stdClass Object ( [id] => 16890 [title] => Fecunda es la alegría del final [alias] => fecunda-es-la-alegria-del-final [introtext] =>Desbordantes y no alineados/10 - Moviendo los brazos para no caer, se puede aprender a volar
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 04/11/2018
«Cuanto más rico es nuestro esquema de valores, más difícil es que sea interiormente armónico. El precio de la armonización parece ser el empobrecimiento; el precio de la riqueza, la falta de armonía».
Martha Nussbaum, La fragilidad del bien
Una experiencia absoluta de la existencia humana consiste en comprender que el único patrimonio que poseemos de verdad es el presente. De repente nos damos cuenta de que el pasado se ha ido y el futuro se encuentra en manos de una promesa frágil, ya que depende totalmente del don. Pero en una hora que podría y debería ser de desesperación, nos alcanza una alegría nueva que no habíamos experimentado en ninguno de los paraísos del pasado. Esta alegría nace de la conciencia de que cuando nos hacemos verdadera y finalmente pobres estamos derribando el último ídolo: nuestro yo.
[fulltext] =>Nos damos cuenta de que, a lo largo de los años, nuestro yo ha ido alimentándose con los escombros de todos los ídolos que hemos ido encontrando y destruyendo a lo largo del camino, y se ha hecho enorme. Cada batalla idolátrica le ha hecho más grande y más fuerte. Las victorias han ido aumentando su certeza y su satisfacción por haber conquistado y defendido la verdadera fe. Hasta que, de golpe, comprendemos que para liberarnos de este nuevo y gran ídolo no tenemos que luchar sino pronunciar un dulce “amén”. Puede que esta alegría distinta se parezca un poco al regocijo que nos sorprenderá cuando otro día un amigo leal nos diga que ha llegado el final. Entonces pronunciaremos nuestro amén y sentiremos que solo se ha acabado una historia, una historia maravillosa, pero no nuestra historia, porque un resto vivo se salvará.
La gestión del envejecimiento es delicada y crucial también para las comunidades y las organizaciones. Esto resulta especialmente evidente en esta fase histórica de grandes cambios. Pero con una peculiaridad crucial: las realidades colectivas no están inexorablemente destinadas al declive y a la muerte que caracterizan la vida humana, ya que pueden seguir viviendo más allá de la vida de las personas que las componen. Parte del deber moral de aquellos que viven y gobiernan una comunidad o una organización consiste en hacer todo lo posible para que la vida de las instituciones sea más larga que la suya, evitando que las dos “muertes” coincidan. Las personas que están en una comunidad por vocación consiguen vencer a la muerte cuando logran que su comunidad siga viviendo más allá de su muerte individual. Las verdaderas resurrecciones tienen muchas formas, algunas de ellas improbables e imprevistas. Esta original forma de “inmortalidad” es una de las herencias prometidas a quienes siguen una voz y se ponen en camino.
En torno a estas muertes y resurrecciones se concentran importantes desafíos. Pensemos, por ejemplo, en la relación entre ancianos y jóvenes. Una comunidad que está envejeciendo tiene una necesidad vital de jóvenes y de personas de mediana edad, que podrían regenerarla con su energía vital y con su providencial ingenuidad, porque la alegría y la promesa de futuro de los jóvenes puede curar la natural tristeza y nostalgia por el pasado de los mayores. Desde este punto de vista, las comunidades ideales y espirituales se parecen mucho a las familias naturales, donde la presencia y la cercanía de los nietos alegra y da sentido al envejecimiento de los abuelos. Una de las grandes pobrezas de nuestra civilización occidental viene de haber quitado a los ancianos la alegría de la visión cotidiana de los nietos (y de los hijos), una gran indigencia de la que aún no hemos adquirido plena conciencia.
Sin embargo, la realidad histórica nos muestra una polarización: las organizaciones jóvenes están llenas de jóvenes y las antiguas están llenas de ancianos. No es que las comunidades envejecidas no puedan atraer vocaciones jóvenes y auténticas, pero para ello es necesario que los jóvenes vean que a los mayores les interesa el futuro y por tanto son personas anti-nostálgicas. Es necesario que las vean integradas en el presente preparando el mañana; que las vean trabajando hasta el final, abriendo el portón de la escuela con la misma pasión con que abren en la iglesia la puerta del tabernáculo; que las vean plantar al menos un árbol nuevo que alimente el futuro y le de sombra. Lo que aleja a los jóvenes de muchas comunidades no es solo (ni siquiera principalmente, en mi opinión) la edad media de sus miembros, sino más bien la falta de esperanza en un presente y un futuro espléndidos, incluso más espléndidos. Cuando los viejos dejan de generar futuro, los pocos jóvenes que quedan también envejecen por dentro y viven los años de su juventud biológica como un sacrificio no libre. Pero de este modo el cielo de todos se oscurece.
«Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán» y «los jóvenes tendrán visiones» si «vuestros ancianos tienen sueños» (Joel 3,1-2). Existe un nexo entre los sueños de los ancianos y las profecías de los hijos, porque los jóvenes solo pueden profetizar en un ambiente alegrado por los sueños de esperanza de los adultos y de los ancianos. Esto, que es cierto en la vida civil y económica (la falta en los adultos y en los ancianos de grandes sueños con capacidad de generar futuro es el primer obstáculo que los jóvenes están encontrando), lo es aún más en las comunidades y organizaciones reunidas en torno a ideales colectivos. Una comunidad agonizante puede resurgir si al menos una persona más joven comienza a profetizar dentro de un espacio habitado por los sueños de vida de los mayores.
Aquí entra en juego el gran tema del patrimonio y de las obras de las comunidades que cuentan con un gran pasado y una gran herencia (escuelas, hospitales, terrenos, casas…). Este es un tema hoy particularmente urgente y delicado, tanto para los carismas religiosos como para los laicos.
Los fundadores dan vida a obras grandes porque muchas veces esta generatividad institucional es un componente esencial del carisma. Cuando generan obras, las configuran en base a las dimensiones carismáticas que logran entrever gracias a la potente luz que conlleva la fase fundacional. Cada fundación de una nueva comunidad carismática es un eschaton anticipado, donde la prudencia (que también es una virtud propia de los fundadores) se ve superada por la urgencia de realizar en esta vida y en la tierra lo que ven en el cielo. Sus obras están construidas en el ya pero miran al todavía no. Después, cuando la fase de fundación termina, aquellos que tienen que continuar la carrera se encuentran con casas e instituciones insostenibles por naturaleza. Y a menudo el peso de su gestión les impide construir otras “casas”, continuar y repetir los mismos milagros de los fundadores e incluso mayores.
Si los fundadores hubieran realizado obras con la dimensión de la realidad presente, estas habrían sido demasiado pequeñas. Este tipo de obras no son nunca “adecuadas”: si hoy no resultan demasiado grandes, es que ayer eran demasiado pequeñas. Pero, mientras las grandes obras del tiempo de la fundación dificultan la vida concreta y económica de quienes vienen detrás, las obras demasiado pequeñas no son capaces de complicarle la vida a nadie, sencillamente porque se acaban con su constructor y no se convierten en herencia para quienes vienen detrás.
Podemos cerrar o vender las obras demasiado grandes, incluso las casas que guardan en sus paredes las señales y los aromas de los milagros de los primeros tiempos, y así prepararnos para la muerte: nuestra propia muerte, la de las obras y la de la obra. Pero también hay oportunidades para la vida. Una de ellas es el niño que nace del vientre joven de Agar, que ocupa el lugar de nuestro seno ya marchito (Génesis 16,4). Hoy Agar se llama alianza: pactos entre comunidades antiguas y jóvenes, que pueden dar sentido a estructuras que están a punto de morir, llenando la casa de niños y, con ellos, de alegría y de futuro. Y si seguimos teniendo abierta nuestra tienda a los viajeros que van de paso, tal vez un día, cuando seamos más viejos y menos en número y sigamos repitiendo las mismas palabras antiguas de hace años, nos sorprenda en un nuevo encinar de Mambré el anuncio de un hijo engendrado en la carne marchita (Génesis 18,1). Pero antes de Isaac está Ismael, el hijo-don de Agar, la joven extranjera que vino a nuestra casa. Hoy muchas comunidades envejecidas no ven venir a Isaac, tal vez porque antes no han engendrado a Ismael, o porque no lo han sentido como hijo de la misma promesa.
Los desbordamientos y las desalineaciones son la condición ordinaria y constante de las comunidades carismáticas y de muchas Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs). Como todas las realidades complejas, estas también viven constantemente al límite de sus posibilidades. Acogen a personas que las enriquecen, pero al mismo tiempo se encuentran en continua evolución. Personas que se van a dormir habiendo alcanzado un cierto equilibrio entre las contradicciones, las alegrías y los dolores de cada día, pero cuando despiertan deben empezar a buscar de nuevo. De jóvenes quieren el paraíso, de adultos se encuentran con muchos purgatorios y algún infierno, y de viejos comprenden que en realidad nunca han salido del primer paraíso, aunque para entenderlo hayan necesitado una vida entera y un poco más. Pero también las comunidades y las organizaciones hacen y deshacen continuamente sus equilibrios, y cuando dejan de hacerlo comienzan a morir. La vida de aquellos que siguen una voz es una partida que se juega entre personas desbordantes y no alineadas que viven y cambian dentro de realidades colectivas que, puesto que cambian, les desconciertan cada día. La capacidad de vivir en desequilibrio es el primer arte que deben aprender las personas y las organizaciones. Consiste en aprender a caminar sobre la cuerda, como el equilibrista, que no se cae siempre que no se detenga. Sin duda es una condición incómoda, pero es vital porque es la única capaz de generar verdaderas novedades. Y al llegar al otro lado de la cuerda, nos espera otra travesía sobre otro abismo. Así hasta el final, cuando descubramos que, a fuerza de mover los brazos para no caer, hemos aprendido a volar.
Cuando algo o alguien nos despierta por la noche, hay personas que no abren los ojos e intentan volver a dormirse para entrar de nuevo en el sueño que tenían. De este modo consiguen recuperar el sueño y los sueños. Pero hay otras personas que, cuando el sueño se interrumpe, abren los ojos, encienden la luz, leen una novela, se ponen a rezar o abren la ventana y ven amanecer. En esta serie dedicada a los desbordantes y no alineados hemos intuido que cuando, en medio del primer gran sueño de la juventud, hay algo que nos despierta, tal vez un grito de dolor, no debemos cerrar los ojos para volver al primer sueño roto. Ese despertar es el tiempo de un nuevo amanecer, de otro sol que nos espera más allá de la persiana bajada. Es el tiempo de los nuevos sonidos y de los nuevos colores del nuevo día. Es el tiempo de los sueños, distintos y no menos grandes, de la vida adulta.
Así termina la exploración de algunas personas desbordantes y no alineadas y de sus comunidades. También en este caso la última palabra es gracias: a los lectores, a Avvenire y a su director, Marco Tarquinio, que han sido compañía y alegría en este trabajo tan bonito pero no tan fácil. A partir del domingo próximo volverán los comentarios bíblicos con Ezequiel, el gran profeta del tiempo del exilio y por consiguiente de nuestro tiempo.
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Desbordantes y no alineados/10 - Moviendo los brazos para no caer, se puede aprender a volar
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 04/11/2018
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Martha Nussbaum, La fragilidad del bien
Una experiencia absoluta de la existencia humana consiste en comprender que el único patrimonio que poseemos de verdad es el presente. De repente nos damos cuenta de que el pasado se ha ido y el futuro se encuentra en manos de una promesa frágil, ya que depende totalmente del don. Pero en una hora que podría y debería ser de desesperación, nos alcanza una alegría nueva que no habíamos experimentado en ninguno de los paraísos del pasado. Esta alegría nace de la conciencia de que cuando nos hacemos verdadera y finalmente pobres estamos derribando el último ídolo: nuestro yo.
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stdClass Object ( [id] => 16891 [title] => La espléndida ley del resto [alias] => la-esplendida-ley-del-resto [introtext] =>Desbordantes y no alineados/9 – Creer en la resurrección, no exhumar cadáveres
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 28/10/2018
«Cuando Rabí Búnam yacía en su lecho de muerte, su mujer estalló en lágrimas. Él dijo: “¿Por qué lloras? Toda mi vida fue únicamente para que yo aprendiera a morir».
Martin Buber, Cuentos jasídicos
La Biblia es muchas cosas a la vez, todas importantes. En ella, cada generación descubre significados nuevos y olvida otros. En ella, quienes siguen seriamente una voz encuentran un mapa espiritual para orientarse en los acontecimientos más misteriosos de la vida. No existe lugar mejor donde buscar compañía y luz para el camino. La historia y las narraciones bíblicas son muy valiosas y fecundas para entender y explicar también las experiencias colectivas, las promesas, los exilios y las muertes y resurrecciones de las comunidades, movimientos y organizaciones que han nacido alrededor de un carisma religioso o laico. En particular, la Biblia es un mapa muy valioso, y en cierto sentido único, para comprender y clarear la noche de las grandes crisis colectivas, aunque no es frecuente que sea leída y valorada desde este punto de vista, lo que supone el desperdicio de un recurso esencial.
[fulltext] =>Uno de los muchos tesoros en parte escondidos e inutilizados por las comunidades carismáticas es la lógica profética del resto, que atraviesa multitud de textos bíblicos. La encontramos, especialmente desarrollada y potente, en el libro de Jeremías, dentro de un contexto de gran relevancia sapiencial y teológica. Este profeta había recibido de YHWH el encargo de profetizar el final de un tiempo histórico, pero los jefes y los guías religiosos de su pueblo no quisieron escucharlo y lo desacreditaron. Jeremías oyó, vio y dijo que los babilonios llegarían pronto y que el pueblo sería derrotado y después deportado; que comenzaría un exilio en tierra extranjera que duraría setenta años. Pero mientras anunciaba el final con una tenacidad infinita, los falsos profetas, siempre tan abundantes en Jerusalén y en todas partes, le contradecían, le acusaban de derrotista, le atacaban e incluso convencieron a los jefes para que le persiguieran y le hicieran callar.
Jeremías no decía que hubiera terminado la historia de la salvación ni que se hubiera extinguido la promesa. Solo decía que se había acabado una historia, la gran historia secular del gran reino. Anunciaba que había llegado a su fin una determinada interpretación de la promesa, que coincidía con la grandeza y el éxito. Pero mientras anunciaba el final inexorable del primer mundo, con la misma convicción decía: “un resto volverá”, y la historia continuará.
