Desbordantes y no alineados/4 - Seguir la voz desnuda, dóciles a la mano que tapa los ojos
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 23/09/2018
“El Maestro dijo: «A los quince años me dediqué al estudio. A los treinta ya me había formado una opinión. A los cuarenta dejé de tener dudas. A los cincuenta conocí la voluntad del cielo. A los sesenta mi oído se puso en sintonía. A los setenta sigo todos los deseos de mi corazón sin infringir una sola regla»”
Dichos de Confucio, 2.4
Las comunidades ideales y espirituales pueden tener la esperanza de convertirse en auténticos lugares de florecimiento humano si son capaces de seguir caminando al borde de su descomposición. Si, por el contrario, el miedo domina la posibilidad del propio final, la vida de los miembros se marchita por falta de aire y de cielo. Solo desde las cimas más altas se pueden ver panoramas suficientemente amplios como para (casi) saciar el anhelo de infinito que impulsa a las personas con “vocación” a dar su vida a una comunidad y a entregarle una parte esencial de su libertad e interioridad. Pero en cuanto la caravana pierde altura para buscar vivacs más seguros donde colocar las tiendas, los lugares y los horizontes inmediatamente se hacen demasiado estrechos: solo queda desmontar pronto el campo y retomar la escalada. En la cima hay peligro de resbalar y caer, pero solo allí se toca el cielo. Muchas comunidades se han extinguido sencillamente porque han intentado que sus personas vivieran de verdad (algunas veces una yema brota después en el tronco caído). Otras no han muerto porque nunca se han atrevido a arriesgar viviendo una vida plena. El cristianismo nació de la descomposición de la primera comunidad. Jesús salvó a los suyos porque no los “llevó” a un lugar seguro y prudente. Resbaló a los infiernos y desde allí, en medio del estupor de todos, comenzó la resurrección.
Lo que sucede en las comunidades ideales se parece a lo que vivimos con nuestros hijos e hijas. Por la mañana vemos, a escondidas, cómo se ponen la blusa y la corbata delante del espejo. Estamos orgullosos de su belleza y de su bondad. Estamos felices de que se vayan y nunca dejamos de asombrarnos cuando los vemos regresar cada tarde. Sabemos que llegará un día en que no volverán; pero si les hemos dejado marchar de verdad, podemos tener la esperanza de que otro día regresarán de verdad. Las familias y las comunidades mueren cuando el miedo a la posibilidad del no retorno de aquellos que están cerca nos quita la alegría de verlos marchar por la mañana y reduce el orgullo que sentimos por su belleza hasta pervertirlo en celos. Para intentar estar siempre siguiendo trayectorias altas y luminosas, una operación decisiva consiste en conservar la diferencia que existe entre la comunidad ideal y el ideal de la comunidad. Dicho con otras palabras, deberíamos hacer todo lo posible para que una persona que llega con una llamada no identifique los ideales, que la atraen y seducen, con la comunidad misma y con sus prácticas. Sin embargo, con demasiada frecuencia las comunidades y Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs) se presentan como la encarnación perfecta de los ideales que las inspiran y animan. La comunidad siente una tentación demasiado fuerte de proponerse a sí misma como el ideal que sus miembros deben vivir y seguir. Esto es así porque, entre otras cosas, tanto a las personas como a la comunidad les gusta mucho identificar el ideal con la comunidad, sobre todo en las primeras fases. Pero cuando más merecería la pena actuar, incluso de forma obstinada y contraria a lo “natural”, es precisamente al principio.
En lugar de indicar y mantener que el ideal de la comunidad es mayor que sus prácticas, las OMIs despliegan su “carisma” a través de un conjunto de acciones, ritos, liturgias y reglas individuales y colectivas. De este modo, nos convencemos, todos de buena fe, de que las reglas, los reglamentos y las prácticas son la copia perfecta del ideal y que el único modo seguro para que el encuentro con la voz que ayer nos llamó sea concreto también hoy consiste en seguir esas reglas y esas prácticas sine glossa. Los fundadores y las comunidades realizan esta traducción perfecta porque creen que si los ideales no se despliegan y se hacen operativos la comunidad no tiene futuro. Poco a poco van eliminando la excedencia del ideal con respecto a la comunidad y de este modo, sin quererlo ni saberlo, impiden que el carisma siga realizando cosas verdaderamente nuevas en el futuro, porque la novedad solo florece de las heridas/aberturas que produce la excedencia-distancia entre los ideales y su traducción histórica. Los efectos no intencionados son siempre decisivos en las experiencias colectivas. Cuando esta excedencia se elimina, el espíritu libre e infinito se convierte en técnica. La pregunta «¿qué es?» – es decir la exclamación del corazón que surge cada vez que nos topamos en el desierto con el maná (man hu: ¿qué es?) de un acontecimiento espiritual de salvación – se convierte en: «¿cómo funciona?» «¿cómo se concreta?» «¿cómo se lleva a la práctica?». El primer encuentro, que generó el deseo de conocer qué era y de quién era aquella voz maravillosa, progresivamente se va transformando en un repertorio de buenas prácticas y reglas que hay que seguir para permanecer “fieles”. Es cierto que las comunidades no nacen sin una cierta traducción del carisma en praxis, pero esa traducción comporta el riesgo de silenciar el carisma que la ha generado. Es una tensión paradójica, vital y siempre decisiva.
