Desbordantes y no alineados/6 – Vemos a Dios gracias a los ojos de los hombres y mujeres que encontramos
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 07/10/2018
«Con Moisés termina el alpinismo en la historia sagrada, que había comenzado al revés, en descenso, con Noé bajando de su barca-cesta atracada en la cima del Ararat, acompañado por los representantes de la zoología salvada...»
Erri De Luca, Sottosopra
La civilización occidental está construida alrededor de la idea de la riqueza y el desarrollo entendidos como acumulación de cosas y crecimiento. Este principio cuantitativo se emparejó con la convicción ancestral de que la pureza y la perfección están arriba y la imperfección abajo; que lo impuro tiene que ver con la tierra y las manos, y lo puro con el cielo; que el espíritu es superior porque no es materia, no es cuerpo. Por eso, hemos llegado a considerar que los trabajos que tienen que ver con la tierra y aquellos en los que se usan las manos son bajos, impuros e ínfimos, mientras que los trabajos en los que se usa el intelecto son nobles, altos, espirituales y santos. Esta visión arcaica de la vida buena como “crecimiento hacia lo alto” ha conseguido atravesar casi indemne la Biblia entera, a pesar de la dura lucha que los profetas, los libros sapienciales y Jesús entablaron contra ella. Con la ayuda de un alma de la filosofía griega y de la gnosis, esta idea se extendió después a la Edad Media y a la Modernidad, muy poco bíblicas, donde proliferaron los tratados de mística que leían la vida espiritual como una escalada del “dulce monte”, como una acumulación de bienes místicos o como un combate contra el cuerpo y la carne. La ley del del crecimiento hacia lo alto se aplicó también a la vida espiritual, que de este modo se concibió como incremento, ascensión y liberación del cuerpo para poder volar ágilmente por el cielo del espíritu.
Pero leer la vida espiritual con las categorías de la acumulación y el alejamiento de la tierra, sobre todo nos aleja del corazón del mensaje bíblico. Pero además produce una interesante paradoja: en un tiempo en que, gracias a la acción y al pensamiento de buenos cristianos y de grandes Papas, estamos intentando superar con mucha dificultad el paradigma del crecimiento y estamos redescubriendo el valor teológico de la tierra y del cuerpo, en el ámbito del espíritu seguimos razonando con las mismas categorías que queremos superar. Se trata de una desalineación peligrosa a la que por lo general no se le da mucha importancia. Sin embargo, Francisco de Asís comenzó su extraordinaria aventura humana y espiritual besando a un leproso. Posiblemente ese beso encerraba el mensaje más revolucionario y valioso del humanismo bíblico y cristiano. Toda la Biblia es un canto al valor espiritual de la creación, que nos invita a encontrar a Dios sobre todo en el más acá, en medio de los hombres y de los pobres, su morada preferida. Cuando el sabio Qohélet, al llegar al final de su búsqueda radical y sin consuelos, quiso decirnos dónde podemos encontrar alguna cosa no vana “bajo el sol”, nos indicó la actividad humana más ordinaria y corporal: «Esta es mi conclusión: lo bueno y lo que vale es comer, beber y disfrutar» (5,17).
En el culmen de la historia de la salvación, para expresar lo impensable y lo imposible, el cuarto evangelio no encontró una expresión más verdadera y maravillosa que esta: «El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El logos, la palabra que ya era Dios, se hizo aún más Dios haciéndose niño, “nacido de mujer” como nosotros, como todos. Con ello nos estaba diciendo que, si el sueño del hombre es hacerse infinito y omnipotente como Dios, el sueño de Dios es hacerse finito e impotente como el hombre. La Natividad es inmensa porque en la luz infinita de la noche de Belén se encuentra la misma luz de la noche que envuelve a todo niño que nace, y naciendo la aclara. Si el niño del pesebre era verdadero hombre (y ciertamente lo era), todo nacimiento es una Natividad. El acto espiritual más puro que acontece cada día en la tierra es cuando un niño viene a la luz del vientre de una mujer. Nunca entenderemos suficientemente bien que cuando los Evangelios nos contaban que el crucificado seguía vivo más allá de la muerte con su cuerpo – un cuerpo distinto pero cuerpo, al fin y al cabo – nos estaban dejando una herencia humana de un valor extraordinario, que en buena parte hemos dilapidado. A pesar del nacimiento, la muerte y la resurrección de Jesús, nosotros seguimos pensando la religión mediante formas muy centradas aún en las dicotomías puro/impuro y bajo/alto, así como en la bendición asociada al crecimiento.
Un logos hecho carne y después resucitado con su cuerpo implica, además, una revolución radical en el modo de entender el camino espiritual. Cuando se “sube” de verdad al monte Carmelo, desde la cima no se ve más de cerca a Dios ni se ve mejor el cielo, sino que se ve más cerca a los hombres y se ve mejor la tierra. Con el paso del tiempo, las certezas religiosas disminuyen, pero aumenta el conocimiento humilde sobre el hombre. Sin embargo, nosotros echamos de menos los primeros días de luz y vivimos la progresiva ignorancia sobre Dios y el despoblamiento del paisaje sagrado como fracaso y nostalgia. Pero quizá lo que ocurre es simplemente lo que tenía que ocurrir, quizá solo nos estemos convirtiendo en lo que teníamos que ser. Aunque gran parte de la mística haya utilizado casi siempre imágenes de cimas y montañas, en la vida espiritual no se asciende: se desciende. El paraíso se encuentra al principio, en los primeros días del encuentro y la llamada, que a veces pueden llegar a ser largos y durar muchos años. Allí, en el comienzo, se abre el cielo y vemos a los ángeles subir y bajar por la escalera del paraíso. Pero después empieza el camino y la vida nos exige salir del primer paraíso, porque el sentido que tiene ver el cielo abierto es impulsarnos a mejorar la tierra de todos y no quedarnos en la altura “consumiendo” ese espléndido bien espiritual. Debemos preocuparnos mucho si ese primer cielo nos impide amar la tierra.