A las comunidades carismáticas y a las Organización con Motivación Ideal (OMIs) les resulta difícil el acto ético y espiritual de entender que de verdad se ha terminado la primera historia, una historia maravillosa que ha permitido a mucha gente soñar con los ojos abiertos y ver el paraíso. Sobre todo, a las comunidades carismáticamente más ricas que tienen una historia grande les resulta casi imposible entender y aceptar que lo que ha acabado bajo las ruinas no es su historia, sino una historia, la primera parte de la aventura.
¡Qué difícil nos resulta comprender que, para que la misma historia pueda continuar mañana, hoy debemos aceptar que la primera parte se ha terminado de verdad; que para poder escribir la segunda parte de una aventura que nadie conoce todavía, debemos pasar por el exilio; que las formas y los modos con que hemos vivido la promesa colectiva – los reyes, la grandeza, el éxito, las liturgias, el templo, el aparato religioso y la administración del culto – no volverán, pero la historia seguirá adelante porque el ropaje de nuestra fe durante la primera parte del recorrido no era el único, sino solo el primero! Para salvar una experiencia carismática colectiva, un día tenemos que entender que su verdad no estriba en seguir creciendo y cosechando éxitos como en el pasado, sino en decrecer, en hacerse pequeña, derrotada, olvidada y abandonada, siempre que esta destrucción genere un resto fiel.
Pero uno de los misterios más profundos y decisivos de las experiencias espirituales colectivas consiste en que, cuando de verdad llega lo que hemos esperado desde siempre, no somos capaces de reconocerlo. Esperamos la llegada de un mesías a caballo haciendo una entrada triunfal y confundimos el domingo de ramos con el domingo de Pascua. Las comunidades solo conocen el presente y el pasado. Por eso, es natural que para comprender los nuevos hechos usen las categorías y los instrumentos que han conocido y aprendido durante la hermosa etapa que está declinando. Pero de este modo, afrontan el invierno con ropa de verano y corren un serio peligro de morir de frío. Entre las palabras de ayer se encontraba también la ropa de invierno, palabras adecuadas para afrontar el nuevo clima. Estaba el pesebre, el taller del carpintero, el pequeño rebaño, el grano de mostaza, el no del joven rico. Pero cuando nos hacemos verdaderamente pequeños y frágiles, leemos estas pequeñeces y fragilidades recordando con el corazón los milagros y la primavera de Galilea, y olvidamos las otras palabras de la pequeñez, que ahora deberían ser la parte más valiosa de la herencia. En el patrimonio espiritual originario de las comunidades casi siempre está presente desde el principio la bendición de la derrota. Las palabras sobre la fuerza de la debilidad y la sabiduría de que somos mejores cuando somos pequeños nos emocionaban, nos convencían y nos ayudaban a superar las crisis personales en los tiempos de la abundancia y el éxito. Pero cuando las palabras sobre la fragilidad buena se convierten en carne colectiva, dejan de ser recordadas y reconocidas. Nos parecían valiosas y útiles para interpretar nuestros acontecimientos individuales, pero ahora no conseguimos que se conviertan en luz para el presente y el futuro de la comunidad entera.
En realidad, en esos momentos bastaría escuchar a los profetas, que forman naturalmente parte de la población de las comunidades carismáticas en tiempos de crisis, si es que aún no han recibido la muerte. Son personas cuya vocación y tarea es recordarnos las palabras adecuadas y proporcionarnos algunas categorías nuevas, indispensables para entender y afrontar la nueva época. La primera categoría nueva que nos ofrecen es la revelación de que las categorías con las que ayer leíamos el crecimiento y el éxito hoy son poco adecuadas, han quedado obsoletas y hay que cambiarlas. Esta es la buena noticia más importante, porque es precondición de todas las demás. Además, nos dicen que nos espera el tiempo del exilio y que al final un resto volverá. En los caminos que llevan a Babilonia y a Emaús no debemos aprender el sentido de las tres tiendas del Tabor y de las palabras del Sinaí, sino el sentido de la devastación del templo y de las tres cruces del Gólgota. Estos nuevos significados que hay que aprender por los caminos de la desilusión son declinaciones de las eternas palabras de los profetas: esta historia se ha acabado, pero no se ha acabado nuestra historia, porque un resto volverá. Pero para que el resto fiel siga su carrera, hoy debemos aceptar la realidad del final y sobre todo no creer a aquellos que nos dicen que la crisis pasará y seguiremos como antes.
La acción de los falsos profetas, sobre todo en estos momentos, es potente y convincente. Intentan persuadirnos de que no hay que escuchar al que nos anuncia el final, porque no es un profeta, sino un charlatán y un enemigo del pueblo, ya que, a diferencia de lo que él anuncia, pronto se realizará el gran milagro que nos salvará a nosotros y a nuestro “templo” y todo volverá a ser como ayer. Nos traen evidencia empírica de que en el fondo las cosas no van tan mal, que aquí y allá hay signos de recuperación, que la gran crisis está pasando, y nos invitan a mirar hacia delante con su optimismo (que es lo contrario de la esperanza bíblica). Los consuelos de los falsos profetas dejan sensaciones agradables y eliminan el dolor, porque son el opio de las comunidades. En cambio, los de los profetas son dolorosos y despiadados, pero sanan y dan vida.
El pueblo de Israel escuchó a los falsos profetas. Pero un resto recogió las palabras de los verdaderos profetas, y al regreso del exilio no conservó los libros de los falsos profetas, sino los de Jeremías y demás profetas. Los profetas no son escuchados en su tiempo; esta es su tarea y su destino. Pero si un resto fiel salva sus palabras, su profecía verdadera puede continuar. El resto profético no es un simple grupo de supervivientes ni una élite de iluminados. Muchas comunidades han tenido supervivientes, pero no un resto profético. Este es un resto creyente, compuesto por los pocos que en el tiempo de la ruina y el exilio siguen creyendo en la misma promesa que ayer se revistió de éxito y de gloria, y por tanto saben leer la derrota y el exilio como misterio y bendición. Es el exegeta honesto de las muchas palabras de las comunidades. Es el retoño que brota en el tronco talado y hace que la vida siga. Es aquel que, en el tiempo de la desilusión, cree que su creencia no ha sido una ilusión, porque la ilusión (que es real) no está en la promesa sino en pensar que esta coincide con su primer revestimiento de grandeza. Es aquel que cree que este final es un nuevo comienzo, que este grito está pariendo un futuro completamente distinto. Es el nombre del hijo. Shear Yashub, que significa “un resto volverá”, es el nombre del hijo de Isaías (Is 7,3). El resto fiel es el cuerpo resucitado con los estigmas de la pasión, que siguen presentes porque son verdaderos. Los falsos profetas no creen en ninguna resurrección, solo tratan de exhumar el cadáver. Son herederos de los magos y arúspices egipcios que intentaron replicar artificialmente las plagas; pero las falsas plagas no preparan la verdadera apertura del mar.
Para terminar, la maravillosa ley del resto es también una ley fundamental en el camino existencial de la persona. Empezamos de jóvenes creyendo, amando y esperando una vida pura, humilde, pobre y coronada de todas las virtudes. Esperamos toda la belleza de la tierra y del cielo. Nunca nos hubiéramos puesto en marcha sin esta promesa, verdadera e imposible. Si hemos intentado ser un poco fieles a esa primera voz, de adultos y de viejos descubrimos que solo un “resto” de aquella promesa sigue vivo. Nos encontramos con un poco de pobreza, o con un poco de humildad, o con una esperanza todavía viva a pesar del sueño en ruinas. Y un día comprendemos que nos hemos salvado precisamente porque un pequeño resto sigue vivo, porque hemos hecho bien nuestro trabajo, porque hemos conseguido amar mucho a una sola persona en lugar de amar poco a muchas personas, o porque al menos una vez hemos tenido suficiente fe como para decir “sal fuera” y hemos sacado a un amigo de su sepulcro. Ese día aprendemos que toda la promesa estaba allí, custodiada en ese pequeño resto creyente y fiel.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 28/10/2018
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La Biblia es muchas cosas a la vez, todas importantes. En ella, cada generación descubre significados nuevos y olvida otros. En ella, quienes siguen seriamente una voz encuentran un mapa espiritual para orientarse en los acontecimientos más misteriosos de la vida. No existe lugar mejor donde buscar compañía y luz para el camino. La historia y las narraciones bíblicas son muy valiosas y fecundas para entender y explicar también las experiencias colectivas, las promesas, los exilios y las muertes y resurrecciones de las comunidades, movimientos y organizaciones que han nacido alrededor de un carisma religioso o laico. En particular, la Biblia es un mapa muy valioso, y en cierto sentido único, para comprender y clarear la noche de las grandes crisis colectivas, aunque no es frecuente que sea leída y valorada desde este punto de vista, lo que supone el desperdicio de un recurso esencial.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 21/10/2018
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«El otro, el Hombre, es ab initio el reciprocante. Ahora bien, no se olvide el otro lado que esa capacidad de reciprocarme el Otro tiene. Y es que tal capacidad presupone que él es “vida humana” como la mía; por tanto, una vida suya y no mía, con su yo y su mundo propio, exclusivos, que no son míos, que están fuera, más allá, trascendentes a mi vida».
José Ortega y Gasset, El hombre y la gente
La familia, como el trabajo y la escuela, es cuestión de reciprocidad. Los cuidados que proporcionamos son imperfectos si nunca tenemos la experiencia de ser asistidos por las personas a las que asistimos. Ninguna educación es eficaz si el profesor, mientras da clase, no aprende y cambia junto con sus alumnos. También la relación entre las comunidades ideales y las personas que forman parte de ellas es una cuestión de reciprocidad, que une una gran cercanía a una distancia real. Nada hay en la tierra más íntimo que un encuentro en el espíritu entre personas llamadas por la misma voz al mismo destino. Entonces vemos en el otro los mismos deseos que anidan en nuestro corazón, y las mismas palabras, pronunciadas y no pronunciadas, regresan multiplicadas y sublimadas. Nos alegramos por las mismas cosas, y nuestra alegría aumenta cuando vemos que el otro se alegra por las mismas razones y de la misma manera.
Pero para que esta mutua inhabitación («si estuviera en tu interior como tú en el mío»: Dante, Paraíso) sea una experiencia plenamente humana y humanizadora, debe respetar una forma de distancia que nos protege de la tentación de poseer al otro, de apropiarnos de la sobreabundancia que hay en su misterio. Es principalmente dentro de este espacio, libre y salvado, donde vive y se alimenta la comunión, que crece y nos hace crecer, hasta que dejamos al otro y a nuestro corazón libres para velar el “todavía no” que, solo en parte, podrá desvelarse mañana.
Este dinamismo cercanía-distancia, que ya es difícil entre personas, resulta aún más arduo en las relaciones entre el individuo y su comunidad. Ahí la comunión entre el alma personal y el alma comunitaria puede convertirse en una operación de sustitución. Cuando una persona llega a una comunidad ideal, se siente fascinada e inmersa en la belleza y en la riqueza espiritual que encuentra. Esta riqueza espiritual es mucho más centelleante y seductora que la pequeña voz interior, que parece menos interesante y luminosa que lo que hay en el exterior. La pequeña dote con la que la persona se presenta a las puertas de la comunidad no brilla ni puede brillar porque no es una perla ni un diamante: es sencillamente una semilla. Pero precisamente en esa cosa minúscula se encuentra la posibilidad de un futuro bueno, de una verdadera innovación, de sorpresa, de reforma, de grandes árboles y nuevos frutos para la persona y para la comunidad.
Los responsables deberían hacer todo lo posible para mantener viva y fecunda en la persona esa intimidad única y especial que precede al encuentro con el carisma de la comunidad, y por consiguiente deberían dosificar muy bien la transmisión de la herencia espiritual e ideal colectiva, asegurando el cuidado y la castidad necesarias para no sumergir y sofocar la pequeña semilla primigenia.
El principio de subsidiariedad, un pilar del humanismo cristiano y europeo, vale también para gestionar la relación individuo-comunidad: lo que llega desde el exterior, desde arriba y desde fuera, es bueno si sirve de ayuda (de subsidio) a lo más íntimo, cercano y personal. Gran parte de la calidad y resistencia de una historia vocacional depende del diálogo subsidiario entre estas dos intimidades, sobre todo en los primeros tiempos. Depende de la capacidad de no sustituir la primera intimidad (pequeña, ingenua y sencilla) con la segunda (grande, madura y espectacular). La primera intimidad es el lugar donde vive y crece un pensamiento libre, atento, cultivado y crítico, porque bebe en capas más profundas que las que alimentan el carisma común; bebe directamente de la tradición espiritual que alimenta el carisma comunitario y de las tradiciones de las civilizaciones humanas que son fundamento de ambas; se alimenta de las oraciones de todos, no solo de las nuestras, y de las poesías, las novelas y el arte de la humanidad entera, del amor y el dolor de cada ser humano y de la tierra.
Pero es casi imposible que la sustitución entre estas dos intimidades no se realice, sobre todo porque es la propia persona quien la busca y la quiere. Esta siente con fuerza la fascinación de las palabras nuevas y grandes que encuentra al llegar, entre otras cosas porque advierte que lo que encuentra fuera ya estaba presente dentro de ella, y la comunidad carismática lo que hace es potenciarlo y exaltarlo. Conoce íntimamente lo que viene de fuera porque, mientras lo recibe, lo reconoce como algo que ya era íntimo. En cambio, cuando tratamos a una joven como si llegara espiritualmente como una tabula rasa en materia franciscana lo único que hacemos es dar muerte en ella a la primera intimidad que contenía los cromosomas esenciales para que ella misma y su comunidad se hicieran verdaderamente franciscanas. Los caminos espirituales auténticos no comienzan en la comunidad, sino que continúan, porque han comenzado fuera, en una primera intimidad.
Después de que Saulo encontrara al Señor en el camino de Damasco, fue donde Ananías, y este le bautizó. Pablo recibió la fe cristiana de aquella comunidad. Pero siempre recordó y reivindicó que su vocación era anterior al encuentro con Ananías. Aquella voz le siguió alimentando junto a la misma voz que le hablaba en su comunidad y de vez en cuando le decía palabras que no entendía: «El evangelio (...) yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gálatas 1,11-12). En las comunidades, el principal mecanismo de discernimiento espiritual parte de la intimidad de la persona y se realiza en la intimidad colectiva que se convierte en exegeta final de las palabras individuales. Pero también es esencial el proceso inverso: volver al diálogo de la primera intimidad para comprender las palabras colectivas que no entendemos, de forma que, una vez comprendidas dentro y regaladas fuera, enriquezcan a todos. Cuando falta este segundo movimiento, los miembros de la comunidad tienden a parecerse demasiado entre sí, porque el lugar de la biodiversidad antropológica y espiritual y por tanto de la riqueza y la capacidad generativa de los carismas no es la segunda intimidad sino la primera.
