Desbordantes y no alineados/2 – Marchar, dejarse contagiar, renovar la alianza
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 09/09/2018
“Con los viejos cantos que ya conoces, voces de cosas pequeñas y queridas, te dormiremos, viejo; y podrás volver a empezar.
Y cuando el mar, al anochecer, triste en la sombra te mande su grito, aún podrás soltar las amarras de la negra nave de la orilla.
Verás las tierras de tus recuerdos, de tu penar dulce y remoto”
Giovanni Pascoli El regreso
En el corazón de cada persona anida un misterio que se va desvelando a lo largo de toda su vida, solo parcialmente y con frecuencia en el tramo final. Las personas dotadas de muchos talentos, incluso las que son verdaderamente geniales, también poseen un conocimiento parcial e imperfecto de su propio “carisma”, de su potencial no expresado y de sus ilusiones y autoengaños pasados y presentes. Cuando una persona responde a la voz que le llama y se pone en camino dando un giro radical a su vida, no sabe ni puede saber qué desarrollo va a tener el encuentro con esa voz, ni qué frutos va a traer, acompañados de dolores y grandes sorpresas. Lo maravilloso de un matrimonio, como de una vocación artística o religiosa, es su potencial desconocido e infinito. No sabemos en qué vamos a convertirnos nosotros, ni cómo va a cambiar la persona a la que nos unimos, ni cómo va a ser nuestra relación. No sabemos en qué se va a convertir Dios.
En todo pacto y en toda promesa el “sí” que más vale no es el que le damos al presente y al pasado, sino el que pronunciamos, ahora y recíprocamente, sobre el futuro de los dos. Aquí está su belleza y su tragedia. Vivimos con alguien que continuamente se nos revela como una persona distinta de aquella con la que nos casamos. Crecemos en una comunidad que cada vez se aleja más de aquella en la que entramos. Mientras intentamos conocer y reconocer todos los días a la persona que tenemos a nuestro lado, nos esforzamos en reconciliarnos también con la persona en la que nos estamos convirtiendo y que muchas veces no nos gusta. La crisis de una relación es una falta de alineamiento plural y multidimensional, donde no sabemos si lo que ya no nos gusta es la novedad del otro, nuestra propia novedad o, como ocurre a menudo, ambas. Muchas familias siguen adelante porque los seres humanos poseen una gran resiliencia ante los cambios, sobre todo ante los cambios fundamentales del “tú”, del “yo” y del “nosotros”.
Pero en el campo espiritual e ideal, generalmente nunca estamos suficientemente preparados para experimentar (a veces lo sabemos de forma abstracta, por haberlo leído en algún libro) que también el Dios y/o el ideal que hemos elegido cambian, cambian mucho, al menos tanto como nosotros, casi siempre más que nosotros. Por este motivo, entre otros, la respuesta a una vocación a lo largo del tiempo adquiere una creciente diversidad de modos, formas y tiempos.
A todas las organizaciones les cuesta mucho gestionar la diversidad entre los seres humanos. Cada trabajador es único, vive su propia fase en relación a la de la organización, atraviesa las múltiples edades de la vida y sufre traumas y enfermedades. Pero la organización no puede armonizarse con los tiempos de cada uno, y el espectáculo debe continuar. Sin embargo, la teoría y la praxis están mostrando varias innovaciones organizativas tendentes a calibrar los contratos de trabajo en base a las necesidades de cada persona, ya sea una madre joven, alguien que quiere estudiar una carrera mientras trabaja o un trabajador maduro que quiere cultivar alguna afición o pasión renunciando a parte del sueldo. Las empresas donde la gente vive y crece bien han comprendido que los trabajadores tienen formas muy distintas de dedicarse a la organización, y que la creación de lugares externos a la empresa donde cultivar las relaciones y la afectividad mejora la calidad general de las mujeres y de los hombres, y estos, a su vez, producen un ambiente de trabajo más creativo y libre. En cambio, donde la flexibilidad contractual es baja, o donde las empresas usan incentivos no para liberar a las personas sino para capturarlas con la seducción del dinero y el poder, la calidad de la vida empeora, dentro y fuera de las empresas.
En el mundo de las Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs), la gestión de las peculiaridades antropológicas y de las edades de la vida de cada miembro es aún más compleja, sobre cuando las personas se identifican fuertemente con la institución, como ocurre en las comunidades religiosas y en los movimientos espirituales (no solo en ellos). Una OMI es mucho más (y en cierto sentido mucho menos) que una empresa. El tipo de adhesión, por ejemplo, de un franciscano o de una salesiana con respecto a su propia comunidad es muy distinto al de un contrato de trabajo con una empresa o al compromiso de un voluntario con una asociación. Aquí no se aplican contratos personalizados, ni funcionan los incentivos para aumentar su “productividad”. Este tema vale no solo para las personas enteramente entregadas a una causa, sino para todos aquellos casos en que la adhesión a una comunidad o a un movimiento es, esencialmente, una cuestión de vocación. No olvidemos que una vocación es una experiencia antropológica universal, que cubre un área mucho más amplia que el simple ámbito religioso.
En estos casos, la pertenencia a la OMI tiende, casi inevitablemente, a convertirse en una pertenencia exclusiva, querida como exclusiva tanto por la persona como por la institución. Aquí es donde comienzan los razonamientos más apasionantes.
