrimos que ya estaban vivos dentro de nosotros y tan sólo esperaban la ocasión de encenderse.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/03/2016
“Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados …Es como un árbol plantado a la orilla de un río, que produce fruto a su debido tiempo y sus hojas nunca se marchitan.”
Salmo 1
La de los seres humanos no es la única inteligencia del planeta. Los animales, los insectos, tienen inteligencia, aunque sea distinta a la nuestra, y la de las plantas todavía más. La botánica y otras ciencias nos están mostrando que las plantas y los vegetales sienten, aprenden, ven, sufren, recuerdan, deciden, se ayudan y colaboran entre ellos. Se parecen a nosotros mucho más de lo que creemos.
[fulltext] =>Los campesinos y los jardineros lo saben bien. Cada día ven y sienten cómo reaccionan las plantas al contacto con sus manos; su comportamiento responde a una ley de reciprocidad entre ellas y con nosotros. Si en nuestras casas encuentran compañeros solidarios, viven y crecen bien. Si absorben nuestras neurosis y nuestra negatividad, pueden marchitarse. La muerte de una planta cercana siempre es un mensaje.
Todos podemos experimentar la riqueza de la vida de las plantas, pero para ello debemos adentrarnos en un bosque o en un parque sin prisas, sin auriculares, sin ir corriendo concentrados en las calorías que quemamos. Nos rodean muchos lenguajes que ya no entendemos. Un día nos pusimos a correr demasiado deprisa y dimos comienzo a la progresiva extinción de muchas lenguas no humanas que llevaban milenios habitando la tierra. Únicamente si reducimos y acompasamos nuestro ritmo podremos volver a sintonizar con la “voz” de las plantas y de mucha otra vida.
Los árboles y el mundo vegetal tienen una característica fundamental dominante: están anclados al suelo, tienen raíces. Este anclaje a la tierra ha supuesto una gran desventaja evolutiva, porque las plantas no pueden escapar de los depredadores ni desplazarse durante las crisis del medio ambiente que las rodea (incendios o cambios climáticos). Permanecen allí, quietas y mansas, ante nosotros. No hay docilidad más radical que la de un melocotonero o la de un junco. A lo largo de varios millones de años tuvieron que aprender a sobrevivir incluso perdiendo el 50% o el 80% de su cuerpo. Consiguen no morir aunque las devoren y las reduzcan a poca cosa. Para tener éxito en esta operación, que a nosotros nos parece un auténtico milagro, las plantas desempeñan sus funciones vitales con todo su cuerpo.
Los animales hemos tenido una gran ventaja evolutiva con respecto a las plantas, gracias al desarrollo de órganos con una fuerte división funcional. Respiramos con los pulmones, escuchamos con los oídos y vemos con los ojos. En cambio las plantas, al no tener órganos, ven, respiran y sienten con toda la extensión de su cuerpo. Nosotros tenemos un sistema jerárquico para pensar y decidir. Las plantas “piensan y deciden” con las hojas, con las ramas, con el tallo, con las raíces. Su vulnerabilidad, unida a su sedentarismo, las ha llevado a distribuir por todas sus células sus funciones vitales. Los órganos especializados de los animales nos han proporcionado una gran eficiencia y un enorme éxito cognitivo, a costa, sin embargo, de otra gran vulnerabilidad: basta perder un órgano vital para morir. Es mucho más difícil matar a una planta que matar a un animal. Una gran vulnerabilidad se ha convertido en una mayor resistencia ante la muerte.
La vulnerabilidad y la resiliencia vegetal tienen mucho que decirnos. Las empresas de siglos pasados se estructuraron siguiendo el modelo animal: una fuerte división del trabajo y un orden jerárquico. Esta organización jerárquico-funcional les permitió a las empresas correr mucho, desplazarse en búsqueda de oportunidades, reaccionar a los estímulos y a los cambios de ambiente. Así se convirtieron en el organismo de mayor éxito en estas décadas de gran “cambio climático”, sobre todo si se comparan con las comunidades civiles y políticas, mucho más lentas, democráticas, extensas y pegadas al territorio. Las empresas fueron y son las grandes vencedoras de la historia evolutiva de nuestro veloz tiempo. Pero en un momento determinado, a caballo entre dos milenios, el ambiente del mundo humano cambió drásticamente con la llegada de Internet y de las redes, que se parecen mucho a las plantas. La misma metáfora de la red o de la tela de araña (web) nos recuerda mucho a la vida extensa de los vegetales y nada a los órganos y a la jerarquía de los animales. Si alguien quiere moverse hoy en este nuevo ambiente, debe respirar, escuchar, recordar y hablar con todo el cuerpo, como las plantas. Por consiguiente, debe revisar y darle la vuelta a la rígida estructura jerárquica. Si alguien quiere sobrevivir hoy y crecer en la nueva economía, está llamado cada vez más a evolucionar descentralizando y desplegando todas las funciones (incluida la empresarial), renunciando al control jerárquico de todos los procesos y decisiones, y activando y responsabilizando a todas las células del cuerpo.