En los nacimientos naturales, todos los niños se parecen mucho. Los primeros días parecen todos iguales, solo cuando crecen se diferencian y adquieren sus rasgos característicos. En cambio, en los nacimientos espirituales ocurre todo lo contrario: al principio todos somos muy distintos, cada uno tenemos ojos y cabellos de un color único. Después de entrar en una comunidad, con el tiempo tendemos a parecernos espiritualmente cada vez más unos a otros, porque la segunda intimidad vocacional colectiva crece en detrimento de la primera. Y la fusión embriagadora de los primeros años deja sitio a palabras comunes e iguales que cada vez dicen menos.
A las comunidades espirituales y proféticas les cuesta mucho reconocer el valor de la primera intimidad, por el gran aprecio y consideración que sienten (y deben sentir) por la segunda intimidad espiritual colectiva. Con frecuencia consideran que esta es la única necesaria, que engloba y comprende la primera, considerada como los “dientes de leche” del niño que tienen que caer para que puedan salir y crecer los dientes adultos y definitivos. De este modo, no pocas veces causan, de buena fe, la atrofia progresiva del primer lugar vocacional que, sin embargo, sostiene al segundo. Muchos daños son causados por la buena fe, que sin embargo no anula sus consecuencias ni su dolor.
Cuanto más fuerte es la dimensión profética y carismática de una comunidad, más natural y espontáneo le resulta infravalorar la experiencia espiritual anterior a la llegada. Olvida que toda organización, incluso la más genuinamente carismática, tiene una necesidad continua de auto-regenerarse, y el primer instrumento de esta auto-regeneración es la profecía de sus personas, que necesita reconocimiento y espacio para ser cultivada. El pueblo de Israel también necesitó durante siglos ser acompañado por profetas gigantescos, a pesar de que ya era una nación santa y profética. Sin los profetas que lo renovaron continuamente (y a los que el pueblo seguía matando) también aquella comunidad distinta se habría transformado en un monolito religioso sin espíritu. Y ¿en qué se habría convertido la Iglesia sin los miles de profetas y santos que le recordaron mil veces su vocación y le llamaron a la conversión? Lo mismo sucede con cada comunidad que ya es carismática por vocación: la llegada providencial de profetas, que conservan las dos intimidades, la salva y la convierte cada día.
La sustitución de la primera intimidad por la segunda es también raíz de buena parte del malestar de las comunidades ideales y espirituales. La repetición y reiteración durante años de la misma intimidad colectiva, ya no acompañada ni alimentada por el primer diálogo íntimo profundo, genera en las personas progresivas y radicales enfermedades de la identidad. La gran energía invertida en aprender el arte de responder a las preguntas sobre quiénes somos nosotros va agotando día tras día la capacidad de responder a la otra pregunta radical: “¿quién soy yo?”. Cualquier persona que conozca lo esencial del universo espiritual sabe bien que esta última pregunta no tiene una respuesta satisfactoria. Pero hay una forma buena y otra mala de no responder a esta pregunta. La primera nace de tener conciencia de que la respuesta cambia y crece con nosotros, y que tal vez sea el ángel de la muerte quien nos la revele cuando nos abrace. La mala es la no-respuesta que nace de entrar en el corazón y encontrar solo intentos de respuesta compuestos con las palabras colectivas declinadas en primera persona del plural: “nosotros”. El constante y continuo ejercicio de conjugación en plural de los verbos de la vida agota la posibilidad misma de un logos en singular; si no respondemos, no es porque la pregunta no tenga respuestas convincentes, sino porque hemos olvidado las reglas gramaticales y sintácticas para entender la pregunta.
En cambio, cuando logramos conservar la primera intimidad (gracias a Dios, sucede muy a menudo) y la defendemos con todas nuestras fuerzas de nosotros mismos y de nuestra comunidad, en la vida adulta tenemos un gran tesoro. Esta se convierte en el bien más esencial cuando la segunda intimidad de la comunidad se retira – y debe hacerlo – y en su retirada se lleva las palabras, las imágenes y los símbolos con los que habíamos embellecido nuestra vida espiritual y todo nuestro mundo. Entonces nos damos cuenta de que en esa tierra queda un árbol. Lo abrazamos, nos alimentamos con sus frutos y disfrutamos de su sombra. Después descubrimos emocionados que es el mismo “árbol de la vida” que habíamos visto en el Edén del primer paraíso, que ha germinado al cuidar tenazmente una verdadera semilla suya. Después, bajo esa sombra única empiezan a reunirse viejos y nuevos compañeros y comienza una nueva historia.
Si el día de la gran retirada de las aguas de nuestra tierra no encontramos ningún árbol, podemos ponernos a buscar desesperadamente una semilla buena para plantarla en esa tierra fecunda. No será nuestro árbol, pero será el árbol de los hijos, aún más hermoso.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/10/2018
«El ideal de la buena fe es, como el de la sinceridad, un ideal de ser-en-sí. Toda creencia es creencia insuficiente; no se cree jamás en aquello que se cree».
J.P. Sartre, El ser y la nada
Cuando alguien ha hecho de la fe – cualquier fe, no solo la religiosa – el fundamento de su vida, cuando la ha convertido en el tema existencial y no en un tema entre muchos otros, vive constantemente en el temor de haber fundado su vida sobre un engaño, de haber construido un edificio admirable sobre la nada. Durante mucho tiempo ese temor permanece latente, sobre todo en la juventud. Aparece de vez en cuando pero después se despide y nos deja vivir en plenitud el tiempo del encanto, necesario para elevar nuestro impetuoso vuelo. No obstante, va creciendo, bajo tierra, junto con la fe, hasta que emerge en la fase adulta de la existencia y se impone con una fuerza invencible. Entonces nos sorprende, nos altera y no nos deja dormir.
[fulltext] =>De repente nos damos cuenta de que el temor era fundado, y la posibilidad de la nada se convierte en una experiencia real. Resulta que nos habíamos engañado de verdad. Es la experiencia de la falta de fundamento, de la falta total de alineamiento, de la desorientación del exiliado. Habitamos una tierra nueva, dentro del imperio temido y odiado durante tantos años. Al principio intentamos orientarnos en el nuevo paisaje buscando las mismas señales del paisaje del pueblo donde crecimos. Buscamos la torre, el campanario y el reloj con las formas de siempre conocidas. Pero no los encontramos y nos sentimos confundidos. En realidad, están ahí pero no los vemos.
En otras palabras, nos damos cuenta de que no hemos creído en Dios sino en un ídolo. Y a partir de ahí el camino espiritual debe convertirse en una experiencia de demolición. El día de la llamada de Jeremías, la voz reveló al profeta su misión y su destino: «Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar» (Jr 1,10). Al principio plantamos y edificamos. El derribo, cuando llega, viene tarde.
La realidad más importante que se destruye en un camino vocacional es la idea de Dios y del ideal. Una vocación, antes que una destrucción del yo, es una destrucción de Dios, el derribo de la imagen que nos hemos hecho de él y en la que creemos. El primer mandamiento de la Biblia es la prohibición de hacer imágenes de Dios porque toda imagen de Dios es un ídolo. Pero el día siguiente a la vocación, cada uno de nosotros empieza a construirse su propia imagen de Dios y por tanto su ídolo. No lo sabemos, así que somos inocentes. Pero la destrucción es esencial para poder abandonar el tiempo de la idolatría. En la Biblia, la destrucción del templo y el exilio permitieron que aquella fe distinta no se convirtiera en idolatría.
Tal vez este sea uno de los muchos significados de una frase misteriosa (koan) y paradójica de la tradición Zen: «Si encuentras un Buda por la calle, mátalo». El «Buda», a lo largo del tramo adulto del camino, no es solo el maestro que nos hizo descubrir el camino espiritual. Es también la idea-imagen de Dios que ese maestro o esa comunidad nos dieron al principio.
Esta demolición puede asumir varias formas. A veces, la primera imagen desaparece poco a poco como una estatua desgastada por el viento y la lluvia (que nosotros, sin embargo, intentamos continuamente restaurar). Otras veces, implosiona por un terremoto de nuestra tierra, y no es raro que nos sepulte bajo los escombros. Algunas veces - las más interesantes pero también las más difíciles de entender y expresar - somos nosotros quienes tomamos la piqueta y empezamos a golpear la estatua, cuando comprendemos que se trata de un ídolo que nos está devorando día a día, como todos los ídolos. Intuimos que si no destruimos nosotros nuestra estatua de Dios será ella quien nos destruya a nosotros. La fe, cualquier fe, es un lugar auténtico de liberación si un día se convierte en experiencia de destrucción.
Cuando este proceso ocurre dentro de una comunidad, un movimiento espiritual o una Organización con Motivación Ideal (OMI), la destrucción implica también a la comunidad. Si la primera idea del ideal la aprendimos de una comunidad que le dio concreción y palabras, la necesidad de destruir la estatua de Dios se convierte inevitablemente también en demolición de la comunidad que nos la dio y enseñó. Junto a la imagen de Dios desaparece también la imagen de la comunidad que la conserva, sus prácticas, sus rostros, sus oraciones. La demolemos porque lleva impresas las mismas señales idolátricas. Esta destrucción – que nunca es del todo íntima y se expresa en críticas públicas, en sarcasmo y en juicios hacia todos – esconde algunos mensajes valiosos para la comunidad, que muestran la necesidad vital que tiene de auto-subversión. Pero toda comunidad siente terror ante su propia destrucción, porque le resulta muy difícil entender que si no destruye el ídolo del ideal que ha construido está condenada a la muerte. Por eso conserva con todas sus fuerzas el ídolo confundido con el ideal.
El elemento decisivo que muchas veces impide el comienzo de los trabajos de demolición es la falta absoluta de garantías de que una nueva fe venga a ocupar el lugar de la que debemos y queremos demoler. El terror de perder para siempre a Dios junto con la imagen que nos hemos hecho de él lleva a muchas personas, que han recibido una llamada espiritual auténtica, a no destruir el ídolo y a quedarse para siempre en la etapa idolátrica de la fe (los ídolos nos gustan mucho porque no nos piden que asumamos ningún riesgo).
Para muchos esta fase de la conversión del Dios de la llamada en el ídolo de la vida adulta se desenvuelve en una perfecta, absoluta e inocente buena fe. Para otros, en cambio, asume la forma de lo que Sartre llama mala fe (una palabra que él usa en una acepción distinta de la habitual): renuncian al ejercicio del riesgo radical de la libertad y de este modo se quedan bloqueados en una especie de limbo moral, donde son contemporáneamente creyentes e idólatras, fieles y ateos, verdaderos y falsos. Los que tienen buena fe están recitando una comedia-tragedia en un teatro, pero están convencidos de que el escenario es la vida. Los segundos, los de mala fe, saben que están recitando un guión que no es la vida, pero no quieren bajarse del escenario porque fuera les asaltaría y les destruiría la angustia. No obstante, aquellos que logran superar la mala fe (o al menos la reconocen y deciden que quieren superarla) y realizan esta demolición del ídolo de Dios, entran en una de las experiencias humanas más altas y extraordinarias. Caen en una condición muy parecida, si no idéntica, a la de los ateos. Perciben – ven y sienten – la nada bajo todas las cosas, una vanitas que con su denso humo envuelve todo el paisaje interior y exterior. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los que no creen porque nunca han creído, cuando la experiencia de esta nada viene después de una verdadera vida de fe, el impacto con el paisaje de esta tierra desolada es casi siempre devastador.
En realidad, la experiencia radical de la ausencia de Dios es éticamente preferible a la idolatría, porque la nada que llega como maduración de la fe es un salto evolutivo espiritual y antropológico. Pero la persona que se encuentra inmersa en la experiencia no percibe ninguna evolución, solo una infinita soledad en un mundo despoblado de dioses. La misma desorientación la experimentan, casi siempre, los que observan y acompañan a las personas que viven estas experiencias; son los primeros en atemorizarse ante los primeros golpes de la piqueta y por tanto hacen todo lo posible para quitársela de la mano.
Hay algunos desafíos típicos de esta situación, poco explorados pero cruciales. No es fácil explorar estos abismos de la vida. Cuando esta fase de demolición tiene lugar dentro de una comunidad, al exilio interior se le añade el exilio exterior. La persona vive con otros conciudadanos que atraviesan fases distintas de la vida, algunos de buena fe y otros de mala fe, y se siente totalmente extraña dentro de casa. Esto es así, entre otras cosas, porque son pocas las personas que se quedan en la comunidad después de la demolición. Muchos de los que interrumpen un auténtico camino comunitario llegan agotados al final de la demolición – quizá porque la primera estatua era demasiado imponente y robusta – y sienten que se han quedado sin recursos para continuar. Para estos demoledores de ídolos la vida se hace mucho más dura dentro de las comunidades. Las charlas en la mesa, las liturgias, las múltiples actividades que siguen realizando no solo dejan de tener interés sino que además les proporcionan un nuevo dolor. Se quedan a desempeñar su tarea, como siempre, en medio de una indigencia de respuestas y de luz en la que permanecen durante años o décadas. Es muy probable que cuando escuchamos de alguien palabras distintas y más verdaderas sobre la vida y sobre el espíritu, es porque se encuentra en esta fase de la vida. Pero no nos lo dice, no sabría cómo decírnoslo, porque no encuentra palabras (vivir y contar lo que se vive son dos “oficios” distintos, sobre todo en algunos momentos de la vida).
Si logramos llegar hasta el fondo de este derrumbamiento, puede comenzar una fase espléndida de la vida, la más hermosa y verdadera. Entonces nos hacemos verdaderamente hermanos de todos los hombres y mujeres, redescubrimos una misma condición humana solidaria que precede a la fe y a la falta de fe. Nos convertimos en mendigos de sentido con todos aquellos que encontramos por la calle, en los libros, en la poesía. Nos volvemos niños y a todos les preguntamos “¿por qué?”, y así nace una nueva escucha ignorante y encantada. Apreciamos a todos aquellos que, sin tener la fe que nosotros teníamos, son capaces de trabajar, de traer hijos al mundo, de morir sin desesperarse y de amar. Y la rabia se hace fuerte porque nosotros, en cambio, no somos capaces. Llegamos a maldecir la imagen que nos ha impedido aprender el oficio de vivir, porque nos descubrimos mucho menos competentes en este arte fundamental que las mujeres y los hombres “normales”. Pero si aún nos quedan ganas de leer la Biblia, finalmente empezaremos a entender algunas páginas de Job o de Isaías, algunos salmos que antes nos resultaban ajenos o nos molestaban. Sin la experiencia de la destrucción, gran parte de la Biblia y de la vida nos resultan inaccesibles. Y después empezamos a dar gracias por esta nueva epifanía de la vida y de la palabra.