Un benedictino alterna la oración y el trabajo, pero cuando deja de trabajar no “sale” realmente del trabajo para volver “a casa”. Su reincorporación a la comunidad no es como la de Francisca, madre de familia, cuando sale de la oficina y vuelve a casa. Se trata de dos “casas” sustancialmente distintas. Mientras Francisca pasa de una esfera de su vida (la empresa) a otra (la familia), regidas por principios distintos y a veces en tensión, el padre Bernardino cuando termina su trabajo en la farmacia del monasterio, en realidad sigue dentro del mismo ambiente identitario.
Cuando Francisca pasa por momentos difíciles en el trabajo – esos momentos que todos conocemos cuando, por distintos motivos, el entusiasmo por la misión de la empresa es muy bajo y vamos a trabajar solo porque no podemos no ir – y vuelve a casa, se encuentra con sus hijos, con los amigos, canta en un coro, vive en lugares verdaderamente diferentes a su lugar de trabajo. En estos lugares verdaderamente diferentes Francisca puede compensar las frustraciones de la oficina, puede desfogarse, cargar las pilas, refugiarse y pasear por jardines que tienen un aire y unas flores distintas a las de la empresa. Esto significa, entre otras cosas, que las empresas “consumen” capitales preciosos que no retribuyen (familia, amigos, asociaciones…) pero son los responsables de que sus trabajadores sean capaces de trabajar e incluso a veces sean creativos y felices (este es uno de los sentidos de los impuestos).
También el padre Bernardino, como Francisca, pasa por momentos en los que no tiene ninguna gana de baja a vender infusiones y licores. Él también conoce divergencias y conflictos con los compañeros de la tienda. Pero cuando vuelve a casa tiene que vivir con compañeros muy parecidos (si no idénticos) a los monjes con los que trabaja. Algunas veces, el padre Bernardino no solo no tiene ganas de bajar a la farmacia, sino que ni siquiera tiene ganas de volver a comer o a cenar con la comunidad. Estos son los casos más complejos e interesantes. El padre Bernardino también necesitaría poder acceder a algún ámbito donde compensar no solo las tensiones del trabajo sino las que se producen en su comunidad y en su vida entera. Pero, a diferencia de Francisca, el padre Bernardino puede que no tenga esos “espacios de compensación” donde cuidar, de forma natural y sana, los desajustes que siente en esta fase concreta de su vida.
Algunas veces se queda en la iglesia y busca el diálogo íntimo con Dios, que es un gran espacio de compensación cuando se han acabado o nunca han existido otros espacios. Pero sabemos que, en algunos momentos, generalmente decisivos, siente la necesidad de respirar un aire distinto al aire único de la comunidad, ese aire gastado que acaba envolviendo también la voz de Dios, que deja de hablar. En las experiencias carismáticas fuertes, cuando uno no está alineado con la comunidad, es muy difícil, si no imposible, sentirse alineado con Dios. Estas crisis serían demasiado simples y por tanto poco interesantes si, junto a la relación con la comunidad, no entrara en crisis también la relación con el Dios que esa comunidad ha enseñado a conocer, amar y reconocer.
Las crisis más frecuentes y graves nacen de un síndrome de asedio, donde cada lugar es una simple variante del mismo y único lugar. No es raro que la salida de la comunidad parezca el único camino para poder respirar de nuevo y no morir.
En realidad, estas situaciones tan frecuentes son manifestaciones de algo mucho más radical e importante. La vida adulta dentro de una comunidad con una identidad fuerte, cuyo ingreso se produjo en tiempos jóvenes con una maravillosa ignorancia providencial, casi siempre adquiere la forma de salida de la primera comunidad, incluso sin abandonar la misma habitación y el mismo comedor de siempre.
Para entender esta afirmación, que puede parecer paradójica o excesiva, es necesario fijarse con atención en la naturaleza de la relación que se da entre una vocación y la comunidad en la que la persona necesariamente nace, crece y madura. La comunidad, toda comunidad, incluso una de las más libres y abiertas, desempeña una función de pedagogo (San Pablo). Por eso llega un día en que quienes han recibido la vocación advierten la urgencia de despedir a su pedagogo, dándole las gracias, para vivir finalmente como adultos, es decir salir de la primera comunidad para convertirse en algo distinto que nadie conoce todavía. A veces uno sale quedándose, otras veces sale saliendo. Pero siempre hay que salir si se quiere regresar. Puede ser una salida para siempre (incluso permaneciendo en la misma casa), sin retorno. Pero también es posible regresar: muchos lo hacen, y nos salvan todos los días cuando volvemos a nuestras casas, cuando tal vez ya no lo esperábamos.
Estas salidas y estos regresos adquieren generalmente la forma del exilio. El exilio de Babilonia fue una etapa decisiva en la historia de la salvación. La salida obligada de la Ciudad Santa de David, la destrucción del único templo del Dios verdadero, fue también el tiempo en que Israel dio un salto extraordinario en su experiencia espiritual. Comprendió en su carne, sin quererlo ni buscarlo, que a Dios se le puede rezar sin templo, que no deja de ser el Dios verdadero aunque se haya convertido en un Dios derrotado, que es posible seguir siendo la comunidad de la alianza fuera de la tierra prometida. Conoció otra gran cultura y otros dioses, y se contagió con otras narraciones, algunas de ellas muy hermosas. Sin el exilio, sin ese contagio, no se habrían escrito algunos libros bíblicos espléndidos y no habríamos recibido en herencia los versos del “siervo doliente de YHWH”. La Biblia nos dice que es posible volver de los exilios y que del resto que vuelve un día es posible que nazca un niño en un pesebre.
Podremos vivir bien de adultos en el mismo lugar de la juventud si la vida comunitaria se convierte en experiencia del regreso.