En la Biblia, los santuarios de Baal y los lugares de la prostitución sagrada casi siempre estaban en las cimas de los montes, y eran más numerosos que en el monte Sinaí. La primera cima de la Biblia fue Babel. La subida al monte Tabor fue una preparación de la subida-bajada a los infiernos del Gólgota. Caminar en el espíritu es inclinarse hacia la tierra y no ascender hacia el cielo. Es hacernos más humanos y no más divinos, más hombres y no más ángeles; sentir con el paso de los años una pasión cada vez mayor por todo lo que está vivo, por las palabras y obras de los hombres y de las mujeres; apreciar la belleza ordinaria de las cosas de todos. Nos sentimos diferentes y dejamos a nuestra gente, a veces criticando o despreciando la vida “normal” de los padres, hermanos y compañeros; pero un día regresamos, los miramos y por dentro nos nace un deseo-oración de parecernos a los abuelos, a los padres e incluso a la buena normalidad de las viejas vecinas, porque nada le falta a la vida.
La vida espiritual nos lleva a bendecir la vida, a recorrer las calles con agradecimiento y siempre con asombro por estar inmersos entre “cosas” y personas que están vivas y nos aman, a apreciar la infinita belleza del mundo y amarla hasta el punto de sentir dolor por tener que dejarla un día. Por el contrario, es una pésima señal alabar el cielo y maldecir la tierra, defender a Dios y condenar a los hombres, sentirnos rodeados por un océano de maldad donde el único oasis bueno somos nosotros. El descenso hacia la tierra es el que nos dice que el trozo de cielo que vimos aquel lejano día no era una alucinación ni una ficción, sino tan solo una bellísima dote para la boda. Toda vocación es una palabra que se hace carne, un emigrante que deja el cielo por la tierra. En la Biblia, muchos profetas comenzaron su misión con el cielo abierto y con una voz que les llamaba por su nombre. Comenzaron su recorrido en el paraíso y terminaron tocando el infierno del dolor del mundo. Samuel, Isaías, Ezequiel, Pablo, Jeremías o Moisés fueron llamados en medio de una epifanía de luz y palabras. Pero después dejaron el paraíso, descendieron y comenzaron su historia vocacional en busca del hombre. Descendieron del diálogo con la voz del Sinaí y aprendieron a dialogar con los hombres. Liberaron esclavos y atravesaron el mar. Los profetas pronunciaron sus palabras más humanas y divinas no en el monte sino abajo, dentro de una cisterna, en el exilio, sometidos a golpes y persecuciones, en el grito inarticulado de la cruz.
Isaías comenzó su misión con el cielo abierto, con ángeles, palabras y visiones. Pero al llegar al culmen de la maduración de su vocación (cap. 21), adquirió conciencia de que era un “centinela de la noche”, que desempeñaba su misión escuchando a los hombres y a las mujeres que se le acercaban preguntando: “¿cuánto falta para el día?”, sin saber la respuesta. Cuando empezamos, pensamos que podemos dar respuesta a las preguntas de los demás sobre Dios, hasta que un día comprendemos que somos tan ignorantes como cualquiera, pero podemos dar y recibir compañía humana. En el camino espiritual pasamos de la verborrea sobre Dios a no tener palabras, o a tener muy pocas, que además no logran traspasar el umbral. Pero no lo sabemos, no nos lo dicen, y luchamos contra la no alineación que vemos crecer y contra la carestía de palabras. No nos damos cuenta de que mientras se reducen las palabras sobre Dios, aumentan las palabras buenas sobre la vida y sobre los hombres. Algunas veces olvidamos cómo rezar a Dios, pero aprendemos a rezar al hombre. La principal y tal vez única señal que nos indica que la vida espiritual está floreciendo y dando fruto es cuando nos hacemos más capaces de humanidad (en la metáfora del árbol, muy bíblica, los frutos nacen a partir de la muerte de las flores y sus colores). Alguien experto en la vida espiritual sabe hablar sobre todo de la vida de la gente (de los amores y de los dolores de la condición humana) y habla muy poco de Dios, bien porque intuye su misterio, bien porque quiere curar las muchas palabras religiosas que pronuncian cada día aquellos que solo conocen a Dios de oídas y por tanto tampoco conocen al hombre.
A lo largo del camino, los diálogos íntimos con la voz de los primeros días se van reduciendo, a veces hasta desaparecer, porque adquieren la forma del barro del alfarero, de un jarrón, de un cinturón o de un yugo con el que recorrer las calles de la ciudad. La luz y la visión de Dios al principio son esenciales para entender nuestro lugar en el mundo y ponernos en camino. Después viene la luz y la visión de la tierra, y no falta nada. El primer don y el último de una vocación es una visión distinta y más humana de la tierra, de la vida y de las personas. Siempre nos ponemos en camino hacia el paraíso. Pero el camino se detiene si no entendemos que para volver a ver a Dios después de los primeros días, la única posibilidad que se nos ha dado son los ojos de los hombres y de las mujeres, la única imagen verdadera de Dios disponible en la tierra. De este modo, justamente cuando nos parece que nuestra tarea ha fracasado porque sentimos que el rostro de Dios está cada vez está más lejos, nos damos cuenta de que durante los años que hemos pasado mirando a los ojos a hombres y mujeres, hemos aprendido, sin saberlo, a conocer a Dios.
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