Las voces de los días/15 – Los caminos de la fidelidad a la palabra son misteriosos e incómodos.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 19/06/2016
"Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. (…) De ese modo trataban sus padres a los profetas. (...) ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! Pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas."
Lucas 6,22;26
El fracaso es la condición natural del profeta. En cambio, a los falsos profetas se les escucha y se les sigue, pues responden perfectamente a las expectativas de su tiempo. Alcanzar fama, honores y seguimiento siempre ha sido una señal inequívoca de falsa profecía. También hoy. Los verdaderos profetas siempre están fuera de tiempo, resultan incómodos, antipáticos y molestos.
Piden a gritos que se defienda a los pobres, a los oprimidos, a las viudas, a los huérfanos. Luchan contra la idolatría y, mientras lo hacen, siguen viviendo en una sociedad donde se pisotea y explota a los pobres y donde se multiplican los ídolos. Como respuesta a su denuncia encuentran persecuciones, lapidaciones y no pocas veces cárcel o muerte. Conocer y recorrer la historia de los profetas de ayer y de hoy es una gran enseñanza sobre la dinámica del poder y, por consiguiente, sobre la naturaleza de todas las ideologías, que son esencialmente instrumentos producidos por la clase dominante para acumular poder y privilegios.
A los verdaderos profetas no les gusta su condición de profetas. No la eligen. Si pudieran, harían otra cosa. Pero no pueden elegir, esa es la esencia de esta vocación concreta. Aunque lo intenten, no consiguen escapar. Los profetas no son ni mejores ni peores que los demás. Son simplemente distintos. No faltan quienes piensan que los profetas son inútiles, si no dañinos, porque sus palabras son una vanitas que no transforma el mundo. En el fondo, engañan a los pobres y a los marginados prometiéndoles una salvación que nunca llega. Algunos, muchos, así lo creen. Pero se equivocan. Los profetas no conocen sólo la incomprensión del pueblo, debido a que “cantan” de contrapunto. También conocen la persecución deliberada e intencionada de otros que les entienden muy bien y por eso combaten contra ellos. Los Faraones y los Herodes de todos los tiempos conocen y reconocen a los profetas y por eso les temen más que a cualquier otra cosa. No obstante, hay algunos que sí creen y aman a los profetas. Son los pobres, los oprimidos, los humildes, los excluidos, los leprosos. No sólo porque en los profetas ven una esperanza de ser rescatados de su injusta condición, sino porque se encuentran en las condiciones antropológicas y espirituales que les permiten entender su voz. El Reino de los cielos es de los «pobres» y de los «perseguidos por causa de la justicia» porque éstos, en su condición, logran verlo, entenderlo y desearlo.
En cambio, a los poderosos les gustan mucho los falsos profetas. Los adoran. Son sus devotos aduladores, porque la falsa profecía confunde la conciencia colectiva y legitima las posiciones de poder. Hoy como ayer, en el mercado abundan intelectuales, escritores e incluso hombres religiosos que generan teorías e ideologías cuyo único fin es justificar el poder de aquellos que les sostienen y alimentan. Cuando es demasiado caro o poco conveniente eliminar directamente a los profetas, los poderosos lo hacen indirectamente, asalariando a los falsos profetas. Se comportan igual que algunas plantas que, para defenderse de los ataques de ciertos insectos, generan olores y sustancias que atraen a otros insectos depredadores de los anteriores. Así pues, la principal virtud de aquellos que deben desempeñar alguna función profética es la resiliencia, la capacidad de perseverar en condiciones de frustración ante la falta de escucha de las palabras que por vocación tienen que pronunciar. Sobre todo cuando los tiempos se alargan, las persecuciones no dan tregua y la palabra profética debe seguir siendo pronunciada. Mas ¿por qué el profeta sigue diciendo su palabra si no ve el fin de las injusticias ni la llegada del nuevo reino de los pobres? Ciertamente no porque espere convertir a los poderosos. Sabe muy bien, o lo aprende mientras se hace adulto, que los faraones no se convierten. Ni siquiera espera en las revoluciones de los pobres, porque sabe que una vez que se hayan hecho poderosos, los pobres de hoy se comportarán exactamente igual que los que ayer les oprimían. Tampoco son hombres y mujeres que busquen la reforma mediante pequeños pasos, tratando de mejorar gradualmente en la medida de lo posible, aquí y ahora. Esta visión reformista, igualmente importante y co-esencial, es propia de las (buenas) instituciones pero no de los profetas. Su anuncio se distingue demasiado del status quo y una mejora marginal no puede responder adecuadamente a su profecía. Son eternos insatisfechos. Anuncian un reino demasiado justo, un Dios demasiado cercano, un hombre demasiado distinto.
Pero no hay que confundir la profecía con la utopía, porque, a diferencia de la palabra utópica (que con frecuencia se produce para distraer la atención de la palabra de los profetas), la denuncia profética siempre es concreta. Llama a las personas por su nombre, realiza actos puntuales y gestos visibles usando los mismos “vasos” y los mismos “músculos” de todos. Es un “ya” que indica un “todavía no”. Por eso, la palabra de los profetas siempre es traicionada, nunca llegan a la tierra prometida, y su existencia está marcada por una constante y creciente sensación cierta de fracaso y sufrimiento.