El Humanismo bíblico conoce muy bien todo esto. La Biblia ha hecho todo lo posible y casi lo imposible para diferenciar a YHWH de la Ley y de la palabra de los profetas que hablaban en su nombre (a veces sin lograrlo). Pero si la Biblia no hubiera tenido en cuenta que la realidad de Dios desborda sus palabras, habría usado la palabra como un lazo para atrapar a Dios y reducirlo a ídolo (todas las idolatrías, también las “laicas”, suponen un doble lazo: los hombres atan a la divinidad y la divinidad, una vez transformada en ídolo, ata a sus adoradores-atadores). Si las palabras de la Escritura pueden generar otras palabras verdaderas es porque son sacramento de una realidad cuyo misterio desconocen. El humanismo bíblico ha conseguido salvar esta excedencia de Dios gracias a los profetas. Los fundadores de las comunidades carismáticas están llamados, como los profetas, a ser los primeros guardianes de la excedencia del carisma con respecto a las palabras del carisma. Pero a medida que los ideales van coincidiendo con un conjunto de prácticas comunitarias, también se va reduciendo el espacio libre interior en las personas. El primer deseo de descubrir qué era y de quién venía el misterio se va convirtiendo poco a poco en simple oficio aunque se ejerza con maestría.
Todo esto tiene consecuencias existenciales muy concretas y a veces dramáticas. Muchos miembros de OMIs entran en crisis profundísimas cuando se dan cuenta de que, a pesar de estar rodeados de prácticas y palabras que solo hablan de espiritualidad e idealidad, en realidad ya no saben qué es verdaderamente la vida interior y la espiritualidad. No es infrecuente que personas que sintieron en su juventud una gran sed de espiritualidad descubran de adultas que se han empobrecido precisamente en aquello que habría debido representar su rasgo distintivo y el ideal de su vida. Ya no consiguen decir palabras verdaderas y sabias a nadie, ni siquiera a ellas mismas. Cuando alguien se encuentra con ellas, encuentra maestría, respuestas técnicas, pero sin la competencia específica en el espíritu que solo la práctica de la libertad puede generar en un corazón habitado. Tienen en sus manos un ideal convertido en ética y en praxis que ya no habla de espiritualidad ni de vida ni de Dios. Olvidar que el Dios de la comunidad desborda a la comunidad entendida como encarnación perfecta de ese Dios supone anular el espacio interior y secretísimo donde la vida interior se alimenta y se cultiva. Después de hablar de espiritualidad durante muchos años, estas personas se encuentran de repente en una condición neo-atea. Se dan cuenta de que solo han usado técnicas y se han quedado en la superficie de la verdadera vida interior por falta de libertad y aliento. Una vez que se han apagado las palabras de la comunidad, no consiguen hablar a Dios ni hablar de Dios a su propio corazón. Este descubrimiento dramático produce con frecuencia una rabia y un dolor infinitos, pero a veces puede convertirse en una gran bendición, si en ese infierno comienza una resurrección. En otros casos, más tristes pero muy comunes, siguen viviendo hasta el final ensimismadas en el oficio sin darse cuenta de que han perdido contacto con la espiritualidad por la que se sintieron atraídas.
Las comunidades viven bien y proporcionan vida buena si ayudan a sus miembros a no perder nunca el diálogo con la pregunta: «¿quién eres?», y si les dejan espacios libres en el alma y en la vida para que puedan llenarlos (nunca del todo) con diálogos personalizados que alimenten las preguntas y disminuyan las respuestas sencillas e iguales para todos. Las voces verdaderas que nos llaman solo conocen el “tú” de la segunda persona del singular: los nombres colectivos no funcionan con estas cosas demasiado serias. Solo funcionan en la medida que liberan a las personas de las prácticas y de la Ley y les dejan libertad para conocer y seguir el espíritu que a cada una le habla en una lengua distinta. Las prácticas comunitarias solo son buenas si conviven con las individuales, nacidas de palabras distintas susurradas por el mismo ideal-carisma, todos los días, a todos, en una biodiversidad esencial. Pero todo esto es extremadamente peligroso y por consiguiente muy raro. Siempre hay miedo a que las personas mejores y las que se sienten más atraídas por las cumbres resbalen de la cima, se hagan totalmente libres y no vuelvan a casa por la noche y se queden a dormir en refugios alpinos para intentar al alba nuevas escaladas en solitario de las montañas de la juventud. De este modo, las comunidades casi siempre acaban llenando todos los espacios interiores, abarrotando el panorama, y obteniendo personas menos vivas y fecundas pero más seguras y alineadas, que se encuentran a gusto de jóvenes pero se sienten mal de adultos y ancianos.
Estos procesos son, en su mayor parte, inevitables y ocurren en toda vida comunitaria. Incluso en las familias, donde después de los primeros tiempos del enamoramiento dominados por la pregunta «¿quién eres?» pronto se pasa al «¿cómo funciona?». Pero sabemos bien que las familias dejan de funcionar si cada cierto tiempo no vuelven las preguntas: «¿quién eres?» «¿quién soy?» «¿en qué nos hemos convertido?». Moisés, el hombre que hablaba con YHWH «de boca a boca» no vio nunca el rostro de Dios. Conocía y reconocía su voz, pero no su rostro. Una vez, una sola vez, en el culmen de un diálogo maravilloso con la voz, Moisés le pidió lo imposible: «¡Muéstrame tu gloria!». YHWH le respondió: «Yo te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver» (Éxodo 33,21-23). Las comunidades deben aprender a quedarse dócilmente bajo la mano de sus propios ideales que cubren sus ojos, a contentarse con la voz desnuda, a saber que en las contadas ocasiones en que se aparta la mano solo se ven las espaldas. Las praxis, las reglas y los objetos del “culto” comunitario solo son copias del reverso del ideal visto en algún momento muy especial de luz. Pero el rostro, la intimidad y la luz de los ojos siguen siendo y deben seguir siendo misterio y deseo. Sobre todo, no deben confundirse con las espaldas. Cuando María Magdalena, envuelta en lágrimas, se encontró con el Resucitado, no reconoció su rostro: reconoció una voz que la llamaba por su nombre.