Tras una vida vivida en un ambiente poblado por Dios, el desvanecerse de lo sagrado libera la vista para comenzar a ver, finalmente, al hombre. El lugar, despejado de la religión, se convierte en un humanismo. Expulsando al mercader del templo, y las palomas y las cabras de sus altares, se libera la tierra para acoger un reino distinto. Algunas veces, después de la destrucción, renace una nueva fe y una nueva comunidad de fe, que nos volverán a dejar para llevarnos a nuevos exilios donde nos haremos aún más humanos. Otras veces, la oración vuelve a florecer gritando por el dolor de los hombres y de las mujeres. Otras veces, la fe no regresa, y entramos a la iglesia no para rezar sino para esperar que vuelva y nos sorprenda por la espalda mientras estamos sentados en un banco viendo un tabernáculo vacío. Pero no nos arrepentimos de haber destruido el fetiche, no volveríamos atrás por nada del mundo. Queda el oficio de vivir. Queda la misma espera de Dios.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/10/2018
«El ideal de la buena fe es, como el de la sinceridad, un ideal de ser-en-sí. Toda creencia es creencia insuficiente; no se cree jamás en aquello que se cree».
J.P. Sartre, El ser y la nada
Cuando alguien ha hecho de la fe – cualquier fe, no solo la religiosa – el fundamento de su vida, cuando la ha convertido en el tema existencial y no en un tema entre muchos otros, vive constantemente en el temor de haber fundado su vida sobre un engaño, de haber construido un edificio admirable sobre la nada. Durante mucho tiempo ese temor permanece latente, sobre todo en la juventud. Aparece de vez en cuando pero después se despide y nos deja vivir en plenitud el tiempo del encanto, necesario para elevar nuestro impetuoso vuelo. No obstante, va creciendo, bajo tierra, junto con la fe, hasta que emerge en la fase adulta de la existencia y se impone con una fuerza invencible. Entonces nos sorprende, nos altera y no nos deja dormir.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 07/10/2018
«Con Moisés termina el alpinismo en la historia sagrada, que había comenzado al revés, en descenso, con Noé bajando de su barca-cesta atracada en la cima del Ararat, acompañado por los representantes de la zoología salvada...»
Erri De Luca, Sottosopra
La civilización occidental está construida alrededor de la idea de la riqueza y el desarrollo entendidos como acumulación de cosas y crecimiento. Este principio cuantitativo se emparejó con la convicción ancestral de que la pureza y la perfección están arriba y la imperfección abajo; que lo impuro tiene que ver con la tierra y las manos, y lo puro con el cielo; que el espíritu es superior porque no es materia, no es cuerpo. Por eso, hemos llegado a considerar que los trabajos que tienen que ver con la tierra y aquellos en los que se usan las manos son bajos, impuros e ínfimos, mientras que los trabajos en los que se usa el intelecto son nobles, altos, espirituales y santos. Esta visión arcaica de la vida buena como “crecimiento hacia lo alto” ha conseguido atravesar casi indemne la Biblia entera, a pesar de la dura lucha que los profetas, los libros sapienciales y Jesús entablaron contra ella. Con la ayuda de un alma de la filosofía griega y de la gnosis, esta idea se extendió después a la Edad Media y a la Modernidad, muy poco bíblicas, donde proliferaron los tratados de mística que leían la vida espiritual como una escalada del “dulce monte”, como una acumulación de bienes místicos o como un combate contra el cuerpo y la carne. La ley del del crecimiento hacia lo alto se aplicó también a la vida espiritual, que de este modo se concibió como incremento, ascensión y liberación del cuerpo para poder volar ágilmente por el cielo del espíritu.
[fulltext] =>Pero leer la vida espiritual con las categorías de la acumulación y el alejamiento de la tierra, sobre todo nos aleja del corazón del mensaje bíblico. Pero además produce una interesante paradoja: en un tiempo en que, gracias a la acción y al pensamiento de buenos cristianos y de grandes Papas, estamos intentando superar con mucha dificultad el paradigma del crecimiento y estamos redescubriendo el valor teológico de la tierra y del cuerpo, en el ámbito del espíritu seguimos razonando con las mismas categorías que queremos superar. Se trata de una desalineación peligrosa a la que por lo general no se le da mucha importancia. Sin embargo, Francisco de Asís comenzó su extraordinaria aventura humana y espiritual besando a un leproso. Posiblemente ese beso encerraba el mensaje más revolucionario y valioso del humanismo bíblico y cristiano. Toda la Biblia es un canto al valor espiritual de la creación, que nos invita a encontrar a Dios sobre todo en el más acá, en medio de los hombres y de los pobres, su morada preferida. Cuando el sabio Qohélet, al llegar al final de su búsqueda radical y sin consuelos, quiso decirnos dónde podemos encontrar alguna cosa no vana “bajo el sol”, nos indicó la actividad humana más ordinaria y corporal: «Esta es mi conclusión: lo bueno y lo que vale es comer, beber y disfrutar» (5,17).
En el culmen de la historia de la salvación, para expresar lo impensable y lo imposible, el cuarto evangelio no encontró una expresión más verdadera y maravillosa que esta: «El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El logos, la palabra que ya era Dios, se hizo aún más Dios haciéndose niño, “nacido de mujer” como nosotros, como todos. Con ello nos estaba diciendo que, si el sueño del hombre es hacerse infinito y omnipotente como Dios, el sueño de Dios es hacerse finito e impotente como el hombre. La Natividad es inmensa porque en la luz infinita de la noche de Belén se encuentra la misma luz de la noche que envuelve a todo niño que nace, y naciendo la aclara. Si el niño del pesebre era verdadero hombre (y ciertamente lo era), todo nacimiento es una Natividad. El acto espiritual más puro que acontece cada día en la tierra es cuando un niño viene a la luz del vientre de una mujer. Nunca entenderemos suficientemente bien que cuando los Evangelios nos contaban que el crucificado seguía vivo más allá de la muerte con su cuerpo – un cuerpo distinto pero cuerpo, al fin y al cabo – nos estaban dejando una herencia humana de un valor extraordinario, que en buena parte hemos dilapidado. A pesar del nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesús, nosotros seguimos pensando la religión mediante formas muy centradas aún en las dicotomías puro/impuro y bajo/alto, así como en la bendición asociada al crecimiento.
Un logos hecho carne y después resucitado con su cuerpo implica, además, una revolución radical en el modo de entender el camino espiritual. Cuando se “sube” de verdad al monte Carmelo, desde la cima no se ve más de cerca a Dios ni se ve mejor el cielo, sino que se ve más cerca a los hombres y se ve mejor la tierra. Con el paso del tiempo, las certezas religiosas disminuyen, pero aumenta el conocimiento humilde sobre el hombre. Sin embargo, nosotros echamos de menos los primeros días de luz y vivimos la progresiva ignorancia sobre Dios y el despoblamiento del paisaje sagrado como fracaso y nostalgia. Pero quizá lo que ocurre es simplemente lo que tenía que ocurrir, quizá solo nos estemos convirtiendo en lo que teníamos que ser. Aunque gran parte de la mística haya utilizado casi siempre imágenes de cimas y montañas, en la vida espiritual no se asciende: se desciende. El paraíso se encuentra al principio, en los primeros días del encuentro y la llamada, que a veces pueden llegar a ser largos y durar muchos años. Allí, en el comienzo, se abre el cielo y vemos a los ángeles subir y bajar por la escalera del paraíso. Pero después empieza el camino y la vida nos exige salir del primer paraíso, porque el sentido que tiene ver el cielo abierto es impulsarnos a mejorar la tierra de todos y no quedarnos en la altura “consumiendo” ese espléndido bien espiritual. Debemos preocuparnos mucho si ese primer cielo nos impide amar la tierra.
En la Biblia, los santuarios de Baal y los lugares de la prostitución sagrada casi siempre estaban en las cimas de los montes, y eran más numerosos que en el monte Sinaí. La primera cima de la Biblia fue Babel. La subida al monte Tabor fue una preparación de la subida-bajada a los infiernos del Gólgota. Caminar en el espíritu es inclinarse hacia la tierra y no ascender hacia el cielo. Es hacernos más humanos y no más divinos, más hombres y no más ángeles; sentir con el paso de los años una pasión cada vez mayor por todo lo que está vivo, por las palabras y obras de los hombres y de las mujeres; apreciar la belleza ordinaria de las cosas de todos. Nos sentimos diferentes y dejamos a nuestra gente, a veces criticando o despreciando la vida “normal” de los padres, hermanos y compañeros; pero un día regresamos, los miramos y por dentro nos nace un deseo-oración de parecernos a los abuelos, a los padres e incluso a la buena normalidad de las viejas vecinas, porque nada le falta a la vida.
La vida espiritual nos lleva a bendecir la vida, a recorrer las calles con agradecimiento y siempre con asombro por estar inmersos entre “cosas” y personas que están vivas y nos aman, a apreciar la infinita belleza del mundo y amarla hasta el punto de sentir dolor por tener que dejarla un día. Por el contrario, es una pésima señal alabar el cielo y maldecir la tierra, defender a Dios y condenar a los hombres, sentirnos rodeados por un océano de maldad donde el único oasis bueno somos nosotros. El descenso hacia la tierra es el que nos dice que el trozo de cielo que vimos aquel lejano día no era una alucinación ni una ficción, sino tan solo una bellísima dote para la boda. Toda vocación es una palabra que se hace carne, un emigrante que deja el cielo por la tierra. En la Biblia, muchos profetas comenzaron su misión con el cielo abierto y con una voz que les llamaba por su nombre. Comenzaron su recorrido en el paraíso y terminaron tocando el infierno del dolor del mundo. Samuel, Isaías, Ezequiel, Pablo, Jeremías o Moisés fueron llamados en medio de una epifanía de luz y palabras. Pero después dejaron el paraíso, descendieron y comenzaron su historia vocacional en busca del hombre. Descendieron del diálogo con la voz del Sinaí y aprendieron a dialogar con los hombres. Liberaron esclavos y atravesaron el mar. Los profetas pronunciaron sus palabras más humanas y divinas no en el monte sino abajo, dentro de una cisterna, en el exilio, sometidos a golpes y persecuciones, en el grito inarticulado de la cruz.
Isaías comenzó su misión con el cielo abierto, con ángeles, palabras y visiones. Pero al llegar al culmen de la maduración de su vocación (cap. 21), adquirió conciencia de que era un “centinela de la noche”, que desempeñaba su misión escuchando a los hombres y a las mujeres que se le acercaban preguntando: “¿cuánto falta para el día?”, sin saber la respuesta. Cuando empezamos, pensamos que podemos dar respuesta a las preguntas de los demás sobre Dios, hasta que un día comprendemos que somos tan ignorantes como cualquiera, pero podemos dar y recibir compañía humana. En el camino espiritual pasamos de la verborrea sobre Dios a no tener palabras, o a tener muy pocas, que además no logran traspasar el umbral. Pero no lo sabemos, no nos lo dicen, y luchamos contra la no alineación que vemos crecer y contra la carestía de palabras. No nos damos cuenta de que mientras se reducen las palabras sobre Dios, aumentan las palabras buenas sobre la vida y sobre los hombres. Algunas veces olvidamos cómo rezar a Dios, pero aprendemos a rezar al hombre. La principal y tal vez única señal que nos indica que la vida espiritual está floreciendo y dando fruto es cuando nos hacemos más capaces de humanidad (en la metáfora del árbol, muy bíblica, los frutos nacen a partir de la muerte de las flores y sus colores). Alguien experto en la vida espiritual sabe hablar sobre todo de la vida de la gente (de los amores y de los dolores de la condición humana) y habla muy poco de Dios, bien porque intuye su misterio, bien porque quiere curar las muchas palabras religiosas que pronuncian cada día aquellos que solo conocen a Dios de oídas y por tanto tampoco conocen al hombre.
A lo largo del camino, los diálogos íntimos con la voz de los primeros días se van reduciendo, a veces hasta desaparecer, porque adquieren la forma del barro del alfarero, de un jarrón, de un cinturón o de un yugo con el que recorrer las calles de la ciudad. La luz y la visión de Dios al principio son esenciales para entender nuestro lugar en el mundo y ponernos en camino. Después viene la luz y la visión de la tierra, y no falta nada. El primer don y el último de una vocación es una visión distinta y más humana de la tierra, de la vida y de las personas. Siempre nos ponemos en camino hacia el paraíso. Pero el camino se detiene si no entendemos que para volver a ver a Dios después de los primeros días, la única posibilidad que se nos ha dado son los ojos de los hombres y de las mujeres, la única imagen verdadera de Dios disponible en la tierra. De este modo, justamente cuando nos parece que nuestra tarea ha fracasado porque sentimos que el rostro de Dios está cada vez está más lejos, nos damos cuenta de que durante los años que hemos pasado mirando a los ojos a hombres y mujeres, hemos aprendido, sin saberlo, a conocer a Dios.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 07/10/2018
«Con Moisés termina el alpinismo en la historia sagrada, que había comenzado al revés, en descenso, con Noé bajando de su barca-cesta atracada en la cima del Ararat, acompañado por los representantes de la zoología salvada...»
Erri De Luca, Sottosopra
La civilización occidental está construida alrededor de la idea de la riqueza y el desarrollo entendidos como acumulación de cosas y crecimiento. Este principio cuantitativo se emparejó con la convicción ancestral de que la pureza y la perfección están arriba y la imperfección abajo; que lo impuro tiene que ver con la tierra y las manos, y lo puro con el cielo; que el espíritu es superior porque no es materia, no es cuerpo. Por eso, hemos llegado a considerar que los trabajos que tienen que ver con la tierra y aquellos en los que se usan las manos son bajos, impuros e ínfimos, mientras que los trabajos en los que se usa el intelecto son nobles, altos, espirituales y santos. Esta visión arcaica de la vida buena como “crecimiento hacia lo alto” ha conseguido atravesar casi indemne la Biblia entera, a pesar de la dura lucha que los profetas, los libros sapienciales y Jesús entablaron contra ella. Con la ayuda de un alma de la filosofía griega y de la gnosis, esta idea se extendió después a la Edad Media y a la Modernidad, muy poco bíblicas, donde proliferaron los tratados de mística que leían la vida espiritual como una escalada del “dulce monte”, como una acumulación de bienes místicos o como un combate contra el cuerpo y la carne. La ley del del crecimiento hacia lo alto se aplicó también a la vida espiritual, que de este modo se concibió como incremento, ascensión y liberación del cuerpo para poder volar ágilmente por el cielo del espíritu.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/09/2018
«¡Soy puro, soy puro! Estas palabras, que los muertos del antiguo Egipto llevaban consigo como viático para el último viaje, quizá sean adecuadas para las momias de la necrópolis, pero ningún vivo podría pronunciarlas de buena fe.»