En realidad, en nuestro modelo de desarrollo, sobre todo en Europa, ya hemos conocido y conocemos empresas organizadas siguiendo el paradigma vegetal. Son las cooperativas. La fuerza de la cooperación consiste en distribuir las funciones por todo el cuerpo, renunciando a la rígida organización jerárquica para activar toda una estrecha unión social. Las cooperativas han aprendido a respirar, a sentir y a decidir con todo su cuerpo, y lo han hecho reinventando los derechos de propiedad de la empresa y su gobierno. Al estar pegadas al territorio, han sido mucho más lentas y por lo general menos eficientes que las empresas capitalistas, pero se han mostrado más resistentes y resilientes ante las crisis ambientales, externas e internas. Y cuando mueren, muchas veces su fracaso se debe a que han renunciado a la metáfora vegetal para imitar a los animales más veloces y atractivos, adoptando su forma de gobernarse y su cultura. Si las cooperativas y las empresas de comunidad pierden su capacidad de utilizar todas las células para vivir, se encuentran sólo con las desventajas que tiene estar pegados al territorio, como una zorra capturada por el lazo de los cazadores, infinitamente más vulnerable que el árbol al que se encuentra atada.
Es probable que los protagonistas capaces de habitar con éxito el “tiempo de la tela de araña” sean organizaciones cada vez más extensas y horizontales, pero parecidas a las “viejas” cooperativas. El vulnus de las empresas de la new economy de la red está en que han cambiado su cultura y su forma de gobierno pero no todavía los derechos de propiedad. Los propietarios de los nuevos gigantes de la web son todavía demasiado pocos, los beneficios (enormes) están todavía muy concentrados en pocas manos. El desafío del nuevo capitalismo vegetal son los derechos de propiedad y por consiguiente la distribución de la riqueza, temas sobre los que hoy ya no conseguimos decir casi nada porque seguimos pensándolos con las categorías del siglo XX (y por eso seguimos confiándoselos tan solo a la política y/o a los impuestos). Mientras no empecemos a pensar en nuevas formas de propiedad extensas, en nuevos bosques, seguiremos imitando a las plantas pero siendo depredadores.
La vulnerable resistencia de las plantas tiene muchas cosas más que decirnos. Pensemos en las comunidades espirituales y con motivaciones ideales o en nuestra vida interior. Las comunidades que fueron capaces de resistir a la muerte de los fundadores y/o de superar graves crisis eran extensas y podían respirar y ver con todo su cuerpo. Cuando los líderes o los fundadores se convierten en el corazón o en la cabeza de sus comunidades, su muerte conlleva la muerte de la comunidad entera. Por el contrario, cuando el carisma está extendido por todo el cuerpo, las comunidades son capaces no sólo de seguir viviendo después de su fundador, sino incluso aunque pierdan gran parte de su propio cuerpo.
Para terminar, también el buen desarrollo de la vida interior espiritual puede verse como una transformación progresiva del alma, en el sentido de que se va pareciendo cada vez más a un árbol. Si nuestra interioridad está estructurada de acuerdo con la forma animal, siempre en movimiento y sin raíces, somos extremadamente vulnerables cuando algo golpea nuestros lugares vitales: personas, trabajo, certezas. Basta la traición de un amigo, la muerte del cónyuge, la jubilación o una crisis de fe para que nos precipitemos en la nada y experimentemos una auténtica muerte espiritual. Una buena educación, sobre todo de jóvenes, conlleva aprender a sentir, sufrir, amar, hablar y ver con toda el alma. Es cierto que así se va más despacio, pero también mucho más lejos y más alto, y se logra sobrevivir aun perdiendo el 50%, el 90% o el 99% del “cuerpo”. Es posible regenerarse a partir de un pequeño “resto” que sigue vivo en algún rincón. Para resurgir y salir vivos de las grandes crisis, ya sean morales o físicas, a veces basta un pedacito de tejido vivo y sano salvado de los depredadores. Muchas veces ese trozo de vida es sencillamente nuestro trabajo. Llegamos a la oficina maltrechos por las desgracias y devorados por los duelos, los abandonos y las persecuciones, pero mientras encendemos el ordenador o levantamos la verja, sentimos físicamente que la vida vuelve a empezar y comienza a vivificar progresivamente todo el cuerpo. Dios habló a Moisés desde la zarza mientras estaba pastoreando el rebaño de su suegro, mientras estaba trabajando. Con frecuencia el trabajo ha sido lugar de las mayores teofanías. A veces nos salvamos de una auténtica muerte del alma simplemente por saber preparar una comida o poner la mesa con el mismo cariño con que lo hacíamos cuando había alguien que al verla se sentía amado. O por recitar la única oración que todavía recordamos. Entonces puede nacer un bellísimo esqueje, incluso un gran árbol con muchos frutos.
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