Para entender de verdad por qué la felicidad no es lo más importante de la vida, es necesario conocer a los profetas. El profeta no es feliz, sencillamente porque la felicidad no le interesa. La pregunta “¿eres feliz?” no la entendería ni sabría responderla. Únicamente quiere ser una “voz que grita en el desierto”, sin la esperanza de ver el desierto florecido. Los verdaderos profetas siempre gritan en el desierto, sin que el calor y la sed logren acallar su voz. Cuando ven alguna señal de la primavera, se preguntan si esos brotes no serán un signo de que su voz ha perdido verdad y profecía. Entonces, ¿por qué sigue hablando y gritando el profeta, perdiendo su salud, su bienestar y muchas veces incluso su vida? Sencillamente porque no puede dejar de hacerlo. Está habitado por un misterio que no controla, ni conoce, ni le obedece. Pero si no diera voz a esa voz, moriría de verdad. Este es el triste y maravilloso destino de los profetas. La espléndida aventura de Jonás, en la radical sencillez de su género literario, único y paradójico, es una de las que mejor revelan la esencia de esta dimensión de la vocación profética (la vocación profética tiene muchas dimensiones y no es sencillo reconducirlas todas a la unidad). Jonás, como les ocurre a muchos profetas (Moisés, Jeremías, Elías…) no responde inmediatamente a la vocación. Cuando Jonás recibe la primera llamada a profetizar sobre Nínive, huye y se embarca en una nave en dirección contraria. Después de salvarse milagrosamente del naufragio (gracias al pez), responde a la segunda llamada de YHWH y lleva su mensaje a la gran ciudad: «Dentro de cuarenta días Nínive será destruida» (3,4). Pero, de forma excepcional, la ciudad de Nínive y su rey se arrepienten y se convierten total e inmediatamente. Al observar la conversión, Dios cambia de idea y decide no destruir Nínive. Se comporta de forma distinta a lo que había dicho por medio de Jonás. Ningún profeta es dueño de la palabra que debe anunciar por llamada. Sabe que Dios no se deja enjaular ni siquiera por la profecía que Él mismo pone en boca de los profetas.
El aspecto más misterioso de la historia de Jonás es su decepción y su rabia ante el arrepentimiento de Dios: «Jonás se disgustó mucho y se irritó; y oró a YHWH diciendo: “¡Ah, YHWH!, ¿no es esto lo que yo decía cuando estaba todavía en mi tierra? Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis. Porque bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal. Y ahora, YHWH, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida"» (4,1-3). El dolor y la indignación de Jonás pueden decirnos algo muy importante. Los profetas son los grandes amantes de la palabra. Viven sólo de ella, no saben hacer otra cosa. Pero no son sólo amantes y guardianes de las palabras que dicen. Son también sus grandes defensores. Jonás nos dice que son defensores de la palabra no sólo ante los hombres, sino ante YHWH. Al no ser dueños de ella, pueden ser, como de hecho son, sus protectores. Más que un artista que guarda su obra, la primera tarea del profeta es proteger la palabra, incluso aunque el emisor de la palabra cambie de idea. Si así no fuera, la palabra que anuncia pronto se marchitaría y se vaciaría. Los profetas pueden defender la palabra de Dios del mismo Dios. La palabra siempre es una cosa muy seria. Los profetas tienen el deber de recordárselo a todos, incluso a Dios, aun a sabiendas de que no serán escuchados. Si los profetas no amaran la palabra que anuncian más que a ellos mismos, serían falsos profetas, oficiantes de una palabra que venden y a la que no sirven. Para entender la paradoja final de la historia de Jonás, hay que tomarse radicalmente en serio la profecía sin transformarla en un asunto meramente ético o religioso. La fidelidad a la palabra de Dios es para el profeta más radical que la obediencia al mismo Dios. En esta paradójica fidelidad-obediencia es donde el verdadero profeta es verdaderamente fiel.
Cualquiera que haya tenido una misión en la vida y la haya desempeñado con responsabilidad, puede intuir esta dimensión misteriosa y paradójica de toda vocación. Los momentos más valiosos y cruciales son aquellos en los que debe proteger esa misión y esa obra precisamente ante quien se la ha confiado. Seguir creyendo aun cuando el que le ha “llamado” ya no hable o haya cambiado de idea. En esa fidelidad tremenda y maravillosa se juega en buena medida la verdad de toda la existencia. Esta extraña fidelidad hace que no sea fácil entender a los profetas. Pero no es imposible. Al menos hay que intentarlo. Así, después de haber comentado estos últimos años el Génesis, el Éxodo y los libros de Job y Qohélet, a partir del próximo domingo comenzaremos a conocer al primer profeta escritor, tal vez el mayor de todos: Isaías. Y empezará un nuevo camino ahora imprevisible y ciertamente fantástico. Juntos.
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