Vladimir Jankélévitch, Lo puro y lo impuro
La primera y más valiosa dote que trae consigo quien llega a una comunidad es la experiencia de la voz que le ha llamado. La naturaleza de ese diálogo admirable, hecho de pocas palabras y mucho cuerpo, es la huella digital espiritual de la persona. Se forma en el "seno materno" y no cambia durante toda la vida. Si hay una herida, la piel vuelve a crecer con las mismas características únicas e irrepetibles. Cuando hemos conocido a una persona en los tiempos del primer encuentro vocacional y volvemos a encontrarla muy cambiada décadas después, no es raro que antes de reconocerla por sus rasgos somáticos, que con el tiempo han cambiado, la reconozcamos por su huella espiritual, que se mantiene más allá de las vicisitudes que transforman el cuerpo y el alma. Podemos volvernos muy distintos, a veces incluso muy feos, pero la huella sigue ahí, acompañándonos hasta el final, y aunque decidamos borrarla o quitarla con cirugía, ella es tenaz y nos espera fiel, más fiel que nosotros.
[fulltext] =>Las vocaciones verdaderas nunca son abstractas: «Ve a la tierra que yo te mostraré», «ve y libera a mi pueblo esclavo en Egipto». Nada hay más concreto que una vocación; si es abstracta, casi nunca es auténtica. No somos llamados al arte en general, sino a la poesía. Somos artistas porque somos poetas, no viceversa. No existe una llamada a ser monja, sino a ser salesiana, aunque a veces nos haga falta un poco de tiempo para entenderlo.
En las vocaciones, en todas las vocaciones verdaderas, todo está en la voz. La vocación es un acontecimiento auditivo. La experiencia de la voz que llama, habla y pide, es real, misteriosa y muy concreta. Una vocación es un diálogo entre voces: la que llama, la que responde y la de la comunidad que acoge. Casi nunca tenemos certeza de quién llama, solo tenemos certeza de la presencia de una voz. Es una voz plural, que nunca nos llama a convertirnos en una sola cosa. Nos llama en la condición ordinaria del vivir, con todas sus bellezas, contradicciones y heridas. Algunas personas casadas no se sienten menos fascinadas por la mística y la espiritualidad que muchas monjas de clausura. Aquellos a quienes la voz les pide que sean célibes no tienen una estructura psicológica distinta de aquellos que se casan. Por término medio tienen los mismos deseos, las mismas pasiones y el mismo eros. No son llamados porque tengan una predisposición antropológica a la castidad o a la obediencia; son llamados y punto, sin coloquios previos sobre la motivación o las actitudes. No es cierto que la voz que llama proporcione también los instrumentos necesarios para llevar a cabo la tarea que pide. Eso sería demasiado sencillo y por tanto banal y poco verdadero. Esas cosas sirven para desempeñar tareas en la empresa, pero no para nuestra tarea en el mundo. Sentirse inadecuado es la condición ordinaria de toda vocación y posiblemente de toda persona honesta.
Así pues, entre las personas que reciben una vocación auténtica las hay equilibradas y neuróticas, sanas y enfermas, santas y pecadoras. Generalmente no son más sabias ni más inteligentes que la media de la población. A veces, una respuesta honesta a la vocación permite adquirir con el tiempo algunas virtudes que mejoran éticamente a las personas, pero otras veces no. Estas llamadas conviven con enfermedades crónicas, depresiones, accidentes y heridas, y algunas personas permanecen clavadas a una cruz en un eterno viernes santo, esperando durante toda la vida una resurrección que nunca llega. En las comunidades mejores hay personas que se sienten más inclinadas a la espiritualidad junto a personas que se sienten menos inclinadas; a algunos les gustan las oraciones largas y a otros no. Hay quienes al principio sienten una gran exigencia religiosa y al cabo de los años se encuentran con una vocación convertida en compromiso cívico entre los pobres, donde aprenden a escuchar las voces de las víctimas y olvidan el timbre de la primera voz; después, a veces al final, descubren que la razón por la que han dejado de oír la voz del primer encuentro es porque se ha convertido en la voz del dolor ajeno.
Esta biodiversidad en la población de las comunidades plantea preguntas importantes, a veces decisivas, con respecto a los procesos de selección y discernimiento.
El único discernimiento verdadero y esencial necesario al alba de una llamada consiste en verificar la presencia de la voz que llama, que tiende a confundirse con otras voces que, en la juventud, se parecen mucho. Pero los “maestros” capaces de este discernimiento son muy escasos, hoy aún más que ayer. Ante la incapacidad para encontrar el único y verdadero indicador de la autenticidad de una vocación, se usan criterios secundarios que se basan en aspectos secundarios y accidentales, pero no en la vocación. Esta infausta situación depende totalmente de la idea, hoy muy extendida, de que hay que buscar en las personas las precondiciones de la llamada. Se buscan (por ejemplo, en el ámbito de la vida consagrada) presuntas predisposiciones a la castidad, a la vida comunitaria o a la obediencia. Se razona como si fuera posible reconocer una actitud abstracta con respecto a la comunidad antes de vivir de verdad en una comunidad concreta, o con respecto a la castidad, olvidando que la experiencia de la castidad a los 40 o 45 años es radicalmente distinta de la que se imaginaba a los 20 años, en la edad del encantamiento.Las vocaciones son siempre “bienes de experiencia” (experience goods), es decir bienes cuyo verdadero valor solo se puede conocer después de haberlos “consumido”. Comenzamos un camino con una idea de la vocación, pero mientras no entremos en una experiencia vocacional no sabremos casi nada de nuestra vocación concreta. Toda experiencia vocacional verdadera es trágica, porque lleva inscrita en su interior la posibilidad del fracaso. Las personas que dejan una comunidad ideal no son solo las que se han “equivocado” de vocación. Hay también muchas otras, que han recibido una vocación verdadera, pero al realizar la experiencia se han dado cuenta de que no eran capaces de vivir en las condiciones existenciales concretas en la que esa llamada les ponía, por fragilidad propia, por neurosis comunitarias o por errores de gobierno. Entonces, el fracaso de una experiencia vocacional concreta no dice mucho acerca de la presencia o ausencia de una llamada verdadera al comienzo. Hay personas que permanecen toda la vida dentro de experiencias vocacionales sin haber tenido vocación y hay personas que las abandonan aun habiendo recibido una llamada verdadera para toda la vida. También hay comunidades salvadas por reformadores que tenían mal carácter y grandes fragilidades, pero sencillamente fueron llamados.
A veces, por querer prevenir los fracasos (intención noble y necesaria), intentamos identificar las predisposiciones psicológicas o del carácter de las personas llamadas y nos olvidamos de entender si en el comienzo ha existido una experiencia vocacional verdadera. Con ello impedimos que personas con fragilidades pero con una llamada puedan ocupar su lugar en el mundo, aunque ese lugar, debido a las fragilidades, pueda resultar incómodo y doloroso o incluso conducir al fracaso. Nadie puede saber, ni antes ni después, el valor espiritual y moral de uno, diez o treinta años vividos tratando de ser fieles a una llamada verdadera, incluso cuando la experiencia se haya interrumpido, a veces por errores o por malicia de aquellos que estaban alrededor o por encima. Algo muy parecido ocurre con la experiencia matrimonial: si al comienzo hay una llamada verdadera, el amor que nos hemos profesado y los hijos que hemos traído al mundo siguen siendo una bendición aunque no hayamos sido capaces de vivir juntos para siempre. También hay existencias que se viven sin traumas y sin fracasos solo porque siguen los incentivos y los intereses, aunque al principio no haya ninguna voz verdadera. El éxito no es el indicador de la verdad de una existencia. También en esto los profetas son maestros eternos e infinitos. La verdad de lo que estamos viviendo y de lo que hemos vivido es lo que expresa el valor de una experiencia y de una vida.
En la valoración de nuestras experiencias existenciales no debemos cometer el error cognitivo del “efecto pico-final”. Cometemos este error cuando, por ejemplo, estamos escuchando una sinfonía grabada en un viejo vinilo y tras una espléndida hora escuchando a Beethoven, al final del disco comienzan a salir sonidos feos y molestos. En general, cuando valoramos la experiencia nos olvidamos de la hora de música del paraíso y extendemos la molestia del último minuto (el final) a toda la experiencia auditiva, lo que nos lleva a expresar una opinión negativa sobre todo el evento, cuando en realidad hemos pasado una hora espléndida con un final difícil. La belleza y la verdad de una vida empleada en seguir generosamente una voz verdadera no se puede medir en base al “minuto” final infeliz porque el disco se haya estropeado o el viejo tocadiscos se haya roto. Nadie puede ni debe estropearnos la verdad y la belleza de la primera hora en compañía de Beethoven.
Cuando se buscan señales vocacionales en el carácter y en la personalidad, se acaban encontrando personas predispuestas que, sin embargo, casi nunca han sido llamadas por una voz verdadera, sino que más bien son atraídas por los aspectos sociológicos del oficio vocacional. Si en las comunidades entran solo personas a las que les gusta mucho la vida comunitaria y/o personas con deseos afectivos distintos o con menos eros y pasiones humanas que los demás, saldrán comunidades empobrecidas de normalidad antropológica, con poca biodiversidad y generatividad, con personas que se parecen demasiado entre sí y tienen una “humanidad reducida” porque han entrado ya parecidas y reducidas. Pero la vida es generosa y aunque hayamos entrado en una comunidad con las motivaciones equivocadas, siempre, hasta el último día, podremos recibir una llamada verdadera, siempre y cuando el día anterior hayamos deseado verdaderamente ser llamados por nuestro nombre.
En las comunidades ideales estamos juntos porque cada uno de nosotros ha sido llamado. No entramos porque nos guste el nosotros, sino porque decimos que sí a un tú. En Galilea no se creó una comunidad porque los apóstoles se sintieran atraídos por una forma de vida en común o por un estado de vida. No sabemos si Pedro estaba sociológicamente y psicológicamente más predispuesto a la vida comunitaria que Judas. Casi siempre las experiencias comunitarias más vivas y verdaderas se dan entre personas que carecen de los rasgos de carácter ideales para vivir juntas, pero precisamente ahí es donde florece la auténtica e improbable fraternidad, que convierte y genera. Las comunidades formadas por personas igualmente atraídas por la propia comunidad casi siempre pierden capacidad de atracción. Las comunidades con poca biodiversidad no superan la segunda generación.
Muchos pintores no conocían las técnicas pictóricas el día en que recibieron la vocación. Después aprendieron las técnicas, pero ya eran artistas. Es posible aprender la vida comunitaria, incluso es posible aprender a vivir la pobreza y la castidad, pero no es posible aprender una vocación. Solo es posible escuchar y después empezar a caminar.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/09/2018
“El Maestro dijo: «A los quince años me dediqué al estudio. A los treinta ya me había formado una opinión. A los cuarenta dejé de tener dudas. A los cincuenta conocí la voluntad del cielo. A los sesenta mi oído se puso en sintonía. A los setenta sigo todos los deseos de mi corazón sin infringir una sola regla»”
Dichos de Confucio, 2.4
Las comunidades ideales y espirituales pueden tener la esperanza de convertirse en auténticos lugares de florecimiento humano si son capaces de seguir caminando al borde de su descomposición. Si, por el contrario, el miedo domina la posibilidad del propio final, la vida de los miembros se marchita por falta de aire y de cielo. Solo desde las cimas más altas se pueden ver panoramas suficientemente amplios como para (casi) saciar el anhelo de infinito que impulsa a las personas con “vocación” a dar su vida a una comunidad y a entregarle una parte esencial de su libertad e interioridad. Pero en cuanto la caravana pierde altura para buscar vivacs más seguros donde colocar las tiendas, los lugares y los horizontes inmediatamente se hacen demasiado estrechos: solo queda desmontar pronto el campo y retomar la escalada. En la cima hay peligro de resbalar y caer, pero solo allí se toca el cielo. Muchas comunidades se han extinguido sencillamente porque han intentado que sus personas vivieran de verdad (algunas veces una yema brota después en el tronco caído). Otras no han muerto porque nunca se han atrevido a arriesgar viviendo una vida plena. El cristianismo nació de la descomposición de la primera comunidad. Jesús salvó a los suyos porque no los “llevó” a un lugar seguro y prudente. Resbaló a los infiernos y desde allí, en medio del estupor de todos, comenzó la resurrección.
[fulltext] =>Lo que sucede en las comunidades ideales se parece a lo que vivimos con nuestros hijos e hijas. Por la mañana vemos, a escondidas, cómo se ponen la blusa y la corbata delante del espejo. Estamos orgullosos de su belleza y de su bondad. Estamos felices de que se vayan y nunca dejamos de asombrarnos cuando los vemos regresar cada tarde. Sabemos que llegará un día en que no volverán; pero si les hemos dejado marchar de verdad, podemos tener la esperanza de que otro día regresarán de verdad. Las familias y las comunidades mueren cuando el miedo a la posibilidad del no retorno de aquellos que están cerca nos quita la alegría de verlos marchar por la mañana y reduce el orgullo que sentimos por su belleza hasta pervertirlo en celos. Para intentar estar siempre siguiendo trayectorias altas y luminosas, una operación decisiva consiste en conservar la diferencia que existe entre la comunidad ideal y el ideal de la comunidad. Dicho con otras palabras, deberíamos hacer todo lo posible para que una persona que llega con una llamada no identifique los ideales, que la atraen y seducen, con la comunidad misma y con sus prácticas. Sin embargo, con demasiada frecuencia las comunidades y Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs) se presentan como la encarnación perfecta de los ideales que las inspiran y animan. La comunidad siente una tentación demasiado fuerte de proponerse a sí misma como el ideal que sus miembros deben vivir y seguir. Esto es así porque, entre otras cosas, tanto a las personas como a la comunidad les gusta mucho identificar el ideal con la comunidad, sobre todo en las primeras fases. Pero cuando más merecería la pena actuar, incluso de forma obstinada y contraria a lo “natural”, es precisamente al principio.
