Acepté pagar 100 euros más no sólo por el valor de la legalidad, sino también por desdén. Las personas están dispuestas a asumir un coste cuando perciben comportamientos inicuos.
por Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.15-16, 10/08/2012
Para comprender la cultura de un pueblo, con sus luces y sus sombras, hay que estar entre la gente. «¿Cuánto cuesta llegar al centro de Roma?», pregunté hace unos días en el aeropuerto de Fiumicino. «50 euros», respondió el taxista. «Pero – agregó – si comparte el viaje con este señor, puedo cobrarles 40 a cada uno». Para él 80, para nosotros un descuento de 10 euros. Lástima que el reglamento diga 50 euros por carrera y no por persona. Cuando expresé mi desacuerdo, el taxista replicó: «Pero disculpa: ¿a ti qué te importa si yo gano más? tú piensa en lo que te ahorras».
Pésimo taxista, porque no sabe que a la gente, cuando realiza un intercambio de mercado, no le importa sólo su propia ganancia, sino también la justicia. La misma justicia que, hace unos meses, me llevó a “castigar” al mecánico que, después de limpiar los filtros de mi automóvil en el que me pusieron gasolina en lugar de diesel, me dijo: «son 500 con factura o 400 sin ella». Acepté pagar 100 euros más no sólo por el valor de la legalidad, sino también por indignación. Ya hay muchos estudios que muestran con datos empíricos y experimentales que las personas están dispuestas a asumir un costo cuando perciben que los demás se comportan de modo injusto.
Hoy en Italia se está deteriorando un patrimonio de virtudes cívicas construido durante siglos. La virtud cívica no consiste sólo en pagar los impuestos y cumplir las leyes, sino también en asumir el coste de un reproche dirigido a otros conciudadanos. Para salir de la crisis hae falta una regeneración cívica, además de la reducción de la prima de riesgo y la deuda pública. Pero para recrear el tejido civil, demasiado deteriorado ya, no es suficiente que cada uno haga sus deberes: es necesario hacerse cargo de los otros conciudadanos, reprochándoles cuando hay necesidad, y premiándoles, a veces con un “gracias”, cuando se puede. Los reproches cívicos son demasiado escasos, pero hoy también se dice pocas veces “gracias” y “buenos días” por la calle. El otro día en Milán le dije “buenos días” a un desconocido; le dio miedo, no estaba acostumbrado ya a estas palabras. Pero sin estas palabras, antiguas y nuevas, no se recrea aquel tejido civil indispensable para salir de toda crisis, individual colectiva y económica.