En lugar de indicar y mantener que el ideal de la comunidad es mayor que sus prácticas, las OMIs despliegan su “carisma” a través de un conjunto de acciones, ritos, liturgias y reglas individuales y colectivas. De este modo, nos convencemos, todos de buena fe, de que las reglas, los reglamentos y las prácticas son la copia perfecta del ideal y que el único modo seguro para que el encuentro con la voz que ayer nos llamó sea concreto también hoy consiste en seguir esas reglas y esas prácticas sine glossa. Los fundadores y las comunidades realizan esta traducción perfecta porque creen que si los ideales no se despliegan y se hacen operativos la comunidad no tiene futuro. Poco a poco van eliminando la excedencia del ideal con respecto a la comunidad y de este modo, sin quererlo ni saberlo, impiden que el carisma siga realizando cosas verdaderamente nuevas en el futuro, porque la novedad solo florece de las heridas/aberturas que produce la excedencia-distancia entre los ideales y su traducción histórica. Los efectos no intencionados son siempre decisivos en las experiencias colectivas. Cuando esta excedencia se elimina, el espíritu libre e infinito se convierte en técnica. La pregunta «¿qué es?» – es decir la exclamación del corazón que surge cada vez que nos topamos en el desierto con el maná (man hu: ¿qué es?) de un acontecimiento espiritual de salvación – se convierte en: «¿cómo funciona?» «¿cómo se concreta?» «¿cómo se lleva a la práctica?». El primer encuentro, que generó el deseo de conocer qué era y de quién era aquella voz maravillosa, progresivamente se va transformando en un repertorio de buenas prácticas y reglas que hay que seguir para permanecer “fieles”. Es cierto que las comunidades no nacen sin una cierta traducción del carisma en praxis, pero esa traducción comporta el riesgo de silenciar el carisma que la ha generado. Es una tensión paradójica, vital y siempre decisiva.
El Humanismo bíblico conoce muy bien todo esto. La Biblia ha hecho todo lo posible y casi lo imposible para diferenciar a YHWH de la Ley y de la palabra de los profetas que hablaban en su nombre (a veces sin lograrlo). Pero si la Biblia no hubiera tenido en cuenta que la realidad de Dios desborda sus palabras, habría usado la palabra como un lazo para atrapar a Dios y reducirlo a ídolo (todas las idolatrías, también las “laicas”, suponen un doble lazo: los hombres atan a la divinidad y la divinidad, una vez transformada en ídolo, ata a sus adoradores-atadores). Si las palabras de la Escritura pueden generar otras palabras verdaderas es porque son sacramento de una realidad cuyo misterio desconocen. El humanismo bíblico ha conseguido salvar esta excedencia de Dios gracias a los profetas. Los fundadores de las comunidades carismáticas están llamados, como los profetas, a ser los primeros guardianes de la excedencia del carisma con respecto a las palabras del carisma. Pero a medida que los ideales van coincidiendo con un conjunto de prácticas comunitarias, también se va reduciendo el espacio libre interior en las personas. El primer deseo de descubrir qué era y de quién venía el misterio se va convirtiendo poco a poco en simple oficio aunque se ejerza con maestría.
Todo esto tiene consecuencias existenciales muy concretas y a veces dramáticas. Muchos miembros de OMIs entran en crisis profundísimas cuando se dan cuenta de que, a pesar de estar rodeados de prácticas y palabras que solo hablan de espiritualidad e idealidad, en realidad ya no saben qué es verdaderamente la vida interior y la espiritualidad. No es infrecuente que personas que sintieron en su juventud una gran sed de espiritualidad descubran de adultas que se han empobrecido precisamente en aquello que habría debido representar su rasgo distintivo y el ideal de su vida. Ya no consiguen decir palabras verdaderas y sabias a nadie, ni siquiera a ellas mismas. Cuando alguien se encuentra con ellas, encuentra maestría, respuestas técnicas, pero sin la competencia específica en el espíritu que solo la práctica de la libertad puede generar en un corazón habitado. Tienen en sus manos un ideal convertido en ética y en praxis que ya no habla de espiritualidad ni de vida ni de Dios. Olvidar que el Dios de la comunidad desborda a la comunidad entendida como encarnación perfecta de ese Dios supone anular el espacio interior y secretísimo donde la vida interior se alimenta y se cultiva. Después de hablar de espiritualidad durante muchos años, estas personas se encuentran de repente en una condición neo-atea. Se dan cuenta de que solo han usado técnicas y se han quedado en la superficie de la verdadera vida interior por falta de libertad y aliento. Una vez que se han apagado las palabras de la comunidad, no consiguen hablar a Dios ni hablar de Dios a su propio corazón. Este descubrimiento dramático produce con frecuencia una rabia y un dolor infinitos, pero a veces puede convertirse en una gran bendición, si en ese infierno comienza una resurrección. En otros casos, más tristes pero muy comunes, siguen viviendo hasta el final ensimismadas en el oficio sin darse cuenta de que han perdido contacto con la espiritualidad por la que se sintieron atraídas.
Las comunidades viven bien y proporcionan vida buena si ayudan a sus miembros a no perder nunca el diálogo con la pregunta: «¿quién eres?», y si les dejan espacios libres en el alma y en la vida para que puedan llenarlos (nunca del todo) con diálogos personalizados que alimenten las preguntas y disminuyan las respuestas sencillas e iguales para todos. Las voces verdaderas que nos llaman solo conocen el “tú” de la segunda persona del singular: los nombres colectivos no funcionan con estas cosas demasiado serias. Solo funcionan en la medida que liberan a las personas de las prácticas y de la Ley y les dejan libertad para conocer y seguir el espíritu que a cada una le habla en una lengua distinta. Las prácticas comunitarias solo son buenas si conviven con las individuales, nacidas de palabras distintas susurradas por el mismo ideal-carisma, todos los días, a todos, en una biodiversidad esencial. Pero todo esto es extremadamente peligroso y por consiguiente muy raro. Siempre hay miedo a que las personas mejores y las que se sienten más atraídas por las cumbres resbalen de la cima, se hagan totalmente libres y no vuelvan a casa por la noche y se queden a dormir en refugios alpinos para intentar al alba nuevas escaladas en solitario de las montañas de la juventud. De este modo, las comunidades casi siempre acaban llenando todos los espacios interiores, abarrotando el panorama, y obteniendo personas menos vivas y fecundas pero más seguras y alineadas, que se encuentran a gusto de jóvenes pero se sienten mal de adultos y ancianos.
Estos procesos son, en su mayor parte, inevitables y ocurren en toda vida comunitaria. Incluso en las familias, donde después de los primeros tiempos del enamoramiento dominados por la pregunta «¿quién eres?» pronto se pasa al «¿cómo funciona?». Pero sabemos bien que las familias dejan de funcionar si cada cierto tiempo no vuelven las preguntas: «¿quién eres?» «¿quién soy?» «¿en qué nos hemos convertido?». Moisés, el hombre que hablaba con YHWH «de boca a boca» no vio nunca el rostro de Dios. Conocía y reconocía su voz, pero no su rostro. Una vez, una sola vez, en el culmen de un diálogo maravilloso con la voz, Moisés le pidió lo imposible: «¡Muéstrame tu gloria!». YHWH le respondió: «Yo te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver» (Éxodo 33,21-23). Las comunidades deben aprender a quedarse dócilmente bajo la mano de sus propios ideales que cubren sus ojos, a contentarse con la voz desnuda, a saber que en las contadas ocasiones en que se aparta la mano solo se ven las espaldas. Las praxis, las reglas y los objetos del “culto” comunitario solo son copias del reverso del ideal visto en algún momento muy especial de luz. Pero el rostro, la intimidad y la luz de los ojos siguen siendo y deben seguir siendo misterio y deseo. Sobre todo, no deben confundirse con las espaldas. Cuando María Magdalena, envuelta en lágrimas, se encontró con el Resucitado, no reconoció su rostro: reconoció una voz que la llamaba por su nombre.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/09/2018
“El Maestro dijo: «A los quince años me dediqué al estudio. A los treinta ya me había formado una opinión. A los cuarenta dejé de tener dudas. A los cincuenta conocí la voluntad del cielo. A los sesenta mi oído se puso en sintonía. A los setenta sigo todos los deseos de mi corazón sin infringir una sola regla»”
Dichos de Confucio, 2.4
Las comunidades ideales y espirituales pueden tener la esperanza de convertirse en auténticos lugares de florecimiento humano si son capaces de seguir caminando al borde de su descomposición. Si, por el contrario, el miedo domina la posibilidad del propio final, la vida de los miembros se marchita por falta de aire y de cielo. Solo desde las cimas más altas se pueden ver panoramas suficientemente amplios como para (casi) saciar el anhelo de infinito que impulsa a las personas con “vocación” a dar su vida a una comunidad y a entregarle una parte esencial de su libertad e interioridad. Pero en cuanto la caravana pierde altura para buscar vivacs más seguros donde colocar las tiendas, los lugares y los horizontes inmediatamente se hacen demasiado estrechos: solo queda desmontar pronto el campo y retomar la escalada. En la cima hay peligro de resbalar y caer, pero solo allí se toca el cielo. Muchas comunidades se han extinguido sencillamente porque han intentado que sus personas vivieran de verdad (algunas veces una yema brota después en el tronco caído). Otras no han muerto porque nunca se han atrevido a arriesgar viviendo una vida plena. El cristianismo nació de la descomposición de la primera comunidad. Jesús salvó a los suyos porque no los “llevó” a un lugar seguro y prudente. Resbaló a los infiernos y desde allí, en medio del estupor de todos, comenzó la resurrección.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/09/2018
“Su docilidad era la de la madera. Ya no era un árbol que caminaba, tal y como le había revelado el ciego de Betsaida. Ahora estaba clavado en el suelo y todos sus pasos terminaban allí, con los pies juntos y los brazos abiertos como ramas. El Gólgota es una colina pelada, sin vegetación; en su cima descuella ahora un hombre árbol, plantado con sangre”
Erri De Luca, Indagine su un falegname
A lo largo de su existencia, las personas desarrollan otras muchas dimensiones además de las que son útiles para la comunidad en la que viven y crecen. La “tarea” que debemos desempeñar en el mundo desborda la misión institucional de nuestra organización o comunidad, que siempre es más pequeña, por grande y extraordinaria que sea. Ninguna institución es más grande que una sola persona. Por mucho que la inteligencia colectiva de un grupo o de una comunidad consiga resolver problemas cognitivos mucho más complejos y ricos que la inteligencia individual, el alma de una persona siempre es más compleja y rica que el “alma” de la comunidad.
[fulltext] =>Las experiencias espirituales colectivas pueden ser más espectaculares, sensacionales y emocionantes que las individuales, pero solo el corazón de una persona es bastante ancho como para contener los abismos más profundos y las cimas más altas del dolor y del amor. Moisés habló con la zarza ardiente solo, Jeremías estaba solo cuando oyó la voz bajo el almendro, y el lugar de la Anunciación no fue el templo sino la soledad de una pequeña casa. En esto consiste también la dignidad infinita de la persona, que siempre será el templo más hermoso y divino, tan santo que no es posible construirlo, sino que hay que engendrarlo, sencillamente.
Por este misterio profundísimo y por esta dignidad inmensa, una persona que recibe una vocación y se pone en camino está llamada a mejorar el mundo y no solo la porción de tierra delimitada por las fronteras de su comunidad. Sus ramas desbordan el jardín de la casa y esparcen esporas y semillas, que germinan cuando son llevadas libremente por el viento. Sin embargo, cuando la comunidad que genera y cuida una vocación quiere convertirse en su única dueña y corta las ramas que sobresalen de los setos domésticos, las personas acaban consumidas por su propia comunidad en relaciones objetivamente incestuosas, aunque todo esté animado por las mejores intenciones. La necesaria poda de las ramas no debe convertirse en amputación del diseño vocacional.
El consumo para uso interno es tanto más probable cuanto mejor sea la persona y más dotada esté de talentos, porque no es fácil comprender que esa riqueza personal solo puede vivir y crecer si se da con generosidad. Un franciscano viene al mundo para mejorar la familia humana, no solo la familia franciscana, y podrá mejorar el franciscanismo si se le deja libertad para ocuparse también de otras cosas. Nuestro lugar en el mundo no coincide con el lugar donde vivimos.
Tener la posibilidad concreta de salir es esencial para los que se van, pero también para los que se quedan, porque los “nietos” y el futuro dependen sustancialmente de esta castidad y generosidad organizativas (los padres que consumen a sus hijos no llegan a convertirse nunca en abuelos). Esto vale para todas las formas de comunidad, incluso para un convento de clausura, donde la experiencia de la salida no es menos radical, aunque casi siempre sea totalmente interior.
Hay muchas formas de salida y de regreso, tantas como las que posee cada persona para asumir su camino existencial. Son, por tanto, infinitas. Algunas veces, lo que a primera vista nos parece, a nosotros y a los demás, una salida (física o espiritual), en realidad no es más que quedarse tranquilamente al calor de la casa. Otras veces solo somos conscientes de que hemos salido y regresado muchos años después; mientras tanto, creemos que no nos movemos ni con el cuerpo ni con el corazón. Otras veces nos quedamos dentro sencillamente por miedo a salir, pero dejamos de creer en la promesa y nos volvemos ateos, aunque sigamos pronunciando las mismas oraciones de siempre. La vida sería demasiado fácil y aburrida si las cosas respondieran siempre a los nombres que nosotros les damos. La vida nos sorprende, nos desplaza, juega al escondite con nosotros. Cuando subimos a un monte, casi nunca sabemos si se trata del Tabor o del Gólgota, si nos esperan tres tiendas o tres cruces. Solo cuando abrazamos una cruz, propia o ajena, descubrimos que el madero huele a la carpintería de nuestro padre. Entonces comprendemos que si hemos trabajado tantos años en un taller polvoriento era solo para reconocer en ese último olor el perfume de casa, el de las ropas de José y María.
La Sabiduría bíblica nos ofrece algunos paradigmas de salida y regreso, que dibujan coordenadas antropológicas y espirituales dentro de las cuales podemos situar algunas de nuestras experiencias concretas.
Un primer modelo lo encontramos en la historia de Jonás. Este profeta recibió de Dios una llamada para desempeñar una tarea: ir a la ciudad de Nínive y profetizar allí. Pero Jonás decidió huir en una dirección diametralmente opuesta y se embarcó en una nave hacia Tarsis. El relato no nos dice por qué huyó Jonás. Lo que nos interesa es por qué regresó. Mientras huía, consciente de que está escapando de su vocación, Jonás tuvo una experiencia decisiva que le hizo regresar. Dios desató una fuerte tempestad en el mar y el barco estuvo a punto de hundirse. Jonás no sintió la tempestad y se quedó dormido. Cuando despertó, dijo a los marineros: «Agarradme y tiradme al mar (…) pues yo sé que es por mi culpa por lo que os ha sobrevenido esta gran borrasca» (1,12). Jonás tenía claro que la causa de la desgracia que se abatía sobre el barco era su salida. Pidió que le tiraran al mar, se salvó (gracias a la ballena) y regresó a su tarea. Este relato tiene una profundad humana asombrosa y por eso muchas veces no es bien comprendido.
El regreso de Jonás nos indica una de las formas de regresar. Salimos, huimos, porque en ciertos momentos no podemos no salir. Pero en un momento determinado sentimos claramente que existe una misteriosa pero muy real relación entre nuestra salida y el dolor de la nueva gente que nos rodea. Comprendemos que somos nosotros la explicación del dolor ajeno («yo sé», dice Jonás). Vemos que existe una relación entre el sufrimiento en nuestra empresa, la desgracia de aquella familia o la enfermedad de esta niña y nuestra huida. Nos quedamos dormidos en el barco equivocado, pero un día alguien o algo nos despierta y al despertar advertimos con una certeza interior infalible que si no hubiéramos subido al barco equivocado ese dolor no existiría. Y a veces conseguimos regresar. Otras veces, sin embargo, no podemos hacerlo porque es demasiado tarde o porque, aunque hemos dejado que nos tiren al mar, no viene ninguna “ballena” a salvarnos. De vez en cuando, como ocurrió con Jonás, tras el regreso ocurren verdaderos milagros: nuestras palabras convierten y salvan a ciudades enteras, con sus personas y animales. Pero antes no podíamos saberlo, si regresamos era solo para salvar el barco que se estaba hundiendo por nuestra huida.
Un segundo paradigma de salida y regreso lo encontramos en la historia de José en Egipto. La salida de José de la casa de su familia, de su padre Jacob y sus hermanos, es una de las historias bíblicas más hermosas y populares. El joven José era un soñador y un narrador de sueños. El hecho de contar en comunidad estos sueños acrecentó la envidia de sus hermanos, que un día lo vendieron a unos mercaderes que viajaban hacia Egipto. En tierra extranjera, gracias a su vocación y a su competencia en materia de sueños, José llegó a convertirse en una importante personalidad política. Y cuando sus hermanos, años después, durante una gran carestía, fueron a Egipto buscando trigo y vida, se encontraron allí con José, el hermano vendido, que les salvó.
No es infrecuente que los sueños más grandes, los que sobresalen de los muros de casa, sean la causa de que salgamos o seamos expulsados. Las salidas de las comunidades no son casi nunca verdaderamente voluntarias, aunque lo parezcan. Estos mismos sueños grandes y “carismáticos” provocan la envidia de nuestros hermanos, que sienten deseos de “matar” nuestro carisma y a veces nos venden como esclavos. Al igual que José, no entendemos el sentido de todo ese dolor, el porqué de toda esa maldad de los hermanos mayores. Luego es posible que lleguemos a un gran reino, a una gran civilización. Los primeros sueños, que acabaron mal en casa, son los mismos que nos permiten crecer y hacer carrera en tierra extranjera; hasta que un día, sin que nadie pueda saberlo (ni José ni sus hermanos), descubrimos que esa salida dolorosísima en realidad ha supuesto la salvación para todos: «No sois vosotros sino Dios quien me ha enviado aquí» (Génesis 45,5-8). Salimos para salvarnos a nosotros mismos y finalmente descubrimos que la salida ha sido providencial para nosotros y también para quienes nos han obligado a salir. Estos resultados paradójicos son los que hacen que la vida humana sea poco “inferior a los ángeles” y no es infrecuente que el verdadero sentido de la partitura que interpretamos solo lo entendamos en la última nota, o a veces incluso durante el aplauso final.
Estas salidas que se parecen a la de José son sobre todo (aunque no exclusivamente) salidas de juventud. Después de un tiempo intentando sinceramente seguir una voz, nos encontramos fuera, expulsados de casa, en una experiencia que muchos viven como engaño, traición o maldad y sienten rabia por haber malgastado los años más hermosos. Pero si acabamos dentro de una “cisterna” por seguir honradamente una voz, y si la seguimos en la comunidad invisible de nuestro corazón en tierra extranjera, casi siempre llega el momento de la salvación, y la piedra descartada se convierte en piedra angular de la casa entera. A lo mejor llega mucho tiempo después, pero su venida ya estaba inscrita en la lógica buena y verdadera de la vida y de la lealtad misteriosa a una voz que hemos seguido a pesar de estar muy confundidos y desilusionados. He conocido muchas salvaciones de este tipo y son experiencias humanas sublimes, para José y para sus hermanos.
Finalmente, hay un elemento común a muchas formas de regreso que consiste en salir de casa como hijos de la comunidad y volver como padres y como madres. En estas parábolas de carne y de sangre, cuando el joven convertido con el tiempo en adulto siente y dice: “me levantaré y volveré junto a mi padre”, quien le abraza, le echa los brazos al cuello y le pone el anillo en el dedo al llegar a casa no es ya su padre, sino su hijo. Durante esa salida-regreso el hijo se ha convertido en padre de su padre, en madre de su madre. Pero antes no lo sabía; no podía saberlo hasta el momento del abrazo o a veces hasta el final. Y para festejar el regreso no matan un ternero cebado, porque esta es la fiesta de la bendición de las algarrobas, la única comida posible y apreciada en los días de la lejanía y la pobreza, convertida ahora en alimento de una nueva paternidad.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/09/2018
“Su docilidad era la de la madera. Ya no era un árbol que caminaba, tal y como le había revelado el ciego de Betsaida. Ahora estaba clavado en el suelo y todos sus pasos terminaban allí, con los pies juntos y los brazos abiertos como ramas. El Gólgota es una colina pelada, sin vegetación; en su cima descuella ahora un hombre árbol, plantado con sangre”
Erri De Luca, Indagine su un falegname
A lo largo de su existencia, las personas desarrollan otras muchas dimensiones además de las que son útiles para la comunidad en la que viven y crecen. La “tarea” que debemos desempeñar en el mundo desborda la misión institucional de nuestra organización o comunidad, que siempre es más pequeña, por grande y extraordinaria que sea. Ninguna institución es más grande que una sola persona. Por mucho que la inteligencia colectiva de un grupo o de una comunidad consiga resolver problemas cognitivos mucho más complejos y ricos que la inteligencia individual, el alma de una persona siempre es más compleja y rica que el “alma” de la comunidad.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/09/2018
“Con los viejos cantos que ya conoces, voces de cosas pequeñas y queridas, te dormiremos, viejo; y podrás volver a empezar.
Y cuando el mar, al anochecer, triste en la sombra te mande su grito, aún podrás soltar las amarras de la negra nave de la orilla.
Verás las tierras de tus recuerdos, de tu penar dulce y remoto”Giovanni Pascoli El regreso
En el corazón de cada persona anida un misterio que se va desvelando a lo largo de toda su vida, solo parcialmente y con frecuencia en el tramo final. Las personas dotadas de muchos talentos, incluso las que son verdaderamente geniales, también poseen un conocimiento parcial e imperfecto de su propio “carisma”, de su potencial no expresado y de sus ilusiones y autoengaños pasados y presentes. Cuando una persona responde a la voz que le llama y se pone en camino dando un giro radical a su vida, no sabe ni puede saber qué desarrollo va a tener el encuentro con esa voz, ni qué frutos va a traer, acompañados de dolores y grandes sorpresas. Lo maravilloso de un matrimonio, como de una vocación artística o religiosa, es su potencial desconocido e infinito. No sabemos en qué vamos a convertirnos nosotros, ni cómo va a cambiar la persona a la que nos unimos, ni cómo va a ser nuestra relación. No sabemos en qué se va a convertir Dios.
[fulltext] =>En todo pacto y en toda promesa el “sí” que más vale no es el que le damos al presente y al pasado, sino el que pronunciamos, ahora y recíprocamente, sobre el futuro de los dos. Aquí está su belleza y su tragedia. Vivimos con alguien que continuamente se nos revela como una persona distinta de aquella con la que nos casamos. Crecemos en una comunidad que cada vez se aleja más de aquella en la que entramos. Mientras intentamos conocer y reconocer todos los días a la persona que tenemos a nuestro lado, nos esforzamos en reconciliarnos también con la persona en la que nos estamos convirtiendo y que muchas veces no nos gusta. La crisis de una relación es una falta de alineamiento plural y multidimensional, donde no sabemos si lo que ya no nos gusta es la novedad del otro, nuestra propia novedad o, como ocurre a menudo, ambas. Muchas familias siguen adelante porque los seres humanos poseen una gran resiliencia ante los cambios, sobre todo ante los cambios fundamentales del “tú”, del “yo” y del “nosotros”.
Pero en el campo espiritual e ideal, generalmente nunca estamos suficientemente preparados para experimentar (a veces lo sabemos de forma abstracta, por haberlo leído en algún libro) que también el Dios y/o el ideal que hemos elegido cambian, cambian mucho, al menos tanto como nosotros, casi siempre más que nosotros. Por este motivo, entre otros, la respuesta a una vocación a lo largo del tiempo adquiere una creciente diversidad de modos, formas y tiempos.
A todas las organizaciones les cuesta mucho gestionar la diversidad entre los seres humanos. Cada trabajador es único, vive su propia fase en relación a la de la organización, atraviesa las múltiples edades de la vida y sufre traumas y enfermedades. Pero la organización no puede armonizarse con los tiempos de cada uno, y el espectáculo debe continuar. Sin embargo, la teoría y la praxis están mostrando varias innovaciones organizativas tendentes a calibrar los contratos de trabajo en base a las necesidades de cada persona, ya sea una madre joven, alguien que quiere estudiar una carrera mientras trabaja o un trabajador maduro que quiere cultivar alguna afición o pasión renunciando a parte del sueldo. Las empresas donde la gente vive y crece bien han comprendido que los trabajadores tienen formas muy distintas de dedicarse a la organización, y que la creación de lugares externos a la empresa donde cultivar las relaciones y la afectividad mejora la calidad general de las mujeres y de los hombres, y estos, a su vez, producen un ambiente de trabajo más creativo y libre. En cambio, donde la flexibilidad contractual es baja, o donde las empresas usan incentivos no para liberar a las personas sino para capturarlas con la seducción del dinero y el poder, la calidad de la vida empeora, dentro y fuera de las empresas.
En el mundo de las Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs), la gestión de las peculiaridades antropológicas y de las edades de la vida de cada miembro es aún más compleja, sobre cuando las personas se identifican fuertemente con la institución, como ocurre en las comunidades religiosas y en los movimientos espirituales (no solo en ellos). Una OMI es mucho más (y en cierto sentido mucho menos) que una empresa. El tipo de adhesión, por ejemplo, de un franciscano o de una salesiana con respecto a su propia comunidad es muy distinto al de un contrato de trabajo con una empresa o al compromiso de un voluntario con una asociación. Aquí no se aplican contratos personalizados, ni funcionan los incentivos para aumentar su “productividad”. Este tema vale no solo para las personas enteramente entregadas a una causa, sino para todos aquellos casos en que la adhesión a una comunidad o a un movimiento es, esencialmente, una cuestión de vocación. No olvidemos que una vocación es una experiencia antropológica universal, que cubre un área mucho más amplia que el simple ámbito religioso.
En estos casos, la pertenencia a la OMI tiende, casi inevitablemente, a convertirse en una pertenencia exclusiva, querida como exclusiva tanto por la persona como por la institución. Aquí es donde comienzan los razonamientos más apasionantes.
Un benedictino alterna la oración y el trabajo, pero cuando deja de trabajar no “sale” realmente del trabajo para volver “a casa”. Su reincorporación a la comunidad no es como la de Francisca, madre de familia, cuando sale de la oficina y vuelve a casa. Se trata de dos “casas” sustancialmente distintas. Mientras Francisca pasa de una esfera de su vida (la empresa) a otra (la familia), regidas por principios distintos y a veces en tensión, el padre Bernardino cuando termina su trabajo en la farmacia del monasterio, en realidad sigue dentro del mismo ambiente identitario.
Cuando Francisca pasa por momentos difíciles en el trabajo – esos momentos que todos conocemos cuando, por distintos motivos, el entusiasmo por la misión de la empresa es muy bajo y vamos a trabajar solo porque no podemos no ir – y vuelve a casa, se encuentra con sus hijos, con los amigos, canta en un coro, vive en lugares verdaderamente diferentes a su lugar de trabajo. En estos lugares verdaderamente diferentes Francisca puede compensar las frustraciones de la oficina, puede desfogarse, cargar las pilas, refugiarse y pasear por jardines que tienen un aire y unas flores distintas a las de la empresa. Esto significa, entre otras cosas, que las empresas “consumen” capitales preciosos que no retribuyen (familia, amigos, asociaciones…) pero son los responsables de que sus trabajadores sean capaces de trabajar e incluso a veces sean creativos y felices (este es uno de los sentidos de los impuestos).
También el padre Bernardino, como Francisca, pasa por momentos en los que no tiene ninguna gana de baja a vender infusiones y licores. Él también conoce divergencias y conflictos con los compañeros de la tienda. Pero cuando vuelve a casa tiene que vivir con compañeros muy parecidos (si no idénticos) a los monjes con los que trabaja. Algunas veces, el padre Bernardino no solo no tiene ganas de bajar a la farmacia, sino que ni siquiera tiene ganas de volver a comer o a cenar con la comunidad. Estos son los casos más complejos e interesantes. El padre Bernardino también necesitaría poder acceder a algún ámbito donde compensar no solo las tensiones del trabajo sino las que se producen en su comunidad y en su vida entera. Pero, a diferencia de Francisca, el padre Bernardino puede que no tenga esos “espacios de compensación” donde cuidar, de forma natural y sana, los desajustes que siente en esta fase concreta de su vida.
Algunas veces se queda en la iglesia y busca el diálogo íntimo con Dios, que es un gran espacio de compensación cuando se han acabado o nunca han existido otros espacios. Pero sabemos que, en algunos momentos, generalmente decisivos, siente la necesidad de respirar un aire distinto al aire único de la comunidad, ese aire gastado que acaba envolviendo también la voz de Dios, que deja de hablar. En las experiencias carismáticas fuertes, cuando uno no está alineado con la comunidad, es muy difícil, si no imposible, sentirse alineado con Dios. Estas crisis serían demasiado simples y por tanto poco interesantes si, junto a la relación con la comunidad, no entrara en crisis también la relación con el Dios que esa comunidad ha enseñado a conocer, amar y reconocer.
Las crisis más frecuentes y graves nacen de un síndrome de asedio, donde cada lugar es una simple variante del mismo y único lugar. No es raro que la salida de la comunidad parezca el único camino para poder respirar de nuevo y no morir.
En realidad, estas situaciones tan frecuentes son manifestaciones de algo mucho más radical e importante. La vida adulta dentro de una comunidad con una identidad fuerte, cuyo ingreso se produjo en tiempos jóvenes con una maravillosa ignorancia providencial, casi siempre adquiere la forma de salida de la primera comunidad, incluso sin abandonar la misma habitación y el mismo comedor de siempre.
Para entender esta afirmación, que puede parecer paradójica o excesiva, es necesario fijarse con atención en la naturaleza de la relación que se da entre una vocación y la comunidad en la que la persona necesariamente nace, crece y madura. La comunidad, toda comunidad, incluso una de las más libres y abiertas, desempeña una función de pedagogo (San Pablo). Por eso llega un día en que quienes han recibido la vocación advierten la urgencia de despedir a su pedagogo, dándole las gracias, para vivir finalmente como adultos, es decir salir de la primera comunidad para convertirse en algo distinto que nadie conoce todavía. A veces uno sale quedándose, otras veces sale saliendo. Pero siempre hay que salir si se quiere regresar. Puede ser una salida para siempre (incluso permaneciendo en la misma casa), sin retorno. Pero también es posible regresar: muchos lo hacen, y nos salvan todos los días cuando volvemos a nuestras casas, cuando tal vez ya no lo esperábamos.
Estas salidas y estos regresos adquieren generalmente la forma del exilio. El exilio de Babilonia fue una etapa decisiva en la historia de la salvación. La salida obligada de la Ciudad Santa de David, la destrucción del único templo del Dios verdadero, fue también el tiempo en que Israel dio un salto extraordinario en su experiencia espiritual. Comprendió en su carne, sin quererlo ni buscarlo, que a Dios se le puede rezar sin templo, que no deja de ser el Dios verdadero aunque se haya convertido en un Dios derrotado, que es posible seguir siendo la comunidad de la alianza fuera de la tierra prometida. Conoció otra gran cultura y otros dioses, y se contagió con otras narraciones, algunas de ellas muy hermosas. Sin el exilio, sin ese contagio, no se habrían escrito algunos libros bíblicos espléndidos y no habríamos recibido en herencia los versos del “siervo doliente de YHWH”. La Biblia nos dice que es posible volver de los exilios y que del resto que vuelve un día es posible que nazca un niño en un pesebre.
Podremos vivir bien de adultos en el mismo lugar de la juventud si la vida comunitaria se convierte en experiencia del regreso.
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En el corazón de cada persona anida un misterio que se va desvelando a lo largo de toda su vida, solo parcialmente y con frecuencia en el tramo final. Las personas dotadas de muchos talentos, incluso las que son verdaderamente geniales, también poseen un conocimiento parcial e imperfecto de su propio “carisma”, de su potencial no expresado y de sus ilusiones y autoengaños pasados y presentes. Cuando una persona responde a la voz que le llama y se pone en camino dando un giro radical a su vida, no sabe ni puede saber qué desarrollo va a tener el encuentro con esa voz, ni qué frutos va a traer, acompañados de dolores y grandes sorpresas. Lo maravilloso de un matrimonio, como de una vocación artística o religiosa, es su potencial desconocido e infinito. No sabemos en qué vamos a convertirnos nosotros, ni cómo va a cambiar la persona a la que nos unimos, ni cómo va a ser nuestra relación. No sabemos en qué se va a convertir Dios.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 02/09/2018
«La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea mucho más importante que lo que sabemos»
Nassim N. Taleb El Cisne Negro
Un "suceso Cisne Negro" es un acontecimiento altamente improbable y de efectos muy relevantes cuya llegada no puede preverse ni explicarse en base a los hechos del pasado. La expresión procede del descubrimiento de cisnes negros en Australia, hecho que permitió refutar la tesis, hasta entonces considerada cierta, de que todos los cisnes eran blancos. El Cisne Negro es un gran enemigo de las empresas y organizaciones, por sus efectos potencialmente devastadores.
[fulltext] =>Si bien el debate, más o menos científico, que se ha desarrollado durante estos años pone de relieve casi exclusivamente sus efectos destructivos, en realidad los acontecimientos totalmente inesperados y sorprendentes pueden suponer también la salvación de muchas organizaciones y comunidades. Lo inesperado puede ser el regalo más grande, como vemos cada día con nuestros hijos. Si nos fijamos bien en lo que ocurre en las organizaciones reales, no solo en las económicas, nos daremos cuenta de que su verdadero enemigo, el cisne negro malo, es la invencible tentación de crear rutinas de gestión rígidas basadas en la observación del pasado, que por eso mismo impiden comprender la llegada de grandes novedades. La gestión que trata de guiar el presente mirando hacia atrás solo permite “conocer” lo que ya se sabe. Esta mirada retrospectiva, como ocurre en el relato bíblico de la mujer de Lot (Génesis 19,26), transforma la vida en una estatua de sal muerta. El peligro verdaderamente grave para las organizaciones no está pues en la existencia de cisnes negros sino en su gestión, muchas veces equivocada.
El error más común surge del temor a la llegada de un cisne negro malo, que provoca hostilidad hacia todos los cisnes con un plumaje ligeramente distinto del blanco. De este modo, por el terror a que aparezca un cisne negro, todos se mantienen en la rutina y en la monotonía de un mundo monocolor, y se pierde la belleza y la biodiversidad. Esta elección es comprensible porque, si el acontecimiento inesperado es verdaderamente malo, puede determinar por sí solo incluso la destrucción de la comunidad
Pero aquí entramos en el corazón de una de las principales paradojas de las comunidades (y de las personas). El cisne de plumaje distinto que se intuye en el horizonte podría ser el Satán y el Anticristo, pero también podría ser Isaías, Francisco y Clara, Teresa de Calcuta o Jesús de Nazaret. No podemos saberlo a primera vista, ni tampoco a la segunda. Con frecuencia solo lo sabremos al final (en esto radica su tremendo y maravilloso misterio). Pero si bloqueamos todos los colores deformes cuando despuntan, es posible que prevengamos la llegada del cisne negro destructor (aunque no tenemos ninguna garantía de éxito), pero es seguro que impediremos que las novedades verdaderas y buenas lleguen, maduren y den sus frutos y aceites esenciales. Una de las trampas relacionales que hacen que las organizaciones sean menos creativas, vitales e innovadoras de cuanto podrían ser es la lucha, más o menos consciente, entre los potenciales cisnes negros y la dirección, que hace todo lo posible por introducirlos en las lógicas rutinarias. Los divanes más presentes en las salas de las organizaciones modernas son los lechos de Procusto. La innovación verdaderamente puntera depende de personas que no pueden ser gestionadas con los típicos instrumentos de gestión si se quiere que actúen desarrollando al máximo su potencial. Hoy por fin estamos entendiendo que las organizaciones vitales y capaces de generar cosas verdaderamente nuevas deben renunciar a la pretensión misma de gobernar y controlar a sus personas, porque en las dinámicas verdaderamente decisivas las personas son ingobernables. Si fueran totalmente gobernadas perderían el componente más innovador de su creatividad. La metáfora del cisne negro es un buen recurso teórico para comenzar a hablar acerca de la gestión de las verdaderas novedades en las organizaciones, en las personas y en las reglas del buen gobierno.
Todo lo que acabamos de decir es verdaderamente decisivo para las llamadas OMIs, Organizaciones con Motivación Ideal, realidades colectivas que han nacido alrededor de algunas personas (fundadores) y se mueven por ideales distintos al beneficio económico (ideales que hemos llamado también carismas o vocaciones proféticas). Las OMIs pueden ser movimientos espirituales y políticos, comunidades religiosas, ONGs, cooperativas y empresas sociales, civiles y de comunión. No todas son realidades buenas, pero muchas de ellas sí lo son. El primer capital de las OMIs, a veces el único, son las personas y sus activos relacionales. Todas las personas, sobre todo las que actúan en base a motivaciones intrínsecas: miembros, trabajadores y directivos que no han entrado en estas organizaciones principalmente por incentivos económicos y financieros, sino por una llamada interior y por consiguiente por “vocación” (usando, como siempre, esta palabra en el sentido más laico y amplio posible). Las OMIs solo siguen adelante después de la fundación si son capaces de atraer y retener un núcleo de personas que sepan hacer revivir los primeros ideales. Dicho con otras palabras: si logran atraer, mantener, cultivar y hacer florecer al menos un cisne negro bueno, que tal vez pueda ser capaz de resucitar el patrimonio heredado de la primera generación.
Los razonamientos más importantes comienzan a partir de un primer dato: muchas OMIs nacen a partir de fenómenos de cisne negro. El primer fenómeno es del mismo fundador, porque posiblemente no haya nada más imprevisible, inesperado y de amplio impacto que la llegada de un nuevo carisma a la tierra (incluidos los carismas artísticos). Muchas veces el fundador de una nueva comunidad es un cisne distinto que salió volando de otra comunidad de origen que, debido a los errores o a una nueva vocación, se había quedado demasiado estrecha para sus vuelos más altos y locos.
Durante la fase de fundación, la fuerza de la novedad del fundador es tan extraordinaria que contamina a todos los demás miembros de la OMI, que progresivamente se va convirtiendo en una comunidad de cisnes con el mismo plumaje que el fundador. La dimensión innovadora presente en muchos miembros de la OMI se orienta hacia el fundador, y todas sus energías y talentos ideales se utilizan en sentido mimético, para alinearse con el nuevo “color”. Este proceso suele dar buenos resultados, porque los miembros de la comunidad no sienten nada más íntimo, sincero y verdadero y propio que el deseo de asumir los rasgos y los tonos del fundador.
Lo que ocurre es que la diversidad originaria y la heterodoxia inicial del fundador generan poco a poco una nueva ortodoxia, y el color innovador del fundador se convierte progresivamente en el único color de todos. Al principio esta operación mimética satisface plenamente al alma y al cuerpo. Pero, sin quererlo ni saberlo, este proceso acaba produciendo una situación estática muy parecida, si no idéntica, a la de las realidades que el fundador y sus seguidores querían cambiar al principio. De este modo, la heterodoxia generada por un suceso de cisne negro, que criticó y forzó el antiguo dogma, reproduce durante el ciclo vital del fundador un nuevo dogma que, como todos los dogmas, rechaza las innovaciones. Esta dinámica, bien conocida en las ciencias sociales y organizativas, muchas veces marca el fin de experiencias innovadoras y proféticas, que agotan su misión cuando llegan a una situación análoga a aquella de la que partieron.
Además, las OMIs atraen a muchos más cisnes negros potenciales que otras organizaciones porque los movimientos ideales, por no hablar de los religiosos, seleccionan a muchas personas excelentes en algunas dimensiones. Las OMIs siempre han estado pobladas de personas ética y espiritualmente extraordinarias. Por eso, una persona que ha recibido una vocación auténtica (y toda OMI, para seguir siéndolo, debe contar al menos con una) es potencialmente un cisne negro, porque es única, irrepetible y no programable. Ni siquiera ella sabe en qué se convertirá. Nadie sabe qué impacto tendrá su vida en la vida de los demás. Es un mensaje en una botella, arrastrado por el mar, que solo será leído cuando alguien lo recoja (esto vale, tal vez, para cualquier persona que viene al mundo). Toda vocación es un suceso de cisne negro, imprevisible, inesperado y de grandes efectos.
Pero la gestión de las personas radicalmente innovadoras es mucho más difícil y dolorosa en las OMIs que en otras organizaciones (en esta serie de artículos iremos analizando los motivos), y raramente se ve coronada por el éxito. La OMI sabe, o intuye, que cada plumaje distinto puede esconder un cisne asesino, y este temor legítimo con frecuencia impide el cumplimiento de la promesa. El precio que hay que pagar por tener la esperanza de generar un nuevo profeta verdadero es la posibilidad de generar diez falsos. Es posible superar este temor radical atribuyendo a la promesa un valor muy superior al del temor a la aparición de un falso profeta particularmente malvado: un valor infinito. La hostilidad y la resistencia que todo proceso de cisne negro encuentra en las organizaciones se amplifica y radicaliza en las OMIs. La existencia de un carisma/ideal fundacional lleva naturalmente a las OMIs a anclarse en el pasado, a dar más importancia al comienzo que al eschaton. Esta mirada hacia el origen forma parte del ADN carismático de las OMIs, sobre todo de aquellas que tienen carácter espiritual y religioso. Un eventual reformador podría salvarlas precisamente desplazando el eje del pasado al futuro, pero esto es precisamente lo que las comunidades carismáticas e ideales más temen y combaten. Parece una tragedia típica, pero la tragedia es también una de las creaciones más grandes del genio humano. Las organizaciones ordinarias, que son más pragmáticas y concretas, están más abiertas que las OMIs a la novedad. Las OMIs, por su parte, desarrollan naturalmente mecanismos poderosos para interceptar y bloquear la llegada de cisnes negros malos. Pero estos sistemas bloquean también a los buenos. Pocas realidades colectivas son más refractarias a las grandes innovaciones que las OMIs, porque en ellas la salvaguarda de la herencia del pasado es un elemento coesencial (a diferencia de las empresas, que cambian de “carisma” ni de “fundador” si el mercado deja de responder).
Esto significa, en el plano de las personas individuales, que quien tiene, por destino y por llamada, un plumaje distinto dentro de la comunidad que lo ha generado – son muchos – debe tomar conciencia de que las resistencias, las hostilidades y a veces las persecuciones y calumnias que experimenta son en buena medida inevitables, porque están inscritas en la naturaleza de una OMI. Debe aprender a convivir con su propia excedencia y con la falta de alineación que toda excedencia produce, cuidándolas mansamente.
En torno a estos temas iremos construyendo los sucesivos capítulos de esta nueva serie de artículos, donde haremos muchas preguntas nuevas a las OMIs y a sus personas. Entre ellas: ¿cuáles son los rasgos típicos de la gestión de esta excedencia en las distintas fases de la vida de la persona y de la organización? ¿Cómo gestionar esta excedencia de jóvenes, y cómo de viejos? ¿Cómo salvaguardar la biodiversidad para asegurar la llegada de nueva vida? ¿Cómo cuidar hoy las vocaciones multidimensionales?
Abordaremos estos y otros desafíos vitales, sabiendo que las palabras escritas y leídas no son suficientes para salvarnos. Pero pueden ayudarnos a no dejar de caminar.
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Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 02/09/2018
«La lógica del Cisne Negro hace que lo que no sabemos sea mucho más importante que lo que sabemos»
Nassim N. Taleb El Cisne Negro
Un "suceso Cisne Negro" es un acontecimiento altamente improbable y de efectos muy relevantes cuya llegada no puede preverse ni explicarse en base a los hechos del pasado. La expresión procede del descubrimiento de cisnes negros en Australia, hecho que permitió refutar la tesis, hasta entonces considerada cierta, de que todos los cisnes eran blancos. El Cisne Negro es un gran enemigo de las empresas y organizaciones, por sus efectos potencialmente devastadores.
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